Un viaje a México

FOTOGRAFÍA DE FLOR HERNÁNDEZ

 

Trad. Miguel Ángel Gómez Mendoza

Cómo llegué a México

 

A comienzos de 2018, mi amigo y mi traductor Miguel Ángel Gómez Mendoza, profesor en Colombia de la Universidad Tecnológica de Pereira, participó en un coloquio internacional que tuvo lugar en Bogotá. Allí encontró a Marco Antonio Jiménez, profesor de la más importante universidad de América Latina, UNAM de Ciudad de México. Al ponerse a dialogar más ampliamente, constataron con asombro que ambos sabían muy bien el rumano porque habían estudiado en Rumania: Marco fue estudiante en las ciudades de Ploiești y de Cluj durante dos años (1973-1975); y Miguel Ángel fue estudiante en Cluj seis años (1979-1985). Si bien no todas sus experiencias en la Rumania comunista fueron precisamente positivas, quedaron muy unidos con la cultura rumana. Marco le contó a Miguel Ángel que escucha con frecuencia Radio Rumania Cultural, mientras que Miguel Ángel le confesó a Marco que sigue con atención las revistas culturales de Rumania y compra frecuentemente libros por Internet. Miguel Ángel, quien había terminado hace poco la traducción al español de mi libro Cioran, un aventurier nemișcat y que espera ser publicada, le habló sobre mí a Marco y prometió enviarle mis libros disponibles en español, así como otros ensayos y un conjunto de fragmentos y aforismos. Los dos establecieron relaciones muy cercanas después del encuentro de Bogotá y, en su correspondencia, tomó forma la idea de invitarme a México con motivo de un gran coloquio dedicado a Cioran. Miguel Ángel me habló en primer lugar sobre este proyecto, luego intervino también Marco. Paulatinamente, las cosas tomaron forma y Nelson Guzmán, un amigo cercano a Marco, se ofreció para implicarse también en la organización del evento en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Al final, después de varios meses de intercambios, se estableció la forma final del coloquio: tres días en Ciudad de México dedicadas a unas conferencias sobre Cioran y tres días en Zacatecas; dos consagrados a Cioran, y el último reservado para la presentación de mis dos libros sobre Cioran, traducidos al español: Influencias culturales francesas y alemanas en la obra de Cioran y Cioran, un aventurero inmóvil. Marco se ocupó de la invitación de unos intelectuales mexicanos interesados en la obra de Emil Cioran, mientras que yo invité a especialistas en él, de los Estados Unidos, Portugal, Argentina y Colombia. Se reunieron, en total, cerca de treinta participantes en el coloquio. Solicité tener tres conferencias, dos en Ciudad de México y una en Zacatecas. Recibí los pasajes de avión a comienzos del mes de septiembre de 2019: mi partida para México estaba programada para el 9 de noviembre y el regreso a Timișoara el 19 del mismo mes.

 

Las Pirámides de Teotihuacán

 

Llegué a Ciudad de México en 10 de noviembre a las 4 de la mañana, después de alrededor de 13 horas de vuelo. Me esperaban en el aeropuerto Marco Antonio Jiménez y Ana María Valle. Me condujeron a mi hotel situado en la Avenida de los Insurgentes, la más grande de la ciudad y con cerca de 29 kilómetros de longitud, siendo considerada en algunas enciclopedias como la más grande del mundo. Mientras estábamos en el carro Uber, me preguntaron qué quería hacer en mi primer día de estadía en México. Les respondí que, si no les parecía muy pesado, desearía ver las Pirámides de Teotihuacán. Si bien ellos pensaron en otra cosa para ese día domingo –dejarme descansar después de un vuelo tan largo–, estuvieron de acuerdo porque sería difícil llegar a las pirámides otro día de la semana; el programa del coloquio era exigente. Me dejaron descansar tres horas, luego a las 8 en punto, me esperaron con su carro frente al hotel.

No sé exactamente la distancia que hay entre las Pirámides de Teotihuacán y Ciudad de México, porque leí que estarían a 50 kilómetros de la ciudad, o incluso 78 kilómetros. No obstante, el viaje duró alrededor de una hora. Marco y Ana María me colmaron con su amabilidad, me contaron una cantidad de cosas fascinantes, me animaron a escuchar música tradicional mexicana y me llamaron la atención sobre el paisaje árido y las decenas de tipos de cactus que se veían en las márgenes de la carretera, explicándome sus diversos usos. Estaba muy cansado, pero al mismo tiempo pleno de entusiasmo, porque sabía que me hallaba en un espacio que me era completamente no familiar y esto me hacía sentir como en una secuencia de una road movie.

Cuando nos acercamos a las pirámides, bruscamente vi cientos de personas amontonadas en un espacio que me recordaba a nuestras fiestas. Los hombres de allí vendían grandes juguetes de felpa, jugos de diversos colores, pedazos de coco, carteras, cinturones, zapatos, dulces, sombreros de paja, tacos, burritos, arcos de leña con tres flechas, réplicas de las pirámides, collares, muñecos, amuletos. Nos escabullimos con dificultad con el carro entre la multitud que nos rodeaba, sin embargo, observé inmediatamente que la gente era muy amable e incluso querían ofrecernos diversos volantes, mapas, cupones y no daban en ningún momento impresión de precipitación o agresividad. Les agradecíamos y les dijimos que no estábamos interesados en sus ofertas. Se retiraron de inmediato sin insistir, haciendo señales amistosas con la mano y orientándonos para elegir el camino más corto. Finalmente, llegamos a un estacionamiento improvisado cerca de la entrada oficial a las pirámides. Después de haber pagado el boleto de entrada, pasamos por un callejón al borde de los puestos de madera donde se podían comprar recuerdos. Allí me di cuenta por primera vez de la ingeniosidad de los artesanos mexicanos.

Cuando llegamos al final del callejón, vi la magnífica Pirámide del Sol, sobre la que leí que tiene 65 metros de altura y 225 metros de lado, siendo una de las más grandes del mundo. Marco tuvo el tiempo de decirme durante el recorrido que sobre la plataforma que se encuentra en la punta de la pirámide tenían lugar los sacrificios humanos. Así que pude imaginarme fácilmente que todo lo que era cenizas en el presente estuvo cubierto en algún momento por la sangre que goteaba de la piel de los sacrificados para homenajear a los dioses; si los dioses que nacieron en Teotihuacán, como decían las antiguas leyendas aztecas, entonces tenían necesidad de sangre; y el misterioso pueblo que construyó esta ciudad estaba preparado para ofrecerla en abundancia. La más grande ciudad del mundo hasta el siglo VII antes de Cristo, cuando conoció un inexplicable colapso, Teotihuacán tenía una población de cerca de 200.000 almas, esto es casi el mismo número de habitantes que llegó a tener Nápoles hace 800 años, en el siglo XVI, cuando era la segunda ciudad más poblada de Europa, solo superada por París. Habitada por sacerdotes dotados con formidables conocimientos de Astronomía, por soldados bien entrenados y valientes, así como de refinados artesanos que trabajaban con virtuosidad la obsidiana para obtener objetos tan codiciados que circulaban por toda la América Central. Esta ciudad cuyas ruinas quedaron cubiertas por la arena durante siglos fue el centro de un imperio que parece haberse desintegrado a causa de unos conflictos internos. Los aztecas la redescubrieron por un tiempo, luego, después de la conquista española, volvió a caer en el olvido hasta finales del siglo XVIII. Luego de volver a llamar la atención de las sucesivas excavaciones arqueológicas que sacaron a la luz sus más significativos monumentos, se transformó en la principal atracción turística de México.

Porque Gilda, mi esposa, no estaba conmigo, comencé a tomar fotografías, intentando sorprender la majestuosa imagen de esta pirámide con historia sombría. Luego, partimos para el Calzada de los muertos, un camino de 2 kilómetros de largo y 45 metros de ancho que lleva a la pirámide de la Luna y luego a la pirámide de la Serpiente emplumada. En sus márgenes, se encontraban las huellas de los viejos templos dedicados a los diferentes dioses locales. Marco, el guía más precioso de la zona, me pidió hacer abstracción de los colores borrados de estas construcciones restauradas bajo la atenta supervisión de unos grandes arquitectos mexicanos y me imaginé los vivos colores de las edificaciones de los primeros siglos después de Cristo; en especial, de la combinación del verde y del rojo que podría ser apreciada por todos lados. Pensé que ahí debió suceder la misma cosa que puede ser constatada respecto a las estatuas griegas, a las que nos hemos acostumbrado a ver sin colores así como las conocemos hoy en día, pero que fueron, de hecho, pintadas con atención de manera poli cromática así como lo saben muy bien los especialistas de la Antigüedad clásica.

Continuando con mi viaje, pude ver las pinturas murales con pumas, el vuelo de los pájaros verdes de los templos en ruinas, cabezas de felinos, mariposas representadas en las paredes del palacio de Quetzalpapálotl, laberintos de piedra y enormes cactus; turistas franceses, australianos o italianos (faltaban, al igual como observé en Buenos Aires, y también en Ciudad de México, turistas chinos y japoneses) que se detenían a comprar juguetes en forma de jaguar, bisutería de obsidiana, máscaras, aretes, reproducciones en vivos colores del Calendario azteca o anillos de plata de los artesanos que extienden sus mercancías en el Callejón de los Muertos. Si no hubiese conocido así sea fragmentariamente la historian del lugar, me hubiese sido imposible creer que ahí alguna vez corrió tanta sangre.

 

La cabeza de Pancho Villa

 

En la infancia, la casa de los abuelos en Arad solía estar llena de libros escondidos en los rincones más inverosímiles, de manera tal que mis búsquedas llenas de curiosidad me permitían descubrir siempre los más variados tesoros —en el armario de la cocina de los abuelos, debajo de una vieja plancha y protegida de una manta azul; el canto de los Nibelungos, La epopeya de Gilgamesh, novelas de Zaharia Stancu, Marin Preda, Ion Agârbiceanu, poemas de Mihai Beniuc y Geo Bogza, El duelo de Alexander Kuprin—. En el armario negro del cuarto del abuelo, encima del cual domina un inmenso aparato de radio en el que escuchábamos mañana y noche las emisiones transmitidas por Europa Libre, se encontraban libros sobre yoga, nutrición, novelas policiacas y numerosos volúmenes sobre la historia de los campeonatos mundiales de fútbol y sobre biografías de algunos célebres boxeadores. Debajo del enorme espejo redondo del mismo cuarto, libros sobre Milton, Shelley y Byron, más las novelas de Alexandre Dumas, Víctor Hugo, Stendhal, Balzac, Gárdony Géza, Móricz Zsigmond, Jókai Mór, Mihail Sebastian, Sorin Titel, Augustin Buzura y poemas de Eminescu, Arghezi, Șt. O. Iosif, Panait Cerna, Nicolae Labiș, Dimitrie Anghel, Goga y Coșbuc. También en el comedor, en el armario que estaba ubicado bajo la vitrina con las vajillas de porcelana de la abuela y con las figurillas traídas de la República Checa, los volúmenes de historia del arte de Mihail Alpatov, los libros sobre Napoleón, cientos de monografías sobre pintores, escultores, compositores, escritores, actores y cantantes de ópera, enciclopedias, todas las novelas de Lion Feuchtwanger traducidas al rumano más decenas de libros de los exploradores que se aventuraron en Asia, en África, en las dos Américas o hasta en los polos. En el dormitorio, en un misterioso baúl ubicado cerca de la cama bordeada de un delicado ficus mantenido en una maceta rectangular, se podían encontrar novelas de Jules Verne, Eugène Sue, Michel Zévaco, Ponson du Terrail, Heinrich Mann, Thomas Mann, Sadoveanu, Arghezi, Rebreanu, Camil Petrescu, Cezar Petrescu, Eugen Lovinescu, libros de Tudor Vianu, Garabet Ibrăileanu, Zigu Ornea, Romul Munteanu, Ovid S. Crohmălniceanu, Nicolae Manolescu, y un Larousse de 1935 más un montón de discos de unos cantantes italianos y franceses del período 1960-1970. También había libros, si bien menos, sobre diversas mesas, encima de las repisas y de las mesas de noche que se encontraban cerca de todas las camas de la casa (en especial los libros de oraciones de los abuelos y bisabuelos y algunas novelas policíacas de Agatha Christie y Ellery Queen). Aurică, mi abuelo a quien adoraba y que era un empedernido lector, insistió en que debíamos hacer un catálogo de los miles de libros regados por todas partes del apartamento situado en la calle Cloșca 12 pero, aunque me puse en la tarea dos veces cuando tenía 13 o 14 años, me aburrí muy rápido y no logré hacer la tarea hasta el final.

 

Las primeras cosas que encontré sobre México se debían a los libros sobre la civilización azteca que encontré en el inmenso armario del comedor de mis abuelos. Luego, en los libros de historia que leía Aurică, encontré a Emiliano Zapata y Pancho Villa; sin retener gran cosa sobre ellos, sin embargo, estaba fascinado por el modo en el que mi abuelo pronunciaba los nombres. También el abuelo, que se preocupaba para que tuviera una seria educación estética y que puso en mis manos los primeros libros de historia del arte, me habló sobre Diego Rivera (sobre Frida Kahlo, a Orozco y Siqueiros los encontraría por cuenta propia mucho más tarde). Casi en el mismo periodo, descubrí los dibujos animados con Speedy González y el imbatible ratón que superaba a todos los rivales gracias a su velocidad, quien se convirtió en mi favorito. Cuando jugaba solo, me imaginaba que tenía en la cabeza un inmenso sombrero amarillo e intentaba imitar el acento, repitiendo al infinito “¡Ay Caramba!”.

 

A Octavio Paz, Juan Rulfo y Carlos Fuentes los descubrí en el primer año de la Facultad, frecuentando la biblioteca del Centro Cultural Francés de Timișoara, allá donde llegué gracias a la recomendación de Adrian Babeți. También entonces debí leer la crónica de Fray Bernardino de Sahagún. Algo más tarde, cuando ya era becario en París, leí sobre Sor Juana Inés de la Cruz. Igual allá encontré por primera vez al Ejército Zapatista de Liberación Nacional de Chiapas, así como del encuentro del Subcomandante Marcos y Régis Debray. Después del regreso a Rumania, descubrí, gracias a las recomendaciones de unos amigos, la pintura llena de fuerza de Remedios Varo y de su amiga Leonora Carrington y tengo en mi cubículo de la universidad algunas reproducciones de sus cuadros.

 

Leí a lo largo de los años sobre las personalidades emblemáticas de la historia mexicana pero, apenas cuando llegué a Ciudad de México, entendí que para la gente de allí las figuras más populares continúan siendo Benito Juárez, el primer presidente de origen indígena del país, así como los dos líderes de la Revolución mexicana cuyos nombres me eran conocidos desde la niñez: Pancho Villa y Emiliano Zapata. Apenas Ana María y Marco me llamaron la atención, me di cuenta que ignoraba que la Revolución mexicana, que tuvo lugar entre 1910 y 1920, fue la primera revolución del siglo XX, precediendo a la Revolución rusa. Les pedí el favor de que me hablaran sobre las diversas leyendas que circulan con relación a los momentos clave de la vida de las grandes personalidades de la historia mexicana y, gracias a su talento de narradores, encontré un montón de cosas interesantes. Pero la que más me intrigó, fue la increíble desaparición de la cabeza de Pancho Villa y, por ello, voy a insistir sobre este episodio muy peculiar.

 

José Doroteo Arango Arámbula nació en el año 1878 en el Estado mexicano de Durango. Quedó huérfano cuando apenas entraba a la adolescencia e intentó mantener a su familia y protegerla de los abusos de los propietarios de tierra que cortaban y ahorcaban en la zona. Cuando tenía 16 años, asesinó a Agustín López Negrete, un latifundista local que quería violar a su hermana menor, Martina, de apenas 12 años. Para escapar de la acusación por el crimen, se vio obligado a huir y a esconderse en las montañas. Fue capturado y obligado a alistarse en el ejército mexicano. Apenas resistió algunos meses en las filas del ejército, hasta que asesinó a un oficial que le había robado el caballo. Cambió su nombre por el de Francisco “Pancho” Villa, considerando que es hijo ilegítimo del bandido Agustín Villa, él mismo vivió muchos años como un bandido salteador de caminos. Recuperado por los políticos opositores al todopoderoso presidente Porfirio Díaz, se convirtió en una de las figuras más populares de la Revolución mexicana debido a su indiscutible carisma y a su destacado talento militar. Ganó algunas batallas famosas, pero también perdió otras igual de importantes. Realizó incursiones en el territorio de los Estados Unidos en 1916, lo que despertó la furia de los americanos y desencadenó una campaña de castigo conducida por el general Pershing. Pancho Villa logró escapar, pese a los enormes esfuerzos realizados para capturarlo. Se casó de manera legal con 75 mujeres, vivió a todo tren, fue amado y odiado en la misma medida. Si bien entregó las armas en 1920, se benefició de una amnistía por sus hechos; continuó siendo considerado una amenaza para los políticos mexicanos y un posible candidato a las elecciones presidenciales. Fue asesinado en 1923, como consecuencia de una emboscada, cuando se dirigía a una fiesta en su carro. Fue enterrado en el cementerio del Parral, en el Estado de Chihuahua.

 

En la mañana del 6 de febrero de 1926, Juan Amparan —que trabajaba en el cementerio del Parral— observó que la tumba de Pancho Villa había sido profanada, el ataúd en el que se encontraba su cuerpo fue abierto y el cráneo fue robado. Pese a los repetidos intentos de identificar a los autores de este macabro acto y pese a los arrestos realizados inmediatamente, no se descubrió nada, y los principales sospechosos fueron puestos en libertad. Aunque han pasado más de 90 años desde entonces, el cráneo nunca fue encontrado, lo que permitió la aparición de las más insólitas hipótesis respecto a esta extraña desaparición. Entre ellas, la más espectacular me parece la siguiente: Pancho Villa habría escondido en un lugar desconocido una gran cantidad de oro, se cortó a ras el cabello de la cabeza y se tatuó en el cuero cabelludo un mapa que indicaba dónde se hallaba el tesoro. Al encontrar estos detalles en una fuente cercana a

 

Pancho Villa, aquellos que robaron el cráneo intentaron usarlo para dar con el tesoro escondido. Existen, sin embargo, otras hipótesis sensacionales: 1. Debido al gran odio que tenía a Pancho Villa, el magnate americano de la prensa William Randolph Hearst, retratado por Orson Welles en Citizen Kane, habría dirigido el robo y habría pagado 5000 dólares para entrar en posesión del cráneo de éste; 2. Álvaro Obregón, implacable adversario de Pancho Villa en tiempos de los interminables conflictos de la Revolución mexicana, habría querido desquitarse de manera póstuma por el hecho de haber perdido su brazo derecho durante una de las batallas contra las tropas comandadas por éste; 3. La sociedad secreta Skull and Bones de la comunidad de la Universidad de Yale, conocida por el apetito de sus integrantes por tener reliquias pertenecientes a unas celebridades (se rumoraba que en la sede de Connecticut se habría conservado el cráneo del legendario jefe apache Gerónimo, que incluso habría sido hurtado de un grupo del que hacía parte Prescott Bush, padre del presidente George Bush y abuelo del presidente George W. Bush), habría pagado 25.000 dólares a un aventurero sueco-americano para obtener este trofeo; 4. Un hombre ciencia americano, admirador de Pancho Villa, sería aquel que dirigió el robo para poder estudiar el cráneo e intentar descubrir de esta manera los secretos de su genio militar; 5. El cráneo de Pancho Villa habría sido robado para convertirse en una de las atracciones del circo Ringling Brothers de los Estados Unidos; 6. El robo habría sido ordenado por el general Arnulfo R. Gómez, un admirador de Pancho Villa, y el cráneo habría sido transmitido a lo largo del tiempo en su familia y se encontraría hoy en un lujoso apartamento de la capital de México.

 

Debido a que he escrito hace poco sobre la historia del cráneo de Descartes (conservado en el Musée de l’Homme de París, luego de haber sido robado en el siglo XVII en Suecia y que se ha encontrado en manos de diversos amantes de las excentricidades a lo largo del tiempo), creo que sería probable que, si algo ha quedado del cráneo de Pancho Villa y cumpliéndose 100 años de su fallecimiento, un millonario mexicano —incluso puede ser Carlos Slim— lo recupere de aquellos que lo tienen y se lo ofrezca el gobierno de la Ciudad de México.

 

Carlota, la emperatriz loca

 

Marie Charlotte Amélie Victoire Clémentine Léopoldine nació el 7 de junio de 1840 en Laeken. Era hija del rey Leopold I de Bélgica y de la reina Louise d’Orléans. Su papá era hermano de la reina Victoria de Inglaterra y su mamá era hija del rey Luis Felipe de Francia. Crecida en un medio que se hallaba bajo la influencia de las más prestigiosas casas reales de Europa, habiendo recibido los benevolentes consejos de la abuela Amélie —reina de Francia—, así como de la tía Victoria —reina de Inglaterra—, Charlotte obtuvo una selecta educación y creció con la idea de tener el derecho de pretender un lugar importante en la historia de Europa. Este parece haber sido el motivo por el cual rechazó la solicitud de matrimonio proveniente de parte del joven rey de Portugal, Pedro V; si bien la reina Victoria apoyó con entusiasmo semejante proyecto. Es posible que el rechazo fuera influido también por la pésima opinión que tenía sobre los portugueses su principal confidente, la condesa de Hulste, que le escribió sin rodeos: “Los portugueses son apenas algunos orangutanes. No tienen recursos y ni siquiera un sacerdote en estado de entenderte”. Para Carlota, le parecía más tentador una alianza con la casa de Habsburgo, así que aceptó la petición de matrimonio proveniente de parte del archiduque austríaco Maximiliano, hermano del emperador Francisco José.

El matrimonio con Maximiliano la llevó primero a Italia, porque su esposo fue designado Virrey del Reinado de Lombardía-Venecia. Pero como él fue considerado muy liberal para el gusto de la corte de Viena y completamente carente de firmeza frente a las reivindicaciones de los patriotas italianos, fue obligado a renunciar en 1859. Siguieron algunos años de melancolía y de sueños de gloria hasta cuando, por insistencia de Napoleón III, Maximiliano aceptó el trono de emperador de México que le fue ofrecido por una delegación de políticos conservadores mexicanos. Carlota se convenció de que era el momento que esperaba y que la Providencia le encomendaba la misión civilizadora de la que no podía desviarse. Hizo un montón de planes relacionados con las transformaciones que quería imponer en México y, tan pronto llegó allá, en la primavera de 1864, se puso en la tarea. Realizó visitas a diferentes sitios del país, esbozó proyectos educativos y propuso modificaciones urbanísticas, convencida de poder cambiar todo gracias a su contagioso entusiasmo. Pero la energía comenzó a decaer paulatinamente a causa de la sorda oposición que recibió, así como a causa de la situación política cada vez más preocupante. La ayuda militar europea, que hizo posible el ascenso de Maximiliano al trono, se redujo más y más, y la situación se convirtió cada vez más difícil. Presa del desespero luego de la decisión de Napoleón III de retirar las tropas francesas de México y constatando que los partidarios de Benito Juárez lograron conquistar una gran parte del país, Charlotte —que se cambió el nombre en Carlota cuando fue proclamada emperatriz— decidió hacer un viaje a Europa para buscar apoyo. Pese a los fervientes ruegos, pese a las lágrimas derramadas en los encuentros con sus familiares que hacían parte de las grandes familias reales europeas, no logró obtener siquiera alguna promesa de ayuda. Los cálculos cínicos de Napoleón III, que la instó insistir a Maximiliano para aceptar el trono de México, le pidió renunciar a este proyecto que se probaba fracasado.

 

Después de decepcionantes discusiones en la corte de Francia, donde le fue imposible obtener una entrevista con Napoleón III, se dirigió hacia Roma, pidiendo un encuentro con el Papa Pio IX. Durante el banquete oficial comió solo naranjas y nueces, por temor a que de pronto alguien pusiera veneno en la comida. Estaba convencida de que había sido envenenada por orden de Napoleón III. La crisis de paranoia se intensificó en los siguientes días cuando bebió agua de la Fontana de Trevi para escapar de los envenenadores que, según estaba convencida, seguían sus huellas. Viendo el estado en que se encontraba, el Papa le permitió quedarse en el Vaticano, pese a las estrictas reglas que prohibían la presencia de una mujer en los apartamentos pontificales. Se le remitió un telegrama al conde de Flandes, hermano de Carlota, con la súplica de venir para llevarla de urgencia a uno de sus dominios.

 

Carlota tenía apenas 26 años en agosto de 1866 cuando comenzó la enfermedad. Es difícil decir si logró entender verdaderamente la noticia, que le fue dada tardíamente luego de más de un año, respecto al trágico final de Maximiliano, fusilado por un pelotón de ejecución por orden de Benito Juárez el 19 de junio de 1867. Vivió en un estado de creciente confusión mental durante cerca de 60 años, hasta el 19 de enero de 1927; primero en Austria, luego en Bélgica, teniendo a su disposición 35 servidores, alternando las crisis de furia cuando destruía todos los objetos que estaban a su alcance y con períodos de silencio ininterrumpidos. Se creyó, hasta el final, emperadora de México.