Fenomenología del tatuaje

 

Imagen que contiene persona, interior, hombre, sostener Descripción generada automáticamente

 

 

A las Ideas Estéticas de Kant y a su Eterno Amador.

 

 

Resumen

 

Este análisis apunta a un triple blanco: primero, precisar la originalidad del tatuaje tal como se le practica en la actualidad respecto a los dos otros arquetipos históricos del fenómeno (el ancestral y el marginal); segundo, estudiar las cuatro características estéticas básicas del mismo (plasticidad, superficialidad, disparidad diseño/realización y función imaginativa aleatoria) que le dan una innegable identidad pese a la abisal diversidad estilística que prima facie haría imposible definirlo; tercero, criticar esa identidad a partir de cinco rasgos (excentricidad, asimetría, heterogeneidad, saturación y contradicción) que permiten entender por qué es un punto de quiebre en relación con la determinación cultural de la apariencia sociopersonal.

 

Palabras claves: reducción, configuración, apariencia, interpretación, actualidad, subjetivismo.

 

Abstract

 

This analysis has a triple aim: first, to determine the originality of tattoo as it is nowadays practiced regarding the two other historical archetypes of the phenomenon (the ancestral one and the marginal one); second, to study the four basic aesthetic characteristics thereof (plasticity, superficiality, disparity design/carrying out, and aleatory imaginative function) which give it an undeniable identity despite the abyssal stylistic diversity that prima facie would make impossible to define it: third, to criticise that identity starting from five features (eccentricity, asymmetry, heterogeneity, saturation, and contradiction) which make understandable why tattoo stands for a critical point concerning the cultural determination of the sociopersonal nowadays.

 

Keywords: reduction, configuration, appearance, interpretation, actuality, subjectivism.

 

 

Introducción

 

En el curso de apenas tres o cuatro décadas, la valoración sociocultural junto con la práctica del tatuaje en su conjunto han dado un giro de 180 grados en Occidente: de ser un estigma propio de presidiarios o gente de mal vivir o, en otra tesitura, el signo con el que marineros y navegantes hacían notar que habían estado en contacto con usos y costumbres ultramarinos, el tatuaje se ha convertido en la expresión de una sensibilidad sociopersonal con supuestos ribetes artísticos que gracias a la fábrica novomediática, reticular y, en especial, publicitaria de la cultura ha permeado sin excepción los diversos estratos económicos y los ámbitos de la vida (como el profesional o el íntimo), que han dejado de marcar una distancia insalvable entre la apariencia como resultado del modo en que a uno le gusta verse y de aquel en que uno debe lucir para, por ejemplo, trabajar en una cierta institución o meramente para participar en la dimensión pública y/o política de la vida social. Así, lo más curioso de este espectacular cambio de valoración y expresión es que con independencia de los motivos que se arguyan a su favor o en su contra, el tatuaje en última instancia se justifica hoy en día por el simple impulso de hacérselo o tenerlo, lo que es tanto como decir que se justifica por razones inequívocamente estéticas, sin que sea menester considerarlo, por ende, como símbolo de ninguna convicción o postura ideológica fuera de la que la estética en sí conlleva, pues, al fin y al cabo, “la estética ha nacido como un discurso acerca del cuerpo”.[1] Esto, claro está, invalida la pretensión de anclar la práctica del tatuaje en la reinterpretación de tradiciones o culturas no occidentales o propiamente ancestrales, pues amén de que fuera de casos muy contados la estructura y el contenido simbólico de aquellas está fuera del alcance de la mayoría de la gente que se tatúa, hay que tener presente que un símbolo solo tiene sentido dentro del encuadre existencial en el que se gesta, por lo que la supuesta filiación emotiva del tatuaje con alguna cultura siempre estará en tela de juicio porque no corresponderá al carácter exótico o más bien exógeno de aquella: “[…] las formas y los sonidos expresivos de lugares particulares […] no captan ni fascinan a los sentidos humanos”.[2] Por lo que, en resumidas cuentas, conviene diferenciar desde un principio entre tres grandes articulaciones históricas y/o culturales del tatuaje: por una parte, la “ancestral” (propia de culturas no occidentales) y, por la otra, las que de manera respectiva llamaré “marginal” (propia de delincuentes y/o marineros) y “actual” o “contemporánea” (que es la que define el fenómeno en el mundo globalizado de hoy en día).

 

Huelga decir que la remisión del tatuaje a su configuración estética o plástica, al margen de cualquier valor ulterior (sea simbólico o psicológico), en vez de asentarse en una mera impresión subjetiva o en algún prejuicio respecto al peso cultural que el fenómeno pudiere tener se desprende, al contrario, del análisis de los motivos y de la disposición que despliega, los cuales marcan en su unidad una abisal diferencia entre la negatividad con la que se le juzgaba hasta hace poco y la plena reivindicación presente en nombre de una liberación de la apariencia personal y de la corporalidad. Lo cual permite comprender por qué en nombre de esa liberación el tatuaje ha ganado una diversidad plástica a tal grado sorprendente que a duras penas podría vincularse con los dos o tres motivos muy simples a los que recurrían los presidiarios (v.gr., un arma, un corazón o una cruz) o con la típica ancla que el marinero se ponía otrora en el brazo. Más aún, la diversidad de la que hablamos va de la mano con un elemento que consideraremos tan destacado como ella, a saber, la transformación de la superficie en la que el tatuaje se hace, que ha dejado de ser cutánea y anatómica para convertirse en una que a falta del término idóneo llamaré “plástica”, ya que el tatuaje, por más que físicamente tenga que grabarse, desde el punto de vista del aspecto final termina por dibujarse o pintarse, y para ello requiere una superficie tan maleable como el plástico, que no corresponde a la de un cuerpo cuya piel ha de ajustarse por naturaleza a la estructura anatómica del hombre. Lo que nos lleva al factor verdaderamente decisivo en el sentido estético del fenómeno, la disparidad entre la fábrica figurativa y la superficie en la que se plasma, que salta a la vista en esos casos (que son legión) en los que uno ve que el diseño del tatuaje por sí mismo es hasta bello, pero que nada tiene que ver con el aspecto de quien lo lleva o con el lugar donde se encuentra (la corva, por ejemplo). O sea que en el giro en la constitución estética del tatuaje hallamos diversos factores específicos (plasticidad, superficialidad, disparidad entre el diseño y su realización y, por último, función imaginativa aleatoria) que, en conjunto, se entroncan con una drástica revaloración sociocultural de la apariencia personal, como lo pondremos de relieve en la primera sección de lo que sigue.

 

Para dar una idea filosófica cabal del fenómeno, a lo anterior habrá que agregar en la segunda sección los cinco rasgos críticos que, de acuerdo con la exégesis que desarrollaré aquí, hacen del tatuaje un fenómeno distinto por completo, tanto del que corresponde a culturas ancestrales como y sobre todo del que signaba (en los extremos opuestos del diapasón social) el aspecto de los malvivientes y el de los marineros: excentricidad, asimetría, heterogeneidad, saturación y contradicción. Como lo haré patente a lo largo de esta disertación, los rasgos en cuestión saltan a la vista en cuanto uno le presta la debida atención al tatuaje sin dar por sentado nada previamente acerca de él, lo que únicamente será dable si se reduce el fenómeno a sus condiciones estéticas básicas. Así, en la disertación se cruzarán dos intenciones, una expositiva o descriptiva y otra crítica, por lo que los cuatro elementos que nos dará la percepción desprejuiciada del fenómeno se complementarán con los cinco rasgos críticos que permiten tomar distancia respecto a él, por encima o hasta en contra de lo que se pensaría sin haber fijado de antemano sus características vivenciales (como tiene que hacerse cuando se lidia con la determinación sensible y/o emotiva de la existencia que escapa a las estructuras lógicas del pensamiento): “[…] el sentido no es solamente una cuestión de conceptos y proposiciones, pues también abarca las imágenes, esquemas sensomotores, sentimientos, cualidades y emociones que constituyen nuestro significativo encuentro con nuestro mundo”.[3]

 

 

Primera sección

 

Antes de entrar en materia, conviene recordar que la reducción de un fenómeno consiste ante todo en la selección de aquellos rasgos que permiten fijar su sentido existencial o, lo que es lo mismo, el sentido que cumple en el plexo situacional en el que una y otra vez redefinimos y revaloramos la identidad de lo real, de los demás y de nosotros mismos, lo que a su vez supone dejar que el fenómeno se muestre por encima o hasta en contra de cuanto hayamos pensado respecto a él con anterioridad: “[…] solo podemos pensar el mundo porque, de entrada, tenemos una experiencia de él, [y] es por esta experiencia que tenemos la idea del ser […]”.[4] En cuanto fundamento metodológico que se abre a la tan desconcertante multiplicidad fenoménica de la existencia, la reducción, por ende, brota de una percepción simultáneamente singular y trascendental porque cada uno la tiene por su cuenta y, sin embargo, tiene un valor para todos, pues, hay que señalar con claridad los elementos que se han tomado en consideración en un momento dado para valorar el fenómeno en sí. De suerte que lejos de favorecer el relativismo o la arbitrariedad que se desprendería de la estrechez de miras propias, la reducción abre la singularidad de nuestras vivencias para cualquiera: “así [la reducción fenomenológica] puede también llamarse regla hermenéutica porque provee la forma o núcleo de la elucidación”.[5] Más aún, si la vivencia se reduce tal como decimos, es dable volver a ella con unos ojos distintos de aquellos con los que la hemos visto con anterioridad.

 

Tras esta observación liminar que me ha parecido indispensable para evitar confusiones, reduzcamos el tatuaje contemporáneo a partir de esa avasalladora diversidad que hace comprensible que la respectiva valoración haya dado un giro total. Y lo que salta a la vista es que la diversidad contemporánea contradice la extrema simplicidad del tatuaje marginal, que bien podría reducirse a una sola categoría, la de “marca”, pues su objetivo era mostrar que uno se dedicaba a una actividad que la sociedad consideraba criminal o al menos vulgar y licenciosa (como la de los marineros o la de quienes no tenían un lugar fijo para vivir). De ahí que, de inicio, la marca no tuviese mucha variedad, pues su objetivo se determinaba por la estructura jerárquica y hasta topológica de la vida social y/o laboral y que, en segunda, se pusiese en un punto del cuerpo que sirviese para reconocerla con facilidad, lo cual le daba, sin embargo, un valor por encima del gusto de cada cual: un arma, algún elemento animal (como un colmillo) o, en el otro extremo, un ancla o un bote cumplían a la perfección con el cometido de dar a conocer qué clase de gente era uno o a qué se dedicaba, que serían en conjunto los factores existenciales que entraban en la configuración del tatuaje. Además, la simplicidad de este en cuanto marca era también comprensible por algo secundario más no desdeñable: que dado el sentido social del atuendo era muy difícil o casi imposible que un hombre anduviese en mangas de camisa fuera de su círculo íntimo o familiar, lo que impedía que se le viese lo que tuviera tatuado en el dorso o en el muslo. De modo que no había un espacio sociocultural para echar a volar la imaginación en este terreno y había que sujetarse a una serie muy limitada de motivos en caso de que uno quisiese tatuarse.

 

A leguas de esta simplicidad, el tatuaje hoy en día revela una diversidad que abarca todos los registros de la abstracción y de la simbolización en pos de la máxima expresividad, pese a lo cual es dable reducir el fenómeno conforme con seis variantes, cada una de las cuales genera, claro está, subdivisiones sin fin: en primera, la figura de objetos concretos que van de una cuchara o una rana a un mapamundi; en segunda, el nombre de alguien, una palabra o una fórmula supuestamente especiales en diversos tipos de letras y con agregados de lo más estrambótico; en tercera, un texto que por lógica no puede ser muy extenso, pero que busca comunicar algún pensamiento supuestamente profundo; en cuarta, el símbolo de algo como la paz o el mal cuya interpretación podría dar pie a las más extrañas lucubraciones; en cuarta, un garabato; en quinta, una mancha o pigmentación que puede tener las tonalidades más insospechadas o, de plano, un rayón; en sexta y última, el dibujo de una serie de contornos florales, animales o abstractos que se entrelazan en un abigarramiento monocromático o polícromo. A la luz de estos seis arquetipos, el tatuaje apunta a mostrar una vitalidad extraña que recubre el cuerpo sin reducirse, empero, jamás a sus condiciones orgánicas o a sus contornos físicos, pues aun si deja libre el rostro (cosa que, como veremos, es incidental) hace que la mirada de quien la contempla se pierda en sus giros y variaciones cromáticas y se olvide, al menos por un momento, que está en presencia de alguien con un cierto aspecto o posición social.

 

Pasemos a la segunda característica del tatuaje contemporáneo, la superficie en la que se graba o (como quizá sería mejor decir) se dibuja, se pinta y hasta se plasma. A diferencia del marginal, que en esencia era idéntico al hierro con el que se marca a un animal para que se sepa quién es su amo y que por ende tenía que estar en un lugar preciso que se elegía normalmente de acuerdo con la función del órgano respectivo (con el obvio privilegio del brazo o del pecho), el tatuaje contemporáneo, sobre todo en la última de las seis variantes a las que hemos pasado revista (la del abigarramiento polícromo), se despliega por la superficie del cuerpo con tal ímpetu imaginativo que termina por desvirtuar los contornos anatómicos. La piel, en condiciones normales, siempre es el primer elemento del aspecto personal, pues, aunque uno puede ver pasar “a un hombre” en los márgenes del campo perceptivo sin verdaderamente fijarse en su aspecto, para realmente ver de quién se trata en concreto hay que alzar la vista y mirarlo con atención, y es entonces que la piel (en particular el cutis) permite integrar los dos puntales del aspecto personal, la edad y el estado específico (sean el social, el de salud o el anímico). Con independencia, pues, de sus funciones orgánicas, la piel cumple también la de trazar aun en medio de la distracción, la distancia a la que es dable relacionarse con alguien. Por el contrario, al saturarse con figuras cuyo dinamismo lleva la mirada de aquí para allá mientras la persona se mueve con un ritmo por lógica muy distinto al del tatuaje, la piel rompe con la estructura anatómica a la que recubre y, sobre todo, con la forma en la que a través de ella se expresa la personalidad de los demás, y se convierte, por así decirlo, en una película plástica sobre la que a su vez se mueven líneas de expresión que nada tienen que ver con lo personal, pues más que manifestar el modo de ser de quien tenemos enfrente crean un juego de colores y líneas que nos llama aun cuando ya lo hayamos visto por un largo tiempo, máxime si el tatuaje es realmente bueno. Así, el tatuaje, que en principio debería resaltar la presencia de quien se lo ha hecho, termina por desdibujarla bajo la plétora visual de la que hablamos y uno tiene la impresión de ver al unísono, a alguien que conoce y algo más que ni se diferencia de aquel ni se funde realmente con su aspecto (cosa que, en cambio, sí ocurre o debe ocurrir con el atuendo o con los accesorios, que en principio deben expresar el gusto o la personalidad de uno). Y si de acuerdo con la maestría de quien haya hecho el tatuaje, todo esto puede tener un gran valor estético (pues crea una tensión peculiar entre presencia y apariencia o entre personalidad y significación), es más que dudoso que lo tenga como factor de compenetración caracterológica, que era, en cambio, lo decisivo para el tatuaje marginal, ya que si como marca establecía un criterio general de identificación, por ello mismo tenía que guardar una proporción adecuada para que el carácter de uno saltase a la vista en cuanto miembro de un grupo. Por lo que la función estética del tatuaje marginal, si acaso, tenía una importancia relativa frente a la social, y esto se debía a que el nexo entre ambas respondía a un sistema de valores por encima del gusto de la persona, que en el mejor de los casos se limitaba a elegir la marca que la denotaría en “el bajo mundo del hampa” o que evocaría sus experiencias ultramarinas conforme con el exotismo difuso que siempre ha nimbado la figura del marinero.

 

Esta desproporción del tatuaje actual respecto al carácter (más también a las determinaciones anatómicas y/o sociales del individuo) hace indispensable hablar de una película o, mejor aún, de una superficie plástica en lugar de hablar de la piel, lo cual es doblemente obvio al tratarse del cutis con el que el rostro se diferencia del resto del cuerpo. Y es que no en balde el término “superficie” se refiere a esa forma de espacialidad o corporalidad en la que alguien establece contacto con el resto de lo real sin que eso represente, no obstante, ningún desarrollo constitutivo o propio, como lo evidencia la continuidad semántica entre “superficie” y “superficialidad”, continuidad que se percibe paradójicamente en esa gente que se recubre hasta el semblante con figuras y matices de lo más sugestivo so pretexto de expresar una gran sensibilidad, pero que a la hora en que se trata de dar muestras de ella por alguna otra vía (v.gr., en la integración de ese despliegue imaginativo fuera del aspecto de uno) solo es capaz de reivindicar los valores más pedestres o convencionales de su medio y de remitirse a su gusto para justificarse que se haya tatuado los más heteróclitos objetos. Y esto no puede deberse más que a la confusión a todas luces absurda entre la índole abstracta de las superficies con la que trabajan cada una a su modo la geometría y la física (en donde una figura puede variar sin otro sentido que el que la da la respectiva fórmula) y, por otra parte, la concreta y existencial con la que trabaja el arte, aun el abstracto (en donde la figura o su ausencia solo varían conforme con un devenir ajeno al mero gusto, pues lo que está en juego es “[…] arrancar la figura a lo figurativo”[6]).

 

Esta curiosa capacidad de ocultamiento o de auténtica impostación de lo personal gracias a la interposición de la superficie corpórea que se confunde con la superficialidad ahora sí física del tatuaje contemporáneo (para evidenciarse en la tendencia que hemos subrayado a aparecer como pintura o dibujo y no como marca), saca a la luz la tercera característica suya, a saber, el sentido que tiene para quien se lo pone, que de acuerdo con la hipótesis que hemos puesto a prueba desde el inicio no puede ser otro que uno estético, entendiendo por esto “aquello que es meramente subjetivo en la representación de un objeto […]”.[7] Justamente porque fungía como marca de la identidad, el tatuaje marginal tenía que ser objetivo y simple y por ello los floreos o los juegos cromáticos tenían poca razón de ser, mientras que el contemporáneo, que solo busca sorprender, tiende en sus variantes o al sinsentido (como en el caso del garabato) o a un “sentido” tan complejo y superficial que termina por ser casi idéntico al anterior (como sucede con el abigarramiento). Así, lo meramente subjetivo que menciona Kant implica el riesgo de que, en lugar de pensar en un objeto concreto o en el temple de quien se ha tatuado, nos entreguemos a un mero juego visual, lo que, sin embargo, choca con dos factores en los que hemos hecho hincapié: el ritmo corpóreo y la axial función de la piel en la percepción del estado en que uno se encuentra. Además (como también ya hemos comentado), que alguien motu proprio oculte su aspecto bajo una película multicolor o lo desvirtúe con una serie de garabatos choca del modo más flagrante con la intención esencial del adorno de cualquier índole, a saber, la de hacer resaltar a quien se lo pone o (lo que es prácticamente igual) la de expresar su sensibilidad sin que, no obstante, termine por reducirse a la expresión en cuestión, que es precisamente lo que sucede cuando el atuendo o el accesorio, en vez de redondear la impresión que nos causa la persona que percibimos, nos obliga a prestarle una atención que en rigor solo deberíamos prestarle a ella. Por eso, el sentido estético que distingue al tatuaje contemporáneo, pese a su despliegue visual, no es un índice de la capacidad de darle al fenómeno un significado propio o simbólico. Basta con que el contenido figurativo nos sorprenda o desconcierte, como lo prueba mejor que nada la variante del garabato.

 

Esto nos da pie para abordar el aspecto sin duda más problemático del fenómeno, la contraposición entre la disposición o fábrica figurativa y la función que aun sin llegar al abigarramiento cumple el tatuaje en la configuración del aspecto de uno. Por ejemplo, es dable ver con frecuencia a alguien que lleva una bandada de pájaros a lo largo del brazo o (según las preferencias) una serie de puñales en el cuello, cada uno de los cuales se ha diseñado con lujo de detalles pero sin ningún patrón. Si en cualquiera de estos casos uno proyecta el diseño respectivo en un papel, verá que puede ser o bello o interesante, pero que en el cuerpo de quien lo lleva no puede ser menos que discordante, si es que no francamente ridículo, y esto se hace más patente en la medida en que el diseño por sí solo muestra una gran unidad compositiva o una precisión equiparable con ella. Así, a diferencia del ocultamiento o la impostación de la personalidad que acabamos de estudiar, aquí nos las vemos con la simple falta de contextualización que hace que uno fantasee sin sentido: no es igual una figura en el papel a esa misma figura en el dorso o en el muslo. Y es que para esto último no es suficiente dejar volar la imaginación, hay que conocer a fondo las capacidades expresivas del medio y de los materiales con los que uno quiere trabajar, que fusionan simbólicamente la presencia humana y la apariencia personal en el devenir sociocultural. Por ello, cuando un diseño entra en este devenir como algo con sentido propio, puede provocar un resultado muy desagradable, pues quien lleva el tatuaje le da el valor que figurativamente tiene y entonces se lo pone en donde considera que lucirá más, sin detenerse a ver cómo se le verá a él o, mejor dicho, cómo él lucirá.

 

Antes de concluir esta fase fundamentalmente expositiva o descriptiva (en la que aun sin quererlo ha sido menester adelantar la intención crítica que la complementa), conviene subrayar que la contraposición de la configuración visual y la apariencia personal que caracteriza el tatuaje contemporáneo no tiene paralelo en el marginal (por no hablar del ancestral), pues ahí, por el contrario, nos hallamos con la natural afinidad de los dos factores: un motivo geométrico, por ejemplo, conviene a un presidiario que tiene que mostrar su fuerza a través de trazos angulares. Lo cual, además, se debe a que la marca a la que en esencia se reducía el tatuaje marginal no dependía del parecer de quien se la hacía, sino de que mostraba su pertenencia a un grupo o (como ocurría con los marineros) su experiencia vital allende la mar océano, por lo que el tatuaje tampoco tenía que perseguir la multiplicidad figurativa ni abarcar la superficie del cuerpo. Y es que el despliegue figurativo pasa a primer plano únicamente porque la función estética del tatuaje contemporáneo crece a costa de la simbólica; mutatis mutandis, la superficialidad de él se da porque a falta de una convicción o de un carácter que no entran en el sistema de la representación sociocultural presente solo queda mostrar lo que nos haya parecido interesante y hasta quizá auténticamente significativo en un momento equis, aunque en esencia no merezca la pena. Así, para el tatuaje marginal no había contraposición entre lo estético y lo personal, como sí la hay para el contemporáneo. Con lo que, por último, se salvaguarda la irrebatible certeza psicológica de todos los que se tatúan porque quieren honrar o conmemorar algo (v.gr., el haber tenido un hijo) y que no aceptarían que lo han hecho porque deseen ocultar o distorsionar su imagen personal o porque hayan dejado de creer en que la apariencia personal debe sujetarse a un principio más sólido que el deseo. Lo cual, por extraño que resulte, casa sin problemas con nuestra interpretación en vez de ponerla en jaque, ya que a fin de cuentas, el criterio decisivo en el tatuaje contemporáneo es lo que a uno le guste ponerse y no el ser esto o aquello. Fuera queda entonces el simbolizar el sistema de valores de la propia cultura o la experiencia que los viajes por lejanas tierras siempre dan (máxime cuando se contrapone a lo que en las de uno se considera normal o respetable). Al respecto, es compatible con nuestra interpretación que la gente que se tatúa lo haga por una causa que considera válida desde un punto de vista psicológico o emocional, de modo que la contraposición que hemos elucidado entre el sentido sociocultural del propio ser y la apariencia personal se le oculta al individuo en cuestión. Lo cual, a fin de cuentas, muestra que nadie es del todo consciente del sentido existencial de sus acciones, que es la causa de que desde un ángulo psicológico la consciencia siempre oscile entre la profundidad de la autopercepción y el más craso autoengaño.

 

 

Segunda sección

 

Para dar paso a la segunda fase de nuestro análisis, pensemos en el mejor ejemplo que yo haya visto hasta ahora del tatuaje contemporáneo, el de una cruz que llevaba en el rostro una joven que a duras penas tendría veinte años y que en alguna ocasión ha pasado por una calle de Berlín con un atuendo y un desparpajo que eran el más flagrante mentís de cualquier relación ya no digamos con lo religioso o con lo ascético sino con lo cristiano en el más elemental de los sentidos del término. Pues ya que acabamos de subrayar la contraposición de lo estético con lo simbólico y lo personal, hay que tomar en cuenta que una fe tan estentórea como la que parecía encarnar la cruz de la joven poco margen dejaría para la dimensión interior o espiritual que por lógica sería la de quien se ha entregado a Dios con tal fervor como para hacerlo ver así. Y es que la cruz de la que hablo no ocupaba nada más la frente o la mejilla de la joven (como acaso ocurriría si ella quisiese mostrar el arrebato de su devoción) sino iba desde el nacimiento del cabello hasta el mentón y era lo suficientemente gruesa como para que en lugar de dar la impresión de espiritualidad o al menos de una tendencia al recogimiento diese la de una mancha o un lunar que desfigurara los rasgos por demás delicados de la joven, cuya intención, según parecía, era simplemente o llamar la atención de cuantos la viesen o desafiar los estereotipos acerca de la belleza femenina pero de ninguna manera proclamar un credo o religiosidad.

 

Esta serie de observaciones da, pues, pie para la intención crítica que hasta aquí solo hemos esbozado, por lo que al considerar la excentricidad como el primer rasgo que caracteriza el tatuaje contemporáneo, tengo en mente el doble sentido de esa voz en el uso cotidiano del lenguaje: lo excéntrico, por una parte, es algo que se halla tal cual fuera del centro que por la razón que sea debería tener y, por la otra, es una manera de actuar que con conciencia o sin ella se sale de lo común. Y lo más interesante de esto es que en este caso el segundo sentido, el figurado o caracterológico, siempre priva sobre el literal o topológico que, si acaso se usa alguna vez, se reserva para cuestiones sin mucha relación con la comprensión de lo personal, de suerte que la excentricidad se entiende más que nada como una conducta anómala que (pese a lo raro que esto suene) se sustenta en alguna forma de idealización o proyección imaginativa mal integrada (como la de traer el tatuaje más desconcertante o el más irreverente del mundo y con ello mostrar cuán poco le interesan a uno los símbolos religiosos). Desde otro ángulo, dado el sesgo caracterológico que la define, es dable explicar la excentricidad por una falta de ubicación emocional o hasta por el modo en que una cultura en concreto y muy en particular la actual valora cierto tipo de comportamiento supuestamente contestatario, por lo que si la excentricidad se define en el límite de lo personal y lo social o, más bien, de lo íntimo y lo público, lo cierto es que en todas sus manifestaciones tiende a ser un valor negativo pues apunta a una forma de ser que busca romper tajantemente con su entorno. Y para corroborar esto nada mejor que contraponer la imagen de la joven de la que hablo a la que hubiese deseado tener Antonia de Santa Clara, una monja novohispana del siglo XVII que en medio de las exaltaciones de la devoción (que tan fácilmente se confunden con los excesos del fanatismo) quería que la superiora del convento le permitiese marcarse el rostro con la leyenda “Esclava del Santísimo Sacramento” (cosa a la que la superiora se negó).[8] Y esta contraposición entre un tatuaje que descentra la belleza de la juventud con el símbolo religioso por antonomasia de Occidente y una marca que destruye toda ocasión de provocar malos pensamientos, hace ver que ni siquiera en una época en que la Iglesia tenía absoluto poder sobre la consciencia sociocultural se consideraría algo bueno o santo tatuarse una cruz como la que refiero, al revés. Lo cual confirmar, además, que el sentido de lo religioso, al menos como lo entiende el cristianismo y muy en concreto en el siglo XVII (es decir, como espiritualidad que se forja a través de un proceso reflexivo que debe mantenerse en secreto para no convertirse en un alarde de soberbia), contradice punto por punto la imagen de la joven que comentamos o cualquier otra en la que el contenido visual pretenda hacer alarde de lo que por su sentido es en esencia interior.

 

Frente a esto, cabría preguntarse si en el ejemplo que damos la excentricidad se debe stricto sensu al contenido figurativo del tatuaje o simplemente a la parte del cuerpo donde el mismo se hallaba, pues si podría considerarse fuera de lugar reivindicar la cruz mientras uno se entrega sin reparos a un mundo en el que el cristianismo pierde fuerza simbólica a ojos vistas (como lo mostraba el atuendo más bien escaso y el caminar más bien sensual de la joven), por la otra hay que hacer hincapié en que esta llevaba la suya no precisamente a cuestas, de modo que no habría al menos desde un punto de vista anatómico nada de excéntrico en su tatuaje pues, la cruz dividía simétricamente el rostro. Para resolver, pues, la duda, se debe recordar que en la constitución simbólica y expresiva de la presencia el rostro es “[…] el símbolo no solamente del espíritu sino del espíritu en tanto que personalidad”.[9] En efecto, el rostro, aun desde una perspectiva religiosa, expresa cómo nos movemos en el mundo a impulsos del deseo propio, lo que en relación con el ejemplo implica que tanto la fisonomía como lo que proyecta en la multiplicidad situacional de lo inmediato (vía, v.gr., el color de la piel y, sobre todo, la gestualidad) son formas de singularizar el ser propio aun cuando se siga una moda, de suerte que lo excéntrico en este ejemplo no tendría que ver con la anatomía en cuanto a distribución orgánica u operativa de la corporalidad, sino con el hecho de que el tatuaje se sobrepone a la unidad expresiva del aspecto y del modo de ser, que es, según yo, en lo que consiste la personalidad: “la personalidad, o sea, la mediación de la existencia, implica una tensión […] que es positiva porque impide la reducción de la individualidad a la sociedad y viceversa”.[10] Además, ya que este último término tiene, por su origen etimológico, un vínculo directo con la máscara cabría preguntarse si un tatuaje como el del que hablamos podría verse como una, es decir, como una mediación del doble fondo ontológico de la personalidad. Mas esto tampoco es dable pues, a diferencia del tatuaje, la máscara es un elemento ajeno al rostro y no se encarna o se marca sobre la piel. Sin remitir, entonces, al trasfondo simbólico que, en una tesitura muy distinta, explica la importancia ancestral de la máscara (por solo citar un factor decisivo en la comprensión de la constitución ontológica de la presencia), un tatuaje como el que comentamos oculta y hasta distorsiona la fisonomía sin tocar en lo más mínimo la personalidad y con ello, por extraño que parezca, le da al resto del cuerpo un aspecto abstracto o literalmente impersonal. De modo que aun si la unidad facial se subraya con el tatuaje como en este caso, lo hace en detrimento de la función caracterológica básica del aspecto propio, el singularizar lo humano sin caer en la excentricidad que, como acabamos de ver, también puede realizarse a través de la centralidad anatómica.

 

Esto lleva a preguntar si podría evitarse la excentricidad al ponerse el tatuaje en una parte del cuerpo en la que no chocara con la personalidad, sino que sirviera para representarla (por ejemplo, un corazón exactamente a la altura del propio, que sería visible solo cuando uno anduviese con el pecho al aire o en la intimidad). Prima facie, tatuarse un corazón sobre el de uno como para indicar la gran capacidad de amar que se tiene sería un tanto sentimentaloide, más no tendría el sesgo negativo de lo excéntrico; no obstante, cuando se le considera bien muestra ser igual que la cruz del ejemplo, pues implica poner literalmente a flor de piel lo que se supone que solo tiene sentido en la interioridad del sentimiento, en la inmediatez del trato o en la perdurabilidad del compromiso que uno tiene con el ser amado. De ahí que, aunque un tatuaje de esta índole se pusiese en cualquier otra parte (digamos, el brazo o el glúteo) la apreciación sería prácticamente igual, pues, sería tanto como reducir a un punto arbitrario lo que en el fondo debería vivificar el ser de uno en el curso del tiempo: algo que se siente “de corazón” tendrá que ponerse de manifiesto a través de la conducta, y lo mismo ocurre con cuantas figuras simbolicen valores culturales incuestionables (como la hoz y el martillo que alguien podría tatuarse a lo largo del torso para mostrar que lucha con todo su ser por la causa del comunismo). Por lo que la excentricidad señala la contraposición entre el valor estético y el valor simbólico del tatuaje que quien se lo hace con tanta frecuencia antepone al momento de explicar por qué se lo ha hecho, digamos, en el cuello, aunque (sobre todo si se trata de una mujer) dé la impresión de que tiene una tremenda mancha cervical, lo que en cualquier caso afearía su presencia y confirmaría la excentricidad de la que hablamos porque llevaría la mirada del rostro (núcleo perceptivo de la personalidad) a la función de mero apoyo que en esencia cumple el cuello cuando uno mira a alguien, máxime cuando no se pone a observarlo con cuidado.

 

Pasemos al segundo de los rasgos que queremos elucidar, la asimetría, que es quizá el más llamativo en la marejada actual del tatuaje, pues amén de esas típicas figuras aisladas más o menos pequeñas que se ajustan al movimiento corporal y que por ende pueden ponerse en un solo miembro (como un pájaro en el dorso de la mano izquierda), llama la atención la tendencia a tatuarse por completo solo un lado del dorso, un brazo o una pierna mientras la contraparte se deja totalmente en limpio; o, también, a hacerse un tatuaje con ciertas figuras o estilo en un miembro o parte del cuerpo y con otras completamente distintas en la otra. Y esto no despertaría en principio mayor interés y podría considerarse un mero motivo estético si no fuese por el hecho de que de la simetría cumple una función axial en la conformación empírica, cultural y simbólica del ser del hombre, como se echa de ver ya en el hecho que el vocablo inequívocamente aluda a la necesidad de medir o regular, no ese espacio abstracto del que se ocupan la geometría o la topometría, sino el existencial con el que lidia la filosofía en el incesante reajuste de las proporciones ontológicas de la realidad que desde un ángulo empírico se despliegan en las psicosomáticas: “al construir espacios, no solo transformamos el espacio local si no nos transformamos a nosotros mismos como sujetos”.[11] Según se lo hace ver a uno su propia vivencia, cada órgano o el cuerpo en su totalidad sirven para medir los alcances propios dentro de un plexo de relaciones en el que el sentido de una cosa en particular se capta vía la capacidad propia de integrarla dialécticamente o de dejarla pasar porque nada tiene que ver con uno, y esa alternativa vivencial y axiológica se inscribe a su vez en la de hallar el lugar de uno en el mundo o de perderlo de súbito, quizá para siempre. La simetría tanto en el cuerpo como en los elementos que lo insertan en la vida cultural (es decir, el atuendo o los adornos) responde, pues, a una triple necesidad ontológica, simbólica y empírica, ya que el lugar en el que uno se asienta es también en el que se trazará la diferencia entre lo íntimo o personal y lo público o social de acuerdo, por último, con la manera en la que la temporalidad determine simbólicamente la multiplicidad de la acción y de cómo uno sepa medir sus alcances al respecto: “lo cual apunta a la necesidad de interpretar el sentido del devenir a finde unificarlo en torno a la identidad que uno finalmente ha alcanzado en un ámbito del mundo […]”.[12] Pues al hablar de temporalidad hablamos de la distancia entre el ser de uno y el horizonte humano en el que se desenvuelve a corto, mediano y largo plazo, que es por lo que de la simetría como regulación del dinamismo corpóreo netamente empírico pasamos a ese otro valor que en el plano simbólico nos vincula con la temporalidad y con el dominio de sí en el vaivén del mundo: la mesura. La simetría, según este desarrollo exegético, en cuanto a determinación existencial y psicosomática inmediata, corresponde a la mesura que en cuanto a determinación simbólica y caracterológica nos permite avanzar por las diversas vías que la temporalidad nos abre.

 

Lo anterior muestra que la en apariencia casual asimetría del tatuaje contemporáneo no lo es tanto, ya que responde a algo que también hemos encontrado al elucidar la excentricidad: la búsqueda de vías para romper con el sustrato corpóreo y expresivo de la personalidad que se realiza en la unidad situacional de la acción, ya que cada cual solo interactúa y hasta se fusiona de manera estable con los demás cuando se ha alcanzado una mínima mesura propia (y viceversa, pues la causalidad del proceso no es unidireccional). La personalidad, en efecto, puede entenderse de dos maneras: o como la fuerza emocional de cada uno (y entonces es dable hablar de cuán agradable o difícil es la de alguien) o como el poder, concretamente simbólico, que alguien tiene para intervenir en la dinámica social o cultural al margen de la institucionalidad estatal o de cualquier otra índole (y entonces se dice, por ejemplo, que un grupo de personalidades ha propuesto un plan para resolver este o aquel conflicto). En ambas posibilidades, la personalidad exige que uno se equilibre o, más bien, que se mida en la realización de sus fines, por lo que el nexo existencial entre la simetría y la mesura, lejos de reducirse a cuestiones de tipo moral y mucho menos a la necesidad de sujetarse a las convenciones sociales obliga a cuestionarlas, no en el aspecto o en el atuendo sino en la acción que realizamos en ámbitos específicos de la vida. De suerte que, en suma, la necesidad de ponderar lo simétrico de la acción y lo mesurado de la autopercepción se liga con las determinaciones existenciales y/o prácticas de la estructura sociocultural.

 

Cabría aquí tal vez pensar que antes que ser un distintivo del tatuaje contemporáneo la asimetría lo ha sido del marginal, ya que la marca de un facineroso o de un marinero podía ir en un solo brazo, de suerte que lo asimétrico podría entenderse de manera positiva como un signo de rechazo del convencionalismo de la moral y de la sociedad actual, en cuyo margen justamente se encontraría quien delinque sin avergonzarse de ello o quien por su trabajo ha tenido que alejarse del lugar en el que se asienta simbólica o prácticamente su identidad (como es el caso de los marineros). No obstante, el símil entre la asimetría de ambas formas de tatuaje se viene abajo en cuanto se toman en cuenta los elementos de cada una de ellas, v.gr., la simplicidad trascendente de la marca frente al abigarramiento y la condición plástica del tatuaje contemporáneo que hemos puesto de relieve, y más todavía cuando se recuerda que un valor substancial como el ser un presidiario nada tiene en común con uno incidental como el verse de tal o cual manera. De hecho, la marca por sí misma era a tal punto significativa que bastaba ponerla en un solo miembro para que desde él irradiara su poder, aun si físicamente era muy pequeña o no podía mostrarse públicamente, mientras que una figura o un garabato, al trazarse en un marco simbólico y cultural bajo la égida del subjetivismo, únicamente desarticula la unidad orgánica y práctica de la corporalidad y el aspecto que, no lo olvidemos, rige la autopercepción. En sí, no hay que esperar a que alguien nos lance una mirada de azoro para que la violencia de lo asimétrico salga a la luz, porque la nuestra tiene por lógica que cargarse de un solo lado cada vez que nos vemos al espejo y/o cada vez que nos proyectamos imaginativamente en relación con los demás mientras el tatuaje nos jala hacia el lado en el que nos lo hayamos hecho. De ahí que, si, por una parte, es hasta quizá grato recordar una equis vivencia al ver en el espejo un tatuaje que se relaciona asimétricamente con ella, por la otra eso hace que la memoria también se cargue hacia determinados momentos o sentidos en lugar de fluir de manera auténticamente intempestiva por un rostro o un cuerpo en el que el paso del tiempo deja una serie de huellas que hay que reinterpretar sin fin como los puntos con los que se traza nuestro carácter sin coincidir jamás, empero, con la imagen que hubiésemos deseado tener en un cierto momento, con la que hemos tenido realmente entonces o con la que tendremos cuando nos llegue nuestra hora.

 

La problemática asimetría del tatuaje puede enfocarse, pues, desde un triple ángulo existencial, ético y social: en cuanto al primero, fija la imagen de cada uno conforme con un conjunto de figuras y líneas que al distribuirse azarosa y desmesuradamente sobre el cuerpo desarticulan la capacidad orgánica de actuar sobre la realidad de manera integral, es decir, como “centro de acción virtual”;[13] en cuanto al segundo, carga la fuerza anímica de la autopercepción en torno a lo incidental y aleatorio que, sin embargo, se convierte en el marco a través del cual aparecemos ante nosotros mismos; por último, rompe con el sentido dialéctico del aspecto propio en el que uno tiene mal de su grado que sujetarse a ese curioso patrón que se llama “buena presentación”, el cual consiste en la neutralización de lo emocional en aras de lo profesional o de lo laboral, funciones que a las claras exigen saber medirse y no bajo la presión de un convencionalismo deleznable, sino de la necesidad de actuar junto con otros sin que la respectiva subjetividad se interponga en el espacio común: “el cuerpo constituye a este respecto el lugar primordial, el aquí en relación con el cual todos los demás lugares están allá. Desde esta perspectiva, la simetría entre espacialidad y temporalidad es total”.[14] Lo cual, sin embargo, se viene abajo cuando las medidas de ese lugar se trazan en relación con la imagen de un deseo al unísono desmesurado e intrascendente.

 

Vayamos al tercer rasgo crítico del tatuaje contemporáneo, la heterogeneidad, que en primera se refiere a las fuentes del contenido figurativo de aquel, que so pretexto de romper con los valores o convenciones occidentales (lo que no es más que un eufemismo para referirse al relativismo que campea por doquier en la actualidad) retoma motivos y símbolos de lo más disparatado por la procedencia geográfica e histórica de los mismos: de ahí que no sea nada raro que alguien se tatúe en un brazo la figura de un ídolo africano del siglo XIV junto a la de un pentagrama con las notas iniciales de la Novena de Beethoven. Este sentido de lo heterogéneo, sin embargo, se ahonda por la yuxtaposición de dimensiones existenciales que aun en un plan sensible requieren una mínima distancia para integrarse: por ejemplo, una cruz facial como la de la joven que ha sido nuestro caballito de batalla podría sin dificultad combinarse con cualquier otro símbolo religioso (v.gr., la media luna del islam) o, en vez de eso, con un logotipo comercial (pongamos, el de la Volkswagen) o inclusive con un objeto físico cualquiera como un sapo o un barril de cerveza, por no hablar de los garabatos, que tal vez sean el mejor ejemplo del rasgo que ahora estudiamos, pues, tienden a saturar las partes más insospechadas de la superficie corporal, sobre la que sin transición imaginativa se va de formas de consciencia trascendentes como la religiosa vía representaciones socioeconómicas hasta llegar a la concreción de un animal o de cualquier objeto inanimado.

 

Como se advierte, lo más curioso de la heterogeneidad es la posibilidad que da de reducir cualesquiera dimensiones existenciales, tradiciones culturales y objetos de diversa índole a una sensibilidad que en lugar de reafirmarse simbólicamente a través de un solo fenómeno (como el amor a Dios o Su sacrificio) se agota en una sucesión sin fin de impresiones a cual más desconcertantes, lo que a su vez resulta tan confuso que ni siquiera logra dársele forma, por lo que hay que limitarse a garabatear lo que se supone haya experimentado uno. Lo que prueba que lo heterogéneo del origen y de las dimensiones simbólicas en última instancia se refleja en el plano de la composición de los diversos tatuajes como los elementos ahora sí del aspecto propio, que literalmente se desorganiza (es decir, pierde su carácter orgánico o inequívocamente personal) y aparece como un heteróclito ensamblaje de superficies que por su lado funcionan a guisa de pantallas móviles en cada una de las cuales se fijan las imágenes de cosas que aun si tienen algún vínculo natural entre sí (como sería un nido de pájaros en medio de unas flores tatuados sobre el brazo de una joven) no lo tienen con los que aparecen en la siguiente (pues al lado del nido puede estar un tatuaje muy elaborado con la forma de la Torre de Pisa de un tamaño desproporcionado respecto al anterior). O sea que la heterogeneidad tiene una función dual, ya que además de aludir al origen de cada tatuaje en ámbitos y formas de realidad enteramente inconexas pone de manifiesto la desorganización de los que se tienen conforme con una sucesión siempre casual o aleatoria (cuya apariencia final puede deberse simplemente a que ya no había espacio libre en otra parte del cuerpo para el tatuaje que uno quería hacerse y por eso este ha quedado junto a otros con los que choca a ojos vistas). Y es aquí donde vuelve a advertirse la preeminencia absoluta de lo visual a costa de lo simbólico y aun de lo orgánica y caracterológico, ya que aun si se tuviere el conocimiento indispensable acerca del significado de una figura en cierta tradición o ámbito cultural, el tatuársela solo evidenciaría que uno ha deseado hacerlo y nada más aunque la personalidad o la situación propias contradigan lo que se supone representa el tatuaje (como sucedería con un anciano senil que se cubriere de figuras que aludieren, por ejemplo, a un poderío físico que sus endebles músculos desmentirían del modo más patético). Por lo que, en suma, la heterogeneidad desarticula la unidad de lo simbólico, lo figurativo y lo psicosomático que debería campear en la personalidad y la conducta.

 

Con todo, la primera función de la heterogeneidad, que se refiere al origen del contenido del tatuaje, podría pasar desapercibida sin mucho problema porque a nadie le interesará comprobar si quien se tatúa una espada se conduce como si en verdad fuese un guerrero o, al revés, como un cobarde. En cambio, sí importa, y mucho, la segunda función de la heterogeneidad que atañe a la disposición de las figuras pues pone en juego la condición orgánica de la presencia que, como acabamos de señalar, se disgrega en la multiplicidad “impresionista” en la que sin ton ni son coexisten las seis formas principales de tatuaje que hemos señalado en su oportunidad (v.gr., el texto y la mancha), lo cual nos lleva desde otro ángulo a retomar la profunda diferencia que hay entre la noción de adorno tal como se le ha entendido en el decurso de la tradición occidental y la heterogeneidad del tatuaje actual. Porque al margen de la extraordinaria diversidad del atuendo, las joyas, y los accesorios (que según yo constituyen las tres clases fundamentales de adorno), este siempre ha tenido por cometido encarnar la unidad orgánica de la presencia según el sistema de valoración social y la posición que uno tiene en la jerarquía respectiva: en la Roma antigua, por ejemplo, un patricio no se vestiría como si fuese un plebeyo y mucho menos como si fuese un esclavo; mutatis mutandis, el director general de una firma transnacional en nuestros días no usaría ningún reloj que, en cambio, fuese el sueño dorado del ejecutivo de alguna sucursal tercermundista. Sea en el atuendo o en un accesorio, el adorno tiene, pues, desde sus orígenes ancestrales un sentido personal (porque muestra qué le gusta a uno) y al unísono social (porque se refiere a las actividades o más bien al estatus que se tiene). Y esta segunda condición explica, por otro lado, que el objeto con el que uno se adorna (sea una prenda o una alhaja) pueda quitarse ad libitum o conforme lo indique el ámbito en el que uno se halla en un cierto momento (nadie se pondría de gala para ir al mandado). Y la posibilidad de quitárselo indica que el adorno solo media simbólicamente entre el ritmo del momento y la personalidad y que sin él uno se ve como realmente es, libre de esas cosas que (como el atuendo) sirven para dar una cierta imagen de sí, pero no precisamente con la que uno se identifica en su fuero interno. Más como un tatuaje no puede quitarse con un simple movimiento como la ropa o un accesorio y como, por otra parte, según la práctica contemporánea, no tiene por qué casar con los que se haya hecho uno en distintas circunstancias (cosa que, de nuevo, sí ocurre o debe ocurrir con el adorno), la heterogeneidad se mantiene como un distintivo de la persona aun a solas o frente al espejo, cuando la desnudez (que en esencia serviría para que el cuerpo expresara la potencia vital de la personalidad en lo íntimo) solo hace ver cómo las varias impresiones que hemos tenido a lo largo del tiempo se aglutinan del modo más discordante en la superficie del cuerpo que desde esta perspectiva es prácticamente igual que la del espejo, pues pierde su condición reflexiva interior.

 

Según esto último, lo heterogéneo no sería tanto el ponerse una cruz junto a una media luna sin tener el menor interés ya no digamos en el ecumenismo sino aun en la religión, como, más bien, el cubrirse de figuras que marcan su enorme diferencia respecto a la unidad ideal de la sensibilidad propia, unidad que es, no obstante, la clave de bóveda de la estética en cuanto punta de lanza del proyecto moderno de fundamentación crítica de la experiencia humana: “la estética conquista su autonomía […] como una práctica naciente del dominio del hombre […] sobre la realidad”.[15] Más aún, esa unidad debe percibirse no en las honduras del proceso mental o subjetivo en el que cada cual se deja llevar por impresiones o por representaciones tan confusas que terminan por ser justamente un garabato, sino en la originalidad que alcanza al expresar lo que se siente como algo con lo que cualquier otro enriquecerá su autopercepción en medio del devenir: “[se debe] considerar el gusto como una facultad de enjuiciamiento de todo aquello a través de lo cual puede uno comunicar incluso su sentimiento a cada uno de los otros y, con ello, como medio de fomento de aquello que la inclinación natural de cada uno demanda”.[16] Más es difícil o hasta imposible hablar de esa unidad y de la capacidad de compartirla cuando uno proyecta su presencia como una especie de monitor en el que antes de captarse la disposición corpórea se captan motivos y figuras de lo más variopinto. De ahí que si prima facie la heterogeneidad del tatuaje lleva a su culminación la inmarcesible libertad imaginativa que de manera trascendental define la vivencia estética, en realidad niega la condición sine qua non de ella, o sea, el superar las constricciones que de modo respectivo le imponen al hombre la naturaleza y la historia; y es que la heterogeneidad hace visible de manera contundente el imperio de ambas sobre el cuerpo mismo cuando se pretende reducirlo a impresiones sucedáneas. Así, la imagen personal se disgrega en lo heterogéneo y superficial de símbolos fuera de contexto que valen tanto como garabatos o en figuras que (aunque quizá tengan una hondísima significación por separado) en conjunto se yuxtaponen sin más, igual que en el ánimo lo hacen las impresiones que recibimos sin cesar sin que lleguemos a coordinarlas anímica o reflexivamente.

 

Volvemos a la diferencia entre la condición estética de una figura como se percibe en cualquier superficie plana y su función en el aspecto total de uno que, no olvidemos, se modula conforme con el movimiento y, sobre todo, con la anatomía de uno: algo que en el muestrario del tatuador se ve fabuloso, en el hombro o en la pantorrilla puede verse ridículo y viceversa, y la razón de ello es que en la unidad dinámica de la presencia los elementos de la figura o del símbolo se subordinan por necesidad al ritmo con el que uno se mueve, el cual, a su vez, tiene que ver con la asunción de la temporalidad que nos da cierta personalidad: una paleta de caramelo multicolor puede resultar simpática en el dorso de un niño, pero ya no lo es tanto en el adolescente y mucho menos en el hombre maduro, sencillamente porque fuera de la infancia la pasión por las golosinas deja mucho que desear como un factor definitorio de la apariencia, lo cual solo puede paliarse con otras tantas figuras que den fe de lo que a uno le ha gustado a través de los años, y entonces la paleta aparecerá junto al nombre de una estrella cinematográfica de quien uno se enamoró a los 18 o abajo del de los dos hijos que a los 40 tiene o de la motocicleta que a los 50 ha podido al fin comprarse tras haber soñado con ella desde que chupaba la paleta que ha sido su primer tatuaje.

 

Esta edulcorada secuencia a la par biográfica y estética nos da pie para ocuparnos del cuarto rasgo crítico del tatuaje actual, la saturación, cuyo análisis ya hemos adelantado en gran medida aunque todavía quepa hacer algunas observaciones acerca de él, pues sin llevar la interpretación muy lejos nos recuerda el abigarramiento con el que el arte barroco colmaba las superficies pictóricas o arquitectónicas en un esfuerzo alucinante por abrazar (y abrasar) la gama entera de lo simbólico, desde el horror de lo infernal hasta lo inefable de lo divino, lo cual se desplegaba a través de la sensibilidad del espectador, quien del arrobamiento ante el símbolo debía dar el salto hasta el insondable olvido de sí: “la explosión […] del arte del siglo XVII tiene por fin seducir el intelecto al proponerle objetos de reflexión a la medida de sus capacidades y no enloquecerlo con la promesa de un saber sobrehumano”.[17] Aquí, no obstante, hay que tener cuidado de no confundir ciertos detalles con el sentido básico de ambos fenómenos y eso porque la superficie a colmar, el orden compositivo que la recubre y el dinamismo final respectivo se oponen punto por punto en los dos: en primera, la superficie que se satura en el tatuaje es la de un cuerpo que trata de expresarse de un modo tan intempestivo u original que a veces ni siquiera es dable hallar una figura adecuada para ello y hay, por ende, que conformarse con un garabato o recurrir a un símbolo que siempre estará fuera de lugar (como la cruz facial que hace patente el secularismo de quien la porta), mientras que la superficie del arte barroco (sea la tabla o la tela del cuadro o la pared de una sala) se cubre con motivos o imágenes que responden a un sentido que pese a ser trascendente por definición se despliega ahí donde debe hacerlo (merced, más que nada, a las enormes capacidades de la analogía y la alegoría para conjugar los diversos órdenes de la realidad por encima del dualismo esencial del trasmundo y lo humano). En cuanto al orden compositivo, la diferencia entre la heterogeneidad que acabamos de elucidar y la homogeneidad de una obra barroca se aprecia justo en la coordinación de las dimensiones más dispares de la realidad (como serían, v.gr., en un retrato la dignidad del modelo y su aspecto físico, a fin de cuentas, inscrito en un sistema jerárquico inamovible que lo justificaba incluso si el modelo era ese aborto llamado Carlos II). Por último, respecto al dinamismo de la imagen, no hay parangón entre, por una parte, las emociones que saltan de un factor visual al otro sin otro nexo que el deseo de expresarse y, por la otra, la condición metafísica de la realidad que abarca todos los aspectos de la imagen, en particular aquellos que subrayan la naturaleza caída del hombre (como sería la piel marchita de un anciano que llegaría a la franca descomposición si se tratara de la de un cadáver). De esta guisa, la saturación en el tatuaje contemporáneo es un rasgo con el que se trata de intensificar la heterogeneidad con la que cada motivo tiende a descentrar la personalidad de uno, y para esto es indispensable que se reduzcan al mínimo o de plano desaparezcan los espacios vacíos, pues representan los límites de un deseo que por principio no conoce ninguno; en cambio, el abigarramiento del arte barroco confirma en cada elemento la plenitud de lo que ahí se plasma, por lo que la eliminación del vacío no tiene el sesgo desquiciante o perturbador que tiene la saturación del tatuaje actual sino, al revés, el poner de relieve la trascendencia del valor en torno al cual gira la representación. Por lo que, en una palabra, entre la saturación contemporánea y el abigarramiento barroco no hay otro nexo que la sinonimia de los dos términos que no resiste el menor análisis de uno y otro fenómeno.

 

A lo anterior podrían agregarse todavía dos críticas: la primera es que a despecho de lo que piense quien se tatúa, la saturación tiene por función primordial ocultar lo esencial de cada uno, a saber, el molde caracterológico de la presencia, que con razón o sin ella resultaría demasiado estrecho para el ímpetu del deseo, pues tendría que someterse a los alcances empíricos de él, y eso choca con la idealización subjetivista que aun in extremis lo proyecta como si fuese inagotable (pensemos en el reto que nos lanza la publicidad con el insulso imperativo “¡Atrévete!”); en cambio, el abigarramiento barroco busca a toda costa revelar lo trascendente a través del desconcierto que desde un encuadre metafísico y cultural a leguas del criticismo kantiano anticipa, sin embargo, el entramado psicológico del sentimiento de lo sublime, pues “[…] es una violencia que la razón ejerce sobre la imaginación solo para ampliarla a la medida de su dominio propio (el práctico) y dejarla atisbar hacia el infinito que para ella es un abismo”.[18] Así, la saturación avanza en pos de una presencia total que desmiente la finitud o hasta la mezquindad empírica de la imaginación, y por eso ha de ocultar o neutralizar aun la base anatómica de la personalidad, sin que este ocultamiento tenga, por otro lado, la curiosa intención del arte barroco de crear la tensión indispensable para que el espectador se embarque en el proceso de sublimación que en el mejor de los casos lo conducirá a intuir la plenitud del ser que se le comunica a través del fulgor de lo simbólico. Lo cual abre la puerta a nuestra segunda crítica, que en vez de atañer al contenido objetivo del fenómeno como la anterior se dirige al efecto que se intenta causar en el espectador, que conforme con lo dicho no puede ser otro que el de azorarlo si es que no anonadarlo con la caótica saturación de figuras, símbolos y garabatos de toda laya entre los cuales es difícil o más bien imposible que se halle una perspectiva desde la cual reorganizar la presencia (sea la propia que aparece en un espejo o la ajena que se nos muestra en los diversos planos del mundo social). Más con esto, huelga decirlo, se acaba la plausible similitud de la saturación del tatuaje con lo sublime, pues en lugar de que uno trascienda el ritmo incidental de lo psicológico que se expresa como ocurrencia o como capricho se queda en él, lo cual confirma la axial reducción de lo caracterológico a la superficialidad de lo cutáneo.

 

Ahora bien, prima facie es dable interpretar esta reducción como algo positivo, pues acota el excesivo subjetivismo de una cultura que pese a su masificación, difunde por doquier la imagen de un individuo soberano que piensa, siente y decide por sí mismo como si estuviese en el origen de la historia y no tuviese nada que ver con el condicionamiento socioeconómico o ideológico. Reducir una expresión supuestamente “original” a flor de piel tendría, según esto, un indudable valor para una comprensión de la condición yecta e incluso abyecta de la existencia. ¿Pero es eso lo que se aprecia en el tatuaje contemporáneo? ¿No es más bien la “extroversión de lo subjetivo” palpable en el dramatismo de la inmediatez y, sobre todo, en la brega contra el límite anatómico de la presencia, o sea, lo cutáneo? Para dirimir esta cuestión, hay que considerar que la piel en sí misma abre la singularidad ontológica del ser del hombre, de modo que, como hemos dicho hace ya varios párrafos nos permite concretar la percepción de alguien vía elementos como su estado de salud o su edad. Es decir, la piel siempre es un campo hermenéutico en el que aun sin contacto físico directo, integramos los factores indispensables de la presencia dentro de la dinámica existencial (si alguien, por ejemplo, se ve macilento o débil, a duras penas contaremos con su ayuda en una tarea urgente, por lo que sin pensarlo lo remitimos al campo de los buenos para nada). Por ello, cuando la piel se satura de imágenes y símbolos inconexos, esta función se pierde sin que tampoco se desbanque el predominio de lo subjetivo que, por el contrario, se recompone de manera asimétrica o inconmensurable. Y esto, que como condición puramente imaginativa nos hace pensar de nuevo en lo sublime, como rasgo de la presencia, resulta doblemente problemático porque convierte a esta última en una de esas imágenes con las que se colman sin cesar todos los monitores del mundo y cuya “profundidad” no pasa de ser un efecto especial: “un autorretrato ‘en vivo’, sin retoque, que se traza en la simultaneidad del instante, informacional en vez de introspectivo, que ilustra la figura del nuevo individuo en tiempo real”.[19]

 

Llegamos así al quinto y postrer rasgo crítico del tatuaje, la contradicción, que solo puede darse porque de una manera o de otra hay en juego un principio racional y, por ende, el fenómeno no puede juzgarse nada más como manifestación del gusto de cada cual o como una manifestación artística. Y como ya se habrá intuido, el principio en cuestión no es otro que el de la singularidad irreductible de lo personal en juego frente a la condición temporal o finita de la existencia que indica que lo que es lícito o inclusive admirable a cierta edad o en ciertas condiciones resulta, en cambio, patético en otras. Sin ir más lejos, cualquiera podría argüir que tiene el derecho de tatuarse como le plazca; no obstante, ese derecho tiene que ejercerse de acuerdo con la esencial condición ontológica del tiempo, por obra de la cual el sentido del ser propio varía con independencia del modo en que uno quiera proyectar su aspecto, lo que implica que este no puede determinarse ad libitum, pues se determina por las posibilidades que el paso (y el peso) del tiempo revela para uno. Y esto vale tanto para el aspecto en cuanto a determinación física como para lo que uno hace, la manera en que se viste y hasta cómo se mueve, por lo que el aspecto de alguien que aún está en la primera juventud no puede parangonarse con el de quien ya ha formado una familia o con el de quien avizora la inminente jubilación y la fatídica senilidad. Así, el aspecto en esencia no responde al gusto o a la moda (los dos pilares del subjetivismo contemporáneo) si no tiene que adecuarse a las fases de la temporalidad que tienen un doble sentido, ya que si desde un ángulo simbólico se interpretan como la apertura de oportunidades (cuya realización, por supuesto, dependerá de cada cual), desde uno empírico quedan como la huella de la edad que aun cuando pueda disimularse o hasta corregirse se percibe en la totalidad de lo que somos y en la configuración desiderativa en la que afanarse por el triunfo económico es perfectamente lógico en la primera juventud más resulta ridículo cuando uno está a las puertas de la muerte. Por lo que esta determinación del aspecto por los años en cuanto sentido total de nuestro ser tiene un alcance absoluto hasta en medio de la mayor obnubilación, pues incluso el hombre más desinhibido o inmaduro sabe en su fuero interno que el tiempo es una medida siempre escasa para el deseo. De ahí que sin forzar las cosas sea dable equiparar o más bien contrastar las huellas de la edad con las del tatuaje, ya que mientras las primeras por necesidad llegan a lo más hondo de uno como señales de que hay que hacerse cargo de la propia finitud en el despliegue de nuestras posibilidades existenciales, las segundas (según lo que hemos visto hasta aquí) solo cubren la superficie cutánea y con ello parecen trazar un derrotero para el deseo libre o más bien en contra del abrumador poder del tiempo. Y es que aun en el mejor de los casos, las huellas del tiempo nos obligan a asumir una postura, máxime cuando en vez de solamente abrirnos nuevos horizontes (como ocurre más o menos hasta cierta época) comienzan también a cerrarlos tras el máximo insuperable de lo que hemos logrado o, mejor dicho, de lo que a fin de cuentas somos por más que gracias a las argucias del azar aún podamos ilusionarnos con algún logro. Es decir, aunque sea leve y no llegue a surcar la piel como las arrugas de la senectud, la marca del tiempo siempre apunta a la necesidad de mesurar nuestro deseo para que en lugar de agotarse en lo orgánico o físico se acendre y perdure hasta el fin con la fuerza de lo simbólico.

 

Esta tremenda significatividad de las marcas o huellas de los años que nadie, insisto, puede desconocer en su fuero interno por más que logre disimularla ante los demás, es el mayor mentís de la que se supone tiene el tatuaje contemporáneo. Y es que tener a la vista de manera objetiva y en principio permanente cómo alguien ha figurado su ser en la adolescencia o, a la inversa, con qué se ha identificado al punto de dejar constancia de ello por el resto de sus días nos recuerda que una de las modalidades esenciales del fenómeno es la de ser un texto sobre la piel, texto que sólo se conservaría porque de alguna manera aún es importante para uno, y eso se antoja absurdo porque, de ser así, no debería grabársele en un medio como la piel en el que de antemano estará expuesto a los avatares de la finitud que amenazan con desvirtuar su posible valor. Claro, siempre podría redargüirse que esta contraposición es justamente lo que se busca pues el “texto” en cuestión, lejos de ser una declaración de principios con validez general o perpetua es solamente la expresión de algo que en una época hemos deseado, en lo que hemos creído o que simplemente nos ha llamado la atención aun a sabiendas de que podría ser irrelevante por completo para nosotros después. Más aún, la singularidad de nuestro ser se reafirmaría al constatar que nada de lo que nos ha movido al grado de tatuarnos algo en relación con ello tiene suficiente poder como para que lo defendamos en otra época de la vida, de suerte que si lo mantenemos es porque representa de una manera radical nuestra finitud e inclusive nuestra mortalidad. Lo cual, pese a que resuelve la contradicción en relación con el mundo como horizonte último de interacción empírica y al unísono trascendental (pues alguien mucho más joven que nosotros quizá ni siquiera sabrá que el nombre que llevamos en el pecho es del ídolo cantautor de hace medio siglo), la agudiza en relación con la temporalidad como sentido ontológico de la consciencia, pues darle presencia física o lo que en el fondo siempre es una ocurrencia es desde cualquier ángulo el signo más obvio de esa actitud subjetivista que so capa de defender la libertad irrestricta de la voluntad convierte a esta en un poder metafísico capaz de vencer el del tiempo, por ejemplo, con un texto tatuado en una lengua o con un alfabeto o sistema de escritura incomprensible para quien lo lleva a flor de piel.

 

Tal como la enfocamos, la contradicción que signa el tatuaje contemporáneo no atañe, pues, ni al nexo entre el carácter y la situación personal (como la excentricidad) ni al de la múltiple orientación existencial que nos da el cuerpo y la exigencia de mesura (como la asimetría) sino al de la autoconsciencia y la temporalidad, y por ello es sin lugar a duda el rasgo más equívoco de los cinco que hemos enumerado hasta aquí. Y la mejor prueba de ello no es un principio trascendental, es la determinación vivencial del deseo que explica que aun antes de aprender a hablar nos inclinemos hacia ciertas cosas mientras rechazamos otras que quizá serían mejores o hasta más deleitosas para nosotros y que está inclinación se metamorfosee de manera radical a lo largo de los años por más que algunos núcleos desiderativos ofrezcan una resistencia a esa metamorfosis (como ocurriría, v.gr., con el miedo infantiloide a la obscuridad o con la necesidad falsamente juvenil de vivir en el perpetuo romance cuando uno ya peina canas). La vivencia del deseo en la que se integra la autoconsciencia nos descubre nuevos objetos y/o situaciones, al grado que la muerte no pasaría de ser un incidente o un hecho orgánico si no fuese porque en ella se pone en juego nuestro ser. Más la fuerza simbólica del deseo se agota antes incluso que la psicosomática, si los trazos, figuras o líneas con los que se quiere representarlo permanecen en la esfera de la idealización atemporal, de la ocurrencia que es por naturaleza la del subjetivismo, es decir, en la de una posición ante la existencia que reduce a determinaciones instantáneas la posibilidad de orientación del ser en la dinámica del mundo. Y ya que en este caso el sentido avanza como el de un texto con múltiples niveles de significación, el resultado no puede ser otro que un juego inacabable de interpretación que está muy bien cuando uno se mueve en un medio estético o imaginativo como el de la obra de arte más no cuando se trata de simbolizar la avasallante potencia del tiempo sobre la identidad personal.

 

En conclusión, por más que se haya extendido por doquiera y se considere uno de los bastiones de la libertad de la imaginación sobre cualquier sistema de representación/represión, el único valor filosófico y aún cultural o artístico del tatuaje contemporáneo radicaría en sacar a la luz las limitaciones del subjetivismo a las que acabamos de referirnos y la concomitante necesidad de reflexionar sobre la comprensión de lo que somos. Vale.

 

 

Bibliografía

 

  1. Abram, David, The spell of the sensuous. Perception and language in a more-than-human world, Vintage, Nueva York, 2017 (libro electrónico).
  2. Casey, Edward S., Getting back into place. Toward a renewed understanding of the place-world, Bloomington, Universidad de Indiana, 2009.
  3. Deleuze, Gilles, Francis Bacon. Logique de la sensation, Seuil, París, 2002.
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  6. Johnson, Mark, The meaning of the body. Aesthetics of human understanding, Universidad de Chicago, Chicago, 2007 (libro electrónico).
  7. Kant, Manuel, Crítica de la facultad de juzgar, Monte Ávila, Caracas, 1992.
  8. Lipovetsky, Gilles y Jean Serroy, L’écran global. Du cinéma au smartphone, Seuil, París, 2011.
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  11. Pavel, Thomas, L’art e l’éloignement. Essai sur l’imagination classique, Gallimard, París, 1996.
  12. Paz, Octavio, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, FCE, México, 1983.
  13. Rivas López, Víctor Gerardo, “An enquiry concerning the dialectics of personality and its practical consequences” en Anna-Teresa Tymieniecka (Ed.), Logos of phenomenology and phenomenology of the logos. Book two, Springer, Dordrecht, 2006, pp. 61-87.
  14. —, La triple poética de la temporalidad, Buenos Aires Poetry, Buenos Aires, 2020.
  15. Simmel, Georg, La tragédie de la culture, Rivages, París, 1988.

 

 

Notas

 

  1. Terry Eagleton, The ideology of the aesthetic, p. 13.
  2. Abram, David, The spell of the sensuous, capítulo seis.
  3. Johnson, Mark, The meaning of the body. Aesthetics of human understanding, prefacio.
  4. Merleau-Ponty, Maurice, Phénomenologie de la perception, p. 41.
  5. Ihde, Don, Experimental phenomenology. An introduction, p. 32.
  6. Deleuze, Gilles, Francis Bacon. Logique de la sensation, p. 25.
  7. Kant, Manuel, Crítica de la facultad de juzgar, AXL.
  8. Paz, Octavio, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, p. 172.
  9. Simmel, Georg, « La signification esthétique du visage», en La tragédie de la culture, p. 142.
  10. “An enquiry concerning the dialectics of personality and its practical consequences”, p. 74
  11. Casey, Edward, Getting Back into place, p. 111.
  12. Rivas López, Víctor Gerardo, La triple poética de la temporalidad, p. 88.
  13. MP, Fp, p. 139.
  14. Ricoeur, Paul, La mémoire, l’histoire, l’oubli, p. 51.
  15. Marchán Fiz, Simón, La estética en la cultura moderna, pp. 11-12.
  16. Kant, Manuel, Cfj, B163.
  17. Pavel, Thomas, L’art de l’éloignement. Essai sur l’imagination classique, p. 50.
  18. Kant, Manuel, Op. Cit., B109.
  19. Lipovetsky y Jean Serroi, L’écran global, p. XIII.