Escrituras cruzadas 1 (Cioran en compañía —imposible— de Caraco y Gómez Dávila)

EMIL CIORAN (1911-1995)

 

Resumen

¿Qué tienen en común escritores tan absolutamente singulares e irreductibles como Emil Cioran, Albert Caraco y Nicolás Gómez-Dávila? A primera vista podría decirse que su refinado sentido estético preciosista y su amor-odio por la devastación más extrema, pero quizá haya otros elementos que aproximarían dichas obras en un diálogo posible-imposible, quizá también, impasible, y los acercan a la sabiduría humana ancestral más amarga y silente; justo lo contrario de lo re-silente de estos tiempos en extremo indigentes. El entre-cruce de estilos, pensamientos y experiencias bajo un sello único y singular da cuenta de tres obras absolutamente únicas que se sustraen a toda apropiación o expropiación académica o escolar. Al final, ¿qué nos queda? Nada, absolutamente nada. Sin moral tranquilizante ni moraleja edificante, no hay nada más que un mismo gesto de escrituras cruzadas que se abisman en el umbral del silencio.

Palabras clave: estilo literario, escrituras cruzadas, Cioran, Caraco, Gómez-Dávila.

 

Abstract

What do such absolutely singular and irreducible writers like Emil Cioran, Albert Caraco and Nicolás Gómez-Dávila have in common? At first glance it could be said that his refined precious aesthetic sense and his love-hatred for the most extreme devastation, but perhaps there are other elements that would bring these works closer together in a possible-impossible dialogue, perhaps also impassive, and bring them closer to the more bitter and silent ancestral human wisdom; just the opposite of the re-silence of these extremely destitute times. The inter-crossing of styles, thoughts and experiences under a unique and singular stamp accounts for three absolutely unique works that escape any academic or school appropriation or expropriation. And in the end, what do we have left? Nothing, absolutely nothing. Without a calming moral or an uplifting moral, there is nothing more than the same gesture of crossed writings that plunge into the threshold of silence.

Keywords: literary style, crosswriting. Cioran, Caraco, Gómez-Dávila.

 

El (des)encuentro Cioran, Caraco, Gómez-Dávila [a partir de una nota de Fitzgerald]

 

Sobre el posible-imposible encuentro o desencuentro entre Cioran, Caraco, Gómez-Dávila se pueden especular algunas o quizá muchas hipótesis, pero claro está, se trataría solamente de conjeturas. Se trata de arenas movedizas donde la interpretación hermenéutica patina y resbala sin cesar. Fuera de las siguientes obviedades no queda mucho margen: autores marginales dentro del pensamiento contemporáneo, grandes estilistas cultivadores del aforismo lapidario, amantes de la soledad que abominaron de las muchedumbres, anti-modernos que se situaron en las antípodas de la modernidad y sus valores de progreso, democracia, desarrollo tecnológico.

 

La estrategia esbozada aquí es otra. Aquí me limito a la contemplación de su drama humano, hurgo algunas citas, glosas y notas sin otro afán que poner en relación mis lecturas, podría decirse “mis notas personales” sino fuera porque en estos tres autores hay una franca invitación a la despersonalización, desaprendizaje y huida de todo sujeto literario o intelectual como epicentro de ideas que se padecen como se sufre migraña, soledad, insomnio, desamor o agonía de muerte. ¿Acaso no fue Cioran quien sentenció en sus Silogismos de la amargura que todo comentario resulta funesto e inútil y no añade nada valioso sino glosas prescindibles?

 

Tal vez la vida y la obra de un autor tan paradigmático como maldito, quien se hundiera en el alcohol, mientras su mujer Zelda Sayre en la demencia, haya atisbado una idea que podría servir de hilo conductor para pensar un diálogo entre estos autores. Scott Fitzgerald había escrito, palabras más palabras menos, que la vida no es sino una desintegración tanto por los embates del exterior como, y sobre todo, por los embates internos. Mientras que los golpes de fuera muestran sus efectos de manera inmediata, los que provienen del interior tardan, pero quizá sean más profundos e implacables e impredecibles:

 

Considero ahora que la condición natural del adulto consciente es de una infelicidad determinada. Pienso también que en un adulto el deseo de ser de una clase de grano más refinado del que es, mediante “una lucha constante” sólo contribuye a esta infelicidad –ese punto terminal que sobreviene a nuestra juventud y esperanza–. En el pasado, a menudo mi propia felicidad alcanzaba tales niveles de éxtasis que no era capaz de compartirla ni siquiera con la persona que más amaba, y entonces tenía que reservarla para calles y pasajes tranquilos, pudiendo tan sólo destilar unos fragmentos de ella en unas cuantas, breves líneas de mis libros; y creo que mi felicidad, o bien mi talento para el auto-engaño, o lo que ustedes quieran, era una excepción. Me las arreglaré para vivir conforme al nuevo designio, si bien he requerido algunos meses para estar convencido del hecho. Y al igual que el festivo estoicismo que ha permitido al negro estadounidense soportar las intolerables condiciones de su existencia, aún a costa de perder su sentido de realidad, en mi caso también tengo un precio que pagar. Ya no me agradan el cartero ni el tendero, como tampoco el editor ni el marido de la prima, y llegará el momento en que éste también me rechace, de manera que la vida jamás volverá a ser harto placentera, y justo encima de mi puerta penderá por siempre un letrero que diga Cave Canem.[1]

 

Sin embargo también había dicho el propio Fitzgerald, la prueba de una inteligencia superior es la capacidad de tener dos ideas contrarias, sin confusión alguna, al mismo tiempo, y aun así funcionar con lucidez extrema. Uno puede saber en carne propia que las cosas no tienen remedio, pero hacer todo lo necesario y estar completamente decidido a cambiarlas, sin sentirse frustrado o insatisfecho. La vida siempre es un deporte extremo, y saber como el viejo sofista Gorgias que es sabio engañar, y más sabio descubrir el engaño, pero nadie tan sabio como alguien que sabiéndose engañado, actúa como si no. “Como si” y “casi nada” son todo lo que se tiene, del como si y del casi nada a la nada es muy fácil pasar, y sin embargo, saber situarse en ese umbral, sin claudicar es quizá la mayor sabiduría. Este como si y el casi nada constituyen el arte esencial radical, sin parangón alguno, y aquí, Emil Cioran, Albert Caraco y Nicolás Gómez-Dávila, han sido grandes maestros entre los más grandes, sus lecciones de vida aún nos dejan mucho por seguir aprendiendo.

 

Cioran cuenta como escribió, a los veintidós años, en una pequeña ciudad de Transilvania, su primer libro, En las cimas de la desesperación. Había acabado sus estudios de filosofía y fingía escribir una tesis sobre Bergson. En aquella época la jerga filosófica halagaba su vanidad y despreciaba a quien no la utilizara:

 

Pero una conmoción interior acabó con ello echando por tierra mis proyectos. El fenómeno capital, el desastre por excelencia es la vigilia ininterrumpida, esa nada sin tregua. Durante horas, en aquella época, me paseaba de noche por las calles desiertas o, a veces, por las que frecuentaban las solitarias profesionales, compañeras ideales en los instantes de supremo desánimo. El insomnio es una lucidez vertiginosa que convertiría el paraíso en un lugar de tortura. Todo es preferible a ese despertar permanente, a esa ausencia criminal del olvido. Fue durante esas noches infernales cuando comprendí la inanidad de la filosofía.[2]

 

La inanidad de la filosofía es vivida aquí como fidelidad absoluta a la tragedia pura y dura de la catástrofe. En semejante estado de ruina cumplida, Cioran, Caraco y Gómez-Dávila concibieron sus libros, como flores muertas en cuyo fulgor, se vislumbra una extraña luz mortecina, pero no pero ello menos vital; su vitalidad está en el movimiento de una escritura pensante que siendo siempre la misma renueva la guillotina de su mirada en el encuentro cotidiano. Para Albert Caraco y Gómez-Dávila, escribir sería asumir la derrota por partida doble, la derrota inexpugnable que marca la intromisión de un ser vivo en este mundo, y el hecho de que se asuma desde la dudosa tarea de ser escritor, aún así, “sólo el escritor paciente y laborioso sirve manjares suculentos al lector”,[3] siempre y cuando haga de la auto-crítica más radical la forma suprema de escarnio y piedad. Escarnio llevado al delirio de la risa sardónica, es decir, a la sabiduría de la conmiseración humana desde la habitación misma de las ruinas, es decir, sabiduría de la piedad.

 

Escribir plasma una inmisericorde sinceridad como desollamiento sin fin que se vuelve poderoso antídoto contra la estulticia infranqueable, puesto que no es el sentido del ser ahí lo que nos interroga acerca de nuestra humana condición sino el sentido de la estupidez como condición limítrofe. El problema fundamental de este puñado de autores excepcionales es que su saber y pensamiento, e incluso escritura, es de un orden no-transmisible. Resisten toda tentación de apropiación, nada más ajeno a su silente cátedra que la recepción académica erudita. Así que todo decir acerca de su obra está condenado a maldecir: glosa maledicente.

 

Sin miedo a la ruina o fracaso de toda tentativa, asumimos aquí la derrota por partida doble, derrota de la palabra y del pensamiento, pero también derrota de una razón humana que bordea las cercanías de abismos y enigmas tan insondables como lacerantes. Pero no todo está perdido, quizá sea precisamente todo lo contrario en estos tiempos de pesimismo posmodernista melancólico. Nos queda, si acaso, la sabiduría del viaje, de estar siempre de viaje en pos de Ítaca, el camino es largo y la única certeza es el apremio de seguir la marcha sin brújula; sin prisa, sin pausa, seguir, siempre seguir. A sabiendas de que entre la nada del origen y del fin, nos quedan pequeñas naderías tan insignificantes y risibles como lo es la existencia humana limítrofe y fronteriza.

 

Cioran o la vitalidad melancólica

 

Glosar, desglosar, gozar: una lectura imposible, una lectura arrojada al abismo de significaciones anómalas y anómicas; sin orden y sin ley, el juego de significantes se hunde en una semiosis sin término. Para evitar cualquier paráfrasis que glose o desglose el original me circunscribo a citar algunas de las sentencias, cicutas literarias y ocurrencias sin más, y luego haré una serie de comentarios prescindibles pero breves; creo que todo comentario sobre Cioran siempre corre el riesgo de ser una paráfrasis tan innecesaria como parasitaria, los peores son los que intentan regresarle cierto parecido de familia con los juegos del lenguaje de la filosofía académica.

 

La antifilosofía cioranesca menos que replantear los horizontes de la crisis de la filosofía moderna, con la cual comparte el tono y talante de época, se despliega como una invitación a hacer del drama del pensamiento, acontecer en acto, un esfuerzo de arañar con grafías exquisitas las fronteras de una experiencia aciaga y ciega: atletismo patético de un pensamiento vuelto contra sí, extasiado en el drama de su soledad patética y margina, siempre en la sombra de los grandes acontecimientos. Leemos a Cioran como asistir al funeral de nuestro peor enemigo, su disfrute tiene algo de secreto y furtivo, de placentera culpabilidad. Lejos de sentirse uno timado o defraudado, la lectura de Cioran siempre surte un efecto de rejuvenecimiento, de potencia de ultratumba en estado puro, por eso se recomienda en pequeñas dosis, como un purgativo de abuela tan necesario como infalible. Su ironía ilustrada es menos un recurso de crítica literaria y estilismo que una estrategia para hacer de la risa y sonrisa argumentos y cadenas argumentativas cuyo único hilo conductor es plegar y desplegar la sangre viva de una lucidez lacerada al rojo vivo. No sin razón –sentencia– que en cada época se cree asistir a la desaparición de los últimos rastros del Paraíso terrestre, no queda nada ya sino ruinas sobre ruinas.

 

Por eso es que Cioran, no tuvo que esperar a la vejez, ya desde muy joven sabía lo que aquella verdad aciaga que Kant descubrió en la vejez al darse cuenta de los lados sombríos de la existencia y señalar: ¨el fracaso de toda teodicea racional”. Otros, más afortunados, se dieron cuenta de ello antes incluso de comenzar a filosofar. Contenido y forma da cuenta de un mismo ideario, que bien, podría ser todo lo contrario de un ideario: Mi misión es ver las cosas tal como son. Todo lo contrario de una misión…[4] Apátrida rumano que escribió en francés recluido en la soledad de un departamento parisino. Voraz lector que condena las lecturas académicas y eruditas, pero sus lecturas siempre, o casi siempre, son muy puntuales y luminosas, pues hablan tanto del autor como del comentarista de manera bastante original. Como un artista del crimen perfecto, no busca dejar huellas de sus deudas literarias, su originalidad queda sepultada tras el olvido sistemático e intencional de sus influencias.

 

Empero, como diría Valéry, a quien admiraba profusa y profundamente, “nada más original, nada más propio que alimentarse del otros. Pero es necesario digerirlos. El león está hecho de carnero asimilado”. Su condición paradójica y paradojal puede ser engañosa. Pues más allá de sus aparentes contradicciones hay una unidad y coherencia orgánica y vital en su obra, una obra que no deja de profundizar en los mismos temas y problemas con distintas y distantes perspectivas. Hay cambios de tono, de aliento, de escritura, de estilo, de interrogaciones y de certezas cada vez menos y más minadas o dinamitadas desde su interior. No obstante, siempre guardó fidelidad a sus obsesiones, manías y preocupaciones existenciales. Lector de Dante, recorrió todos los círculos de infierno y se adentró en su hoguera hasta llegar a su centro indiferente e impasible, de la vehemencia frenética y exaltación lírica a la duda e ironía, para terminar en el silencio, recogimiento y ataraxia. Casi una santidad laica. Schopenhauer influye en la juventud de Cioran tanto como Nietzsche, pero su influencia es más bien vital. Es una lectura con y desde el cuerpo.

 

Su cercanía con el pesimismo del autor de El Mundo como voluntad y representación es aparente, Cioran no deja de reírse de su propia condición humana, casi como diciendo no es para tanto la cosa. Un caso ejemplar, más que de influencia, de verdadera confluencia y auténtica complicidad fue el de Pascal, quien representa para el rumano un modelo ejemplar de pensamiento doliente abismado en la infinitud divina y sumergido en los meandros de una existencia humana, finita, fallida, errática, errante. Las meditaciones pascalianas le representan una praxis vital de cómo hacer del sufrimiento una forma de arte espiritual y superior.

 

La singularidad de Cioran no es el caso de un genio solitario, sino que hay toda una estela de grandes pensadores rumanos, antes y después como Ionescu, Eliade, Noica, y el propio Valcan. Así pues, la crítica al racionalismo y el idealismo, a las influencias francesas y alemanas, Cioran, junto con su generación, está en medio de dos fuegos: Francia y Alemania, el pueblo rumano se asume en los márgenes. Siendo —para Cioran—  “el hombre un animal enfermizo, cualquiera de sus palabras o de sus gestos equivale a un síntoma”. La sintomatología del hombre es su propia existencia carroñera, que no obstante su infección malsana y mórbida existencial, no deja, de vez en cuando, de prodigarnos hermosas obras y experiencias, si bien para vislumbrar lo esencial no debe ejercitarse ningún oficio o beneficio alguno, tampoco es necesario viajar para reconocer la miseria humana que está al alcance de todos y en todas partes, basta permanecer todo el día tumbado, gimoteando, compadeciéndose, lacerando las heridas propias y ajenas se pueden atisbar verdades envenenadas como: El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única en realidad. O bien certidumbres de tan poca valía filosófica que mejor sería callar, pero como también la coherencia, en la parcela de la vida humana, resulta tan impostada como artificial y deshonesta, lo mejor es seguir hablando, escribiendo, traicionándose en la página en blanco como venganza contra el dictum impasible e impasable, quizá también, impostergable, de destino humano, pues se necesita un mínimo de estupidez para todo, para afirmar e incluso para negar.

 

La escritura como venganza, como dulce venganza contra todo y contra todos. Tú hipócrita lector, ya había dicho con otro acento beligerante y provocador Baudelaire quien creía todavía en las potencias del mal como beatificación hacia el camino de una santidad atea. Cioran no deja de imprecar e implorar, quizá también deplorar, al lector, le fastidia e irrita tanto su presencia como ausencia. Escribe para purgar su frágil soledad en el anonimato de una ciudad parisina tan exquisita como irrespirable, quizá no sea la ciudad sino la propia condición humana lo que le asedia y aterra, sin salvación ni expiación alguna.

 

Quizá también podría suscribir esos versos de Kavafis que sentencian lapidariamente: “No hallarás nuevo país, no hallarás otra orilla. / Esta ciudad siempre te perseguirá. / Caminarás las mismas calles, / envejecerás en los mismos barrios, encanceras en las mismas casas. / Siempre acabarás en esta ciudad. No esperes nada de otro sitio: / no hay barco para ti no hay camino. / habiendo malgastado aquí tú vida, en este pequeño rincón, / la has destruido para cualquier lugar del mundo”.[5] Así que no se puede esperar mucho de un comentario sobre un autor que elude y traiciona todo comentario.

 

La habladuría y el chismorreo serían estrategias de lectura si el autor hubiera tenido una vida un poco más agitada, pero tampoco. No hay gran cosa al respecto: una vida tranquila con una misma esposa en un mismo departamento. Sus aventuras existenciales son noches de insomnio mucho más edificantes que las salas de una biblioteca bien equipada: Se aprende más en una noche en vela que en un año de sueño. Lo cual equivale a decir que una paliza es mucho más instructiva que una siesta. El tedio es una forma de ansiedad, pero de una ansiedad depurada de miedo. Cuando nos aburrimos no tememos, en efecto, nada, salvo el aburrimiento mismo. Insomnio, tedio, aburrimiento, melancolía, exaltación domeñada, frenesí sosegado, ira contenida, risas y burlas, y más risas acalladas en el mutismo de una escritura silente; no hay mucho que contar al respecto, pero quizá, sí haya suficiente.

 

Así pues Cioran pasa de una perspectiva decadentista nacionalista a un escepticismo vitalista que deja atrás el lirismo juvenil para dar cauce a una melancolía infinita y sin asideros, de ahí también su condición de extranjería al abandonar el rumano y escribir en francés, tomando distancia de su propio pensamiento mediante una escritura bien pensada y muy pulida. Escribir en otra lengua implica tomar distancia, establecer una relación mediada e indirecta con las ideas y la construcción estilística. En lugar de la exigencia de la claridad, Cioran promueve un conocimiento que está bajo el signo de la oscuro y el pathos afectivo bajo las más diversas tonalidades y tesituras de la existencia:

 

Influido por Nietzsche, Cioran parece fascinado por la idea del devenir perpetuo de todas las cosas, por la constatación de que nada está fijado para siempre y que nuestro mundo es una isla de estabilidad construida artificialmente sobre bases caóticas e incontrolables. Cree que, desde el principio, los hombres decidieron sacrificar la verdad con el fin de poder asegurar su supervivencia renunciando a mirar en el abismo del desenvolvimiento y han equipado su mundo paso a paso, de modo que éste da la impresión de la permanencia sólida en este universo pleno de sentido. Para hacerlo procedieron a una producción casi infinita de ficciones convertidas poco a poco en los puntos de referencia más fiables para la vida del individuo, comenzando con los conceptos de causalidad, sustancia, finalidad, yo, libertad y terminando por la idea de moral o de Dios. Detrás de esta verdadera maquinaria se encuentra el intelecto con su terrible capacidad de ilusión, perfectamente domado por los grandes maestros de la dogmática cartesiana.[6]

 

Transita de la apología de un irracionalismo vitalista a una apología de la incertidumbre y del devenir crepuscular. Sublimación de la tragedia patética en un esteticismo bien atemperado, Cioran, como Mircea Eliade, tiene una relación muy compleja con el pueblo rumano. Siempre estuvo interesado en escrutar el alma profunda y secreta de los pueblos, escudriña esa esencia móvil y sempiterna que subyace al ethos de una comunidad ancestral. En todo caso nacionalismo e irracionalismo iniciales no fueron sino un acicate para desplegar su embate polémico que desde un principio lo sitúa en la escena del debate y no tanto una filosofía reaccionaria como se suele ver de manera aproximada. Y quizá eso mismo fue un elemento clave en la construcción del mito del pensador radical enquistado y enemistado con el mundo y en contra de todas las ideas concebidas y preconcebidas. Cioran se fue apropiando de un margen activo como espacio impolítico que no deja de tener consecuencias éticas y políticas que el propio el autor atisbó en parte, pero no en todas sus implicaciones. Se podría pensar, a partir de Cioran, una política en y desde los márgenes.

 

Después de escribir su primer libro, acaso el único necesario, y según él mismo, su mayor logro filosófico, Cioran se prometió no escribir nada más, y sin embargo, siguió escribiendo, cada vez más y depuradamente. En una entrevista con su traductor y amigo Fernando Savater confiesa que escribir ha representado una suerte de conjuro contra la tragedia personal y las penurias existenciales, después de cada libro se siente un poco liberado: “Porque escribir, por poco que sea, me ha ayudado a pasar los años, pues las obsesiones expresadas quedan debilitadas y superadas a medias. Estoy seguro de que, si no hubiese emborronado papel, me hubiera matado hace mucho. Escribir es un alivio extraordinario. Y publicar también. Esto les parecerá ridículo y, sin embargo, es muy cierto. Pues un libro es vuestra vida, o una parte de ella, que se os hace exterior. La expresión es una liberación”.[7]

 

Cioran considera que todo se lo debe a su vitalidad extrema y al fatalismo de los rumanos, a quienes consideraba ser el pueblo más fatalista del mundo. Por eso considera Cioran que un libro es una herida lacerante, un libro tiene que trastornar la vida del lector, hacerlo cimbrar, desesperarlo, cuestionarlo por completo, si no lo hace, no tiene caso, no sirve de nada. Su idea de escribir una obra es para despertar o azotar a alguien. Puesto que sus libros no son sino la transcripción de sus malestares y sufrimientos es preciso que esto mismo, añade, se transmita al lector: “[…] un libro debe conmoverlo todo, ponerlo todo en cuestión. Un libro que deja a su lector igual que antes de leerlo es un libro fallido”.[8]

 

Así es como una caterva de apotegmas corrosivos y lacerantes han hecho de la decepción creciente la apertura de una sabiduría única. Contra el amor, la vida, Dios, el Bien, contra todos y a favor de nada; si acaso una risa discreta y una sonrisa invisible que ha hecho de la descripción de la existencia una apología de la ignominia de seguir existiendo. Se escribe bajo el efecto de la admiración o indignación, de ahí que una carta sensata sea —según Cioran—  una carta inexistente, así también un comentario sobre Cioran o bien, lo repite de forma menos elocuente, pero quizá más rimbombante, o bien lo ataca y anatemiza de forma vil y artera, el primer caso tal vez le provocaría un largo bostezo, y el segundo cierta sonrisa malévola de complicidad que sería, en última instancia, una ligera aprobación y comprobación de una escritura y un pensamiento que asumen el error, la errancia, la desmesura y la contradicción más escandalosa como métodos de perceptiva e inventiva. Frente a la lucidez que no sería sino un martirio permanente, sugiere una escritura y un pensamiento, todo en uno, en y desde la risa delirante que invita e incita a la complicidad y a reírse juntos, generando así, una extraña comunión de almas deshabitadas en un infierno gélido. Quizá por eso consideraba que hay en Heráclito un lado délfico de ideas fulminantes y otro, de manual escolar, por lo que concluye que “[…] fue un inspirado y un preceptor. Es una lástima que no hiciera abstracción de la ciencia, que no siempre pensara fuera de ella”.[9]

 

Hay en Cioran también un ironista malévolo y un eremita aprendiz de una santidad vacua; que le gane no pocas veces cierto efectismo provocador da cuenta de que ni siquiera las conciencias más lúcidas pueden escapar al flirteo literario y social. Empero su ironía no es sino intermitente, por eso ha elegido deliberadamente el fragmento, él mismo confiesa que la filosofía, después de Nietzsche, no es posible sino como fragmento, en forma de explosión, pues el tratado ya no es posible, ahora todos —añade— somos fragmentistas y fragmentarios, va a tono con el estilo de época.

 

En su obra, no hay respuestas pero si una ametralladora de preguntas. Su obra compleja, desmesurada, una y múltiple se cumple en el retorno maléfico a una misma escena primordial, primitiva, impositiva e impostada de hacer de lo humano principio y fin –sin prisa y si pausa como diría esa escritora maldita y maldecida mil veces por su clase social como lo fue Isack Dinisen o Karen Blixen, las cioranadas son dardos que se dirigen de una nada a otra nada: de la creación al creador, mientras tanto dejan hermosas creaturas. Maestro del arte de la interrogación funesta, Cioran ejercita el pensamiento en el atletismo de la nada exasperante, su escritura interroga acerca de la lógica del desmoronamiento más inclemente sin subterfugios intelectuales. Preguntarse de manera irónica e impasible es ya una forma de inteligencia vital. Sin dejar de ser una auténtica ilusión, la escritura para Cioran es una de las únicas libertades posibles. El error, el horror, la angustia, la ilusión destrozada, la desilusión serena, el escepticismo embriagado, la lucidez vertiginosa, el paroxismo indiferente, la nostalgia por un paraíso irremediablemente perdido, la desesperación redimida, entre otras experiencias limítrofes, despliegan estrategias de escritura que asumen la decepción sublimada como antídoto contra idealización del pensamiento y de la literatura; de ahí que «Un libro sea un suicidio aplazado».

 

Pasó de la escritura como provocación a la escritura como misticismo de la vacuidad. Su escritura fue evolucionando de la amargura, la provocación a la ironía, hasta llegar al humor más sutil e imperceptible. De la escritura como blasfemia a la escritura como gesto silente: trazar una escritura vacía que expresa un sentimiento y pensamiento vacíos sin la tesitura metafísica y teológica pero si con la vitalidad de un hombre que se ha abismado en los infiernos luciferinos y regresa la mirada de Orfeo con una sonrisa del gato de Cheshire. El humor despiadado de Cioran también toma forma y horma en un estilo casi naturalista, y que al final de su vida, se aproxima a un gesto de resignación y autocompasión de un hombre hastiado del mundo, pero embelesado de su espectáculo contradictorio. Exageraciones e hipérboles como finas estocadas taurinas en el lomo de la conciencia y sapiencia humanas, nada escapa a su lucidez ácida, ni siquiera él mismo, nunca deja de reírse de sí, de burlarse y compadecerse de su propia existencia como sobrevivencia extrema al borde de un suicidio como promesa siempre aplazada, en gran parte, el arte musical le pareció un pequeño antídoto contra los sinsabores de la existencia. La música despierta la sensación de eternidad portátil.

 

De ahí que le guste citar a Nietzsche cuando dice que “No puedo diferenciar las lágrimas de la música”, para enseguida comentar que: “Quien no comprende esto instantáneamente, no ha vivido nunca en la intimidad de la música. Toda verdadera música procede del llanto, puesto que ha nacido de la nostalgia del paraíso”, mediante las vibraciones y pulsaciones musicales nos autodivinizamos, nos desvanecemos en Dios. Para Cioran todo lo que es musical es una cuestión de reminiscencia, es decir, nos retrotrae al paraíso angélico al cual solamente podríamos acceder mediante la santidad o la musicalidad, puesto que a los modernos nos está vedado cualquier forma del paraíso nos queda los paraísos artificiales del arte, y en particular de la música.

 

De ahí también que la meditación musical debería ser el prototipo del pensamiento en general, no sólo porque una sonata o cualquier otra meditación musical es completa, orgánica y lleva su planteamiento hasta el agotamiento extremo, pues sólo en música hay pensamiento exhaustivo, sino también porque la música eleva nuestra miseria terrestre, aunque sea por breves instantes, a tonalidades celestes que aligeran el fardo de no ser más que un simple mortal. Cioran cree que la mística y la música materializan lo absoluto en la historia, ponen entre paréntesis cualquier pretensión de verdad. La música sería la germinación de la divinidad, en especial una obra como la de Bach es divinidad. La perfección musical no podría no ser la confirmación de la perfección divina o de lo contrario la obra del Cantor no sería sino una ilusión divina desgarradora. Según Cioran, teólogos y filósofos quienes buscan pruebas de la existencia divina, se olvidan de la música: única certeza. Bálsamo contra la pesadez de la existencia, la música abre un intersticio de divinidad portátil para los seres aquejados de una existencia imposible e ineluctable. La música es libertad en estado puro.

 

Los de concluir

 

Mientras que Alberto Caraco hizo de la lucidez extrema una forma también extrema de aristocracia intelectual sin ninguna concesión, tan extrema fue su absoluta coherencia que tuvo que terminar en el suicidio. Ahora bajo el contexto de la pandemia globalizada, la sabiduría hiper-corrosiva del Breviario del Caos,[10] se constituye como atisbos de una profecía cumplida.

 

Por su parte, Nicolás Gómez-Dávila escritor colombiano marginal, aristócrata, escritor secreto, reaccionario, elitista, enemigo de todas las formas habidas y por haber de impostura, en realidad tuvo una vida apacible en la ajetreada ciudad de Bogotá. Comerciante afable que gustaba de encerrarse en su biblioteca descomunal donde atesoraba joyas literarias en inglés, francés, italiano, alemán, griego y latín, y por supuesto, también en español. Si vida discreta apenas alcanzó al final cierto reconocimiento por un círculo de intelectuales amigos muy próximo y por la ingente tarea de divulgación de su vida, obra y pensamiento por Franco Volpi, quien se volviera un apologeta obsesionado con la promoción de su obra singular.

 

Su método de escritura fue simple, dedicaba bastantes horas a la paciente lectura de sus queridísimas obras en su biblioteca que era como un santuario en medio de la trifulca citadina, y con fina y pulcra letra hacía anotaciones, comentarios y glosas demoledoras concentradas en aforismos y sentencias esenciales bajo el título discreto de Escolios, los cuales abren fuego contra todo y contra todos, empezando, claro está, contra la estulticia propia, de ahí su consideración de que cuando se carece de grandeza, el único sucedáneo que puede uno atesorar es el de la lucidez inquisitiva cuyo precio altísimo exige atentar contra el sano sentido común que no deja de ser sino una patología nociva naturalizada, por eso el autor consideraba que la única forma de lucidez que no tiene compromiso espurios es la lucidez reaccionaria, decadente y nihilista que está más allá del bien y del mal, pero también más acá de la crisis generalizada del mundo contemporáneo.

 

El fango del mundo moderno no permite amasar ninguna vasija que sirva para algún fin; ¿acaso no fue “el buen fin” de semana pasado un triste espectáculo decadente de orgía consumista consumida? La reconversión del mundo en mercancía nos precipita en la más atroz miseria, incluso ahí, quizá más ahí, donde se disfraza de fasto y nefasto esplendor. Solamente nos quedan huellas, restos, fragmentos de una inteligencia hecha añicos y en cuyas esquirlas obtenemos un poco de motivos para seguir soportando la adversidad creciente del día a día.

 

En este contexto, escribir y publicar no sería sino compartir esa risa silente impasible y apacible que bordea los misterios de la nada, pero que ante, ya no tanto, enigma profundo, prefiere la levedad de la fina ironía que nos recuerda que ser mortal casi es una broma que nos cuesta la vida, y por ello, quizá valga la pena compartir las cuitas con los otros, porque se sabe que las penas con pan, y el pan siempre es compartir, son menos, o al menos más llevaderas. Por tanto el maestro colombiano coincide con el maestro rumano y con el maestro judío-sefardí en cuanto consideran, los tres, que la filosofía que se divorcia de las letras termina por empobrecerse, y nos vuelve torpes y carentes de fineza.

 

Ante la pobreza material y espiritual del mundo inmundo aún nos queda la posibilidad de tomar cierta distancia glacial. La escritura como auto-interrogación personal-impersonal, nos lleva al desconocimiento del sí mismo y al viaje en estado de trance en los linderos limítrofes de una nada exasperante que se respira a flor de piel. Cioran, Caraco, Gómez-Davila han sido maestros en profundizar en una escritura como arte de la lucidez extrema cuya única divisa y finalidad es el libre juego de un espíritu humano atormentado por la noche sagrada que ahora en el abandono de lo divino regresa con una furia salvaje silente.

 

Si para Fitzgerald el colapso de una vida humana no es sino el sino y signo de su misma condición finita-infinita abocada y desbocada hacia su propia destrucción, el lector que se abisme en las obras singulares de Cioran, Caraco y Gómez-Dávila, encontrará un puñado de dardos y sentencias evenenadas que harán de su lectura un arte de re-escritura del sufrimiento del ser y quehacer de los mortales; y quizá por eso mismo, otro escritor maldito cuya fama sepultó su grandeza como lo fue Jorge Luis Borges atisbara que no nos queda sino aspirar a esa meta suprema que es el olvido: yo he llegado primero.

 

Cioran, Caraco, Gómez-Dávila: escrituras cruzadas que en su encuentro-desencuentro con el mundo nos plantean las atroces revelaciones de la existencia como un enigma al alcance de los mortales. La opacidad transparente de una existencia humana indescifrable vuelta género literario, y en este sentido, quizá, los tres sean escritores del mañana. Quizá apenas estemos empezando verdaderamente a leerlos.

 

Bibliografía 

  1. Caraco, Albert. Breviario del caos, Sexto-Piso, Madrid, 2006
  2. Cioran, Emil. Ese maldito yo, Tusquets, Barcelona, 2012
  3. Cioran, Emil. Sur les cimes du désespoir, Gallimard, Paris, 1995
  4. Fitzgerald, Scott, “El colapso”, El placer y la zozobra. El oficio de escribir, UNAM, México, 1996
  5. Gómez-Dávila, Nicolás, Breviario de escolios, Atalanta, Girona, 2018
  6. Kavafis, “La ciudad”, Obra escogida, Fontana, Barcelona, 1995
  7. Valcan, Ciprian. Influencias culturales francesas y alemanas en la obra de Cioran, Universidad Tecnológica de Pereira, Colombia, 2016

 

Notas
[1] Fitzgerald, Scott. “El colapso”, El placer y la zozobra. El oficio de escribir, UNAM,  México, 1996, pp. 201-202.
[2] Cioran, Emil. “Sur les cimes du désespoir”, Œuvres, Gallimard, Paris, 1995, p. 17.
[3] Gómez-Dávila, Nicolás, Breviario de escolios, Atalanta, Girona, 2018, p. 35.
[4] Cioran, Emil, Ese maldito yo, Tusquets, Barcelona, 2012, pp. 13-85.
[5] Kavafis, “La ciudad”, Obra escogida, Fontana, Barcelona, 1995, pp. 27-28.
[6]Valcan, Ciprian, Influencias culturales francesas y alemanas en la obra de Cioran, Universidad Tecnológica de Pereira, Colombia, 2016, p. 76.
[7] Cioran, Emil, Conversaciones, Op. cit., p. 17.
[8] Ibid.,p. 20.
[9] Ibid., p. 62.
[10] Cfr. Caraco, Albert, Breviario del caos, Sexto-Piso, Madrid, 2006.