Cioran, la filosofía antigua y el cinismo

GIROLAMO FORABOSCO, “DIÓGENES” (SIGLO XVII)

 

Resumen 

El artículo aborda la relación de E. M. Cioran con la filosofía antigua, particularmente con el cinismo y la figura de Diógenes a lo largo de su obra, esto es, desde la primera referencia que encontramos en sus libros publicados, que data de 1938, hasta una de las últimas entrevistas que dio en 1992. El artículo aborda sobre todo la relación que Cioran establecía, por una parte, entre el cinismo y la decepción, y por otra entre el cinismo y la santidad. También describe las oscilaciones que tuvo con respecto a la figura de Diógenes, que fueron de la admiración al rechazo.

Palabras clave: Cioran, cinismo, Diógenes el cínico, filosofía antigua, decepción, santidad.

 

Abstract

The article addresses Cioran’s relationship with ancient philosophy, particularly with cynicism and the figure of Diogenes throughout his work, that is, from the first reference that we find in his published books, dating from 1938, to one of the last interviews he gave in 1992. The article deals primarily with the relationship that Cioran established, on the one hand, between cynicism and disappointment, and on the other, between cynicism and holiness. It also describes the oscillations he had with respect to the figure of Diogenes, which ranged from admiration to rejection.

Keywords: Cioran, cynicism, Diogenes the cynic, ancient philosophy, disappointment, holiness.

 

I

 

Afirma Borges que no es un buen criterio leer un libro sólo porque es antiguo. Apruebo parcialmente su juicio (¡como si le fuera menester!), en la medida en que cualquier criterio general que prescinda de lo particular sólo manifiesta frivolidad y desidia. La capacidad de juzgar exige necesariamente saber observar en cada cosa lo que en ella hay de irrepetible, se trate lo mismo de un libro que de cualquier otro asunto. A pesar de ello, considero que los libros antiguos aventajan por mucho a los modernos. Desde el portento que implica el dar forma a las palabras de los muertos, la escritura maravilla. Pues, no deja de ser  milagrosa nuestra facultad de participar de esas voces que, conservadas a través de las mutaciones y de los siglos, que se trasvasan de la arcilla al papiro y del pergamino al papel, recorriendo diferentes dialectos y tiranías. Leer la sentencia de Anaximandro, lo mismo que el Diálogo de un desesperado con su alma o el Los cantos son nuestro atavío, no sólo extiende nuestros ojos hacia aquellas miradas que en siglos remotos contemplaron la noche y el ocaso ya en la costa de Jonia, el margen del Nilo o el valle de México, también nos lleva al corazón de esos hombres que, no por lejanos, comprendemos con intimidad. Para ciertos pueblos primitivos que desconocían el uso de la escritura, la lectura representaba un acto mágico, mediante el que aquellos iniciados en sus misterios podían escuchar las voces contenidas en esa suerte de urnas portentosas de palabras que son los libros. Confío en que esa doctrina no es una mera metáfora y que los libros son, literalmente, medios por los que escuchamos a hombres muertos y distantes. Las palabras que sobreviven no dejan de tener el encanto de la piedra que se erige en ruinas.

 

La criba de la memoria colectiva, si bien no se halla exenta de numerosas contingencias (la abrasadora luminiscencia de las llamas, el húmedo y blando pescadito de plata o la febril intolerancia del déspota), es también un criterio severo que contrasta con la promiscuidad de la imprenta y de la feria del libro, y que, si bien ha sido fecunda en olvidos e injusticias, al menos también es garantía del valor que otorga a las obras antiguas, por su resistencia a la indolencia de los elementos, la negligencia y el fanatismo.

 

Esto no desacredita por sí solo a los libros modernos. Pero al menos nos aproxima a comprender a aquellos para quienes, por una especie de nostalgia ínsita, emanada del horror originario del tiempo, el futuro resulta el lugar más espantoso de la creación. Para aquellos quienes, quizás por cobardía, prefieren la nada al ser, lo vacío a lo lleno, lo simple a lo complejo, es probable que la sencillez de las obras antiguas le puedan resultar más atractivas que la parafernalia fatigosa de las contemporáneas.

 

En un siglo tan enamorado de sí mismo como lo fue el siglo XX, resulta —pese a su éxito— extraña una figura como la de E. M. Cioran. Entregados a las vicisitudes de su siglo y haciendo de su contemporaneidad un absoluto, relativamente pocos pensadores tenían una óptica lo suficientemente amplia para pensar, no sobre, sino al lado de los filósofos antiguos. Heidegger, uno de los filósofos que logró fingir mayor interés por ellos, estaba más fascinado en su propia obra, que proyectaba en todas sus lecturas, haciendo de toda la historia de la filosofía un mero prefacio de su pensamiento.

 

En Cioran encontramos no sólo una fascinación auténtica por el pensamiento antiguo, sino en cierto modo, una actitud por conversar con él. Desconfiando como ningún otro de la idea de progreso, daba mayor crédito a las intuiciones originarias, que, si bien son las mismas en todos los hombres, mediante el afán de novedad, la Historia ha degradado, obligando a los hombres postreros a retorcer las ideas fundamentales que les preceden. La decadencia se mide en cualquier forma de sofisticación y, por ello, tanto en la vida corriente como en los sistemas de pensamiento, la complejidad es sinónimo de ocaso: “Rien ne dévoile mieux notre déchéance que le spectacle d’une pharmacie : tous les remèdes souhaitables pour chacun de nos maux mais aucun pour notre mal essentiel, pour celui dont nulle invention humaine ne pourra nous guérir ”.[1]

 

Lo esencial del pensamiento ya ha sido dicho desde siempre. La complejidad de una filosofía denota su necesidad de vivificar por medios artificiales ideas moribundas. Se recurre a conceptos nuevos acumulándolos unos sobre otros para dar consistencia a los fantasmas vacuos de su pensamiento.

 

En un ensayo titulado El decorado del saber (Le décor du savoir), Cioran afirma que las ideas son siempre las mismas, al menos en lo que resulta esencial para toda existencia humana: “Nos vérités ne valent pas plus que celles de nos ancêtres. Ayant substitué à leurs mythes et à leurs symboles des concepts nous nous croyons « avancés » ; mais ces mythes et ces symboles n’”.[2] Así, los intelectuales fascinados únicamente por lo actual del pensamiento, sólo muestran su ignorancia de la Historia. Ya Montaigne consideraba una sutileza vana y decadente aquello que siglos después Apollinaire ostentaría como “vanguardia”.[3]

 

Si las mismas verdades son recubiertas bajo un nuevo decorado, esto se debe a que no sólo las repiten, sino que además las retuercen, las multiplican y las moldean bajo formas laberínticas solo para disimular su falta de originalidad. Leopardi afirmaba que solo se puede ser original cuando no se lo propone uno.[4] Corrupción de lo esencial bajo un grueso manto de fárrago que acaba por sepultar en su lodazal la perla de su idea. El hombre contemporáneo, fascinado por lo que Cioran llama el demonio de lo inédito, corre tras cada novedad, sólo para hastiarse de ella tan pronto como otra se le ofrece. El intelectual, lo mismo que la señora que gusta de la moda, revela en nuestro siglo esta predilección por la caída, este aire de suficiencia que siente cuando se apoya en el porvenir. Incluso los críticos del progreso se muestran ávidos por cada forma nueva de atacarlo, con lo que denotan el culto secreto que le rinden.

 

La filosofía moderna no muestra ninguna superioridad sobre la antigua. Los problemas esenciales siguen siendo los mismos, pues no tienen remedio. Todo lo demás es accesorio. Se discute sobre las palabras que discuten las palabras y se abandonan las cosas, aun cuando se hable de ir a las cosas mismas.

 

Nous nous perdons dans des textes et des terminologies : la méditation est une donnée inconnue à la philosophie moderne. Si nous voulons conserver une décence intellectuelle, l’enthousiasme pour la civilisation doit être banni de notre esprit, de même que la superstition de l’Histoire. Pour ce qui est des grands problèmes, nous n’avons aucun avantage sur nos ancêtres […] on a toujours tout su, au moins en ce qui concerne l‘Essentiel ; la philosophie moderne m’ajoute rien à la philosophie chinoise, hindoue ou grecque.[5]

 

El pensador moderno no sólo no es superior al antiguo, sino que su olvido y arrogancia de cierto modo lo disminuyen. Valdría más retornar a la sencillez de los pensadores antiguos. La cultura no confiere ninguna superioridad intelectual o moral. La prostituta, el indigente o el campesino, lo mismo que el pensador antiguo, pueden llegar a las verdades esenciales sin tener que descombrar la multitud de ideas y conceptos que el filósofo contemporáneo acumula. Por el contrario, el filósofo antiguo se encontraba frente a frente con la pureza de las ideas esenciales: “Si la philosophie n’avait fait aucun progrès depuis les pré-socratiques, il n’y aurait aucune raison de s’en plaindre. Excédés du fatras des concepts, nous finissons par nous apercevoir que notre vie s’agite toujours dans les éléments dont ils constituaient le monde”.[6]

 

Por ello no es de extrañar que Cioran haya frecuentado autores de diversas geografías y épocas, con quienes mantuvo una relación más estrecha que con sus contemporáneos. Particularmente se inclinó por las filosofías sapienciales por encima de las teóricas, por aquellas formas de pensamiento ligadas de manera íntima con la vida y la experiencia, enfrentadas con el horror y la anomalía que para Cioran significaba el mero hecho de estar vivo. Ello explica la mayor presencia de la filosofía helenística que la clásica o la presocrática en su obra: Diógenes, Pirrón o Marco Aurelio, destacan sobre Heráclito, Tales o Platón. Y es que la filosofía de aquellos autores respondía más a las preocupaciones de la propia existencia, nos permite observar mejor los vínculos de su obra con su vida. Se trata, más que de autores, de filósofos que se expresaban a través de sus propios actos y de su persona: su vida era su obra. De cierta forma, Cioran mismo pertenece a esa estirpe de filósofos que escenifican con su biografía el destino de su pensamiento: apátrida, alejado de la vida académica, enfatizando la sencillez de una vida infantil en el medio rural de Rumanía o su condición de hijo de pope ortodoxo. Siempre lo encontramos colocando con cuidado cada rasgo de su personalidad en una suerte de autorretrato que enmarca el conjunto de su obra. Quizás sea de los últimos pensadores que tuvieron el privilegio de poder mistificar hasta cierto punto su vida y su persona, aunque a menudo se filtran rasgos que la impugnen.

 

Su predilección por los autores clásicos, corrió siempre de la mano de su propia personalidad. En el mismo ensayo donde Cioran declara la equivalencia del pensamiento antiguo y el moderno, también señala que, en todo caso, el pensamiento siempre depende de los estados de ánimo subjetivos:

 

L’inspiration fulgurante, de même que l’approfondissement laborieux, nous présentent des résultats définitifs —et dérisoires. Aujourd’hui, je préfère tel écrivain à tel autre ; demain, viendra le tour d’une œuvre que j’abominais jadis. Les créations de l’esprit — et les principes qui y président — suivent le destin de nos humeurs, de notre âge, de nos fièvres et de nos déceptions.[7]

 

Esto explica que aún cuando su obra siempre tuvo presente a los pensadores de la antigüedad, algunos no fueron valorados siempre de la misma manera. Su admiración fluctuó con las modulaciones de su propio ímpetu. El caso paradigmático lo ostenta Diógenes el cínico, al que le dedicó páginas en varias de sus obras, aunque no siempre con el mismo aprecio.

 

II

 

En los escritos que marcan la transición del rumano al francés como su lengua de escritura, Cioran mostró una fascinación por el filósofo de Sínope. En 1938, cuando a la edad de 27 años escribe Amurgul gândurílor (El ocaso del pensamiento), encontramos sus primeras referencias. En la primera mención que hace al inicio del libro, trae a la memoria el testimonio de Diógenes Laercio, según el cual, el filósofo cínico se dedicaba a falsificar monedas. Para Cioran, el gesto de Diógenes sería propio de un hombre que descree de las verdades absolutas y se libera de este modo de toda obligación adquirida con ellas. Quien niega la verdad en términos absolutos, no tiene porque apegarse a ninguna pequeña ni grande verdad. La falsificación de la moneda es sobre todo la manifestación de una postura filosófica, que pone en cuestión no sólo el valor de la moneda, sino sobre todo el valor de la verdad.

 

Por otra parte, quien descree de la verdad, desconfía del hombre. Cioran admira en Diógenes su escepticismo y su desprecio por lo humano que interpreta como soledad. Por ello, hacia al final del primer capítulo del libro, le mencionará en un aforismo que versa sobre el tema: “C’est ne point par extravagance, ni par cynisme, que Diogène se promène avec une lampe en plein jour, pour trouver un homme. Nous savons trop bien que dans la solitude[…]”.[8] Su interpretación de la famosa lámpara con la cual Diógenes se ponía en pleno día a buscar a un hombre, está sesgada por la admiración de la disidencia y marginalidad del filósofo, que le hacen proyectar en él un motivo no carente de romanticismo, que olvida, lo que más tarde le reprochará: que Diógenes, más que un solitario, era un filósofo del ágora, un protagonista de la plaza pública.

 

En el aforismo más extenso que le dedica en ese libro, aparecen los dos temas de los aforismos precedentes: la verdad y la soledad. Sólo que en él su tratamiento es distinto. El Diógenes que no cree en verdades absolutas y falsifica moneda se convierte ahora en el filósofo implacable de la verdad. Desde luego, no se trata de una incongruencia, pues no es la “verdad absoluta” de la que descree al inicio del libro, la verdad de los grandes sistemas, sino de la verdad que desfigura y trastoca las convenciones comunes que permiten la vida; se trata de la sinceridad y lucidez que desenmascara todas las mentiras, incluida la verdad misma y que inocula el vacío sobre todo aquello que mueve al encanto y al entusiasmo por la existencia.

 

Puesto que un pensamiento y una conducta como los del cínico rebasan la disposición natural del hombre a ilusionarse y mentirse constantemente, Cioran especula qué acto pudo haber fundado en el corazón de Diógenes su predilección por la negación y el ninguneo. Como el impulso del intelecto carece de la fuerza suficiente para trastocar las flores en carroña, imagina que sólo la decepción amorosa tuvo la suficiente fuerza para arrojarlo fuera de las convenciones, las mentiras humanas y el falso decoro.

 

Mais lorsque quelque chose intervient et déchaîne la lucidité dans un empire vaste comme l’être, l’amour se retire, vaincu et hébété […] Normalement, personne ne peut hériter tant de lucidité jusqu’à glisser dans le cynisme, mais au cours de la vie les déceptions rendent le monde transparent, de sorte qu’on voit jusqu’au fond ce qu’on aurait dû seulement effleurer.[9]

 

Solo la decepción que anula el mayor de los entusiasmos puede desencadenar la lucidez necesaria que conduce al cinismo. La idea de un Diógenes enamorado y decepcionado estará muy presente a lo largo de su obra y la reafirmará con marcada intensidad en Silogismos de la amargura (Syllogismes de l’amertume) de 1952, donde encontramos un único aforismo sobre el filósofo cínico: “J’ai toujours pensé que Diogène avait subi, dans sa jeunesse, quelque déconvenue amoureuse : on ne s’engage dans la vie du ricanement sans le concours d’une maladie vénérienne ou d’une boniche intraitable.”[10]

 

Creo descubrir un motivo íntimo en su elucubración sobre Diógenes decepcionado, un acontecimiento que podría despertar la profunda empatía y solidaridad que le profesó en su juventud. Su descripción del cínico desencantado, no deja de asombrarnos por la similitud que presenta con una historia personal que rememorada años después, en Ejercicios de admiración (Exercices d’admiration), donde relata un recuerdo de su adolescencia cuando, pleno de orgullo, insolencia y timidez, sufrió él mismo una decepción amorosa cuando encontró a la joven que le emocionaba de la mano del más despreciable de sus condiscípulos. Cioran relata cómo, movido por el desencanto a partir de entonces, frecuentó los burdeles y la lectura de Otto Weininger, en una suerte de desprecio que se elevaba no sólo al amor, sino a la existencia toda, que le es solidaria.

 

En tout cas, ma vie d’étudiant s’est déroulée sous le charme de la Putain, à l’ombre de sa déchéance protectrice et chaleureuse, maternelle même. Weininger, en me fournissant les raisons philosophiques d’exécrer la femme « honnête », me guérit de l’« amour » pendant la période la plus orgueilleuse et la plus frénétique que j’aie connue.[11]

 

Recordemos que para Cioran, la prostitución era la forma carnal del escepticismo y del desapego. El desencanto amoroso no es desde luego ningún asunto baladí, aunque es cierto que difícilmente encontramos alguno que lo desconozca, razón por la cual se trata ciertamente de una experiencia ordinaria. Sin embargo, el cínico o el escéptico serían aquellos que logran comprender el trasfondo más profundo de la decepción amorosa, extraer de él la savia de la incuria y comprender la putrefacción de todas las ilusiones vitales, cuyo arquetipo es indiscutiblemente la figura del amor, antagonista de la lucidez. Teniendo la obstinada idea de la decepción amorosa de Diógenes el cínico y siendo asiduo a las Vidas de los filósofos ilustres, resulta extraño que nunca mencionara la anécdota, relatada en ellas, según la cual, al ver unas mujeres ahorcadas en un olivo, Diógenes exclamara que ojalá todos los árboles dieran tan bello fruto.[12]

 

Juan José Arreola (desconozco si inspirado por Cioran) escribió una fábula en un incierto homenaje a Otto Weininger, en la que un perro lánguido, descarnado y menesteroso ve con amargura, desde los insalubres callejones de su abandono, a la perra de sus anhelos  revolcándose entre las basuras con los perros sanos, grandes y joviales. La fábula se presenta como homenaje en una extraña combinación de la decepción amorosa, la figura del perro y el nombre de Weininger.[13] En todo caso, esta fábula ilustra el propio itinerario que condujo a Cioran a su devoción por el filósofo austríaco, así como la situación bajo la que imaginaba a Diógenes, decepcionado en su tonel, como el perro abandonado que pretendía ser.

 

Poco tiempo después de escribir El ocaso del pensamiento, Cioran incursionará en la lengua francesa con el Tratado de la descomposición (Précis de décomposition), donde no sólo hace algunas referencias al filósofo cínico, sino que escribe un breve ensayo sobre él: «Le chien céleste». Se trata de un texto que guarda algunas similitudes con lo contenido en El ocaso del pensamiento, en el cual destaca en primer lugar la decepción y la pérdida que debieron orillar a Diógenes hacia la filosofía. También subraya la sinceridad que sólo se alcanza mediante el desapego y que contrasta con la educación e hipocresía del común de nosotros. Cioran se detiene a recordar algunos pasajes célebres contenidos en las Vidas de los filósofos ilustres que mencionaba ya en El ocaso del pensamiento, como el que falsificara moneda o el que Platón le llamara “Sócrates enloquecido”. Pero sobre todo, vuelve a repetir un tema ya abordado en él: ¿qué hubiera pasado sí Diógenes hubiera nacido tras el advenimiento de la cruz? En El ocaso del pensamiento decía al respecto: “Né après Jésus-Christ, Diogène eût été un saint. Où pourraient mener notre admiration pour les Cyniques et deux mille ans de christianisme ? À un Diogène tendre”.[14]

 

En Précis de décomposition la respuesta será la misma. De haber nacido después de Cristo, Diógenes hubiera sido un santo. Pero a diferencia del libro anterior, en el Tratado, Cioran no sólo especula sobre su destino santificado, sino que se alegra de que ello no haya ocurrido. Las sendas del místico que relegarían a Diógenes al santoral hubieran supuesto una pérdida. Y es que recordemos que El tratado de la descomposición supone un alejamiento de ese misticismo desgarrado que se trasluce en sus obras rumanas, como De lágrimas y de santos, Breviario de los vencidos o el libro en cuestión. Aquí no sólo fantasea con la idea de un Diógenes anacoreta, también celebra que haya desconocido el misticismo, al grado de oponerlos. El cínico es un santo sin dios y sin esperanza, un hombre al que ni el sol ni la esperanza pueden ya cobijar. En el mismo libro Cioran escribe:“Du saint au cynique, donde afirma que: “Pour arriver au cynisme total, il faudrait un effort inverse de celui de la sainteté et au moins aussi considérable ; ou alors, imaginer un saint qui, parvenu au sommet de sa purification, découvrirait la vanité du mal qu’il s’est donné — et le ridicule de Dieu…”.[15]

 

Para poder imaginar al cínico en la era cristiana, hace falta concebir a un hombre que en la cumbre de su santidad se le revela lo ridículo de su propósito y de Dios mismo. Es como si la santidad fuera el último bastión que resiste al desapego. En ese sentido el cinismo estaría un paso más allá de la santidad, sobre todo de una santidad promovida por una religión que es enemiga de la evidencia. El cínico se eleva, al igual que el santo, por encima de los hombres, pero renuncia a Dios en el momento mismo de su salvación. No sólo abjura de las convenciones humanas, sino de Dios mismo, de la convención mayor. De ahí Cioran concluía que había que oponer a las verdades de los hijos de Dios, las del perro celestial. El cinismo como remedio de la fe.

 

Todavía en 1970, a Cioran le ronda esta idea. A fines del otoño de ese año, encontramos en sus cuadernos varias referencias a Diógenes, siempre meditando en torno a la figura del cínico, el sabio y el santo, lo mismo comparándolo con Buda que con Platón y señalando las ventajas de la libertad cínica sobre la salvación o de su sabiduría frente a la incapacidad de Platón para ser un sabio. Pero sobre todo, lo encontramos volviendo sobre su imagen predilecta: la del cínico como un santo sin Dios, un santo pagano: “Diogène, s’il eût vécu aux premiers siècles de notre ère, eût rivalisé avec les ermites les plus extravagants.Les cyniques furent les saints du paganisme”.[16]

 

La comparación del santo y el cínico, nos trae a la memoria a Marcel Schwob, en cuyas Vidas imaginarias trasluce la misma intuición. En esa colección de relatos se propone elevar la disciplina de la biografía desde la ciencia al arte, esto es, abandonar la búsqueda de lo universal en pos de lo individual, aquello único que encontramos en un hombre sin importar que sea un santo, un genio o un criminal. En su libro decide relatar de entre los cínicos, no la vida de Diógenes, sino la de Crates [17], quien a diferencia de su maestro no fue cruel con los hombres, sino indulgente, “no mordía como perro, sino que se comportaba como perro”. Desposeído de todo y alejado de todo, poco se preocupaba de los hombres, a diferencia de Diógenes que se obstinaba en buscarlos para espetarles sus verdades. Tuvo por compañera a Hiparquía, hija de padres ilustres que se opusieron a su unión. Ella, no obstante, le siguió y aceptó las condiciones que el filósofo cínico le impuso, entre las que se contaba el hecho de que la poseería en público si le apremiaba el instinto, tal como hacen los perros.

 

Schwob, quien era un profundo conocedor de los grandes biógrafos, antiguos y modernos, parece en algunos casos (a menos que sea el azar el que produzca la repetición) tomar el modelo de las Vidas paralelas de Plutarco, de cuyo método comparativo abomina en la introducción (ya he dicho que procuraba enunciar lo único de cada vida, pero quizá la repeticiones forman también parte de la singularidad) pero en la práctica emplea de manera ligera y ocasional. Así, no dejan de ser notables los paralelismos entre el cínico con otro personaje biografiado más adelante: el herético frate Dolcino[18], asociando —como también Cioran— los rasgos comunes del cínico y del místico. Al igual que Crates, Dolcino profesaba el retorno a la naturaleza, la vida en común y el desprecio de la propiedad; como aquél, también le siguió indefectiblemente una mujer (Margueritha) más allá de toda convención y también como aquél, murió marginado de la sociedad: uno por el hambre y el otro por la hoguera.

 

De modo que Schwob había trazado —consciente o inconscientemente— los rasgos comunes del cinismo y de la santidad. Una pequeña diferencia hay entre ambos, pues mientras Cioran imagina que Diógenes, viviendo en la era cristiana, hubiera irremediablemente sido un santo, Schwob prefiere la figura del hereje, también un hombre de Dios aunque no de la iglesia. En todo caso, ambos vislumbraron el profundo contacto entre los hombres que se embriagan de Dios y los que decididamente abandonan todo y, de igual forma, ambos se inspiraron en la Vidas de los filósofos ilustres de Diógenes Laercio.

 

III

 

La fascinación que ejerció el cinismo sobre Cioran, particularmente con la figura de Diógenes, no se mantuvo incólume a lo largo de su obra. Muchos años después de escribir los aforismos en que le profesa simpatía, en su último libro, abjurará con desdén del filósofo cínico: “De tous les Anciens, c’est peut être Épicure qui a su le mieux mépriser la foule. Un motif de plus de le célébrer. Quelle idée d’avoir placé si haut un pitre comme Diogène ! C’est le Jardin en question que j’aurais dû hanter, et non l’agora ni, à plus forte raison, le tonneau […]”.[19]

 

El desdén hacia Diógenes contenido en Confesiones y anatemas (Aveux et anathèmes) es comprensible para un autor que está culminando su obra. Cuando el ímpetu declina, se es menos propenso a la provocación y al misticismo. El empeñarse en confrontar a los hombres y restregarles sus vanidades y estupideces, como los escupitajos que Diógenes arrojaba sobre el rostro de sus anfitriones, resulta menos un síntoma de desprecio e indiferencia que de anhelo de notoriedad, anhelo que ya Platón le recriminaba, cuando al invitarlo a un banquete, éste maltrató su alfombra diciendo “pisoteo el orgullo de Platón”, a lo cual le contestó: “con otro orgullo Diógenes”. [20]

 

Cioran al final de sus días preferirá en todo caso a Pirrón o a Epicuro, al cerdo pirrónico por encima del perro celeste. Frente a las gesticulaciones desmedidas de la sinceridad cínica, la serena indiferencia que marcha indolente frente a los hombres que se ahogan. Y es que empeñarse en corregir a los humanos es una forma de expresar que secretamente se les tiene en alta estima. Escandalizarlos no manifiesta sino el vergonzoso deseo de ser tomado en cuenta. El cinismo se le presentará, lo mismo que el misticismo, con una opacidad que en el cansancio de sus días contrasta con el brillo seductor que revestía ante sus ojos durante su juventud, cuando se los veía arder en su escritura.

 

Por otra parte, un hombre en las postrimerías de su vida no puede ya lamentarse de sus desencantos amorosos. Apagados los entusiasmos del corazón, la provocación y el sufrimiento resultan extenuantes. Cuando era anciano, a Diógenes le preguntaron si no le era más conveniente atemperar su carácter, a lo que contestó que al final de la carrera debe acelerarse el paso. Para una escritura que, como la de Cioran, se ha cultivado en el campo de la decepción, no parece tener caso apurarse por llegar a meta alguna.

 

Resulta extraño que tras esta abdicación, Cioran se pronunciara de manera reivindicatoria acerca del cinismo y de Diógenes en una entrevista que le hizo Georg Carpat Focke tres años antes de su muerte: “Sin pretender buscar modelos, creo que sólo los griegos fueron verdaderos filósofos, los que vivieron su filosofía. Por eso he admirado siempre a Diógenes y a los cínicos en general”.[21]

 

Esta renovada consideración hacia Diógenes, tras haber abominado de él en su último libro, nos trae a la mente una nota del 14 de diciembre de 1971, donde Cioran alude a una conversación que sostuvo con Gaston Gallimard, quien teniendo entonces noventa años le había confesado que su memoria le fallaba, pero que se acordaba bien de las cosas lejanas, incluso que le venían al recuerdo palabras del alemán que había aprendido en su remota infancia y que, habiendo comenzado su juventud siendo un Diógenes al que después abandonó, llegaba el tiempo de recuperarlo en su vejez.[22]

 

Quizás Cioran habría recuperado, como Gallimard, a Diógenes casi al final de su vida. Acercándose la demencia senil retornaban su memoria y su persona a los orígenes. O quizá, su ambivalencia ante Diógenes se debía a lo que hemos citado más arriba: que nuestras predilecciones se basan en nuestros humores, nuestra edad, nuestras fiebres y nuestras decepciones.

 

Lo cierto es que, pese a sus oscilaciones, o más bien debido a ellas, Cioran es de los pocos filósofos que mantuvieron un poco el sentido que poseía en la antigüedad: que la filosofía, más que en las palabras, sólo vive en aquel que la profesa en su persona.

 

Bibliografía

  1. Arreola, Juan José, Obras, Fondo de Cultura Económica, México, 1995
  2. Cioran, Cahiers 1957-1972, Gallimard, Paris, 1997
  3. Conversaciones, Tusquets, Barcelona, 1997
  4. Œuvres, Gallimard, Paris, 1995
  5. Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos ilustres (VI, 52), Alianza, México, 2013
  6. Leopardi, Giacomo, Zibaldone de pensamientos, Tusquets, Barcelona
  7. Marcel Schwob, Vies imaginaires, en Œuvres, Phébus, Paris, 2002
  8. Montaigne, Michel de, Los Ensayos, Acantilado, 2007

 

Notas
[1] Cioran, E. M. Le mauvais démiurge, en Œuvres, Gallimard, Paris, 1995, p. 1225.
[2] Cioran, E. M., Précis de décomposition, en Œuvres, p. 706.
[3] Montaigne, Michel de, Los Ensayos, Acantilado, 2007, pp. 449-450.
[4] Leopardi, Giacomo, Zibaldone de pensamientos, Tusquets, Barcelona, 1990, p. 47
[5] Cioran, E. M., Op. cit., p. 706.
[6] Ibid., p. 625.
[7] Ibid., pp. 707-708.
[8] Cioran, E. M., Le crépuscule des pensées, en Op. cit., p. 352.
[9] Ibid., p. 409.
[10] Cioran, E. M., Syllogismes de l’amertume, Op. cit., p. 794.
[11] Cioran, E. M., Exercices d’admiration, Op. cit., p. 1611.
[12] Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos ilustres (VI, 52), Alianza, México, 2013, p. 331.
[13] Cfr. Arreola, Juan José, Obras, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, p. 391.
[14] Cioran, E. M., Le crépuscule des pensées, en Op. cit., p. 337.
[15] Cioran, Précis de decomposition, Op. cit. p. 624.
[16] Cioran, E. M. Cahiers 1957-1972, Gallimard, Paris, 1997, p. 866.
[17] Marcel Schwob, Vies imaginaires, en Œuvres, Phébus, Paris, 2002, pp. 525-528.
[18] Cfr. ibid, 547-550.
[19] Cioran, E. M., Aveux et anathèmes, en Œuvres, p. 1657.
[20] Diógenes Laercio (VI, 26), Op. cit., p. 318.
[21] Cioran, E. M., Conversaciones, Tusquets, Barcelona, 1997, p. 199.
[22] Cioran, Cahiers 1957-1972, p. 963.