El descenso. Lo cómico y lo vulgar Sobre el concepto de Bathos en Alexander Pope y sus posibilidades estéticas

El descenso. Lo cómico y lo vulgar Sobre el concepto de Bathos en Alexander Pope y sus posibilidades estéticas

Resumen: Desde la retórica, el concepto de lo sublime ha viajado con éxito a las más diversas disciplinas. El Pesudo-Longino incluso da pie para considerar lo cómico como una forma, aunque arriesgada, de llegar a lo sublime. Lo cómico es una suerte de sublime fallido. Alexander Pope, siglos después, partiendo de una premisa similar, escribe un tratado para burlarse de la incompetencia y vulgaridad de los artistas y escritores de su época. Lo titula Peri Bathous, es decir, sobre el descenso, decadencia o declive, intentando describir de forma irónica la dirección que ha tomado la estética de su tiempo. Este ensayo, no obstante, intenta rescatar el concepto de Bathos para describir el suelo desde donde surge la creatividad cómica, pero potencialmente todo tipo de creatividad.

Palabras clave: Sublime, descenso, vulgaridad, genio, comedia, sedimento

Abstract: From the rhetoric, the concept of the sublime has traveled successfully to the most diverse disciplines. The Pesudo-Longinus even dares to consider the comic as a way, albeit risky, of reaching the sublime. The comic is a kind of failed sublime. Alexander Pope, centuries later, starting from a similar premise, wrote a treatise to make fun of the incompetence and vulgarity of the artists and writers of his time. He titled it Peri Bathous, that is, about the descent, decadence or slope, trying to describe in an ironic way the direction that the aesthetics of his time had taken. This essay, however, attempts to rescue the concept of Bathos in order to describe the ground from which comic creativity arises, but potentially every type of creativity.

Keywords: Sublime, descent, vulgarity, genius, comedy, sediment

 

El tratado De lo sublime del Pseudo-Longino ha sido durante siglos no solo uno de los pilares de la estética y la crítica literaria de la antigüedad[1], sino que ha sabido encontrar una recepción benevolente en todo tipo de reflexiones estéticas. Kant, por ejemplo, hace de lo sublime uno de los objetos principales de su Crítica del juicio. “Lo bello de la naturaleza se refiere a la forma del objeto, que consiste en su limitación; lo sublime, al contrario, puede encontrarse en un objeto sin forma, por cuanto en él, u ocasionada por él, es representada ilimitación”[2]. Debido a cierto agotamiento, o uso desmedido o inconsecuente, de la palabra belleza, el concepto de lo sublime ha sido utilizado, precisamente, cuando el simple concepto de belleza parece ya no ser suficiente, o no adecuarse del todo a la realidad que intenta describir. De ahí que, incluso autoras contemporáneas como Lynda Nead hayan recurrido a la misma idea de lo sublime para desafiar los ortodoxos paradigmas estéticos que rigen, en específico, lo que puede ser considerado como belleza femenina. “Donde el sentimiento de belleza es predicado en un sentido de armonía entre el hombre y la naturaleza, y la racionalidad e inteligibilidad del mundo, lo sublime es concebido como una mezcla de placer, dolor y terror, que nos obliga a reconocer los límites de la razón”[3]. La idea de lo sublime, para Nead, serviría, al menos, para reconocer las limitaciones mismas de nuestros regímenes de belleza y la posible apertura a formas menos limitadas, que sepan apreciar la desmesura y la ilimitación, obscenidad, de la representación. Pero ya desde el Pseudo Longino, la idea de lo sublime invita a pensar fuera de los márgenes convencionales. De hecho, la idea de lo sublime ni siquiera era pensada dentro de los márgenes de una disciplina, o disciplinas, como las artes visuales. Se debe, en primer lugar, a Jonathan Richardson, en el siglo XVII, el introducir el concepto de lo sublime dentro de las artes visuales, y a Edmund Burke, la sanción última del cambio en su Philosofical Inquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and Beautiful[4]. En un muy estricto, y limitado, sentido, toda obra plástica-arquitectónica previa a 1756, fecha de la publicación de la obra de Burke, no podría ser considerada sublime, sino, a lo sumo, bella. El Pseudo-Longino, quien sea que haya sido, acuñó el término para referirse a cuestiones del discurso, de oratoria y retórica. No es mi intención insinuar que andemos todos errados por utilizar la palabra sublime para describir ya no solo cuestiones que se abordan en las artes, sino incluso fenómenos religiosos o cualquier evento que resulte destacable en algún aspecto, sino precisamente todo lo contrario. Sublime es lo que excede los límites, una obra de arte, la naturaleza o el cuerpo humano. Sublime es aquello que desafía el lenguaje, que lo empuja hasta sus límites. Este empuje o elevación es lo que el Pseudo-Longino, desde la retórica, describe en su breve tratado.

Lo cómico, pese a lo que pueda pensarse de antemano, tiene un lugar interesante en el tratado del Pseudo-Longino. Hay, al menos, dos posicionamientos distintos y opuestos en lo que nos queda de la concepción del Pseudo-Longino sobre lo cómico. En primer lugar, aunque no puede extraerse mucho del fragmentado tratado, se habla de una suerte de composición afortunada en lo que respecta a la comedia, en particular, Aristófanes. La hipérbole —recurso que también hunde sus raíces en la retórica— esto es, la figura retórica que se utiliza para aumentar, o disminuir, excesivamente, aquello de lo que se habla, es una de las características principales de lo sublime. Hay que llevar la extensión o dimensión de un objeto hasta su límite, y más allá de él, para encontrar la sublimidad. Lo cómico en particular tiene que ver no con el aumento del objeto, sino con su disminución excesiva. La hipérbole cómica está marcada desde un inicio por este descenso, una disminución no solo en las dimensiones del objeto, sino también en sus peculiares efectos. Todo objeto pequeño, toda miniatura, es cómica por naturaleza. En lugar de buscar lo más grande que lo grande, en sentido contrario, la composición cómica desciende hacia lo más pequeño entre lo pequeño. Todo objeto, personaje o asunto, resulta sujeto a una humillación, una depresión y disminución de sus dimensiones y aptitudes. Pero el Pesudo-Longino advierte que este es un camino peligroso. Así como hay dos posturas sobre lo cómico, parece haber también cabida para dos tipos de risa. Una de ellas, la que resulta afortunada, linda con el éxtasis y encuentra en él su justificación. “Y es que, como no me cansaré de repetirlo, toda osadía expresiva encuentra solución y panacea en las pasiones que lindan con el éxtasis. Por eso también lo cómico, a pesa de caer en lo increíble, resulta creíble por hacer reír… Pues también la risa es una emoción basada en el placer”[5]. Uno de los pocos afortunados, quizá el único en haber logrado con suerte esta hipérbole cómica, la risa que linda con el éxtasis, para el autor, es Aristófanes.

Esta osadía expresiva y disminución exagerada, empero, aunque puede producir cierta risa cercana al placer y lo sublime, no está al alcance de cualquiera. En la mayoría de los casos, empero, este descenso resulta en una completa vulgaridad, la cual debe evitarse a cualquier precio. Solamente a costa de un resultado bien combinado y dispuesto armoniosamente, es posible obtener nobleza y distinción sin parecer vulgares. “Pues en los lugares sublimes no se debe descender a lo sórdido y de mal gusto… Si no que se debe conservar un lenguaje conveniente a las cosas, e imitar a la naturaleza que creó al hombre y que no colocó en medio del rostro las partes que conviene callar, ni tampoco aquellas que descargan el peso del cuerpo, sino que las ocultó como pudo”[6]. Una cosa, por decirlo así, para el Pseudo-Longino es descender de manera hiperbólica, utilizando los recursos del arte, acercándose peligrosamente a la vulgaridad, para producir esa risa cercana al placer; otra muy distinta, es ensayar ese descenso y terminar revolcado en el lodo, provocando esa otra risa que es expresión de vergüenza, una risa sórdida que se complace en la vulgaridad. Risa impúdica, obscena podría decirse. Hablando de cierto aspecto de la obra de Demóstenes, afirma: “Cuando intenta ser cómico e ingenioso, no llega a provocar risa, sino que más bien es risible él mismo, y cuando se esfuerza por ser gracioso, se aleja entonces aún más de lograrlo”[7]. Producir risa encontraría cierto lugar en el espectro de lo sublime; en cambio, ser objeto de risa, de ninguna forma. Lo risible se convierte así en ridículo. Existe cierto consenso en considerar lo ridículo como el contraste opuesto a lo sublime en la obra del Pseudo-Longino, como una suerte de sublime fallido, aunque el mismo autor no se manifieste abiertamente sobre el tema, e incluso intente rescatar el aspecto benevolente de la risa y la comedia. No se puede negar, sin embargo, que su objeto es lo sublime, lo alto, lo que se opone a lo bajo y vulgar. Sublimar quiere decir, levantar, alzar por encima del suelo. El movimiento contrario, empero, carece todavía de nombre, o de validez estética, al menos. Se asume que nadie en su sano juicio intentaría ir en la dirección contraria a lo sublime, sino, a lo sumo, caer desde él por defecto, resbalarse en la búsqueda de lo más grande. No se debe descender a lo sórdido y de mal gusto, al menos no voluntariamente. ¿Qué clase de artista caería con gusto en el mal gusto? El único con la osadía necesaria, se puede adelantar, es el comediante.

Alexander Pope, poeta y crítico literario inglés, ensayó en 1728 una suerte de prolongación, o continuación, de corte satírico, del tratado De lo sublime del Pseudo-Longino. Lo tituló, con un gran gesto de socarronería y sarcasmo, Peri Bathous. Mucho se podría decir solamente sobre el título. Bathous está relacionado con toda una serie de sugerentes palabras: profundidad, abismo, hondura, sedimento, suelo, depresión, densidad; pero también en el sentido de riqueza, gravedad, inmensidad. Todo filósofo —al menos casi todos— quiere ser considerado profundo, no superficial. El arte, y la apreciación del arte, apuntan comúnmente hacia las alturas, a la sublimidad. Pero también, desde hace ya bastante tiempo —o quizá desde siempre— ha apuntado a otras direcciones, particularmente hacia abajo. Para Pope, como quizá para el Pseudo-Longino, no podía haber mayor calamidad en el arte que regodearse en el suelo, en la vulgaridad. El descenso en picada hacia la vulgaridad requiere del mayor talento y cuidado y, en todo caso, no es de forma alguna recomendable, pues implica una invitación abierta a la degradación y degeneración de una disciplina artística. La crisis de la poesía —del arte— que ya vaticinaba Pope, consistía precisamente en haber trocado la dirección hacia abajo, en haber intercambiado lo sublime por el abismo. Esto es, en cuanto forma y contenido. No solo se pretendía haber cambiado la métrica y las figuras antiguas por unas más modernas, más adecuadas a su tiempo, menos restrictivas y más libres; sino que también los contenidos de la poesía habían abandonado a los héroes y los dioses por los campesinos y los panaderos. Arlequines y magos les llama despectivamente Pope[8]. “Nada era tan evidente para nuestros grandes autores, que el hecho de que el mundo, desde hace bastante tiempo, estaba harto de las cosas naturales. Cuánto lo contrario es formado para complacer, es evidente por el aplauso universal, diariamente otorgado a los admirables entretenimientos de arlequines y magos en nuestro escenario”[9]. Cosas naturales, para Pope, es sinónimo de cosas vulgares, cotidianas, corrientes. La poesía era el arte que enseñaba a desprenderse de semejantes trivialidades, apuntando, por supuesto, a lo sublime. Pope es testigo, mártir casi, completamente aterrorizado, de cómo los poetas —piénsese ampliamente en artistas— de su tiempo elegían voluntariamente métricas totalmente improvisadas, incluso la ausencia de métrica, al mismo tiempo que cualquier tipo de chabacanería como asunto poético. Para semejantes artistas, Pope escribe su Peri Bathous, una irónica anti-poética para el quehacer anti-artístico.

En vistas a una revaloración de lo cómico en el discurso estético, es posible tomar la ácida respuesta de Pope a los poetas de su tiempo, e invertirla, esto es, admitir de una buena vez dentro de las consideraciones estéticas ese campo vil, ruin, despreciable y mezquino que representa la cotidianidad, y que más de una vez, y no por accidente, nos ha brindado obras de alto calibre. No es mi intención escribir en contra de lo sublime, sino más bien, a favor de ese espectro —considerado ya por el Pseudo-Longino— desde lo cual se proyecta lo sublime. Cualquier consideración estética, en cuanto implica una concepción del espacio, incluye un arriba como un abajo. Sin embargo, el abajo no ha sido tratado con la misma atención que el arriba. Hace falta pensar los pies, las plantas de los pies, el suelo, la tierra sobre la que se edifican todo tipo de creaciones y que sirve incluso de campo fértil para un rizoma. Empero, decir que la comedia representa solamente el lado vulgar de lo sublime implicaría caer presa de la misma lógica. La comedia también puede apuntar hacia arriba, no solo por una afortunada composición, como suponía el Pseudo-Longino, sino con sus propios medios y aspiraciones. Se trata aquí solamente de indicar el punto de partida y de la necesidad no solo de una accidental y superficial caída en el abismo, sino de profundizar precisamente en él. La estética juega a ser solamente el espíritu que aletea sobre el abismo, pero es necesaria una auténtica zambullida o inmersión en lo profundo. No es casual, me parece, que sea tan difícil dar con una palabra que implique ese movimiento inverso, aunque complementario y previo, al que se efectúa en el vuelo hacia lo sublime. No se niega, repito, la posibilidad de lo sublime, sino solo se quiere hacer énfasis en el hecho mucho más común estar abajo. No todos los días se encuentra o se efectúa algo sublime. De otra manera no sería sublime, sino cotidiano. El antónimo griego del verbo Ὕψόω, exaltar, elevar, llevar a lo alto —del cual trata la obra del Pseudo-Longino— es Ταπεινόω, esto es, humillar, rebajar, pero también, allanar, estrechar, empequeñecer. Amplificar los rasgos menudos era la tarea que el Pseudo-Longino le atribuía a la sátira. Una sensibilidad cómica camina en la misma dirección, y antes de ensayar cualquier proyección desde el suelo, se nutre más bien de él, incluso, a pesar de él. A expensas de Pope, o traicionándolo completamente, creo que es posible utilizar sus valiosas intuiciones para revalorar ese extraño —pero también extrañamente frecuente— fenómeno de caer, abundar en cosas bajas y vulgares, tropezarse y regodearse en el tropiezo.

Una de las primeras cosas que señala Pope, es la abundancia, copiosidad y profusión de la creación baja y común. A diferencia de lo sublime, que es poco frecuente y escaso, los artistas del suelo parecen crear de la manera más fácil y producir de manera casi compulsiva. Los estantes están a reventar de libros—y se puede suponer que más de un museo también— solo por la acción y obra de este tipo de artistas. La prolijidad siempre es vista con cierta sospecha, como si la cantidad fuera un criterio para determinar la baja calidad de una obra. La cantidad parece ser el criterio que distingue, vagamente, entre la creación y la producción. Mientras que la producción se asume como una actividad rápida y en serie; la creación, por su parte, es lenta y poca. Pero, independientemente de su calidad, lo cierto es que uno termina rodeado —de forma muy literal— más por este tipo de obras que por cualquier otro que sea considerado sublime. Y si la formación del gusto, y de la percepción misma, tiene alguna relación con los objetos que consideramos sublimes —pocos en el mejor de los casos— estas otras obras que se presentan en forma de plétora y copiosidad deben tener también un lugar preponderante en la formación de la sensibilidad. “El gusto por el Bathos está injerto en el alma del hombre, por la naturaleza; hasta que, pervertido por la costumbre, es formado, o más bien obligado, a deleitarse en lo sublime[10]. Pope, obviamente, apuesta por esta formación, o perversión de la naturaleza, que habilita nuestra percepción de lo sublime. Empero, aunque parezca la opción obvia a seguir en cuestiones estéticas, cierto progresivo refinamiento a partir de objetos más bien burdos, groseros y cotidianos, no deja de ser una apuesta carente de riesgos. O una simple apuesta, en toda la extensión de la palabra. No solo no es algo seguro el adquirir el gusto por lo sublime, o el ser capaces de aspirar a la sublimidad, sino que también es altamente probable que, aunque sea por accidente o incluso sea parte de la formación, se caiga en el sublime fallido, y pase a engrosar las arcas de lo ridículo, en el sentido del Pseudo-Longino. El miedo al ridículo, más que la aspiración a lo sublime, es también una importante fuerza motora de la actividad artística. Pero incluso aceptando cierta cuota de ridiculez como el precio a pagar por el acceso a lo sublime, sigue habiendo un déficit, o merma, para la sensibilidad. En toda apuesta hay una suerte de sacrificio, casi siempre algo más preciado de lo que parece, que se expone al menoscabo, a cierta posible disminución. En aras de lo sublime, es posible perder más de lo que se gana. El caso de Pope resulta ejemplar en más de un sentido. Fuera de buscar una querella para quitarle a Pope el destacado lugar que ocupa en la creación literaria y la crítica, es posible, no obstante, el poner en tela de juicio su apreciación del mundo literario —o su mundo sencillamente— al igual que la estima que le representa lo que el mismo denomina Bathos. No digo que haya fingido su desprecio por todo lo que consideraba bajo, sino que realmente no era capaz de apreciar lo que de bueno pudo haber habido ahí. Si lo bajo, el consumo inevitable del mismo, tanto hoy como hace casi cuatrocientos años, resulta ser, en cantidad, mucho muy superior a lo que se considera como sublime, más común, más cotidiano y, en este sentido, más cercano e íntimo, estamos frente a una situación paradójica que no deja de tener alguna relevancia para la estética. Pope, traductor de Homero y hábil comentador de Shakespeare, cautivado por completo por la luz que se desprende de la obra de estos, parece completamente ciego a las posibles —necesarias, aunque escasas— virtudes y aciertos del mundo que lo rodeaba. El ingenio y talento artístico de Pope, ciertamente, es envidiable, pero su capacidad de apreciar y percibir los objetos poéticos que se le regalaban en profusión, es incierta y problemática. El celo por lo sublime abre la puerta a un dualismo empobrecedor. Por un lado, se encuentran los objetos sublimes, Homero y Shakespeare, sujetos de nuestra admiración, emulación y apreciación; por el otro, el Bathos, lo bajo, objeto, en el mejor de los casos, de escarnio y desprecio. Lo sublime, cuantitativamente, solo puede aspirar a ser un uno por ciento del material que se ofrece a la percepción. Lo bajo, el restante noventa y nueve por ciento, en el cual nos movemos y somos, se presenta solo bajo la lupa de lo des-preciado, o en el peor de los casos, no aparece en absoluto. El Ricardo III de Shakespeare, en medio de la desesperación de la batalla, ofrece cambiar su reino por un caballo. Toda la riqueza de su reino, cada minúscula preciosura, se intercambian por un solo objeto. La opción de Ricardo III, puede, sin embargo, justificarse. Pope, y muchos de nosotros, en cambio, hemos efectuado un intercambio no menos dramático y lleno de consecuencias. Ingenuamente, no sin una cierta dosis de puerilidad, muchos intercambiaríamos el mundo entero de la percepción, en toda su vulgaridad, por un Shakespeare o un Homero, a final de cuentas, un simple caballo.

No es inimaginable que un genio artístico nutra sus talentos y habilidades en el estricto ejercicio de la lectura y el seguimiento de los clásicos y demás objetos sublimes. No obstante, parece también sensato admitir que la caterva de lo bajo y lo no sublime juega un papel importante, sino en la creación, al menos en la formación de la sensibilidad. Cuál es el nivel de influencia sobre la obra de Pope —sobre su estilo y creatividad— que tuvo el tropel, auténtico abismo, del Bathos en que se encontraba inmerso, requeriría de un análisis mucho más puntual para ser determinado. Pero que ese Bathos representó el suelo desde el que despegó, con el cual comparó su obra y procuró mantener su distancia, resulta innegable. Su denuncia de los espectáculos de arlequines y magos hace suponer que, al menos, puso atención a más de uno de ellos. No es posible estar sumergido en un mar de vulgaridad y no estar empapado, en grado mínimo si se quiere, de ella. El propio Pope reconocía, aunque irónicamente, que, en las obras que forman y provienen del Bathos, existía cierto arte, forma o técnica que informaba tales creaciones. Muchos de estos intentos, muy probablemente, resultaron en obras fallidas, ridículas, pero en forma alguna podían ser consideradas solamente como meras puntadas, ocurrencias, o ventosidades espurias del espíritu. Y aunque ese fuera su valor, no carece, precisamente, de cierto valor. Frente a las obras de Homero y Shakespeare, nutridos solamente de su contemplación, hay muy pocas opciones para la acción. Kant escribía: “La satisfacción en lo sublime merece llamarse, no tanto placer positivo como, mejor, admiración o respeto, es decir, placer negativo”[11]. Lo sublime no es, en estricto sentido, una invitación a la creatividad, sino más bien, una suerte de restricción[12]. Se requiere de un talento e ingenio como el de Pope para ensayar la composición de una obra después de haber contemplado lo sublime. Pero esa composición, en todo caso, guarda con respecto a lo sublime una relación de humilde respeto y resignación. ¿Qué clase de persona intentaría componer un poema épico después de leer a Homero, o una tragedia después de haber leído, analizado, y visto, el Macbeth de Shakespeare? Solamente, me parece, alguien de extremo talento, o bien, de una suprema candidez, rayana en la bobería, como el comediante. Qué valor pueda tener la obra del bobo, no puede juzgarse, pese a estar casi seguros de su resultado, de antemano. Las obras que no son sublimes, sino ordinarias y comunes, invitan con todos sus defectos, de manera casi involuntaria, a la creatividad. Su calidad de estas producciones puede estar en tela de juicio, al igual, estrictamente hablando, que cualquier otra obra, pero ya es una buena señal el invitar a hacer caso omiso a los límites del respeto y aventurarse en el ámbito creativo. Puede deberse a cierta irresponsabilidad o falta de expectativas, pero frente a las obras del Bathos, la respuesta es una casi instintiva creatividad. Sea para corregir la plana, llenar los defectos que quedaron expuestos, o simplemente para continuar con otra contribución de similar tono —o contrario, como en el caso de Pope— el Bathos despierta el cosquilleo de la inventiva. El tratado Peri Bathos no solamente se escribe en contra de él, sino gracias a él.

Otro de los rasgos principales del Bathos indicado por Pope, además de su prolijidad, es su insistente tendencia a lo cómico, a pesar suyo muchas veces, pero también buscado con intencionalidad. Cabe sospechar si ese fondo es el resultado de innumerables fracasos en búsqueda de lo sublime, o más bien, si su naturaleza es intrínsecamente cómica. En todo caso, ese fondo es el ambiente en el que arlequines y magos se mueven en completa libertad, la cual, a su vez, se logra de manera perfecta solo desde el anonimato. Los artistas que son denunciados por Pope como los mejores representantes de esa poética del Bathos, guardan, a pesar o posiblemente gracias a Pope, un registro mínimo en la historia. Algunos de sus versos, aunque bajo la sorna de lo sublime, alcanzaron una trascendencia difícil de aquilatar. Su objetivo no es llegar a ser lenguaje poético, sino lenguaje popular. Su labor principal se ubica en su presente, en cincelar y labrar la forma y contenido de su tiempo. La tarea del artista del Bathos tiene algo de tectónico. No se trata tanto de forjar un objeto o una obra, como de la construcción de los cimientos, de allanar y enriquecer la tierra que sostendrá y nutrirá la labor de otros artistas de todo tipo. Aunque con ironía, Pope alcanzó a percibir una suerte labor de artística subterránea, de catacumba: “¿Acaso no hay una arquitectura de sótanos y bodegas? ¿Acaso no hay habilidad en la construcción de diques? ¿Un arte de zambullirse, al igual que un arte de volar?”[13]. Substancia quiere decir, literalmente, lo que está debajo. En la medida en que es pertinente hablar de una substancia poética, a partir de la cual se extraen formas, materiales y asuntos, tiene que ser en el sentido de un estar al fondo, como una mina de la cual se pueden extraer todo tipo de piedras preciosas. Cierto, también hay lodo, cieno y barro, probablemente en mayor medida que diamantes, pero es imposible pensar un diamante que no haya estado rodeado, abrazado, nutrido y apapachado, por el Bathos. No deja de reflejar cierta ingratitud el que genios como Pope y otros no hayan mostrado hacia lo bajo otra cosa que ironía y puyas, mientras que los de abajo, los alfareros y orfebres de la poesía y el arte ­–muchos de los cuales, según el adagio, terminan siendo críticos– no dejen de expresar su admiración y orgullo hacia él. Lo bajo solo puede ser considerado como tal cuando se le contrasta con el vuelo de lo sublime. No obstante, quizá sea asumir demasiado el pensar que todo poeta apunta cada una de sus creaciones hacia arriba. Muchos de los diligentes y prolijos obreros del Bathos apuntan, más bien, hacia las bóvedas y sótanos, de manera directa y sin escalas, hacia lo risible. El mal llamado poeta menor, lleno de fracasos más que de aciertos, no es más que la punta de un inmenso iceberg. Lo sublime es la punta de la punta, el diamante que fue producido a partir de los mismos elementos que el carbón, y con el trabajo lento y aprensivo de las capas de la tierra.

El descenso al Bathos es el descenso a lo cómico. Pero no solo al escritor de comedias y otras ingeniosas obras, sino al mundo del arlequín, del cuenta chistes, del que trabaja solamente para producir gracia, cuya recompensa se limita muchas veces a una efímera risa. Es casi necesariamente anónimo, pero su trabajo construye los cimientos, los sedimentos desde los cuales crecen y se edifican las obras mayores. En su descenso al Bathos, aunque sesgado por su ironía, Pope reconoce una suerte de sensibilidad cómica, así como toda una caterva de ocupaciones que se encuentran en ese fondo. “Él —el artista del Bathos— se considera a sí mismo como un pintor grotesco… Pintará a Aquiles con la paciencia de Job; a un príncipe hablando como un bobo; a una dama de honor vendiendo baratijas; un hombre común hablando como un filósofo; y a un fino caballero como un estudioso”[14]. Esa clase de acciones, los bruscos cambios entre ellas y la diversidad copiosa y variada de personajes —es probable que Pope esté describiendo una sola obra— describen prácticamente una presentación de índole cómica. Guarda, en particular, más de un punto en común con ese otro gran movimiento artístico europeo, contemporáneo del Renacimiento, que hizo de la comedia su principal labor y que voluntariamente se esforzó en no dejar documentos que registraran su paso por el mundo: la commedia dell´arte. Moreira dice en su estudio sobre dicho movimiento: “Tal vez haya que aceptar la comedia como un raro arte teatral cuyo mayor mérito ha sido su peculiar forma de pasar por el mundo sin dejar nada cerrado… Un esfuerzo por profesionalizar una actividad generando el sustrato donde se edificaron teatralidades modernas”[15]. Y en un sentido más profundo, cabe pensar en toda esa población errante y anónima, compuesta de todo tipo de personas y talentos, nómada y sedentaria al mismo tiempo, que trabajaba a cambio de monedas, aplausos y sonrisas, enriqueciendo la cotidianidad. Solo una tierra fértil produce fruto, y la sal que da sabor y fecundidad a la tierra, auténtico caldo de cultivo y convocatoria a la creatividad, es el Bathos cómico. Cualquiera puede caer, pero no todos pueden caer con gracia. Dice socarronamente Pope: “Habilidad es hacer algo sin un genio”[16]. Es decir, cualquier genio puede hacer una obra de arte genial, la cuestión está en hacer algo genial sin ser un genio, a fuerza de pura habilidad. Un genio, si realmente lo es, no tiene que esforzarse tanto, sino que una buena parte de su genialidad radica en la ausencia de trabajo agotador. Los genios no sudan. En cambio, el comediante lo deja todo en el escenario, cuerpo y alma, para cosechar un par de sonrisas. Al no poder depender de su genio, compensará con toda clase de piruetas, acrobacias y esfuerzos. Esa es la forja de lo ridículo, que Pope gustosamente hubiera borrado de la faz de la tierra. Afortunadamente, es imposible hacerlo. Pope ni siquiera sospechaba que todo genio, incluso él, tiene a su disposición, acechando y cuidando siempre, susurrando palabras y motivos al oído, al ingenio popular. La amabilidad de lo vulgar cobija y sostiene siempre, incluso a pesar suyo, el vuelo hacia arriba del genio.

Bibliografía

  1. Kant, Immanuel, Crítica del juicio, TECNOS, Madrid, 2015.
  2. Moreira, Cristina, La commedia dell´arte, un teatro de artesanos, Inteatro, Buenos Aires, 2015.
  3. Nead, Lynda, The female nude, Art, Obscenity and sexuality, Routledge, London, 1992.
  4. Pope, Alexander, The major works, Oxford University Press, New York, 2006.
  5. Pseudo-Longino, De lo sublime, Ediciones metales pesados, Santiago de Chile, 2007.

 

[1] Los otros dos pilares serían la Poética  de Aristóteles y el Ars poética  de Horacio.
[2] Immanuel Kant, Crítica del juicio, ed. cit., p.162.
[3] Lynda Nead, The female nude. Art, obscenity and sexuality, ed. cit., p. 26.
[4] Pseudo-Longino, De lo sublime, ed. cit., p. 9.
[5] Ibidem, p. 88.
[6] Ibidem, p. 95.
[7] Ibidem, p. 82.
[8] Uno de los personajes cómicos por excelencia, inmortalizado especialmente por la Commedia dell arte italiana. Sin mencionar siquiera la inmensidad del material fílmico y literario que gira alrededor de la figura del joker. Cristina Moreira, en su trabajo sobre la Commedia dell´arte, propone la palabra de origen nórdico Hellekin o Helle Kin, como un posible origen de la palabra. Representa el reflejo diablesco de Odín y era uno de los personales principales en los carnavales medievales. (Moreira, Cristina, La commedia dell´arte. Un teatro de artesanos, Inteatro Buenos Aires. 2015, p.112)
[9] Alexander Pope, The major works, ed. cit., p. 201.
[10] Ibidem, p. 197.
[11] Immanuel Kant, Crítica del juicio, ed. cit., p.162.
[12] Goethe confesaba, por ejemplo, que tenía que dejar a un lado las obras de Shakespeare para poder atreverse a escribir. “Un hombre que produce no debe de leer más  que una de sus obras al año, si no quiere aniquilarse” (Eckermann, Conversaciones con Goethe, Porrúa, México. 2007, p. 125) La continua contemplación de lo sublime encierra cierta esterilidad, o al menos, la infeliz conclusión de que no vale la pena intentar escribir lo que otros ya han dicho mucho mejor que él.
[13] Alexander Pope, The major works, ed. cit., p. 200.
[14] Ibidem, p. 201.
[15] Cristina Moreira, La commedia dell´arte, un teatro de artesanos, ed. cit., p. 97.
[16] Alexander Poper, The major works, ed. cit., p. 234.