Psicopolíticas

 

Resumen

El artículo explora una contraposición entre psicopoder capitalista y psicopolíticas desde abajo. Por un lado, ubica los dispositivos manicomiales, farmacológicos y terapéuticos a partir de los cuales el estado y el mercado gestionan la crisis anímica colectiva. Y por el otro, indaga en las potencias ambiguas abiertas por los activismos en salud mental. En este caso, el pensamiento de Félix Guattari ofrece aportes cruciales para las luchas actuales.

Palabras clave: salud mental, crisis, malestar, politizar, Guattari, activismos.

 

Abstract

The article explores a contrast between capitalist psychopower and psychopolitics from below. On the one hand, it locates the asylum, pharmacological and therapeutic devices from which the state and the market manage the collective mental crisis. And on the other, it investigates the ambiguous possibilities opened by mental health activism. In this case, the thought of Félix Guattari offers crucial contributions to the current struggles.

Keywords: mental health, crisis, suffering, politicize, Guattari, activisms.

 

Crisis anímica colectiva

 

La pandemia del COVID-19 profundizó una crisis anímica colectiva que la antecede, aumentando los malestares y reduciendo las prácticas de ocio y disfrute. Esto acentúa las vivencias de impotencia, depresión, ansiedad, hartazgo, cansancio, insomnio, bruxismo, etc. En una coyuntura de crisis multidimensional del capitalismo, la crisis de nuestra vida anímica se ensambla con las crisis económicas, ambientales, habitacionales o sanitarias. En este marco, el psicopoder capitalista y estatal se nutre de diversos dispositivos narco-terapéuticos para anestesiar y neutralizar la fuerza insumisa del malestar. Por su parte, las “nuevas derechas” proponen una politización reactiva del malestar, cuyo objetivo es reforzar las opresiones y desigualdades. El carácter racista, hetero-cis-sexista y neoliberal de las políticas derechista del malestar refuerza el carácter capacitista y cuerdista de los dispositivos capitalistas de captura de las emociones. En este contexto, inspirándome en el pensamiento de Félix Guattari indago en las prácticas activistas que permiten ensayar aquí y ahora estrategias políticas de las emociones, deseos, fantasías y disfrutes, combinando las dimensiones de la experiencia personal y la crítica práctica de las estructuras sociales. Mi intuición es que la psicopolítica del malestar es el suelo común de articulación entre múltiples luchas, en la medida en que los malestares son un terreno de explotación, investigación y resistencia.

 

La ambivalencia de nuestra coyuntura psicosomática se encarna en la porosidad de una crisis anímica colectiva. Pero el deterioro emocional de nuestras vidas precarias, agravado durante la pandemia, viene operando a su vez como punto de partida de “nuevos activismos psicopolíticos” y de iniciativas de “salud mental desde abajo”. Hoy el problema político es si delegamos la gestión de la crisis en el estado, la industria farmacéutica y el lenguaje progresista de las políticas públicas desde arriba; o por el contrario, podemos resignificar y reapropiarnos de la crisis anímica desde abajo, redirigiendo las dinámicas de investigación y politización colectiva contra las causas estructurales del sistema productor de malestares.

 

Animado por estos desafíos me detengo en dos libros antagónicos: Psicopolitica de Byung Chul Han y Una lectura feminista de la deuda de Verónica Gago y Luci Cavallero. Mis resonancias guattarianas con este último libro movilizan cierto deseo de prolongar hipótesis prácticas al abordar un enigma: ¿cómo repolitizar nuestra crisis anímica colectiva? Esto me lleva al libro sobre el “lavado cerebral” del anticomunista Kenneth Goff, titulado Psicopolitica (1956). De hecho, el concepto de “psicopolítica” fue formulado en 1955 por Kenneth Goff. En 1980, el militante comunista y (contra)psicólogo Peter Sedgwick escribió Psychopolitics, conectando las luchas anti psiquiátricas, los movimientos de usuarios, exusuarios y supervivientes, y el compromiso crítico de los movimientos de trabajadores en salud mental. Autores contemporáneos como Sloterdijk, Laurent de Sutter o Byung Chul-Han utilizan esta noción en un diálogo crítico con el concepto foucaultiano de biopolítica. Tirando de ese hilo de lecturas y controversias, podemos reformular la separación entre biopoder capitalista y biopolítica proletaria, sistematizada por Toni Negri en Marx y Foucault, la cual es fundamental para la tradición de pensamiento conocida como operaísmo italiano.

 

Esa contraposición se amplifica en la discusión entre “biopolítica estatal” (progresista o neoliberal) y “biopolítica desde abajo o democrática”, en un diálogo donde se tensionan los textos de Agamben, Preciado, los xenofeminismos, Sotiris, etc. En el caso de Han y Goff, podemos interrogar una “salud mental desde arriba”, entendida como los funcionamientos dominantes del psicopoder desde el punto de vista del capital. Con Gago y Cavallero, podemos imaginar y ensayar prácticas de “salud mental desde abajo”. Es decir, una psicopolítica alternativa desde el punto de vista de las luchas. Pero no se trata de una dicotomía, sino de polos de oscilación en las estrategias de investigación y subjetivación.

 

Antagonismos en una disputa anímica. Si bien la catástrofe pandémica evidenció y profundizó los colapsos psicosomáticos, no podemos delegar las políticas en salud mental a los especialistas, cuadros técnicos del estado, dispositivos terapéuticos del mundo psi o del mercado narcótico. Al contrario, la disputa por nuestras pasiones colectivas se juega en el corazón de una lucha de clases ampliada, donde podamos discutir los modos de vivir y de morir, la producción y la reproducción social, los ritmos de conexión insoportables, la indistinción entre los espacios-tiempos de trabajo, ocio y cuidado. No podemos reducir nuestras estrategias a la resolución de agendas institucionales y al tratamiento individual, ya que está en juego la posibilidad de renombrar lo que nos pasa y saber hacer en la crisis. Necesitamos ensayar alternativas desde la perspectiva de la crisis anímica proletaria, en función de revertir la privatización del estrés y el insomnio, de la ansiedad y la depresión.

 

La salud mental es un movimiento social

 

El malestar es para nuestras vidas precarias aquello que alguna vez fue la fábrica para el obrero clásico. Un territorio de explotación y resistencia, de opresión, co-investigación y sabotaje. El punto de vista del antagonismo para las multitudes sintomáticas. Por esta razón, su politización debe ir más allá de la idea tradicional según la cual la verdad de la norma está en lo patológica. En los malestares hay un exceso de dolor, pero también un resto de verdad.

 

Hablamos de nuestros síntomas, miedos y miserias como experiencias a partir de las cuales construir estrategias de vida. El malestar se ha vuelto la norma en este mundo apocalíptico, se difunde por todas partes de manera desigual. Buscando disolver la clasificación psiquiátrica entre lo normal y lo anormal, podemos encontrar fuerzas en nuestras anomalías. “Trastornos” como la ansiedad, la anorexia o el estrés, son el costo subjetivo que pagamos por soportar la normalidad capitalista que nos enferma. Por eso, el malestar puede ser una premisa sensible para modificar modos de vida desgastantes y recrear nuestros disfrutes, deseos y fantasías.

 

La política del malestar no puede ser elaborada en tercera persona y de manera exterior. Solo puede darse a través de experiencias propias, en primera persona. Articulando, de este manera, la primera persona del singular y la del plural. Nuestra sensibilidad, nuestra biografía, nuestros amores, odios y fracasos constituyen el índice de toda investigación y activismo. No compartimos una identidad: tenemos en común el hecho de que el capital está en contra de nuestra vida anímica. Por eso la pregunta es cómo articular malestares distintos y desiguales.

 

A mi generación, autores como Guattari, Fisher o Rolnik nos enseñaron que nuestra salud mental es un problema político; que el malestar puede ser resignificado como una zona donde se debaten estructuras impersonales de opresión, y en la cual encarnan dinámicas de conflicto y resistencia. Partimos de nuestras experiencias personales para traducirlas en estrategias colectivas y reconocernos en dificultades compartidas. Como decían en el Colectivo Socialista de Pacientes, ¿podemos hacer de nuestro dolor un arma de resistencia? Nuestros síntomas se resisten a adecuarse a la vida del capital. Son expresión de aquello que en nosotros no cabe en esta existencia guionada. Nuestros ataques pánico, angustias o broncas encarnan eso que no cuaja en lo neoliberal. Tenemos ansiedades, depresiones, bruxismos, frustraciones, duelos, porque no podemos, no queremos, no sabemos cómo encajar.

 

De hecho, los textos de Fisher, López Petit, Rolnik o Sztulwark fueron tomados en serio por los animadores de una escena psicopolítica emergente. En los últimos años, muchas personas y colectivos hemos hecho de la política del malestar el paradigma de nuestras investigaciones, comunidades y activismos. En este marco, Realismo capitalista de Fisher se transformó en un objeto de culto: la politización de la salud mental se convirtió en una estrategia de resistencia.

 

Cuando la revuelta chilena dijo “No era depresión, era capitalismo” escribió una hipótesis práctica para repensar nuestra salud mental como movimiento social. Por esto, en momentos en los que se recrudece el antagonismo entre capital y vida anímica, una política de los sintomáticos y trastornados no tiene como objetivo principal una canalización identitaria o institucional del malestar, sino que tiene como premisa sensible una autoconciencia colectiva de nuestra transversalidad. Una percepción de los problemas estructurales y desiguales de las vidas proletarias maníacas, apáticas, bipolares, locas o angustiadas. Este es el común del precariado psíquico, más allá del estrés privado y más acá del lenguaje público progresista.

 

Hay una zona de contacto entre crisis climática y colapso de la salud mental, en la medida en que la sustentabilidad del planeta y la sostenibilidad de nuestras vidas precarias están en peligro. De hecho, nuestra salud mental no es un problema privado, sino un problema político y personal. Si reconocemos que la explotación, el desastre climático y habitacional, la pobreza, la inflación y las violencias son estructuras del capital que precarizan la reproducción psicosocial de los cuerpos, entonces podemos ser conscientes del carácter colectivo de la “cuestión anímica”. Mark Fisher decía: si deseamos imaginar, construir y ensayar una alternativa seductora, viable y antagónica a las fuerzas del capital, es urgente revertir la privatización del desgaste mental y el agotamiento corporal, reconociendo que la salud mental se ha vuelto un problema político crucial en las estrategias emancipatorias.

 

Lo que resiste en los síntomas

 

Al leer críticamente el libro de Han, asumiendo las premisas del esquizoanálisis guattariano como contrapunto a su psicopolítica del capital, basada en la tecnovigilancia y el gobierno de las vidas-farmacia, no puedo dejar de preguntarme: ¿en qué prácticas detectar otras posibilidades de acción y conocimiento para repolitizar la coyuntura neuro-emocional? ¿El disciplinamiento sensible descripto por Han y el lavaje cerebral de Goff son una respuesta a los deseos, síntomas, fantasías y acciones de autonomía generadas en las luchas sociales?

 

La explotación de la cooperación social de nuestros cerebros, vínculos, territorios y cuerpos se ha convertido en el medio psicopolítico privilegiado para capturar las habilidades cognitivas, afectivas o lingüísticas del trabajo vivo. Y cuando algo se fuga, la integración normativa de lo inadecuado despolitiza las energías de aquellas energías que resisten en los síntomas. Si para el capital estar sano es ser productivo y funcional, nosotros no queremos, no sabemos o no podemos encajar en su imperativos de bienestar y obediencia. Tenemos broncas, ansiedades, anorexias, impotencias, ideaciones suicidas, ataques de pánico, bruxismos…, porque nadie puede adaptarse sin síntomas a una vida capitalista invivible.

 

El impacto psíquico y somático de la crisis pandémica, de las mutaciones subjetivas y en las formas de explotación y extractivismo, la profundización de la precariedad, el caos urbano y la desigualdad, ponen un límite subjetivo a las políticas progresistas en salud mental. En este marco, los dispositivos narcóticos y terapéuticos cumplen una función de neutralizar y pasivizar el descontento social, desmovilizando nuestros malestares, síntomas y broncas. El problema de este imaginario terapéutico es su afirmación unilateral de que nuestras heridas y angustias (y sus correlatos biofísicos) pueden ser resueltas por el sujeto individual, un ser “autoexplotado” que trabaja sobre sí mismo. Sin embargo, no se trata de cambiarse a sí mismo primero, y luego intentar cambiar nuestro mundo, sino de poner en juego nuestra propia transformación y conocimiento en las transformaciones y conocimientos colectivos.

 

La expansión del narco-capitalismo fue el modo en que el capital bloqueó y privatizó una revolución molecular: los deseos, broncas, cuidados y disfrutes surgidos en las luchas de las últimas décadas. Una reacción global para desactivar estallidos locales, interiorizando el potencial de la explosión colectiva en implosión neuro-anímica. Pero la reacción de las industrias farmacéuticas y el poder terapéutico señala que hay síntomas, luchas y malestares que otorgan un campo de posibles para una liberación anímica de nuestras vidas-trabajo.

 

Capitalismo narco-terapéutico

 

Atravesamos una expansión del “poder terapéutico” (López Petit), y por lo tanto, una ampliación del campo de batallas. A raíz de la profundización de la crisis anímica durante la pandemia, la masificación pública de la salud mental es ambivalente. Tiende a acentuar el profesionalismo liberal, indicando que nuestra vida afectiva es un problema de especialistas y técnicos psi. Al delegar nuestros estados de ánimo en los burócratas del padecimiento, el malestar se despolitiza y al tiempo se patologizan nuestros modos de vida. Pero si somos conscientes de que la precariedad, el extractivismo, las opresiones, el caos climático y el endeudamiento operan como problemas estructurales que dañan nuestra vida de modo desigual, podemos percibir que necesitamos una transversalidad psicopolítica del común.

 

El avance psicologista en la vida cotidiana y medios de comunicación, los discursos terapéuticos en redes sociales y grupos militantes, la psiquiatrización comunitaria de los territorios, la explosión de ofertas terapéuticas, el disciplinamiento químico, la inflación diagnóstica y medicalizante… ¿Todo esto nos habla de una amplificación del psicopoder, que ya está desbordando los muros institucionales del sistema y el campo de la Salud Mental?

 

La ampliación del “sistema sanitario” es contradictoria: puede ser entendida como una traducción disciplinante de los síntomas o malestares, una anestesia que solo nos ofrece fármacos, manicomios o terapias para el daño social. De esta manera se desactiva el descontento social mediante una oferta terapéutica y narcótica de cura y adaptación. ¿La dominancia del lenguaje progresista y estatalizante en el “campo” de la Salud Mental tiende a obstruir la imaginación de psicopolíticas radicales, reproduciendo la oscilación entre el pesimismo institucional y el voluntarismo heroico, entre el victimismo y el catastrofismo?

 

Psicopoder y psicopolítica

 

En Psicopolitica de Han se torna abrasiva la sensación insomne de gobierno unilateral del neurocapitalismo. Nos mete en un apocalipsis digital que no es otra cosa que la pesadilla de la mercancía: impotencia e insomnio, ajuste libidinal y aplastamiento de los futuros, hiperactividad eufórica y hartazgo. No hay rastros de luchas, desobediencias o sabotajes. El realismo capitalista y estatalista se presenta aquí como el triunfo definitivo del prometeísmo zombi del mercado amparado por el estado. El fin del mundo como un panóptico mental de “auto explotación”. Asistimos a una teoría de las obviedades tecnológicas con un evidente reverso bio-afectivo: la gobernanza terapéutica, psiquiátrica y farmacéutica narrada desde el punto de vista del suicidio del capital. Pero la producción capitalista de sufrimiento se corresponde con una distribución desigual de la vulnerabilidad, una exposición diferencial ante la muerte que en vida nos dan. Es necesario producir desplazamientos, porque este inconsciente capitalista es una respuesta a las pasiones, razones y acciones de las luchas.

 

El problema con las teorías de Han, Goff o de Sutter es que se limitan a describir los funcionamientos del sanitarismo del capital, explicando sus mecanismos de dominio bio psíquico, flexibilidad neuronal y explotación. Invisibilizan, por ende, la fuerzas ambiguas, plásticas y frágiles de nuestros síntomas, cerebros, cuerpos y anomalías. La unilateralidad de esas teorías no deja espacio para construir desplazamientos, en virtud de los cuales detectar aquí y ahora posibilidades ambivalentes donde se elaboran resistencias psicopolíticas. ¿Es posible reapropiarse y refuncionalizar los medios de producción de subjetividades? Contra esos discursos en torno al psicopoder construidos desde el punto de vista del capital, podemos operar un desplazamiento: una psicopolítica a partir del punto de vista de las luchas. Si bien el psicopoder convierte nuestras emociones en una moneda viviente, la pregunta es la siguiente: ¿podemos hackear los usos de los dispositivos psicopolíticos, como los fármacos o terapias?

 

Huelga psíquica

 

Si el nacimiento del neoliberalismo fue un contragolpe asesino contra las luchas populares, impuesto mediante dictaduras y represiones para derrotar los movimientos revolucionarios; por su parte, la emergencia del psicopoder capitalista fue el modo en que el neoliberalismo privatizó y despolitizó los malestares, medicó los problemas estructurales del capital y capturó los deseos en el consumo y los placeres en las vidas anestesiadas ante el desgaste laboral y la clausura de los futuros. Por eso en la catástrofe actual, este psicopoder opera como una forma de gestión farmacoterapéutica de la crisis anímica. Sin embargo, las crisis son experiencias límites, temblorosas y ambiguas, pueden proporcionar una reapertura cognitiva para explorar otras preguntas y vínculos, otras pasiones, razones y acciones.

 

Para gestionar la crisis subjetiva, el capital no solo explota el trabajo productivo o reproductivo. Explota nuestro inconsciente, nuestro trabajo psíquico y cerebral, toda la subjetividad, extrayendo riquezas de nuestra cooperación social. El capital explota las habilidades sociales de los lenguajes, afectos, cogniciones, consumos o fantasías, extrayendo una “plusvalía subjetiva” de toda nuestra vida. Pone a trabajar nuestros deseos y pasiones, en virtud de responder a imperativos de valorización mercantil (competencia, rendimiento, reconocimiento, productividad, visibilidad, etc.). Esto amplia la noción de trabajo y explotación, pero también difumina las zonas de conflictividad, investigación y antagonismo, habilitando la posibilidad de cuestionar el extractivismo ampliado de nuestra existencia.

Ante la explotación de nuestra subjetividad por los automatismos neuronales, digitales o financieros, ¿podemos imaginar una huelga psíquica para interrumpir imperativos, para generar autonomías contra la máquina productora de ansiedades, bruxismos y depresiones?

 

Liberación anímica

 

¿Es posible construir un frente de liberación anímica por nuestras vidas precarias, insomnes, anoréxicas, rotas, cansadas, quebradas? En el plano de las micropolíticas de las emociones, ¿cómo abordan los progresistas, los fascistas y las izquierdas nuestros estados de ánimo? Si los progresistas tienden a psicologizar y victimizar a las personas con malestares (moralización); las izquierdas clásicas tienen la costumbre moral de banalizar y subordinar los afectos (sacrificio heroico de lo individual en lo colectivo); mientras los fascistas ofrecen una politización reactiva de las pasiones, reforzando las desigualdades y opresiones sistémicas.

 

En ese marco, propongo algunas hipótesis alternativas: a) desprivatizar nuestras experiencias vividas, sacarlas del closet revalorizando las narrativas en primera persona de los malestares, disfrutes y deseos; b) hacer de nuestra salud mental un problema colectivo, discutiendo las estructuras que nos habitan a todos incluso cuando las combatimos, pero sobre todo cuando las padecemos o nos beneficiamos con sus privilegios; c) aterrizar en prácticas, cuerpos y territorios concretos la abstracción de las categorías terapéuticas (diagnósticos psiquiátricos, discurso neurocientífico, psicologismo, jerga psicoanalítica, etc.; d) ponerle imágenes y lenguajes propios al daño emocional y neuronal resultante de las diversas dinámicas de explotación laboral, precarización, endeudamiento, etc.; e) problematizar las intersecciones entre diferentes violencias: patriarcales, financieras, cuerdistas, racistas, capacitista, clasistas, etc.; f) defender los derechos adquiridos y vulnerados, coordinando agendas y conflictos para generar otras reivindicaciones de lo común; g) destituir los discursos oficiales, constituir nuevos saberes y narrativas, e instituir nuevos dispositivos psicopolíticos de contrapoder.

 

El punto de vista del malestar

 

La clase dominante es responsable de nuestros colapsos. Para relanzar la acumulación, la salud mental se convierte en un mercado económico cada vez más importante. El capitalismo es la razón estructural de la crisis anímica colectiva, ya que el capital es el enemigo común de todas nuestras resistencias y opresiones. Desde el punto de vista del capital, la infelicidad se presenta como una oportunidad para fortalecer la economía política del sufrimiento. Desde el punto de vista de las luchas, esta crisis tiene un potencial cognitivo, puesto que permite profundizar en los discursos críticos, las experiencias alternativas y la emergencia de “nuevos” activismos.

 

Aquello que nos une, que nos puede permitir experimentar un común, son nuestros malestares. Cuando toda la subjetividad es puesta a trabajar para el capital, la política asume la forma de una gestión terapéutica de lo individual, o por el contrario, impulsa una sublevación colectiva. Por eso, ante la propagación del optimismo cruel del bienestar del capital farmacoterapéutico, debemos repensar las psicopolíticas a partir del punto de vista del malestar, explorando una potencia ambigua, plástica y vulnerable en nuestras vidas ansiosas, medicadas, deprimidas o ciclotímicas. Porque la precarización biopsíquica de nuestra clase restringe autonomías y acentúa las economías libidinales de la obediencia emocional y la flexibilidad neuronal.

 

El capital nos condena a aceptar limitados tratamientos individuales, con normas imposibles de cura y recuperación, que tienen evidentes rasgos de género, raza, capacidad, etc. El control narcótico y terapéutico de las vidas precarias responde a un ajuste afectivo, tendiente a reforzar la impotencia y la parálisis de la voluntad en momentos de depresión colectiva. Sin embargo, en términos de Paolo Virno en Sobre la impotencia, nuestra impotencia y decepción no es signo de un déficit o una carencia, sino síntoma de una inhibición y dispersión de nuestras fuerzas, paralizadas o frenéticas, agotadas o frustradas, maníacas o deprimidas. Debemos estar atentos a los límites de la canalización estatal, profesional o identitaria del malestar, explorando las estructuras impersonales que se debaten en nuestra salud mental personal. Por este motivo, finalmente, el contexto de crisis de la salud mental y emergencia de nuevos activismos abre posibilidades concretas para reactualizar el esquizoanálisis de Guattari en el sentido de construir una psicopolítica alternativa y desde abajo a partir de las perspectivas de las luchas.

 

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