La filosofía es un nihilismo

 

 

Gérard Bensussan /trad. Maria Konta

 

Es una manía común a los filósofos de todas las épocas

negar lo que es y explicar lo que no es

(Jean-Jacques Rousseau, La Nouvelle Héloïse)

 

 

Para explicitar la cuestión del nihilismo, tal como se plantea dentro de la filosofía misma en su tradición más segura, el idealismo, de Platón a Hegel, “de Jonia a Jena” (Rosenzweig), quisiera partir de una paradoja, de un golpe de fuerza, de un golpe de efecto, de un golpe en todo caso que la filosofía haya triunfado.[1]

 

¿Qué es este golpe especulativo que es también un éxito civilizatorio, ya que el cristianismo, en el sentido religioso y extrareligioso, sabiamente ha cambiado la operación? Y, pregunta subsidiaria, ¿cuál es el costo de este golpe para nosotros hoy?

 

El golpe filosófico del nihilismo (dejo abierta la inmensa polisemia de los usos de esta palabra golpe), es habernos instalado en la certeza, basada en la constitución de una creencia, de que el mundo en el que nacemos, vivimos, experimentamos y morimos, es un fenómeno, incluso un epifenómeno: solo aparece, es decir, nada. El ser, la verdad, lo real, el ser de este mundo sería lo contrario de este emerger y residiría en su espesor ontológico, íntimo e invisible.

 

Hablo del idealismo, quiero decir por ende del platonismo, aunque eso signifique exponerme a la crítica de una reducción que se juzgará demasiado ordinaria, como lo es la lectura implacable del platonismo por parte de Nietzsche: un platonismo para los filósofos, la “metafísica” y un platonismo para el pueblo, el “cristianismo”. Este platonismo, señalo, no es necesariamente congruente con la ontología de Platón en el sentido estricto. Consiste matricialmente en oponer dos mundos, el sensible y el inteligible, es decir, la apariencia y el ser, estando el ser escondiéndose detrás de las apariencias sensibles del mundo fenoménico. De aquí se deduce directamente la tarea del filósofo. Después viene la metafísica, la física, el mundo físico, el mundo sensible, para revelar mejor “sus partes traseras”. Su objetivo: salir al descubierto de lo que hay detrás, de lo oculto e invisible, es decir, el verdadero ser de las cosas. Activo, dinámico, rastrea el ser. La filosofía es tanto una antiapariencia como una antipereza; no puede dejar la apariencia a sí misma,[2] a su irreflexiva indiferencia.

 

Parecer o más bien ser: este sería en cualquier caso el dilema filosófico por excelencia, hamletiano. El filósofo a menudo se convierte en corifeo. Ser o parecer, la alternativa se despliega en la larga historia de la filosofía, desde sus fundamentos ontológico-metafísicos; se ilustra en los sistemas filosóficos más sofisticados, así como en las creencias más cotidianas o en los más diversos catecismos de pensamiento.

 

Esto es lo que vieron muy claramente pensadores como Rosenzweig y Heidegger, entre otros. El primero afirmaba que el día en que entendiéramos que esa diferencia ser/parecer no existe, sería el fin de la filosofía, finis philosophiae; el segundo postulaba que soviel Schein, soviel Sein: hay tanto ser como aparecer. Esta banalización de la filosofía en sus prácticas y sus construcciones atraviesa también las culturas populares. Pienso en una frase escuchada en una película francesa con un diálogo de Audiard: “si te encuentras con un hombre que tiene pico de pato, patas de pato, alas de pato, entonces es un pato”. Al contrario, es el mismo caso decir: “un perro que muere y que sabe que muere como un perro y que puede decir que sabe que muere como un perro es un hombre”.[3] En el intercambio que regula estos elementos del bestiario, en este recordatorio en forma de cruce, la metáfora (“como un perro”) permite reintroducir el conocimiento y la palabra, el logos, en el crudo ordinario del aparecer, un hombre que sería un pato, un perro que sería un hombre, sin “el cómo”. La diferencia inmemorial entre lo humano, acrecentado en la inteligencia de su muerte y de su mundo, y el animal, sepultado en la pobre sensibilidad en el mundo de su muerte sin sentencia, se revela también como una diferencia entre el acceso al ser, noble, y lo innoble, que desaparece como fin de la apariencia. A partir de esta misma evidencia aparente donde el ser se doblega y se somete, Levinas aportó una fórmula de inspiración fenomenológica: “la fenomenología es fácil”, dijo, “es cuando se come sopa con cuchara y carne con cuchillo y tenedor, porque si comiéramos la sopa con cuchillo y tenedor, no sería sopa, sería carne”. Los ejempla que acabo de mencionar en su mayor parte tienen el uso de un viático. La bestial pereza de la apariencia, contra la cual se oponen el augusto trabajo de lo negativo y la paciencia duradera del concepto, debería hacer valer aquí sus recursos más vivos. El secreto del pensamiento en sus caminos de trabajo, “su esfuerzo y su fatiga”, como dice también Hegel, podría entonces aparecer, tenaz, afirmarse y fortalecerse: lo contrario de parecer, no es ser, es desaparecer.

 

Esta desaparición se retira sobre el fondo intermitente de nuestro parecer. Sin estas intermitencias de la finitud, se corre el riesgo de caer en la trampa de la esencialización dialéctica, donde “el nacer y el desaparecer… ni nace ni desaparece” y donde lo “desapareciente” es, por tanto, “considerado como lo esencial”. Extraordinario truco, una variante del movimiento filosófico del que hablé: el desaparecer, siempre desapareciente, ya no desaparece. Por tanto, afecta mucho más eficazmente a la apariencia que a la dualidad fija de lo sensible y lo inteligible. Contra una desaparición esencial solo hay una salida: restaurar el dolor existencial, el de nacer y morir. Parecer, como el niño que viene al mundo, y aparecer, mantenerse de pie en un espacio compartido, convocan lugares y tiempos que los convierten en continuas interrelaciones. Los hombres se aparecen emocionalmente, se hablan, se encuentran o se cruzan, entran en deliberaciones y confrontaciones, se aman, se odian, desaparecen, mueren -y su desaparición no desaparece en beneficio de una perpetuación óntica. En esta intersubjetividad ético-retórica, en este compartir, el no compartir nunca está ausente, por supuesto. Le precede, como existencia, una facticidad de aparición que no está precedida por ninguna esencia que “desaparece”. Existo entre mi parecer/aparecer en el mundo y mi muerte, mi desaparición. La desaparición reduce algo a la nada, por supuesto, una existencia a una muerte, una vida a su eliminación, una ausencia a su obsesión, como la letra E en la novela de Pérec. Pero esta nada eficaz no es el nihil nihilista. ¿Por qué? El nihilismo no es la creencia en nada o la creencia en un nada, sino la posición de la nada donde hay algo. Por tanto, no todas las nadas son nihilistas. Hay nadas que son simplemente nada. Estas no se dejan rodear por una dialéctica del algo y de la nada, ni ser eludidas por sus trucos de tres cartas y sus juegos de manos.

 

 

 

 

Si sustituimos el ser de la filosofía por la desaparición como contrapunto efectivo, ¿qué pasa? Mi propia muerte, o la posibilidad de la imposibilidad de mi existencia, deja de lado toda ontología, la perpetuación sin resto del ser. Aparezco, luego desaparezco, existo, no existo. El primer paso del nihilismo consiste en hacernos creer que en lugar de desaparecer hay que poner el ser, un ser-nada: estoy “desapareciendo”, estoy muerto, oxímoron absoluto, pero solo estoy muerto en cierto modo. También diremos “dejar” desaparecer, cuando se trate de muerte. El “querido difunto” se ha “ido”. En otro lugar, en la morada inmortal del difunto, donde encuentra a sus seres queridos. En una tumba, una urna, una morada medida por un cuerpo, e incluso a su medida, largo, ancho, alto. “Partir” obviamente eufemiza “desaparecer” asignándole un nuevo allí, da. Desaparecer es no estar en ningún lugar, el da y el Sein, como en las representaciones convencionales de la separación del alma y el cuerpo, se separan. ¡Más da para el Sein!, explica Derrida.[4] ¡Partir, “morir un poco”, como dice el refrán, es dejar un lugar y zarpar hacia otro, ya sea para preservar la posibilidad de la posibilidad localizándola, para prever aún el futuro de compartir la parte abandonada o del lugar dejado! Solíamos decir “partirse”, como todavía decimos “separarse” de alguien, de un país, de un paisaje.

 

El nihilismo actúa sobre el lenguaje, Nietzsche lo observó muchas veces. Eufemiza para abrir mejor la escena de una nueva partida, la perspectiva de una creencia en el ser de la nada, en el estar en lugar de la nada y en la nada en lugar de desaparecer. “Nosotros, los buenos, los justos” (Nietzsche) equivale al final a “nosotros, los nihilistas”. El nihilismo está en todas partes porque habla. La diferencia entre la nada del ser y la nada del desaparecer es mínima; por eso el nihilismo es tan obstinado, a veces indetectable. Se trata menos de denunciarlo, lo que tendría poco sentido, que de comprender las ilusiones que produce y oculta, a través y en la filosofía y su tradición. El ser de las grandes ontologías es un camuflaje que esconde una nada, un agujero, una brecha, el “Gran Cañón de la nada.”[5] Él es y pone una palabra, y no una palabra cualquiera, en lugar de la nada, por encima del vacío.

 

Aquí debemos referirnos directamente a lo que Jacobi escribió en su carta a Fichte en 1799, donde inicialmente se mezclan y explican todos estos motivos, y el idealismo alemán se define, en su racionalismo de pensamiento, como nihilismo.

 

La Carta da fe del primer uso propiamente filosófico del término del nihilismo. Jacobi escribe que la metafísica idealista es en sí misma un prometeísmo y un nihilismo.[6] Es incapaz de pensar positivamente la existencia, la finitud, la vida. Solo puede negar, con Dios, con la libertad o con el “ser”, la realidad misma de la naturaleza. Reduce todas las cosas a un principio incondicionado, que no puede considerarse más que únicamente desde el punto de vista del pensamiento únicamente y dentro de sí mismo. Fuera del pensamiento, o en la realidad de las cosas y del mundo, este principio de absolutidad es una Nada absoluta: “el hombre solo conoce concibiendo y solo concibe transformando la cosa en forma simple, que `al hacer de la forma una cosa, la cosa una nada´[7] de la que todo derivaría según una necesidad implacable. Esta nada del concepto condena todo “idealismo”, es decir, toda filosofía “durante cien años”, a hundir la trascendencia en la noche ciega de una inmanencia suave y plana. A este nihilismo, Jacobi opone un pensamiento de existencia singular y vida finita que no especifico más aquí.

 

En sus elucidaciones, Jacobi plantea una famosa metáfora de la que ha dado varias versiones. La mejor elaborada tal vez sea la que se encuentra en su crítica a Fichte. El Yo de la Doctrina de la Ciencia, explica, pero podemos ampliar el tema, el logos se compara con el hilo de una media en la que se tejen flores, un sol, una luna, estrellas. El mundo al que llega el filósofo a través de este marco lógico donde tejer “formas” es similar a un crimen contra la existencia, e incluso a una “idolatría” manufacturera,[8] sería similar al diseño de esta media. Puro producto del vaivén del hilo de lo que Hegel llamará lo “negativo,” su paciencia y su dolor, nada externo al oficio se mezcla con ello. Tal es la imagen “quimérica” que la razón especulativa produce en su “sueño” desligado de lo “sensible”, como en un “ataque de fiebre”[9]: un calcetín en lugar del mundo, un no ser sustituido por el ser, un sustituto de lo real en lugar de lo real. El universo entero en su exterioridad natural, flores, sol, luna y estrellas, no es más que un pobre tejido, una inmensidad que reemplaza un ersatz, una imagen, una percepción, dice Jacobi, una nada tomada por lo verdadero del mundo. La razón teje su mundo y lo pasa clandestinamente al mundo.

 

El nihilismo es ante todo una negación del “afuera”[10] y, como efecto en cadena, es un narcisismo del pensamiento. Jacobi evoca la figura mitológica de Narciso, para quien todo, excepto él y su imagen en el agua, es la Nada, “un fantasma en sí mismo, una Nada real, una Nada de la realidad”. Solo hay nihilismo en el pensamiento, para el pensamiento, para “mi ser” – “pero no puedo ser mi propio ser supremo”, “no estoy solo, no tengo ningún respeto por mí mismo.” Contra este narcisismo del Yo fichteano, y de toda razón egocéntrica, hay “más que yo, mejor que yo, un Otro completamente diferente,” “todo por encima y fuera de mí.”[11] El nihilismo es una “brecha llena y bloqueada por sí misma.”[12] El nihilista es solipsista porque cree que nada es externo a él. Este inmanentismo radical que Jacobi detecta en particular en el naturalismo spinozista del sive solo puede romperse mediante un salto mortal, explica ante Kierkegaard, mediante el cual la razón podría finalmente escapar de sus propios demonios, empezando por el racionalismo estricto e integral. La Carta hace un diagnóstico, examina una tradición de la cual su autor es contemporáneo y se esfuerza por mirar más allá de esta tradicionis traditio.

 

En sus argumentos anti-kantianos, Schopenhauer retoma los temas de Jacobi. Destacaría dos motivos centrales que organizan esta recuperación. Primero, Schopenhauer incrimina la validez de una “supuesta razón práctica” y sus títulos, luego critica a Kant por establecer las bases de su moralidad “en la nada” (Nichtigkeit).[13] La imputación de nihilismo dirigida a la moral tiene se arraiga en el nihilismo de toda metafísica, como ya lo destacó el autor de la Carta. La filosofía es la historia sucesiva, no del ser sino de la nada. Comienza en la Nada, pasa por la Nada y termina en la Nada. La moral kantiana, “la moral de la razón pura”, como dice Jacobi, “se basa en esta voluntad que no quiere nada, en esta personalidad impersonal, en este puro egoísmo de un yo sin esencia propia”.[14] Luego, Schopenhauer argumenta la vacuidad del concepto, y de cada concepto tomado en particular, el cual siempre nos permitiría progresar hasta donde queremos llegar. Esto es lo que Schelling, después de Jacobi, llamó en sus enseñanzas de 1830, en particular en la Introducción a la Filosofía, el “falso movimiento” del Concepto o incluso su “estancamiento.”[15]

 

Sin embargo, ¿a qué se debe la fuerza del concepto, su utilidad gnoseológica, su eficacia persuasiva? Nos permite ir a donde queremos ir. Pero este poder es su inanidad, es solo una simple potencialidad sin eficacia. Nada se le resiste porque esa nada no es nada real. Todo sucede en el pensamiento. El concepto nos permite progresar en el pensamiento a voluntad. Es como una máquina virtual que simula el movimiento, siempre y cuando se sigan los caminos y protocolos que sugiere. Esta es una de las razones por las que es correcto hablar de “metafísica de la voluntad” (Heidegger) para determinar la historia de la ontología occidental en su totalidad. El concepto se hunde en la realidad-pensamiento “como en la mantequilla”, ya que la realidad-real no viene a chocar con él, a golpearlo (Lacan). No está ahí, lo real, y donde realmente está debe llegar lo lógico después de haberlo vaciado de su realidad, logikos kai kenos.[16] Este, el artefacto del pensamiento, nunca deja de colmar y compensar a aquel, el efectivo. Entonces nada se resiste al concepto. Ahora bien, esta resistencia, esta derrota, es el indicador más agudo del pensamiento, como lo demuestra impecablemente la Introducción de 1830. Pero, ¿cuál es la naturaleza de esta “nada”? Esta ilusoria ausencia de resistencia se produce por el simple poder de una lógica fetichizada. Esto crea un vacío y luego “realiza” su pseudo-llenado –sin fin, dentro, a través, para el pensamiento; en, para, por “nada”. Así vive la metafísica, sus agonías, sus trabajos forzados, desde el origen socrático de su orden misional.

 

En esta gran tradición filosófica, es la dialéctica como lógica de la contradicción la que se hace cargo del examen de esta “nada” del pensamiento, de sus leyes y de sus procedimientos. A través de su larga historia (los diálogos de Platón, su dialéctica “ascendente”, la coincidencia de los opuestos de la Gnosis o de Nicolás de Cusa, las antinomias de la razón pura, la sucesión hegeliana, las paradojas según Kierkegaard, las aporías en todos los géneros apuntaban por Derrida, etc.), la dialéctica narra la capacidad del lenguaje de inventar la nada de la realidad antes de ontologizarla, una doble amortización nihilista. Por lo tanto, no deberíamos tomar en serio la dialéctica cuando pretende lograr algo, por ejemplo, cuando su supuesto especulativo imita en Hegel el regreso a la Wirklichkeit después de sus desvíos a través de la negatividad. Aquí, como al borde del gran cañón de la nada, o del infierno, es apropiado que quienes entran en él recuerden que “toda palabra es mentira” (Nietzsche) y que toda filosofía es “hablar” (Rousseau). Cuando Claire escribe a su amiga Julie, “la nueva Héloïse,” le recomienda que no preste “mucha atención a toda esta filosofía parlante,” teniendo en cuenta los preceptos estoicos que ella considera pura charla filosófica, particularmente inconsistente cuando decreta que el sufrimiento no es nada.[17]

 

Esta descalificación del lenguaje, tomada desde un cierto ángulo que la obliga a una oposición binaria, no afecta, sin embargo, al habla; esto no debe confundirse. Rosenzweig hizo de la palabra “sonora” el antónimo del Concepto. Llevado en su propio movimiento por el elemento fluido y homogéneo del pensamiento, el Concepto[18] es la mentira de las mentiras. La palabra, como dice Blanchot, atraviesa el abismo del Concepto, no atraviesa nada, soporta la nada y no la aniquila. Ella lo habla. Por el contrario, la dialéctica siempre nos ha contado, al menos desde Sócrates y Platón, las aventuras del pensamiento que se piensa ella misma. Su narcisismo es un nihilismo: uno mismo como “el propio” otro y nada más que este mismo. Si sus palabras son mentiras, debemos añadir, como dice Rousseau, que “no mienten diciendo mentiras,” es decir que efectivamente hay una verdad del nihilismo tal como proviene de una metafísica de la subjetividad/subjetidad/voluntad y que se desenvuelve en una cierta comprensión de la relación entre el adentro y el afuera.

 

Si la voluntad consiste en “ser a través de sus representaciones la causa de la realidad de esas mismas representaciones” (Kant), es porque es subjetividad, haciéndose obra de sí misma, proyectándose desde su supuesta interioridad en un plano de exterioridad que la realiza. La metafísica (subjetividad) es la exacerbación de la voluntad (Jacobi) hasta la aniquilación de aquello que se le resiste. Jacobi llama precisamente razón a este deseo de subyugar la exterioridad. El nihilismo consiste en esta exacerbación, esta amplificación de la voluntad, o de cuyo “sentido” no signifique en modo alguno su “caducidad.” [19]Al contrario, permanece en la saturación de significado (¡pero las dos cosas tal vez van juntas!). El “último hombre” pretende decir la última palabra, es decir, el sentido del sentido. Como es “el que no cree en lo que es” (Camus[20]), su goce es goce del sentido último. El último hombre se burla, actúa con inteligencia. La maldad y la malignidad de su nihilismo bondadoso surgen de su no creencia en lo que es, reducido a un mero parecer. Se trata entonces de emprender la búsqueda del sentido, escondido bajo este manto de apariencias, como hemos dicho. Hay un nihilismo del sentido, así como hay un nihilismo de la moral, Nietzsche lo percibió perfectamente.

 

En relación con la moral y lo que ella dice, y también en relación con el lenguaje, quisiera centrarme rápidamente en el nihilismo, en el sentido ruso, en el sentido de los “nihilistas” terroristas rusos del siglo XIX, o de los nihilistas yihadistas actuales, o incluso populismos radicales: ¿cómo y por qué son nihilistas? En eso que mantienen la palabra para nada. “Acciones, no discursos”, “basta de palabras, acción”, proclaman una y otra vez. Este nihilismo de la acción frente a la palabra, que tiene el mismo ímpetu, el nihilismo de la acción muda y directa se basa a menudo en una patología de lo inmediato sin palabras. Está profundamente motivado por lo que ensayistas como H. L’Heuillet o M. Schneider[21] han calificado con razón como un rechazo e incluso un odio a la separación en favor de la acción directa, el nombre de un grupo ultraizquierdista de los años 70 y 80. Este nihilismo no toma para nada nuestra condición de seres hablantes (Lacan). Se niega a pagar su deuda con el lenguaje, con la palabra, con el compromiso que el lenguaje representa y lo que implica, la equivocidad que conlleva, las separaciones que conlleva a través de su función de simbolización, la del significante y del significado, la del representante y la del representado. En términos generales, los odios nihilistas suelen apuntar a la representación, en todos sus diversos significados. Piensan en la transvaloración de todos los valores, la Umwertung nietzscheana, no como una reevaluación del valor de los valores, que obliga a valorizarlos, desvalorizarlos, revalorizarlos, etc., sino como una simple inversión, e incluso realmente como una destrucción pura y simple de todos los valores, una cancelación, una Vernichtung, una aniquilación, no una deconstrucción.

 

Para que haya nihilismo, la negación debe ser total, todo o nada, tanto en el pensamiento como en la acción. Su base es el establecimiento de un total directo. Por eso el odio nihilista, tal como surge de lo que Nietzsche llamó resentimiento, odia la política y, de paso, a los políticos. Como tal, odio, resentimiento, es a menudo no represión, lenguaje de cruda excreción contra el discurso que se negocia entre los hablantes. El elogio del directo odia el discurso como mediación. El terror aniquila la palabra en acción: lo que no podemos hablar, debemos hacerlo, tal podría ser su máxima. Autoridades, principios, programas, debates, artículos de fe, todos actos de expresión a los que el nihilista opone su nada: “no, nada de eso”, explica Nicolas Pétrovich a su tío para hablarle de Bazarov.[22]

 

El nihilismo no es antimoral, la antireligión en el sentido ruso y político del término, como tampoco es una obsolescencia del sentido. Por el contrario, con Nietzsche podemos afirmar que la moralidad representa la cumbre absoluta del nihilismo europeo. Los primeros párrafos de Aurora presentan un cuasi mito, el descenso dostoievskiano a las profundidades del ser subterráneo. Va acompañado del descubrimiento de una verdad enterrada: la moral es la encantadora “Circo de los filósofos”, como dice Nietzsche en otra parte. Despoja al mundo tal como es, provoca esa aniquilación de la realidad de la que hablaba Jacobi y la reemplaza por un mundo imaginario, una nada, un inexistente. La genealogía representa el protocolo primordial para exponer este nihilismo moral. Nietzsche explica que la moralidad es una antinatura, cualquier cosa menos natural, pero resulta que esta antinatura se ha convertido en una pulsión secundaria, una cuasi-naturaleza. Este devenir-instinto “necesario” de la moral atestigua el poder, es decir, la extraordinaria voluntad de poder que anima la rebelión de los esclavos y la invención de los valores morales. Donde la moralidad se ha convertido en una segunda naturaleza, también se puede pensar en un (re)convertirse en inocente del hombre, porque las jerarquías son solo una cuestión de grados, de diferencias cuantitativas, de grados. Este proceso civilizatorio del devenir-instinto de la moralidad se manifiesta en la más mínima de nuestras indignaciones. Por ejemplo, cuando rechazamos una injusticia o rechazamos normas morales que nos parecen asfixiantes -en nombre de qué lo hacemos, si no es en nombre de valores morales claramente determinados por el criterio kantiano de universalidad, ya sea en nombre de un ideal de justicia, en nombre de una moral.[23] Recordemos la retórica militante de hace unas décadas que expresaba una paradoja ridícula y una impotencia abierta: “No juzgo, no hago juicios morales, pero…”. Contra estos engaños de la moral, contra la eficacia de su nihilismo, “el cuerpo habla con más honestidad” que todas las voces que predican, explica Nietzsche.[24] Es el operador más radical de la genealogía y de la devaluación/revalorización de los valores, es decir, de su destrucción/creación. Es, en virtud de su “probidad”, el instrumento radical de todo antinihilismo, arraigado en los afectos del cuerpo, que tiende a plantear la cuestión moral más allá del bien y del mal.

 

El pensamiento de Nietzsche, como acabo de recordar algunos de sus puntos salientes, está lejos de haber resuelto las numerosas dificultades que siguen a la elucidación genealógica que nos ofrece. Tiene, sin embargo, el mérito de haber demostrado que, lejos de ser su origen, el nihilismo es una consecuencia política y cultural de la moral del deber-ser, que en última instancia es solo un ser, nada elaborado desde sus lejanos orígenes cristianos. Si este mundo es nada, entonces el “otro” mundo lo es todo, y el sentido del primero, ontoteológico, estará determinado por el pseudo-ser de este, por “sus partes traseras.” Este nihilismo, “nuestro” nihilismo, se redobla desplazando considerablemente el antiguo nihilismo pasivo y su deseo de nada: el “instinto nihilista dice no; su afirmación más moderada es que el no ser es mejor que el ser, que el deseo de la nada tiene más valor que la voluntad de vivir; su afirmación más rigurosa es que, si lo más deseable es la nada, esta vida, como antítesis, es absolutamente sin valor.[25]

 

En el fondo, el nihilismo somos nosotros mismos. La profunda ambivalencia de la crítica del nihilismo de Nietzsche se debe a su propia probidad, ya que indica que el nihilismo es también un sentimiento, “el sentimiento de la ausencia de valor,”[26] el sentimiento perpetuamente decepcionante de que ya no hay futuro, más redención, más salvación, sentimiento que casi inevitablemente se convierte en resentimiento. Este nihilismo de la voluntad reactiva negativa está en todas partes y en ninguna. Este “huésped más inquietante de todos”[27] nos habita y nos persigue. El nihilismo es nuestro compañero, el doble de nosotros mismos que estamos encadenados en la cueva o en el sótano, y decididos a salir. Está ahí, en su forma más íntima, acechando en la lógica de nuestros ideales, nuestros valores, nuestras verdades, la moral y la filosofía, la religión y la lógica. Esta enorme masa de sombra constituye un “estado intermedio patológico”.[28] El nihilismo no es solo una enfermedad de la mente y la voluntad. También se introduce en nuestros cuerpos, en sus enfermedades, en sus trastornos, que remiten a disfunciones de tipo político o cultural. El filósofo-médico que se ocupa del cuerpo y los afectos y el filósofo-legislador que preside la creación de nuevos valores son las figuras favorecidas por Nietzsche cuando evoca y perfila lo que será el “filósofo del futuro.” La observación del abandono de la cultura platónico-judeocristiana se supera, por tanto, en la perspectiva de un trabajo de superación a través de la “física” y de la “reevaluación.”

 

Este resultado nietzscheano es problemático, indudablemente. Si ampliamos el espectro del cuestionamiento y la investigación, la pregunta es: ¿podemos siquiera escapar del nihilismo?

 

Todo depende, en primer lugar, de lo que entendamos bajo este término de nihilismo, tan polimorfo que a veces desalienta el pensamiento. Sin embargo, si intentamos estar a la altura de la pregunta, mediante un ejercicio de pensamiento en el que la filosofía sería a la vez el veneno nihilista que he descrito y el antídoto antinihilista que debemos buscar – ¿y cómo podríamos hacerlo de otra manera? – entonces tendríamos que seguir el camino del salto mortale recomendado por Jacobi. La filosofía se puede practicar teniendo en cuenta su dinámica como pharmakon. Este salto al vacío reanudaría entonces, tal vez, con el Ursprung, el primer salto, como tradujo Levinas, más que el origen, un salto mortal hacia atrás para escapar a los sobresaltos de una razón que no quiere escuchar nada más que a sí misma, de una Aufklärung. (aclaración) constantemente amenazada por Ausklärung (oscurecimiento), según palabras de Fichte.[29] Este tipo de interrupción por un salto, más derrideano que kierkegaardiano, entra en una singular afinidad especular con lo que he llamado en otra parte, a propósito de la literatura, conatus interruptus.[30] El poeta inglés Coleridge abogó por una muy sutil “suspensión voluntaria de la incredulidad” para decir lo que me parece esbozar una salida, incluso intermitente o precaria, del nihilismo. La “suspensión voluntaria de la incredulidad” según Coleridge describe la operación mental que realiza el lector o espectador de una obra de arte que acepta, durante el tiempo de consulta de la obra, lectura o contemplación, dejar de lado su no creer en la ficción que se le presenta como tal. Se trata de “[…] sacar de lo más profundo de nuestra naturaleza íntima una humanidad y una verosimilitud que trasladaríamos a estas criaturas de la imaginación, de calidad suficiente para suspender, puntual y deliberadamente, la incredulidad, que es propiedad de la fe poética.”[31] Este suspenso constituye la condición de posibilidad de todo goce estético y acceso a su realidad particular. Incisa el conocimiento objetivo, los diversos conocimientos del segundo tipo, para retomar la tríada spinoziana. Procede, frente a ellos, de una creencia concedida, de una confianza que viene a desenterrar los tesoros escondidos cubiertos por el lento trabajo sedimentado de la razón, esta arrogancia aniquiladora de la que habla Jacobi. Sin embargo, la suspensión voluntaria de la no creencia no equivale a un conocimiento del primer tipo. Confunde al tripartito demasiado simple y famoso. Cambia el ejercicio crítico de la “inteligencia”. Proust asoció el despliegue de esta “inteligencia” a un deseo deliberado y premeditado de saber, y que por eso mismo no llega a las profundidades inconscientes que lo sustentan. En la búsqueda del tiempo perdido, el arte del pintor Elstir, por ejemplo, se basa en un “esfuerzo por despojarse, en presencia de la realidad, de todas las nociones de la propia inteligencia.”[32] La interrupción, el suspenso, el salto fuera del conatus, son todos modos de este despojo de la inteligencia, “inútil”, en beneficio del descubrimiento, “casualidad” encontrada o no “antes de morir.”[33] El nihilismo de la filosofía es similar en sus estructuras y modos de producción a la “inteligencia” proustiana, a la que a veces se hace referencia en otras partes de Investigación sobre el idealismo alemán. Su extensión, en ambos, es universal e indefinida, abarca una superficie.

 

El salto cruza un hueco, o no lo logra, ese es su riesgo. Salta por encima de la nada, suspendido, mientras dura su vuelo o su caída, quién sabe, sobre el abismo de la inteligencia. El platonismo, en su sentido extra amplio, quiere evitar a toda costa este riesgo de caída. En Loin de Rueil, Queneau dice de Dominique, una mujer de la que el héroe Jacques está enamorado, aunque ella lo rechaza: “era platonisaba a tope.” Dominique niega la realidad del cuerpo, del amor sexual, del mundo del deseo y “le agradaba… que un amor del que ella era causa ocasional (nada menos que eficiente, final y material, ¡por desgracia!) fuera exaltado hacia el imperio de las ideas puras.”[34] Nada sustituye al cuerpo, así es como Dominique lo “platoniza por completo,” realzando la materialidad (“¡por desgracia!”) del deseo de Jacques hacia el cielo de la inteligencia y de los ideales inteligibles. El lector de Queneau no se equivoca: la negativa de Dominique camufla su falta de deseo como idea, gracias a las convenientes virtudes de la platonización desenfrenada.

 

La “fe poética” que Coleridge quiere movilizar para comprender mejor la obra y el trabajo de esta obra entra en consonancia precisa con lo que Proust, contra la “inteligencia”, llamó “saber poético”.[35] El acto de suspensión de la incredulidad que la abre a la “naturaleza”, al mundo, procede de una ontología de lo sensible que está enteramente en una positividad, una materialidad, una existencia. Este suspenso no es una dialéctica, sino más bien su precesión anárquica. Esto no quiere decir que pretenda duplicar de ningún modo la realidad de la obra, o la realidad de toda obra, inscribiéndolas en un principio dialéctico de negatividad. Perderíamos perjudicialmente el alcance de la suspensión y del salto si viéramos en ello algo así como una “crítica de la crítica” en el sentido de los jóvenes hegelianos. La dialéctica especulativa es a menudo la fuerza impulsora detrás del nihilismo. Es una mimética del salto mortal. Su término anunciado, “lo eficaz” en Hegel, o real-racional, quisiera proceder de una superación de la nada de los pensamientos de comprensión. Pero saltar no es rebasar, superar, coronar, levantar. Saltar es salir, es crear de la nada, dejando, por tanto, en una despedida sin retorno, una zancada donde se cumplen todos los pasos del pasado.

 

Saltar, salir, crear, creer, todo esto equivale al mismo tiempo a deshacer los principios de toda metafísica, la archè nihilista que los sostiene. Es rendirse a lo más que evoca Hamlet cuando le grita a Horacio: “hay más en el cielo y en la tierra que en toda tu filosofía”, hay “flores, un sol, una luna, estrellas”, más que sus tejidos o sus arreglos de pensamiento. Allí se afirma una simplicidad, una obviedad: algo fácil, aunque difícil de hacer.

 

 

Notas

 

  1. Nota de la traductora: el texto original en francés “La philosophie est un nihilisme” es inédito. Agradezco a Gérard Benusssan por enviármelo y otorgarme el derecho de publicar su traducción en español.
  2. “Confío aquí y sigo la sugerencia de Mallarmé: el parecer como lo imperfecto de la pereza: “La inmovilidad dormitaba por todas partes tan silenciosamente que, cuando de repente me rozó un sonido sordo con el que mi bote estaba a punto de chocar, me di cuenta de que me había detenido solo por el silencioso brillo de las iniciales en los remos levantados.”” (El nenúfar blanco, subrayado por el autor).
  3. Erich Fried, Warngedichte (Francfort: Fischer, 1984),134.
  4. Jacques Derrida, Séminaire La bête et le souverain II (París: Galilée, 2010), 233. El entierro y la cremación serían dos modalidades desigualmente radicales para amortiguar la desaparición del da del Dasein, o de sus trucos.
  5. Jean-Luc Nancy, “Au bord du grand canyon du néant” en La déclosion (Déconstruction du christianisme, 1) (Paris: Galilée, 2005), 109.
  6. “El idealismo que trato como nihilismo”, afirma, Friedrich Heinrich Jacobi, Œuvres philosophiques (Paris: Aubier, 1946), 328. La carta se volvió a publicar con el título Lettre sur le nihilisme et autres textes traducido por Ives Radrizzani (Paris: Flammarion, 2009).
  7. Jacobi, Œuvres philosophiques, ed. cit., 314. También Die Denkbücher (Stuttgart-Bad Cannstatt: Fromann-Holzboog, 2020) cuaderno I, 172, cito de Ives Radrizzani, “El nihilismo como destino de la filosofía moderna…”, en Revue de metaphysique et de morale, 2020/2: “La razón produce cosas abstractas, hace algo de lo que es nada y reduce lo que es algo a nada [Die Vernunft […] macht was nichts ist zu etwas, und was etwas ist zu nichts]. Usted… solo tiene su razón como préstamo [daß ihr Eure Vernunft nur zur Lehn tragt], es solo la huella [Abdruck] de la sabiduría de Dios expresada en el mundo, y de lo contrario no es nada; quiso hacer algo con ella [ihr habt sie selbst zu etwas machen wollen], y de repente todo se transformó en sus manos en la nada [und so gleich wurde unter euren Händen alles zu nichts]”.
  8. Jacobi, Lettre, ed. cit., 331. Para señalar la responsabilidad teórica y moral de la metafísica Jacobi añade: “no es el ídolo que hace al idólatra” (333).
  9. Ibid., 321.
  10. Ibid., 311
  11. Ibid., 323. Y Denkbücher, carnet VI.
  12. Nancy, La déclosion, 11 (subrayado por el autor).
  13. Arthur Schopenhauer, Les deux problèmes fondamentaux de l’éthique traducido por Christian Jaedicke, (Paris: Alive, 1998), 148 y 158.
  14. Jacobi, Lettre, 323-325 (subrayado por el autor)
  15. Friedrich Wilhelm Joseph Schelling, Introduction à la philosophie traducido por Marie Christine Challiol-Gillet y Pascal David (Paris: Vrin, 1996), 86 y siguiente.
  16. O de manera verbal y vacía: esto es lo que Aristóteles criticó del pensamiento platónico (véase Ética a Eudemo I, 8, 1217b-21).
  17. Jean-Jacques Rouseeau, Julie ou La nouvelle Héloïse (Paris : Flammarion, 1967) 83. La cita destacada está tomada de la misma edición, p. 554
  18. La letra en mayúscula señala su asunción en la especulación hegeliana.
  19. Nancy, La déclosion, 181.
  20. Albert Camus, L’homme révolté (Paris: Gallimard, 1951) 77: “El nihilista no es el que cree en nada, sino el que no cree en lo que es.”
  21. Michel Schneider, Big Mother. Psychopathologie de la vie politique (Paris: Odile Jacob, 2002, reedición 2005), y Hélène L’Heuillet, Tu haïras ton prochain comme toi-même. Les tentations radicales de la jeunesse (Paris: Albin Michel, 2017).
  22. Ivan Sergeevich Turgenev, Pères et fils (Paris : Folio, 1987) 53-54.
  23. Friedrich Nietzsche, Aurore: Pensées sur les préjugés moreaux (Paris : Folio, 1989) §3.
  24. Nietzsche : « Redlicher redet und reiner der gesunde Leib », Zarathoustra, I, aforismo « Des hallucinés de l’arrière-monde ».
  25. Friedrich Nietzsche, Fragments posthumes: (Début 1888-Début 1889) (Paris: Gallimard 1977), 17 [7], t. XIV.
  26. Ibid., 11 [99], otoño 1887-marzo 1888.
  27. Ibid., 1887, VIII, 9/35.
  28. Ibid.
  29. Johan Gottlieb Fichte, Le caractère de l´époque actuelle, traducido por Ives Radrizzani (Paris: Vrin, 1990) 54.
  30. Gérard Bensussan, “Comme Dostoïevski raconterait une vie”, RUS : Revista de Literatura e Cultura Russa 12, no 18, (abril de 2021): 391-400.
  31. Samuel Taylor Coleridge, Biographia LiterariaAutobiographie litteraire (1817), traducido por Jacques Darras, La ballade du vieux marin et autres textes, cap. XIV, (Paris: Gallimard, NRF Poésie, 2007, p. 379. Encontraríamos numerosos equivalentes en Aristóteles, Horacio o Shakespeare. No tengo tiempo aquí para discutir la relación entre le willing de Coleridge y l´ínvolontaire de Proust, que de ninguna manera son antónimos, a pesar de la literalidad que parece oponerse a ellos (autor).
  32. Marcel Proust, À la recherche du temps perdu II, 196. Cf. también carta a Gaston Gallimard del 18 de julio de 1916, Lettres, p. 779: “No concibo el arte como algo para lo cual no sea suficiente ni una gran inteligencia ni siquiera la abdicación voluntaria de la inteligencia”.
  33. Ibid., 44.
  34. Raymond Queneau, Loin de Rueil, (Paris : Folio), 155.
  35. Proust, Recherche II, 91. El artista “ve la naturaleza tal como es, poéticamente”.