Itinerario intelectual de san Agustín

 

Resumen

Para comprender el pensamiento de san Agustín, como probablemente el de cualquier otro filósofo, se requiere de seguir las pistas o vestigios de su andar. Lo común es transitar por su vida, lo cual resulta útil para entender, en su contexto, los juicios y las tesis que reclaman los recuentos históricos. En este escrito nos proponemos, más bien, recorrer las estaciones del pensamiento de san Agustín como si se siguiera un itinerario. Éste va de la conversión a la filosofía al maniqueísmo; de éste, a la duda; de ésta a su superación racional y del argumento decisivo contra el escepticismo antiguo a la fe y su interacción con la razón.

Palabras clave: vida, pensamiento, razón, fe, duda, Dios.

 

Abstract

To understand the thought of Saint Augustine, as probably that of any other philosopher, it is necessary to follow the tracks or vestiges of his walk. The common thing is to walk through his life, which is useful to understand, in their context, the trials and theses that the historical accounts claim. In this writing we propose, rather, to travel the stations of the thought of Saint Augustine as if following an itinerary. This one goes from conversion to philosophy to Manichaeism; from this, to doubt; from this to its rational overcoming and the decisive argument against the ancient skepticism to faith and its interaction with reason.

Keywords: Life, Thought, Reason, Faith, Doubt, God.

 

Apertura

 

El título que hemos dado a este escrito, “Itinerario intelectual de San Agustín”,[1] supone el camino, con sus respectivas etapas o estaciones, que transitaremos a la saga de la comprensión de este filósofo, que también teólogo, y de su pensamiento, de los siglos IV y V de nuestra era. Dicho camino no es el común, el de la biografía.[2] Si bien es indiscernible la vida de la obra (y del pensamiento), en el autor de las Confesiones, nuestra atención dirigirá sus miras, más bien, al proceso “intelectivo”, a los descubrimientos, a las premisas, a las argumentaciones y a las tesis.

 

La directriz de este trayecto, del suyo y del nuestro, la expresará en los Soliloquios así: “Quiero conocer a Dios y al alma”[3] y en las Confesiones de la siguiente manera: “¿Qué eres tú para mí? Ten misericordia de mí para que salgan las palabras. ¿Qué soy yo para ti?”.[4] De esta forma, el vuelco de la voluntad hacia el conocimiento (“Quiero conocer”) de Dios (“¿Qué eres tú para mí?”) y del alma (“¿Qué soy yo para ti?”) al que el hiponense nos arroja, nos permite adelantar el reconocimiento de los intereses (la verdad, la felicidad y la salvación están en juego) que guiarán su vida y nuestro peregrinar en los vastos campos de su obra y de su pensamiento.

 

Itinerario intelectual de san Agustín

 

¿Dónde comienza este andar?:

 

Siguiendo el programa usual de mis estudios —nos cuenta en sus Confesiones—, me di de manos a boca con un libro de un tal Cicerón, cuyo lenguaje todos admiran, no así su talante. Este libro suyo contiene una exhortación a la filosofía y lleva por título Hortensio. Su lectura realizó un cambio en mi mundo afectivo. También encaminó mis oraciones hacia ti, Señor, e hizo que mis proyectos y deseos fueran otros. De golpe todas mis expectativas de frivolidad perdieron crédito, y con increíble ardor de mi corazón ansiaba la inmortalidad de la sabiduría. Y comencé a levantarme para iniciar el retorno a ti. Yo no leía para darle sutileza a mi lengua… No, no releía aquel libro para darle más mordiente a mis expresiones, ni me interesaba ya tanto su estilo elocuente como los contenidos de esta elocuencia.[5]

 

Arrojado a las garras de la tentación, en las ciudades de Madaura y Cartago, para que adquiriese la cultura que en la edad adulta le abriría las puertas para bien desenvolverse en los negocios que le retribuirían gloria y dinero, fue un libro, uno de Cicerón, el Hortensio, el que hizo la función de paliativo, de purgante, de estas frivolidades. Es de notar el cambio de actitud, pero también el de atención. Si como retórico formado únicamente atendía el estilo, el cómo, la disposición del texto, como “amante de la sabiduría”, como filósofo en ciernes, no podía menos que atender el contenido, el qué, la verdad de los nombres. “Sus palabras —continúa nuestro autor algunas líneas más adelante— eran un incentivo, una provocación, un revulsivo para que amara, buscara, alcanzara, conservara y abrazara no esta o aquella secta o escuela, sino la sabiduría sin aditivos, por sí misma y en sí misma”.[6] Téngase en cuenta que “la sabiduría sin aditivos, por sí misma y en sí misma” que refiere supone una sabiduría exenta de supersticiones o “creencias religiosas”, exenta de imposiciones, de autoritarismos.[7] Se afirma la autosuficiencia de la razón del hombre, pregonada por los filósofos, para alcanzar tal cima.

 

A renglón seguido, para dar mejor cuenta de esto, nos dice san Agustín: “Lo único que aguaba en mí aquella hoguera tan grande era el no hallar en aquel libro el nombre de Cristo […] Así pues, tomé la resolución de dedicarme al estudio de las Sagradas Escrituras y evaluar su contenido”.[8] El resultado no fue favorable. El estilo simple, en contraste con el elegante de los poetas latinos, dañaba sus oídos y sus pupilas: “A primera vista —reconocerá—, la estimación que me merecieron era la de que no tenían categoría suficiente para sufrir un careo con la majestad luliana”.[9] En una palabra, no era lo que buscaba. Me explico. El desprecio a la Biblia, a la Iglesia y a la tradición cristiana será la consecuencia. Aquello que a sus ojos se expresaba de manera oscura y que exigía una cuota tan alta, la fe, iba en contra de sí mismo, de su formación como “mercader de las palabras” y de su recién adquirido interés de filósofo, para el que la razón es el único medio capaz de alcanzar (llevar hacia) la verdad. Si bien suspiraba por y con el nombre de Cristo, su exigencia racional buscaba un cristianismo racional, uno que no hablase en un lenguaje tan ambiguo y que no exigiese demasiado.

 

“Así que vine a caer —narra el Obispo de Hipona— en manos de unos hombres de orgullo delirante, carnales y charlatanes a más no poder. En su boca sólo había trampas diabólicas y una especie de liga pegajosa confeccionada a base de las sílabas de tu nombre”.[10] Después de la lectura del hoy perdido Hortensio, cuya invitación a buscar la verdad y dedicarse a la filosofía no pudo resistir, san Agustín “vino a caer” con los maniqueos en Cartago a la edad de diecinueve años.

 

“Y repetían machaconamente: verdad, verdad —eso que no puede no anhelar el que desea fervientemente la sabiduría—. Me hablaban mucho de ella —continúa amargamente el santo— pero nunca se hallaba en ellos, sino que sus palabras eran pura falsedad”.[11] En su afán por hacerse de la verdad, atraído por la promesa de ella, no pudo no caer en la secta maniquea. Cicerón conminaba a la búsqueda, los maniqueos pregonaban poseer el resultado de ésta. Le pareció al filósofo africano que el maniqueísmo cumplía con los requisitos, podemos decirlo por su anhelo de Cristo, de ese cristianismo racional que buscaba. La doctrina maniquea proponía un dualismo de fuerzas. Los sabios de la secta, siguiendo las enseñanzas de Maní, creían y defendían que había una eterna lucha entre dos principios opuestos e irreductibles, el bien y el mal, que eran asociados a la luz (Ormuz) y a las tinieblas (Ahrimán) y posteriormente al Dios del Antiguo Testamento (mal) y del Nuevo Testamento (bien). Este dualismo implica un dualismo que opone, por un lado, lo puramente espiritual y, por otro, lo puramente material, si asumimos otra tesis maniquea: la materia es el mal. Todo es, empero, materia para el maniqueísmo, incluso Dios: “No sabía que Dios es espiritual y no un ser dotado de miembros a lo largo y ancho, ni un ser con masa”,[12] nos cuenta san Agustín, poniendo en claro que la creencia maniquea “imaginaba” un dios con “cabellos y uñas”. Si todo es materia, empero, cabría suponer que hay un aprecio por el cuerpo o por el resto de las criaturas. No será así. Más bien, se les despreciará. El cuerpo y el resto del mundo físico, “creaciones” del dios del Antiguo Testamento, estaban hechos de una materia pesada y oscura que obstaculiza el desenvolvimiento de la luz o materia ligera. El estricto ascetismo practicado por los elegidos suponía la liberación de la luz o el alma en una posterior reencarnación.[13]

 

Hasta aquí hemos ganado ya una serie de temas, mejor sería decir, de problemas que obsesionaron al joven Agustín: el mal, la relación entre la fe y la razón y la materialidad de Dios. Añadamos a estos otros: la muerte, la felicidad y la sabiduría. Problemas a los que no encontrará una solución rápida y satisfactoria, mientras permanezca en la secta maniquea. San Agustín desesperó, pues, después de hablar con el obispo maniqueo Fausto, cuya fama había llegado hasta sus oídos. “Una vez que pude comprobar —nos dice— satisfactoriamente que aquél (Fausto) era un profano en aquellas artes en que yo le creía una eminencia, comencé a perder las esperanzas de que él en persona fuera capaz de despejar y de resolver las incógnitas que me tenían angustiado”.[14] El maniqueísmo en su totalidad se le presentó como un bulto de errores en comparación con las doctrinas filosóficas,[15] que de la mano del mismo Cicerón había aprendido, y con los saberes “científicos”, especialmente los astronómicos a los que Maní había dedicado tinta y papel sin saber de lo que hablaba.[16] Los maniqueos eran hábiles en la crítica, pero torpes en la defensa de sus tesis.

 

No “creyó”, por tanto, posible alcanzar el puerto seguro de la Verdad, llegado a este punto. “Las ansias que —dirá— me roían lo más íntimo de mi ser por tener algo más seguro a qué aferrarme eran tanto más vivas cuanto mayor era mi vergüenza por haber vivido tanto tiempo engañado y decepcionado con la promesa de certeza”.[17] Abandonando todas las esperanzas, sobrevino el derrumbe:

 

Además, comenzó a obsesionarme la idea de que aquellos filósofos que llaman académicos habían sido más sesudos y ponderados al adoptar como principio la duda de todo y de todos y la imposibilidad de que el hombre pueda comprender nada. Aunque yo no había profundizado en su pensamiento, creía que esto era con toda sinceridad lo que ellos pensaban, como se les atribuía comúnmente.[18]

 

La doctrina de los académicos, de los escépticos comandados por Carneades y Arquesilao, le parecerá la postura más sabia. El número elevado de corrientes filosóficas y de doctrinas religiosas no podía no traer como consecuencia la desconfianza a todas y cada una. No podía ser de otra forma después de una decepción tan grande. El escéptico, que omitía su juicio y se guiaba por lo probable, parecía el más cuerdo de los hombres. Parecía no haber alternativa para el filósofo africano. Su vida y su esperanza se venían a pique. Y aunque las matemáticas le seguían pareciendo libres de toda duda, la desazón o la desesperación (¿el genio maligno de san Agustín?) las mostraban insuficientes para sostener en la verdad la vida, cuyo sentido se desplomaba a cada palabra, pues cada una se mostraba hueca, vacía y vana. Aparece la duda. ¿Cómo escapar a ella?

 

Notemos que en el caso de Agustín de Hipona la tranquilidad está ausente ante la duda. Ante la imposibilidad de hallar la “verdad” anhelada, perder la fe en la “ciencia” o en el conocimiento resultaba lo de menos, ya que lo que se iba era la vida misma. En esta situación viajó a Roma en busca de mejores oportunidades laborales, aunque no permanece mucho tiempo en esa ciudad. San Agustín decepcionado del maniqueísmo y de Roma (los alumnos de retórica eran morosos en pagar), solicitó, pues, al prefecto Símaco que lo enviase a Milán después de realizar unas pruebas de dicción sobre un tema propuesto. “Y así llegué a Milán —relata el que será el obispo de Hipona—, y allí me encontré con Ambrosio,[19] su obispo, célebre y popular en todas partes entre los mejores, siervo tuyo piadoso. Sus elocuentes sermones proporcionaban generosamente a tu pueblo la flor de tu harina, la alegría de tu aceite y la sobria embriaguez de tu vino”.[20] Cuenta Pío XI que “En Milán los herejes reprochaban a S. Ambrosio que fascinaba a la muchedumbre con los cantos litúrgicos, cantos estos que impresionaron al mismo Agustín y le inspiraron la resolución de abrazar la fe cristiana”.[21] Después de conocer a san Ambrosio, san Agustín no pudo sino estimarle, sobre todo por la benevolencia que presentaba con él. Así que puso todo su empeño en escucharle. Analizaba minuciosa y detalladamente su elocuencia; se admiraba de sus actividades y de su lucidez. Le escuchó “resolver repetidas veces algunos pasajes intrincados del antiguo testamento” que interpretados por él literalmente le “[…] estaban causando la muerte”.[22]

 

En Milán, guiado por Simpliciano, presbítero ayudante de Ambrosio, leyó los “[…] libros de los platónicos”.[23] Estos libros, traducidos por Mario Victorino, y leídos por el filósofo africano, fueron las Enéadas de Plotino. En ellos encontró la respuesta a varias de sus interrogantes. Comprendió que Dios no puede ser concebido al modo como se conciben el resto de las criaturas materiales. El camino de regreso se estaba dando, aunque no se había llegado a una verdad que asegurase la estabilidad en el conocimiento y en la vida. San Agustín, estando en Milán, se dedicó, entonces, a la lectura de “los libros de los platónicos”, pero también de las Escrituras, en especial las Epístolas de san Pablo. “Así pues, con toda avidez, cogí las escrituras venerables de tu Espíritu, con preferencia el apóstol Pablo, y fueron desvaneciéndose todos aquellos problemas”.[24] No obstante, no será hasta que la desesperación alcance los límites del santo, que la presencia del apóstol se muestre con toda su fuerza:

 

Tales eran mis exclamaciones y las lágrimas más dolorosas y amargas de mi corazón. De repente oigo una voz procedente de la casa vecina, una voz no sé si de un niño o de una niña, que decía cantando y repitiendo a modo de estribillo «¡Toma y lee! ¡Toma y lee!»… me incorporé, interpretando que el mandato que me venía de Dios no era otro que abrir el códice y leer el primer capítulo con que topase. […] Así pues me apresuré a acudir al sitio donde se encontraba sentado Alipio. Allí había dejado el códice del Apóstol cuando de allí me levanté. Lo cogí, lo abrí y en silencio leí el primer capítulo que me vino a los ojos: “Nada de comilonas ni borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos, más bien, del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias” (Rm. 13, 13s). No quise leer más ni era preciso. Al punto, nada más acabar la lectura de este pasaje, sentí como si una luz de seguridad se hubiera derramado en mi corazón, ahuyentando todas las tinieblas de mi duda.[25]

 

El constante ruego de conversión de san Agustín a Dios, acompañado del “todavía no”, terminó en este momento. La satisfacción de los “placeres carnales”, a los que se hubo de acostumbrar en Cartago, había llegado a su fin. A lo largo de su labor intelectual, que comenzará en la finca de Verecundo en Casiciaco y finalizará en Hipona durante la invasión bárbara, no faltarán las referencias al Apóstol, los tratados dedicados a sus cartas y la reflexión constante sobre éstas.

 

A la influencia del apóstol de los gentiles agreguemos La vida de Antonio, escrita por Atanasio y contada por Ponticiano a nuestro autor y a sus amigos.[26] “Y tú, Señor, entre palabra y palabra, hacías que me replegara y me retorciera en mí mismo, arrancándome de detrás de mis espaldas, que era donde me había instalado para no verme, y poniéndome delante de mis ojos, para carearme conmigo mismo y poder contemplar lo feo, deforme, sucio, manchado y ulceroso que estaba”.[27] El relato y la lectura de la obra estimularon a san Agustín a abrazar la vida monástica que comenzó, siendo ya catecúmeno, en la finca de Verecundo en Casiciaco. Será en este retiro en el que el santo se sobreponga a la mayoría de las incertidumbres intelectuales que hasta el momento le acosaban. Fue el momento de saldar las cuentas con la razón. Y sobre esto nos abocaremos ahora.

 

Hasta aquí parece que hemos expuesto datos biográficos en contra de lo propuesto en un principio, no seguir el orden de la biografía. Sin embargo, la necesidad de enmarcar los temas y las obras de nuestro autor en una exposición itinerante de su pensamiento lo requería. El pensamiento, como también se reconocía al principio, no es ajeno a la vida del autor de las Confesiones. Así pues, lo dicho hasta el momento nos da la pauta que necesitábamos para hacer explícito el itinerario intelectual del filósofo y teólogo africano, del que ya hemos adelantado algunas líneas al anunciar los problemas que preocuparán. Problemas que no se resolverán al margen de la fe que despreció en privilegio de la razón. Esto no quiere decir que la fe se impondrá sin más. El ser humano, para el santo africano, como reconocerá en varias ocasiones, se caracteriza por la razón o el entendimiento que, como intentaremos mostrar, no pierde su puesto frente a la fe: “se cree para entender, se entiende para creer”.

 

Repitamos la pregunta que hacíamos líneas ha: ¿cómo escapar de la duda? Hayamos o no leído sus Confesiones, sabemos que fue un momento el decisivo. Desesperado, el que sería el Obispo de Hipona, escuchó la voz de un niño que decía, “Toma y lee”, tal como lo referimos. Interpretando que era un mensaje divino, corrió a donde había dejado las cartas del Apóstol, abrió el texto y leyó lo primero que sus ojos encontraron: “Nada de comilonas, ni de borracheras…”.[28] Después de eso, el retiro en la finca de Casiciaco. Con esto queremos enfatizar que la duda que “padeció” Agustín no fue únicamente una duda intelectual, tampoco sólo moral, sino vital, que, más amplia, incluye las dos anteriores. El motivo es más profundo: la carencia de fe. Es decir, no bastó no pensar a Dios materialmente como leyó en los “libros de los platónicos”; aún quedaban los asuntos de la felicidad y de la sabiduría. Por ello, creemos, es importante resaltar la conversión que será constante, de una lucha firme, diaria.[29] “Se sabe que esta conversión tuvo un camino particularísimo, porque no se trató de una conquista de la fe católica, sino de una reconquista. La había perdido convencido, al perderla, de que no abandonaba a Cristo sino sólo a la Iglesia”.[30] Conversión que sólo se entiende cuando se ha entendido el mismo camino y cada una de sus estancias. La crisis en el jardín,[31] la batalla decisiva[32] y la voz del niño (“Toma y lee”)[33] como momentos característicos de la conversión sólo adquieren sentido si asumimos la superación de la duda, superación que se verá explicitada posteriormente en cada uno de sus momentos, y como acción de la Gracia divina. No se olvide que san Agustín es el doctor de la Gracia.

 

Esta explicitación racional, si se quiere filosófica, de la superación de la duda comenzará con el descubrimiento de ciertas verdades que puede alcanzar la razón. La primera gran obra, en este orden, será su Contra Académicos. En ella expondrá siete argumentos, capaces todos y cada uno de ellos de refutar el escepticismo (antiguo) y que imperó en su corazón cuando la decepción, la vergüenza y la desesperación lo invadieron. En dicha obra se exponen, en el libro tercero,[34] después de dos libros de intensa disputa, siete argumentos contra los escépticos, teniendo siempre en cuenta la máxima de Zenón estoico: “Sólo puede comprenderse un objeto que de tal modo resplandece de evidencia a los ojos, que no puede aparecer como falso”.[35] Nos abstendremos de exponer todos los argumentos para señalar aquel que, mucho tiempo después, será el punto de partida de la filosofía moderna y porque la revisión detallada de esta obra nos haría repetir lo aquí dicho. Este argumento es el del engaño o de la certeza de la existencia de sí a partir del pensamiento o de la duda. San Agustín parte de la premisa de que nada se puede saber para decirnos que tal afirmación implica por parte del que la dice que sabe que eso le parece, “«Yo sé que me parece esto a mí»” y que si se engaña, sabe que se engaña, por lo tanto sabe que es y que existe.[36] Este mismo argumento se recuperará en los Soliloquios:

 

R– Tú que deseas conocerte, ¿sabes que existes?

A– Lo sé.

R– ¿De dónde lo sabes?

A– No lo sé.

R– ¿Eres un ser simple o compuesto?

A– No lo sé.

R– ¿Sabes que te mueves?

A– No lo sé.

R– ¿Sabes que piensas?

A– Lo sé.

R– Luego es verdad que piensas.

A– Ciertamente.[37]

 

Y si se piensa, se existe. En El libre albedrío volveremos a encontrar el mismo argumento: “Por lo cual, comenzando por las cosas más evidentes, lo primero que quiero oír de ti es si tú mismo existes. ¿O temes, quizá, engañarte ante esta pregunta, cuando realmente no podrías engañarte si no existieras?”.[38] Por último, el argumento lo retomará en su Tratado sobre la Santísima Trinidad, después de enumerar aquellos argumentos que anunciábamos se encuentran en su Contra Académicos: “¿Cuántas realidades conocemos con tanta certeza como nuestro vivir? Aquí al menos no tememos ser por las apariencias engañados, porque el que se engaña ciertamente vive (existe)…”.[39]  Y esta última versión nos introduce ya en el paso siguiente de la acometida agustiniana en superación de la duda.

 

Lo hasta ahora expuesto ha sido el argumento decisivo para refutar a los escépticos, a los académicos. La verdad de la duda y por ende del pensamiento, y por consiguiente la de la existencia, nos aseguran la certeza de nuestra vida. No obstante, para Agustín esta certeza no es suficiente. Podemos quedar convencidos con el argumento, pero la cima alcanzada no es más que un mero formalismo. La certeza sobre la verdad de la vida no garantiza la vida que se deshace en migajas “de tiempo” en constante desaparición.[40] Ganamos una certeza formal, no una vital. No es posible repetir o afirmar a cada instante el mismo argumento para cada instante estar seguros de la propia existencia. La duda reaparece, ¿qué y cómo es esta vida que vivo?, preguntará el hiponense. La duda reaparece frente al tiempo. ¿Qué es el tiempo?: “Cuando no me lo preguntan, lo sé, cuando me lo preguntan, no lo sé”, dirá san Agustín. Un análisis lógico del tiempo nos obliga a plantear tres departamentos estancos, pasado, presente y futuro, de los cuales la predicación de su ser no escapa al principio de no contradicción (el pasado no es, el futuro no es, el presente es inaprensible, no es). ¿Qué hacer? El tiempo es llevado al ámbito vivencial: el tiempo vivido.[41] La vida transcurre en el tiempo. Es una “parte” del alma porque pertenece a mi manera de ser y de “contemplar”. Esto será llamado “atención vital” o conciencia por san Agustín. El tiempo es un presente constante, pues, “constantemente”, sigo en mi “presencia”; es un constante ahora en el que el pasado y el futuro están “presentes”. El futuro aparece como previsión o expectativa (¿esperanza?) y el pasado como recuerdo.

 

La previsión, la atención y el pensar sólo son posibles si, sólo si se puede recordar, esto es, se tiene memoria. La más importante de las actividades de la conciencia (o del alma) en el tiempo es la memoria. Ella es la condición de posibilidad del pensamiento, de ahí que pueda decirse: si recuerdo, existo. Agustín en sus Confesiones[42] encontrará en la Memoria, en esa “aula inmensa” que incluye el olvido (porque se recuerda que se olvidó), la presencia de Dios. La conciencia memoriosa será imagen de la eternidad. En la memoria también se encuentran la educación y la fe.

 

Al respecto, san Agustín identificará la autoridad con la fe. Como admitió la influencia de la filosofía, intentará conciliar la fe y la razón y dar con el orden adecuado de ambas.[43] El maniqueísmo, expuesto grosso modo hace algunas líneas, proponía la racionalización del “cristianismo”. Su temperamento altanero les hacía creer que eliminaban la necesidad de la fe (la autoridad, la imposición) de tajo con los argumentos que esgrimían en contra de la Iglesia. Su ataque se caracterizaba por su elocuencia, incluso por la buena elaboración de argumentos contra los puntos flacos de sus adversarios, pero, a la hora de defender su postura, se mostraban del todo débiles, incluso ignorantes e incapaces (recuérdese el caso del obispo maniqueo Fausto de Milevo).[44] En su De la utilidad de creer (a Honorato) Agustín postulará que la fe es primera en tiempo y la razón, primera en importancia. De hecho, la sociedad finca su organización y su desarrollo en la confianza (ej. Padres e hijos). También apela nuestro autor a la “democracia” que de la fe se desprende: en la Iglesia son muchos los que comparten una misma fe; los herejes, además de pocos, deciden por sí mismos, aunque afecten a otros. Lo mismo dirá Chesterton siglos después. Aparece la famosa fórmula de intelligo ut credas, credo ut intelligas,[45] recordando al profeta Isaías:

 

[…] entiende para creer, cree para entender. Con esto se pretende colocar en su sitio ambos dones, compartiendo un mismo objetivo. He aquí la relación entre la fe y la razón. No hay una distinción muy clara entre la filosofía y la teología, porque, si recordamos a “los antiguos”, el fin de la filosofía es la sabiduría que supone la posesión de la verdad y si la verdad, como lo es para un cristiano, es Cristo, lo que resta es el “esfuerzo” conjunto de fe y razón para comprender a cabalidad esta Verdad.[46]

 

Llegados a este punto del itinerario intelectual agustiniano, y habiendo ganado la comprensión del camino, que serviría de para la reflexión posterior, la propuesta filosófica de san Agustín tiene más sentido.

 

Después de su conversión deseará dedicar su vida a la contemplación, no obstante, su realización será imposible: fue obligado a seguir reflexionando, a partir de su servicio a la Iglesia. En el año 391 fue ordenado sacerdote, y después Obispo, llevándolo a desarrollar un trabajo, para el bien de los otros, pero ajeno a su ideal monástico. Combatirá herejías (arrianismo, donatismo, maniqueísmo, pelagianismo) e instruirá al pueblo para que comprendiera su fe.

 

Bibliografía

  1. Capánaga, Victorino, Agustín de Hipona, maestro de la conversión cristiana, BAC, Madrid, 1974.
  2. Chadwick, Henry, Agustín (Trad. Beatriz Domínguez Weber de la Croix), Cristiandad, Madrid, 2001.
  3. Jiménez, Luis Felipe, Dios y el gobierno de los hombres en la Europa medieval, Gobierno del Estado de Zacatecas, Zacatecas, 2007
  4. Juan Pablo II, Augustinum hipponensem, Promoción popular cristiana, Madrid, 1986.
  5. Martínez Cuesta, Ángel “El monacato agustiniano” en Espiritualidad y carisma agustinos recoletos. AVGUSTINVS, Madrid.
  6. Parain, Brice (dir.) Historia de la filosofía: la filosofía medieval en occidente (Trad. Lourdes Ortiz), Siglo XXI, México, 2003.
  7. San Agustín, De la utilidad de creer en Obras completas de San Agustín IV, BAC, Madrid, 1975.
  8. San Agustín, Del libre albedrío en Obras completas de San Agustín III, BAC, Madrid, 1947.
  9. San Agustín, Las confesiones en Obras completas de San Agustín II, BAC, Madrid, 2002.
  10. San Agustín, Obras completas de San Agustín V: La Trinidad, Madrid, BAC, 2006.
  11. San Agustín, Soliloquios en Obras completas de San Agustín I, BAC, Madrid, 1994.
  12. San Buenaventura, Itinerario de la mente a Dios (Trad. León Amoros, Bernardo Aperribay, Miguel Orami), BAC, México, 1945, pp. 541-633.
  13. Sciacca, Michele Federico, San Agustín, la vida y la obra (Trad. R. P. Ulpiano Álvarez Díez, O.S.A.), Luis Miracle, Barcelona, 1955.
  14. Xirau, Ramón, El desarrollo y las crisis de la filosofía occidental, Colegio de México, México, 2003.
  15. Xirau, Ramón, Introducción a la historia de la filosofía, UNAM, México, 2000.

 

Notas
[1] El término “itinerario” fue acuñado por san Buenaventura en y para su texto, Itinerario de la mente a Dios (Trad. León Amoros, Bernardo Aperribay, Miguel Orami. Madrid: BAC, tomo I, 1945, pp. 541-633) para mostrar los estadios previos de la “mente” en su ascenso a la “comprensión” de la divinidad como en un espejo y como por un espejo.
[2] Hay muchas y variadas biografías que pueden consultarse para hacerse del bagaje contextual necesario sobre la vida de san Agustín. A continuación anotamos las que nosotros consultamos: Posidio, Vida de san Agustín (Trad. Victorino Capánaga). Madrid: BAC, tomo I, 1994, pp. 295-396; San Agustín, Confesiones (José Cosgaya O.S.A). Madrid: BAC minor, 2001; Agostino Trapé, San Agustín, el hombre, el pastor y el místico (Trad. Rafael Gallardo García O.S.A.). México: Porrúa (Sepan cuantos… 550), 2002; Juan Papini, San Agustín (Trad. M. A Ramos de Zárraga). Madrid: VOLVNTAD, 1931; José Oroz Reta, San Agustín. Madrid: AVGVSTINVS, 1967; Michele Federico Sciacca, San Agustín, la vida y la obra (Trad. R. P. Ulpiano Álvarez Díez, O.S.A.). Barcelona: Luis Miracle, 1955; Henry Chadwick, Agustín (Trad. Beatriz Domínguez Weber de la Croix). Madrid: Cristiandad, 2001; Dolina MacCuish, Augustine a mother’s son. Great Britain: Christian Focus, 1999.
[3] Sol. I, 2, 7: 442
[4] Conf. I, 5, 5: 27
[5] Conf. III, 4, 7: 81-82
[6] Conf. III, 4, 8: 83
[7] Michele Federico Sciacca, San Agustín, la vida y la obra, ed. cit., 24-27.
[8] Conf. III, 4-5, 8-9: 83
[9] Conf. III, 5, 9: 84
[10] Conf. III, 6, 10: 84
[11] Conf. III, 6, 10: 84
[12] Conf. III, 7, 12: 88
[13] Henry Chadwick, Agustín, ed. Cit., 27-35.
[14] Conf. V, 7, 12: 144
[15] Conf. V, 3-4, 3-7: 135-139
[16] Conf. V, 5, 8-9: 140-142
[17] Conf. VI, 4, 5: 170
[18] Conf. V, 10, 19: 154
[19] .“Otro escritor profundamente moralista, al que una amplia lectura y un estudio detallado de los escritores griegos no convirtieron, sin embargo, a la metafísica, fue Ambrosio (333-397), administrador, hijo de administrador, jurista de formación y que, siendo gobernador de Emilia y de Liguria en el 370, fue reclamado por el pueblo de Milán como obispo, cuando ni siquiera había sido bautizado (374). Se mantiene distanciado de la filosofía, y escribe esencialmente obras de dogma, de disciplina, comentarios a las Escrituras (concede una gran importancia a la interpretación alegórica). Trabaja también por resumir la moral antigua, aplicando la noción ciceroniana del deber, officium (De officiis ministrorum, 386), a la actitud del hombre frente a Dios; pone al cristianismo en relación con el estoicismo, uniendo virtud y vida eterna: «Cuando la virtud es perfecta, la recompensa es total» (Ibi plenitudo praemii, ubi virtutum perfectio). No obstante, parece demostrado que conoció suficientemente el neoplatonismo como para referirse «textualmente a cuatro tratados de Plotino», por lo menos en dos de sus sermones (P. Courcelle), lo cual da más relieve a la influencia que ejerció en la conversión de Agustín. Por otro lado, en el plano teológico coincide con san Hilario de Poitiers, ya que ve en el ser, interpretado como «ser siempre», al propio Dios, al cual, en consecuencia, conviene el nombre de esencia (essentia). De este modo se esboza una línea doctrinal que se continuará en san Agustín, fuera de la cual quedará, en cambio, Mario Victorino”, en Jean Jolivet “Ambrosio” en Brice Parain (dir.) Historia de la filosofía: la filosofía medieval en occidente, ed. cit., 13-14.
[20] Conf. V, 13, 23: 159
[21] Act. Ap. Sedis, t. XXI, 1929, p. 33 Apud. Benjamín Agüero, op. Cit.  p. 8
[22] Conf. V, 14, 24: 161
[23] Confes.VII, 9, 13: 215
[24] Conf. VII, 21, 27: 232
[25] Conf. VIII, 12, 29: 267-268
[26] . Luis Felipe Jiménez cree que La vida de Antonio fue más decisiva en la conversión del hiponense que el Hortensio de Cicerón. Éste estimuló el ámbito el entendimiento, mientras que aquél dio en la vida. Cfr. Luis Felipe Jiménez, Dios y el gobierno de los hombres en la Europa medieval, ed. cit. 59-60. Para Ángel Martínez Cuesta la conversión de Agustín no fue el abrazar la fe que mamó desde la más tierna infancia. Si así fue, no hubo conversión. La conversión, nos dice el erudito español, de Agustín de Hipona es para abrazar la vida monacal. Cfr. Ángel Martínez Cuesta, “El monacato agustiniano”, ed. cit.
[27] Conf. VIII, 7, 16: 254-255
[28] Rm. 13, 13-14
[29] Cfr. Victorino Capánaga, Agustín de Hipona, maestro de la conversión cristiana, ed. cit.
[30] Juan Pablo II, Augustinum hipponensem, ed. Cit., 16.
[31] Conf. VIII, 8, 19: 257-259
[32] Conf. VIII, 11, 25-27: 264-266
[33] Conf. VIII, 12, 28-30: 266-269
[34] C. Acad. III, 1-20, 1-45: 135-190
[35] C. Acad. III, 9, 21: 158
[36] C. Acad. III, 16, 36: 180
[37] Sol. II, 1, 1: 473-474
[38] Lib. Arb. II, 20: 270
[39] De Trin. XV, 12, 21: 475
[40] Cfr. Ramón Xirau, “La síntesis agustiniana” en El desarrollo y las crisis de la filosofía occidental, ed. cit., 79-92; Cfr. Ramón Xirau, “San Agustín” en Introducción a la historia de la filosofía, ed. cit., 110-123.
[41] Conf. XI: 378-414
[42] Conf. X: 309-375
[43] De Ord. II, 5, 14-17: 647-650
[44] Conf. V, 6-7: 142-147
[45] Serm. 43, 9
[46] Juan Pablo II, Augustinum Hiponensem