Una estancia en la sala de los pensamientos

Sonia Rangel, La imagen extática. Herzog. Zulawski. Duras. Grandrieux. Patiño, México, UNAM, 2022.

 

 

Decía Schelling que, en los términos filosofía de la naturaleza, filosofía de la historia o filosofía del arte, había que pensar en la construcción de la unidad en la totalidad que compete a la filosofía desde las potencias de la naturaleza, la historia o el arte. Así, la filosofía de la naturaleza abría el pensamiento al fondo que, desde sí mismo, esto es, inconscientemente libre, se desgarraba por su propio conflicto deviniendo y evolucionando formándose necesariamente; la filosofía de la historia mostraba como el ser humano se hacía cargo de desplegar ese fondo posesionado libre y conscientemente en él, y volcado necesariamente en sus objetivaciones en el mundo; y en la filosofía del arte, a través de la reunión contradictoria de libertad consciente y necesidad inconsciente, era la potencia del arte la que simbolizaba el conflicto originario reproduciendo su desarrollo en sus ideas sobre la naturaleza y sobre los conflictos del ser humano consigo mismo y con el mundo. Así, en el idealismo romántico de Schelling, competía al arte la figuración plástica de las ideas y la simbolización del conflicto humano entre libertad y necesidad, y a la filosofía del arte le atañía la tarea de construir los conceptos en los que, sin identificarlo absolutamente, se señalaba la evolución y la historia en la que la unidad devenía diferenciándose en la totalidad.

 

Toda proporción guardada, Sonia Rangel acomete en La imagen extática el pensamiento sobre nuestras derivas históricas actuales en relación con la naturaleza en general, y con nuestra naturaleza particular, valga decir, con las potencias del cuerpo, y en relación con el modo como se imaginan en esa forma de arte, exclusivamente moderna, que es el cine. No hay ─todavía─ una filosofía del cine, pero sí hay pensamiento a partir del cine, ya que se trata, como ella misma dice, de “pensar el cine desde el cine.” El cine o, más concretamente, algunas obras cinematográficas esconden en su aparición algunas señales que, al seguirlas, indican un desplazamiento que, al alcanzar su límite, convoca a ser pensado. “Desplazamiento paradójico de la fascinación ante el abismo insondable y silencioso de la vida.”[1]

 

Pensar el cine desde el cine no quiere decir reflexionar aquello que, estando en las imágenes, permanece sin pensar en las películas del caso. Sonia Rangel no cae en la soberbia de creer que la filosofía y sus conceptos vienen a hacer consciente aquello que se les escapa a los creadores cinematográficos. Se aleja de esta actitud soberbia y, al considerar que el cine es “una forma de pensamiento”, se propone una tarea ardua: derivar y variar, enriquecido en sus palabras, aquello que, al estar en las imágenes mismas, la fuerza a pensar. Pensando filosóficamente desde y a través del pensamiento cinematográfico, ella extrae, es decir, saca y forma, tentativas, tanteos, ensayos para referirnos en sus palabras lo que la visión le ha dado a pensar. Lo que la ha forzado a pensar, ella lo expresa como una experiencia y como un ejercicio de la libertad.

 

Un buen recurso para señalar el ejercicio de la libertad es recluirnos en las cuevas. Sonia Rangel sugiere acertadamente un símil entre las cuevas donde, a decir de Bataille, nació el arte, y las salas de cine. En ambos casos se plasman formas en donde el ser humano se confronta consigo mismo y con la naturaleza, a la vez que se levanta creando su propio mundo. Los creadores de las pinturas de la cueva de Lascaux son nuestros semejantes. “Toda génesis supone aquello que la precede, y si en algún punto el día nace de la noche, la luz que proviene de Lascaux pertenece a la aurora de la especie humana. Es con certeza y por primera vez del «hombre de Lascaux» que podemos decir que, habiendo producido una obra de arte, nos asemejaba y que, con toda evidencia, era nuestro semejante.”[2] Expresar y, a la vez, crear el misterio de nuestra estancia en el mundo bajo formas que alojan tanto la inquietud como la seguridad, es un rasgo que, perfilándose en una pluralidad de detalles, nunca cierra, sino que siempre mantiene abierta su propia extrañeza. Los que pintaron las paredes de las cuevas en el pasado remoto y los que, en la modernidad reciente, filman, son eslabones semejantes.

 

Ahora bien, entre la cueva del origen del arte y la sala cinematográfica, está la caverna de Platón, donde también se habla de seres semejantes a nosotros. Vuélvase a leer el inicio de la alegoría más célebre de la filosofía, teniendo en cuenta que se puede tratar del fenómeno originario del cine.

 

Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar solo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo, los muñecos.

 

─Me lo imagino.

─Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pasan sombras que llevan toda clase de utensilios y figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de diversas clases; y entre los que pasan unos hablan y otros callan.

─Extraña comparación haces, y extraños son esos prisioneros.

─Pero son como nosotros. Pues, en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de los otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?[3]

 

Lo que la caverna es a la realidad sensible iluminada por el sol, lo es ésta respecto a las Ideas. Así, para Platón, en la alegoría se trata de abandonar la caverna de sombras y salir al mundo sensible para, tras un arduo proceso, comprender que a este mundo sensible lo vemos por la luz que recibe del sol, y en la filosofía se trata de dejar atrás la realidad iluminada por la luz natural para penetrar en nuestra propia alma y recordar a la realidad de formas iluminadas por ellas mismas, realidad que, antes de caer en este mundo, nuestra alma contempló con más o menos intensidad.

 

No requerimos de mucha perspicacia para, libérrimamente, ver aquí la génesis malsana de lo que muchos consideran que es el cine: una evasión de la verdadera realidad. Sin embargo, no hay que olvidar que, así como la realidad natural recibe su consistencia de su participación en las ideas, las sombras iluminadas por el fuego en la caverna no están desprovistas de semejanza con los cuerpos de los cuales son precisamente sombras. En uno y otro caso se expresa lo que, en tanto tal, permanece oculto. Así, más amablemente, y dejando a la imaginación en completa libertad, podemos decir que la sala de cine es la culminación de la cueva de Lascaux a través del perfeccionamiento, en sentido contrario, de la caverna de Platón: el cine nos lleva a ver mejor, como nunca antes, las imágenes en movimiento de las ideas.

 

Desde aquí, imaginemos a alguien ─una filósofa, una pensadora─ que no quiere abandonar la caverna del cine, sino que quiere demorarse adentro y dilatar su pensamiento escudriñando lo que hay en las imágenes. Sonia Rangel sale de la sala de cine ─porque, ni modo, hay que salir, aunque apenas estamos afuera y ya somos presa de la añoranza, por lo que acaba de terminar─, sale no para ver una realidad más real que la de las imágenes, sino para escribir desde la realidad inagotable de las imágenes, es decir, de eso que la fuerza a pensar. En este sentido, ella nunca abandona la caverna del cine; se adentra cada vez más en sus imágenes, rememorándolas y, sobre todo, recreándolas libremente en su escritura.

 

Las películas de las que nos habla Sonia Rangel ─Nosferatu y Fizcarraldo, de Herzog; El diablo y Lo importante, de Zulawski; India Song, de Duras, y Un lago, de Grandrieux, por mencionar algunas─ son capaces de sumergirnos en una experiencia como de sobresueño: nos asaltan a la vez que nos abandonan, llevándonos a sentirnos atraídos hacia una percepción ─en el más amplio sentido de la palabra─ de algo que, como diría Beckett, “es perfectamente inteligible y perfectamente inexplicable.”[4] Al pensar en, desde, con las imágenes cinematográficas, la prosa de Sonia Rangel le hace justicia a esta sensación ambigua pero poderosa.

 

En su escritura no se deslindan verdad y ficción; se cultiva el pensamiento para señalar lo que de verdadero se contiene en las imágenes, siempre y cuando se sea capaz de penetrar en ellas y, sin abandonarlas ni, mucho menos, pretender superarlas, detenerse en ellas, en su claridad y precisión, para extraer lo que en ellas hay de tenso y alusivo. Solo internándose en las imágenes es posible hablar de lo extático que las atraviesa porque lo que las pone fuera está dentro de ellas mismas.

 

“Una imagen no es una alegoría, no es el símbolo de una cosa extraña, sino el símbolo de ella misma.”[5] Sonia muestra que esto vale también para las imágenes cinematográficas. Así, sin afán exhaustivo y solo como un breve repertorio formado más o menos al azar, tenemos lo siguiente. Sonia habla: “De personajes [que] operan como interfaces que comunican y expresan las fuerzas de la naturaleza y de la vida […] Figuras que expresan la dignidad, la dulzura y la soberanía. Asimismo, son personajes que expresan el caos no solo como destrucción y desorden […] sino que también encarnan lo imposible: la indiferencia o continuidad del ser, la experiencia de lo sagrado.”[6] De su visión, también obtiene lo siguiente: “La imposibilidad del amor no radica en no ser correspondido sino en amar de forma absoluta, lo que paradójicamente es desistir de amar y cuya tensión es el contramovimiento del Eros que persiste en su negación. La imposibilidad es la angustia, la experiencia interior del conflicto entre el bien y el mal, de asumir la libertad: amar es la puesta en juego de lo imposible.”[7] Y, enigmáticamente, habla también de: “Las voces [que] hacen perceptible lo imperceptible: la pasión en los cuerpos. Oscilando entre la memoria y el olvido las voces una y dos parecen contar una historia anterior, perdida en el tiempo, desfasada o anacrónica…”[8]

 

Sonia habla, porque piensa, de lo imposible, del amor, de la pérdida, a sabiendas de que, a diferencia de las Ideas platónicas que siempre están en el topos hiperuranios ─en ese lugar por encima del cielo─, lo imposible, el amor y la pérdida, así como el juego trágico del deseo que aletea en todo, la espera y la nostalgia, están siempre aquí y, aunque inasibles, nos deslumbran desde su aparición en la pantalla. Y esta aparición, en indiscernible compañía de la música ─el deseo y la música coinciden en su poder divergente: ambos crean y destruyen─, nos impulsa a seguir pensando en nuestra existencia que, como un enigma, se revela y se vela en el cine. Demorándose en la sala de los pensamientos, la visión refleja de la escritura de Sonia Rangel es, por momentos, de una oscuridad extrañamente precisa.

 

 

Notas

 

  1. Sonia Rangel, Op., cit., p. 20.
  2. Georges Bataille, Lascaux o el nacimiento del arte. Trad. Axel Gasquet. Córdoba, Alción, 2003, p. 17.
  3. Platón, República 514a-515a. Trad. Conrado Eggers Lan. Madrid, Gredos, 1992, pp. 338-339.
  4. Samuel Beckett, Disjecta. Escritos misceláneos y un fragmento dramático. Trad. Alicia Martínez Yuste. Madrid, Arena libros, 2009, p. 46.
  5. Novalis, citado en André Bretón, El arte mágico. Trad. Mauro Armiño. Girona, Atalanta, 2019, p. 48.
  6. Sonia Rangel, Op., cit., pp.17-18.
  7. Ibidem., p. 66.
  8. Ibidem., p. 109.