La partición de Nancy. Democracia y filosofía

La partición de Nancy.  Democracia y filosofía

 

Gérard Bensussan /Trad. Maria Konta

 

Tiene que haber disyunción y separación […]

porque nada vale la pena por sí solo, simple y sencillamente.[i]

Jean-Luc Nancy

[H]e aquí […] algo común que es la existencia […]

que tiene en todas partes un mismo gusto (gusto del hombre).[ii]

Jean Dubuffet

[i] Jean-Luc Nancy, La Naissance des seins (Valencia: École régionale des beaux arts, 1996), p. 69.

[ii] Jean Dubuffet, L´Homme du commun à la ouvrage (Paris: Gallimard, 1973), p. 42.

 

 

 

Me gustaría decir unas palabras sobre el título de esta intervención y explicarme sobre este acercamiento a la memoria de Jean-Luc Nancy a través de la política y la democracia.[1] Una aclaración preliminar: haré aquí como siempre lo he hecho con Nancy, como si él estuviera allí, frente a nosotros, es decir, entraré en discusión con él, en discordia también. Ésta es la única manera de poder decir algo sobre sus pensamientos y mi deuda con él. En una hermosa película que le dedica Philippe Poirier, Nancy dice, al final, que no recordamos a los muertos que nos son queridos a través de fotos, recuerdos, huellas, aunque todo eso importe, sino por esto: “Los escucho que me responden”.[2] Y es precisamente esto, que al escucharlos respondernos, que reconocemos que nos son queridos.

 

Y a Jean-Luc Nancy, lo escucho responderme y objetarme en los comentarios que voy a hacer, sobre él, con él, lejos de él – casi podría reconstruir su voz, sus palabras, sus reservas, a partir de lo que yo mismo diré aquí sobre la democracia.

Porque era de política de lo que más hablábamos, él y yo, no tanto de la “política partidista” como dicen, aunque también, sino a partir del tema que fue y permaneció en el centro de su pensamiento, la comunidad, a la que se aferraba, contra ciertas objeciones provenientes de sus amigos, de su amigo Philippe Lacoue-Labarthe, de su amigo Jacques Derrida- yo tuve mi parte en ello. En torno a esta línea radiante de la comunidad, en el intercambio con Jean-Luc Nancy, como dije, la política, lo político, su autonomía y la democracia, fueron los temas más constantes, aunque a menudo mezclados con otros, más o menos relacionados, el sentido, lo religioso, lo literario, lo dialéctico, el judaísmo- a través de los cuales la consonancia de los pensamientos, que estaba entre nosotros como una armónica espontánea, se decía y solo podía decirse volviendo a las diferencias, según las entonaciones contrastantes y los acentos distintivos. En su obra, tan abundante y polimorfa, hasta el punto de que nada de lo que el lenguaje filosófico soporta decir le resulta ajeno, la cuestión política está continuamente presente, y hasta el final (¡Democratie! Hic et nunc, 2019, pero incluso Cruor o Mascarons de Macron, 2021, o incluso Exclu le Juif en nous, 2018), pasando por Verité de la democratie (2008) o la entrevista de 2011, Politique et au-delà, sin olvidar los grandes textos sobre la comunidad. Una constante, por tanto, sobre todo porque más es imperativo rastrear este pensamiento político de Nancy en la creación, en 1980, con Lacoue-Labarthe, del Centro de investigaciones filosóficas sobre lo político.

Mi intención no es histórica, de desandar o de genealogía, de esta constancia o de esta insistencia. Simplemente, quisiera partir de la observación de esta preexistencia. Nancy pensó en la cuestión política y, a través de la comunidad, ésta se vincula, de manera única, a la de la democracia. De esto es de lo que me gustaría hablar, de la democracia.

Antigua cuestión griega, como la palabra, que históricamente alberga y abarca una fricción muy antigua. Por modismo profesional y por razones que también se relacionan con lo que está constituida la episteme filosófica, es decir, una demarcación radical de la doxa, una mezcla de saber y de no-saber, de ser y de no-ser, los filósofos han tenido una relación poco obvia con la democracia.

La filosofía solo puede alcanzarse si se autoestablece contra la opinión y su reinado. Según su régimen de pensamiento, la democracia que sanciona por ley el dominio institucional de la opinión más numerosa, solo nos puede dejar perplejos. Claude Lefort observó, fingiendo estar sorprendido, que los filósofos más sutiles y más eruditos se mostraban incapaces de reflexionar sobre algo que era consistente sobre la democracia como experiencia. Hablaba, en este contexto, de la experiencia democrática- lo que en parte se cruza con la existencia democrática o incluso con “la experiencia de la libertad”, para usar el título de un gran libro de Nancy.[3]

Esta dificultad es central y está muy bien identificada en Arendt, por ejemplo, cuando moviliza el análisis kantiano del dispositivo estético, basado en el juicio reflexivo tal como lo ejerce el gusto, y que ella transpone las estructuras y las funciones en el espacio político pensado como lo que sucede entre los hombres, entre todos los hombres.

Partiré de esta expresión, la existencia democrática, comenzando por citar a Nancy:

 

“A la democracia le compete más que un desafío político. Lleva consigo la exigencia de una coexistencia […] sustraída de las dominaciones […]. El sentido no designa el sentido proyectado en un más allá trascendente […]. Por el contrario, designa el movimiento por el cual el hombre se trasciende a sí mismo dentro de su existencia finita. […] Es una acción, una conducta, es el proceso de una existencia. […] La democracia abarca […] el sentido mismo de la existencia humana. No es una opción política, sino la política en tanto que permite el libre ejercicio de este sentido”.[4]

 

Esta existencia democrática también se entiende según un “compartir igualitario y exigente del pensamiento como responsabilidad absoluta del sentido”.[5] ¿Qué podemos aprender de esta articulación entre la existencia democrática como un compartir de sentido y la democracia como algo que no podría reducirse a un régimen político particular, pero que es también eso –esta es también la dificultad, que fue señalada en la decepcionada observación de Claude Lefort?

Según Nancy, la existencia designa una facticidad sin esencia a través de la cual comienza la prueba de un sentido. La experiencia de un compartir del ser, la existencia se existe, si se me permite decirlo, a costa de una ruptura del yo con la infinidad del yo, es autotrascendencia: “El sentido no designa la significación proyectada en un más allá trascendente […]. Por el contrario, designa el movimiento por el cual el hombre se trasciende a sí mismo dentro de su existencia finita.”[6] La democracia, por su parte, es una forma de existir, algo muy distinto de un conjunto institucional de normas jurídicas o de un hecho o naturaleza determinados. La existencia democrática precede a la esencia de la democracia. Como forma de existencia autotrascendente, la democracia, y solo ella, constituye el espacio político concreto donde lo político dice y muestra el más allá de sí mismo sobre el cual no tiene control (esto es ciertamente lo que dio lugar a la distancia tomada por Nancy con respecto a la teoría foucaultiana de la biopolítica). La democracia da testimonio de su incompletud en esta autotrascendencia, en esta trascendencia sin trascendente o según una inmanencia con el más allá (“un ateísmo con Dios”, decía Nancy del judaísmo). Esta relación no-relación, relación con lo inconmensurable, no necesita plantear ni suponer la hipóstasis de un ser absolutamente trascendente. Tradicionalmente, ser trascendente es no tener una medida común con otro término infinitamente superior y absolutamente externo. La trascendencia, por tanto, califica una “relación” con un término con el que no se puede poner en relación. ¿Cómo podemos hablar de trascendencia sin implicar la existencia de un ser absolutamente trascendente? Mostrando que podemos establecer, por ejemplo, una relación de superioridad entre x y y, sin tener que admitir la existencia de un ser absolutamente superior[7]: Nancy nos autoriza a hablar de trascendencia de este modo, sin hipostasiarnos, según un movimiento infinito trascendente-a.

La auto-trascendencia de la democracia reside en una relación consigo misma que sostiene, ordena y recomienda un distanciamiento de uno mismo, una relación con lo que no es uno mismo, no según un límite topográfico que no debe ser superado, sino en virtud a una heterogeneidad irreductible y diseminada en su omnipresencia. Hay en esta auto-trascendencia algo que pertenece a ese “gusto por el hombre” del que habla el pintor Dubuffet, su sabor y su carácter. La abstracción formal que se le ha criticado a la democracia (“burguesa”) se debe al vacío que permite existir y que la rodea. La crítica comunista pretende llenar el vacío de una forma con plena realidad, con el deseo de ir más allá, para abolirla mejor, la barrera de la legitimidad contra la que choca inexorablemente la democracia. Por lo tanto, le gustaría remediar esta ausencia de democracia desformalizándola, haciéndola inmanente al pueblo. Tocqueville, en numerosos textos, percibió por el contrario en “la cuestión de las formas” una tendencia profunda de las sociedades democráticas apegadas a los principios abstractos en los que se basan y una contra-tendencia innata a cuestionar, en nombre de la “necesidad de llegar al fondo de las cosas”, todo lo que es “formal”.[8] La forma no es otra cosa más que el juego creado en la democracia entre uno mismo y uno mismo, la producción de una brecha y sus variaciones. La democracia también está siempre al borde de un abismo, siempre más o menos en “crisis”, como por cierto el capitalismo, según un paralelismo observado por Marx.

De la política (sobre)determinada por la democracia, de la política democrática, podemos decir que es la política de la no-autonomía de lo político. La democracia asigna a la política su parte viva, compartible, puesta en común, al mismo tiempo que libera en su misma práctica la parte incompartible, no-política, quizás abismal de nuestras existencias. ¿Qué es esta parte incompartible?

Más allá de las formas democráticas y de sus múltiples configuraciones, aparece, se muestra, “más íntima de mí mismo y más elevada que yo mismo”, como el Dios de Agustín. Esta parte indivisible no es una parte, por supuesto. “Divina”, supera la política y sus particiones terrenales. Para no hacer de este verbo exceder y de este nombre de exceso un asilo de ignorancia, digamos que es simplemente aquello que se excluye de la partición democrática, una exterioridad que realza aquello de lo que es en el exterior en exceso sin determinarlo, una “experiencia” enteramente en sintonía con lo que nos dice el sentido mismo de la existencia, una trascendencia sin trascendente. La política comparte, divide en varias partes, en partidos políticos y partes compartidas. Decir “partición del sentido” (Nancy) o a fortiori “de lo sensible” (Rancière) para describir la política, o incluso la política “comunista”, es nombrarlos bien. Pero tal vez sea demasiado poco para determinar los procedimientos, los contenidos, las prácticas, las deficiencias.

Porque esta partición es menos del Sentido, en el sentido del sentido que instruye, que de un sentido ya y de antemano compartido: partición del sentido de la partición y de lo compartible, o de lo que generalmente se llama sentido común, compartido de antemano, o sentido común, igualmente repartido. Obviamente, pensamos en las primeras líneas del Discurso del método, aquí menos en las diferenciaciones epistemológicas que en sus armónicas políticas; a granel: “El sentido común es lo más compartido en el mundo”, “no es verosímil que todos se equivoquen”, “la facultad de juzgar bien […] el sentido común o la razón es naturalmente igual en todos los hombres”, “la diversidad de nuestras opiniones no proviene [de la desigualdad] [… ] sino de donde conducimos nuestros pensamientos por los diversos caminos,” “nunca he supuesto que mi mente fuera en modo alguno más perfecta que la del hombre común.”[9] Brunschvicg, Sartre y otros vieron precisamente en estas fórmulas y en su paleta cartesiana la entrada histórica del “democracismo.”[10] Sin embargo, hay que recordar que Maquiavelo propuso una versión estrictamente política de este democratismo al afirmar que “las personas, aunque ignorantes, son capaces de conocer la verdad.”[11] La fórmula es muy destacable. Al contrario del socratismo que irriga toda la tradición, se basa en esta idea de que la gente no sabe que sabe. Presa de su deseo de saber, Tales cae en un pozo mientras examina el cielo. Maquiavelo no se arriesga a este tipo de caídas, tiene los pies sobre la tierra. En su carta a Vettori, cuenta sus días en el campo, con los leñadores y carniceros, en la taberna, él mismo atrapado en riñas, con la pequeña “gente,” y por la noche entablando un diálogo silencioso con los grandes autores clásicos. Apegado a la “verdad efectiva de la cosa”, observa que es precisamente esta verdad de la Cosa misma de la que los hombres son capaces, “aunque ignorantes.”[12] Atento a esta paradoja del “pueblo,” Maquiavelo se opone a la utopía política platónica de la concordia, unidad y armonía de la Ciudad, a riesgo de un nihilismo progresivo, incluso de lo que hoy llamaríamos populismo. Siente que hay libertad para el pueblo, ya que es el protagonista de la política. Llama a esta libertad “tumultuosa” para explicar mejor que debe ser más o menos domada por un príncipe honesto y virtuoso. Este tumulto del pueblo es de hecho la expresión de su capacidad para una verdad que no saben que conocen. Podríamos afirmar como casi regla que la democracia solo se produce a partir de esta reserva productiva, un pueblo ignorante que, sin embargo “sabe”, y no bajo la condición de que las “luces” del conocimiento disipen la ignorancia. Tocqueville observó con interés la enorme realidad de esta discrepancia, precisamente sobre el sentido común: “América es, por tanto, uno de los países del mundo donde menos estudiamos y donde mejor seguimos los preceptos de Descartes.”[13]

Podemos ver claramente que la existencia democrática surge de una llamada al compartir, lo que significa eficacia y complejidad. Esta llamada no es en modo alguno la del ser o del logos, sino la del “sentido común”, que pone su confianza en el Schein, en la apariencia indistinguida de la “esencia”, el instrumento comercial del “platonismo”, es decir, de la filosofía perenne que Rosenzweig aseguró que perecería tan pronto como la esencia se desapareciera como el más allá de la apariencia. Soviel Schein, soviel Sein, según la traducción fenomenológica heideggeriana de esta trivialidad democrática. Podríamos decir que la democracia no puede acompañar la vieja distinción metafísica entre el ser y el aparecer, de la que comúnmente se alimentan conspiraciones de todo tipo. Por una razón evidente: se ponen a prueba pública y común las máximas, en un espacio de aparecer proveniente de esta llamada fundacional a la “partición igualitaria y exigente” de una sabiduría práctica y responsable, asociada a la opinión.

Por lo tanto, si la política es partición y si esta partición es sentido, entonces debe confrontarse a la cuestión del sentido común y entrar en una relación crítica con lo que la filosofía dice tradicionalmente al respecto. Es a este precio, y sin prejuzgar las diferentes líneas que se podrían tomar o dejar, que la democracia tiene alguna posibilidad de ser pensada, por la filosofía, por los filósofos. De ahí surge una definición elemental de la democracia, como base y fundamento, e incluso como condición de todas las democracias futuras (Derrida). ¿Cómo reconocer una democracia, sin calificativos, sin cualidades, sin determinantes, simplemente una democracia? Esto se debe a que hace posible, desde la cuestión de la partición, la existencia por encima del carácter apolítico incompartible de nuestras existencias, que garantiza su apertura sin tener que asumir la carga ni asumir sus contenidos. La democracia solo existe gracias a una política separada de lo que va más allá de ella. Pero estas fronteras son áreas grises, nunca clara y definitivamente fijadas, que por naturaleza se mueven según los diferentes estados de la relación entre “las costumbres” y “las leyes”. El sentido común, es decir, la partición de la comunidad y la comunidad de la partición como algo sensato para todos y para cada uno, gobierna esta incierta separación entre oikos y ágora, entre lo privado y lo público. Los políticos se están aventurando en este istmo. Pero en el fondo, “dondequiera que esté el hombre”, este camino estrecho y peligroso se abre como una franja de tierra bordeada por aguas amenazadoras. El artista también se involucra en ello, pero con una intención diferente: ya no poner a prueba los límites del yo en las dimensiones de la partición y recordar estos límites del campo, sino ser testigo, más allá de cualquier comunidad, de una explosión proveniente de las profundidades telúricas de “el hombre común en la obra”.

Esto es lo que muestra, en el libro que lleva este título, el impulsor del “art brut”, el pintor Jean Dubuffet. Cree que “dondequiera que haya hombre”, hay un “poder de invención”[14] que las obras “brutas” solo sacan fuera de sí mismas, ex -ponen. Una obra del hombre (de lo) común, ¿es el art brut un arte “democrático”, en la medida en que la pregunta tiene alguna relevancia? Aquí solo intento extraer algunas preguntas útiles para mi discusión sobre la democracia, y no cuestionar la validez estética de las proposiciones de Dubuffet. Este arte “anti-genio”, que es art brut, en su rechazo de todo elitismo romántico, está impulsado por un impulso profundamente igualitario: “dondequiera que esté el hombre”, hay a la vez partición y no-partición, común e irreductible a este común. La expresión “dondequiera que esté el hombre” es significativa y rica. Intenta escapar tanto del humanismo abstracto y universalista como del esencialismo de las identidades particulares. Dondequiera que esté el hombre, por tanto, se impone la idea cartesiana de una partición equitativa del talento, de la expresividad, de la capacidad de exteriorización, esa es la palabra de Dubuffet. Llamaremos democrática a esta forma de organización donde el colectivo está ahí únicamente para dar expresión común a una capacidad igual de exteriorización del yo en la obra. Para la democracia es necesario que exista el “hombre”. Sus propias dificultades provienen de esta colisión entre un régimen donde se institucionaliza una multiplicidad anónima y una exteriorización hiperindividual y bruta, donde lo primero tiene que permitir lo segundo, y este último contraviene lo primero. La democracia será necesariamente el lugar conflictivo de un choque entre el registro que Dubuffet denuncia como “cultural,” las instituciones y la práctica “bruta,” en el arte y fuera del arte, dondequiera que haya “de” la “externalización.” El agon democrático sugiere que la “partición” no está simplemente precedida por la exteriorización de lo que se comparte, contrariamente a lo que parecen sugerir muchos pasajes de El hombre común en el trabajo.

La cuestión, al menos en el ámbito político democrático que aquí se tiene en cuenta, merece atención. Desde el punto de vista del arte brut, la exteriorización solo expulsa una interioridad, es “una proyección muy inmediata y directa de lo que sucede en el fondo de un ser,”[15] un “salir de yo lo que [tenemos] más precioso.”[16] Pero este diagrama lineal de una expulsión transitiva del interior al exterior es cuestionado por el propio Dubuffet, en todo lo que dice, por ejemplo sobre la recepción del azar en la pintura, y que sugiere que el arte brut no es una simple cuestión de proyección, la operación de exteriorización de una interioridad previa y sustancial, una especie de expectoración (un crítico pudo decir que Dubuffet representaba “un mundo excremental”). A decir verdad, en ciertos aspectos todo arte es “bruto” y no solo es crudo, así como toda democracia es “directa” en su inspiración, pero no solo es directa porque busca medios, pasajes, canales. La comparación tiene sus límites. Si se puede dar expresión inmediata a la oposición entre las artes culturales y el arte brut sin tener que hacer concesiones, al menos idealmente, la política democrática solo puede lograrse a través de una transacción, mientras que la transacción estética no tendría sentido. El paradigma de la existencia democrática permite comprender que no hay nada antes de esta “exteriorización”, ninguna intimidad sustancial que no pediría más que ser depositada afuera. Esto es lo que la representación democrática intuye y presupone mientras que pone a trabajar a la democracia representativa “en la obra”. La representación es sui generis, incluso si utiliza una novela de orígenes que no es más que su autoficción, la pérdida de un estado de naturaleza en beneficio de un estado civil. Si consideramos con Rousseau que la soberanía, dado que “es lo mismo” que la voluntad general, dice, no tiene por qué ser representada, entonces producirá por sí misma la identidad sustancial y real, “en bruto” del soberano (pero esto requeriría un “pueblo de dioses”, añade sombríamente Rousseau). La democracia representativa se basa en la invención de una diferencia entre el estado de naturaleza y el estado social. Este estado dual le proporciona una base explicativa, la “narrativa” de una “gran historia”. El espíritu democrático tenderá a hacer del organismo soberano una cuasi ficción sin sustancia, lo que en ningún caso le impide, que por cierto en la democracia ocurre lo contrario, ser eficaz y operativo.

La representación, que designa en una misma palabra francesa el principio representativo de la delegación (la Vertretung en alemán), las producciones del entendimiento (Vorstellung) y la “exteriorización” estética (Darstellung), es el sintagma de un cuestionamiento sin resultado definitivo porque se refiere el espacio vacío que queda entre representados y representantes, sus variaciones, su magnitud, su densidad. ¿Cómo podemos exteriorizar sin mediar, mediar sin cerrar, expresar sin representar, existir democráticamente sin que la existencia sufra del gobierno (del pueblo, por el pueblo, para el pueblo) ni del régimen y la institución de la existencia “bruta”? ¿Y cómo articular esas secciones y sus pliegues sin hacer que unos y otros sean “iguales”? Esta palabra, “lo mismo”, es terrible, hasta el punto de tener que ser considerablemente rectificada por Rousseau, quien explica que habría que ser un “dios” para sostener esto “mismo”. Equivalente universal y convertidor polimórfico, lo mismo iguala y desgasta aquello que se separa del todo o se desvía de la verdad. El mandato del “mismo” organiza el ordenamiento de las diferencias reglamentadas por el general. La inesperada crítica de la metafísica que realiza Dubuffet[17] se precipita en este registro. Curiosamente, permite que resuenen algunas razones del juicio kantiano sobre el gusto: lo universal sin concepto se ve amplificado por la necesidad de encontrar lo que no es en absoluto “lo mismo” sino el concepto.

La separación –de lo mismo y del otro, de soberanía y de la representación, de lo Negro y las cosas alquitranadas o satinadas o pulverizadas – es el antónimo de este “mismo”. Forma la condición finita de todas nuestras prácticas. El idealismo especulativo más consumado, el de Hegel, tiene un sueño: producir allí donde reinan las separaciones la absoluta “disseparación” de la realidad- como una mismidad que durante mucho tiempo, casi como un sueño, ha pasado por la resistencia de las diferencias y la prueba de sus alienaciones.

He sugerido en otro lugar que lo que aquí llamo existencia democrática estaba fundamentada en una matriz marrano. Esto se debe a que la experiencia marrana está estructurada por la paciencia experimentada de una separación, de una existencia desgarrada. Implica una separación entre un cristianismo sin fe y un judaísmo sin conocimiento, pretensión y deseo. Se trata menos de un secreto que no puede divulgarse bajo pena de muerte que de una supuesta separación entre el hacer y el decir, lo público y lo privado, lo exterior y lo interior. Como recordó Derrida, es característico de un judaísmo de “no pertenencia”, que significa muy precisamente: que no es “lo mismo” que uno mismo. Soportando la separación de este y del otro, el marranismo prefigura la división del hombre y del ciudadano y, por tanto, la libertad respecto a la religión como una “cuestión privada” que caracteriza el movimiento de la modernidad emancipada de cualquier “servicio” teológico. Es más, o menos, un ateísmo que no es solo teológico y epistemológico, sino a fin de cuentas democrático. La democracia retoma la experiencia marrano –que la anticipó en condiciones particulares– a través de la sanción institucional de la separación, de poderes, órdenes y registros, de vidas vividas.

La separación no es “alienación.” Deja a las existencias el espacio y el respiro que la mera partición o la simple puesta en común correrían el riesgo de ofender si tuvieran que reinar como dueños de todo, sin defecto ni retraimiento, sin ir más allá de sí mismos irreductiblemente ajenos a la política. El “sentido”, lección de Nancy sobre la que debemos meditar, no puede determinarse única y unilateralmente a partir de su asignación “sensible”, es decir de su inscripción articulada en una totalidad, desde su disgregación y su subsunción bajo la unidad de un Todo: comunidad, subjetividad, historia, todas las expresiones transitivas de una intención significativa, ya sea moral, estética o política. Es desde este “punto de vista” de un sentido fuera del sentido que podemos preguntarnos qué sería una desalienación que restauraría lo “mismo” en todas partes anulando la sin-partición.

La mayoría de las veces la democracia se ve amenazada por sus propias inclinaciones, por lo que su estructura se vuelve diacrónica. Por eso debe secretar una vigilancia en su interior, una desconfianza hacia sus demonios íntimos, esas “pasiones democráticas” endógenas de las que Tocqueville habla de envidia. El deseo de la desalienación es una de ellas. De manera positiva, la democracia debe cuestionarse constantemente sobre las modalidades de la separación, por un lado, y su crítica democrática, por el otro, sobre su continuo intercambio, a costa de solicitudes necesarias y a menudo irreconciliables. Es como un barco borracho varado en los hielos del oxímoron; pienso, por ejemplo, en esta “democracia nietzscheana” que “necesitamos”, como dijo una vez enigmáticamente Nancy.[18] El arte, bruto o no, está siempre en el crisol de lo común y lo individual, explica Dubuffet, y al hacerlo rompe con un hacha las aguas heladas del cálculo, la ponderación lógica y el pensamiento binario. Solo puede “ser concebido como individuo[l], persona[l] y realizado[l] por todos.”[19] La democracia también. Debe responder a estas tres dimensiones, lo individual, lo personal, lo hecho por todos, articularlas lo mejor que pueda mediante la invención de una noción de lo común que escape por todos lados, subsumiendo la totalización. El “con” según Nancy, podría perfilar la figura, tanto la posibilidad de un todo (vivir juntos, todos juntos, etc.) como la posibilidad interna de una imposibilidad, de una retirada, de un pliegue, de un sin-conjunto. La partición y la no-partición son heterogéneas, además de ser “hechas por todos” los individuos y las personas –y ¿de qué otra manera podría “hacerse”? ¿Cómo puede existir este hecho-por-todos si permanece separado del individuo? Respuesta, en lo que respecta a la política democrática: bajo el principio de representación, en tanto que sirve narrativamente a la intermediación de los separados. La representación solo mantiene su forma porque escapa del proyecto de abolición de la separación en favor de un gobierno directo, porque toma un camino distinto al del programa de desalienación producido en el seno del pueblo como si lo hubiera secretado de forma natural. Por el contrario, procede de una desconfianza hacia cualquier fin, aunque sea virtuoso, hacia lo orgánico, lo transparente, en definitiva, hacia el todo uno, hen kai pan, Pueblo o Big Mother.[20]

El “odio a la representación”, como se ha podido decir,[21] procede en el fondo del odio a toda separación, entre representantes y representados por supuesto, pero también entre diferentes personas, entre yo y los demás, entre los otros y los mismos, entre arriba y abajo, derecha e izquierda, entre el “país real” y el “país legal”. El motor del resentimiento que hoy anima lo que estúpidamente llamamos radicalismo, que en realidad es el islamismo y el populismo de todo tipo, reside en esta pasión por la no separación que puede convertirse en patologías de lo directo (democracia directa, acción directa, conexión directa con el pueblo, transmisión en vivo, etc.). Lo directo es lo contrario de la transacción, de las mediaciones, de desvíos y de la différance, de la amortización, o de la política genuinamente, de cuerpos intermediarios, de intercesiones, de la palabra. Podemos comprender los impulsos clásticos del odio en la representación-separación, su deseo de ponerle fin, su deseo de abolir todo lo que divide, tantas “pasiones democráticas”. La representación, la delegación y la figuración, son objeto de odio, ya que es, a los ojos de este deseo de lo mismo, lo que malignamente impide que el todo se autototalice mediante la supresión de los antagonismos.

¿Es todo político? Podemos considerar que, tan pronto como hay una auto-totalización del todo, en formas y prácticas circunstanciales, llenado de separaciones, ya no hay política (democrática). Es en este preciso sentido que podríamos decir que el totalitarismo no era político. La política democrática deja ser un total. El todo (como un Uno compartido) sin un exterior (no compartido) no es democrático porque convierte a lo separado/separador en uno, y a lo compartible y no compartido en un todo. La representación democrática contrarresta estas derivas de la política hacia el “misticismo”, en palabras de Péguy, que es a la vez totalización en fusión y efusión y nihilismo de todo o nada. Pero esta dimensión preventiva de la representación puede volverse privativa y reavivar las innumerables formas del deseo de separación. Ella misma no escapa al riesgo de amputar la representación de su singular ambición, inculcando desde adentro del proyecto democrático una resignación insidiosa, una especie de fatalismo de la separación. Para evitar que este círculo salga mal, la representación necesita un correctivo dinámico, temporalizador, una sobredeterminación democrática –a la que he llamado transacción.[22]

La representación inhibe cualquier incorporación directa del poder, cualquier apropiación monárquica de la trascendencia vertical- éste es su menor mérito. Sin embargo, esto no elimina las dificultades y la competencia insuperable, por ejemplo, tomando solo el caso francés de los últimos años, entre las figuras del “presidente normal” y del “presidente que encarna la función”, objetos de deseos opuestos del electorado. En el contexto de estos interminables dilemas de la representación, la transacción está doblemente determinada: es al mismo tiempo una acción de transnavegación, si se me permite decirlo, entre lo que queda de la representación, los opuestos en conflicto –y un objeto, los objetos transaccionales, un acuerdo, una comisión, cualquier instancia provisional. Fija el objeto de la transacción en una forma establecida pero fugaz y revocable, llamada a ser negociada nuevamente. Como mantiene el disenso en el consenso que produce, debe aflojarlo, en un momento dado, y reinventar una nueva negociación.

La transacción es la différance[23] de la política, y la democracia el régimen de este diferimiento y de esta diferencia. Representación y transacción son lugares diferentes, contiguos más que continuos, de una partición política, es decir de una secesión de la parte, de lo limitado y de lo parcial en la comunidad que producen. Hablando a los niños, Nancy les mostró la proximidad de compartir y de partir a partir (!) del latín partire o partiri, “compartir”, dejar atrás el lugar del que se sale, la parte o el lugar donde se abandona. Partir se decía en el siglo XII “irse”, como todavía decimos, “separarse” de alguien, de un país, de un paisaje. La democracia nombra el modo de existencia de esta salida o de esta separación, incluyéndola en la cuestión de los regímenes e instituciones políticos y al mismo tiempo que busca formas de escapar de este campo único. La existencia compartida en la comunidad del ser-conjunto sostiene fuera de sí lo compartido: la democracia vive bajo esta condición de que la “exteriorización” se concede incondicionalmente en la expresión multilocalizada de todas las opiniones según una partición anárquica y diseminada. Es decir, que la libre voz (el grito y el voto) es reconocida por el sentido común y sus particiones.

Este sentido común, porque no determina un orden de significados antes de su puesta en común, designa la partición ordinaria, explícitamente sostenida por la imaginación, de una facultad de juzgar “naturalmente igual en todos los hombres”. Sin esta partición que preceda al compartir en el desarrollo cotidiano de nuestra existencia, el mundo sería seco, pobre, predecible, desprovisto de este “gusto por el hombre” el cual es el toque democrático por excelencia.

La relación con la política, en democracia, es móvil, se desarrolla aleatoriamente en una tensión hacia la conexión de los opuestos, de los irreconciliables, y también en una dramaturgia del conflicto cuya transacción desarrolla las formas desplazándose hacia lugares agonísticos, atravesándolos, buscando maneras de ponerlos en relación hablada entre sí, sin que esta circulación anule los conflictos o aplaste los desacuerdos. La política democrática practica la mediación entre la verdad y la mayoría, para usar las palabras de Tocqueville. Pero esta mediación no es por naturaleza armonizadora o pacificadora. La política es esta hija de polemos, la cual tiene como condición una doble y constante separación: por un lado, la democracia está incompleta por sí misma y por otro lado el pueblo, “oxímoron polimorfo,”[24] como escribe Nancy, está desarticulado de sí mismo. La política es esta guerra más o menos abierta entre adversarios mal delimitados, sin líneas de frente claramente definidas, entre pueblo y democracia, entre libertad y soberanía, entre individuo (las libertades son individuales) y pueblo (la soberanía es popular).

Estas masas críticas, Pueblo y Democracia, individuos y soberanía son inadecuados entre sí, uno no corresponde al otro, como si sus respectivos volúmenes se presentaran en una especie de dismorfia gelatinosa. Al mismo tiempo se buscan sus elasticidades. La existencia democrática existe, y solo existe, si se me permite decirlo, desde el libre curso de esta búsqueda, de este buscarse a sí mismo. La “experiencia de la libertad”, para retomar el título ya mencionado de una obra de Nancy, hace de la existencia una “posición” de hecho o suceso, esa era ya la palabra de Kant, sin esencia. La experiencia democrática de la libertad existe como una posición en una partición infinita del ser. El sentido reflexivo del verbo existir y su sentido transitivo se cruzan y se determinan entre sí. Las formas pasajeras de tangencia Pueblo-Democracia que son objetos transaccionales condensan esta búsqueda, a costa de muchos restos y muchas caídas.

La política democrática, en su vocación íntima, quiere amortiguar, rescatar, mediar, intervenir entre los sujetos del conflicto, pasar de su yuxtaposición a su composición, de la inter-hostilidad al compromiso, a la negociación. Pide la ayuda de la razón, quiere restituirla ante todos y presentar a cada uno las razones del otro, es decir, insertar en un cálculo razonable, en un programa y en unas reglas, lo que no pueden contener, es decir genéricamente el llamado a la justicia, y si es posible a la justicia “ya”, “para todos”. La “negociación”, según la expresión derrideana, se impone sin que nadie pueda predecir su curso. Además, es la única que controla la transformación del derecho, sus refundaciones y los contornos de la política, sus prácticas. La democracia, su paradoja, su grandeza y sus riesgos, nos obliga a inventar un compromiso, pero en nombre de una persona incondicional que no puede tolerarla y que se ve obligada a sufrir mediante la negociación. Derrida mostró claramente esta dificultad respecto a la hospitalidad. La deseo incondicionalmente, sin la menor excepción, pero solo puedo decirlo en mi idioma singular. Hablar ya lo compromete, y ya le impone una transacción entre las particularidades de las lenguas y la universalidad del decir, entre el “dicho” y el silencio. En cierto modo, el compromiso es siempre “imposible” porque de ninguna manera es la contraparte política de la mediación dialéctica. No elimina los dos términos, al menos, elevándolos a un tercero, ahogándolos en la síntesis o integrándolos, en el pensamiento y solo en el pensamiento, en un Sí reconciliador, como dice Hegel. La transacción constituye la prueba de realidad de la mediación especulativa, sin posibilidad de realizarse según el esquema dialéctico. Media entre dos, pero evidentemente no consigue, salvo en el pensamiento, reducirlos a uno solo, según el ideal del Yo filosófico, desde el platonismo más escandaloso hasta el hegelianismo más vulgar. Mediar no es equivocarse, es negar lo que resiste anulándolo en la ficción especulativa.

La brecha que surge en o a través de la transacción surge de una diferencia insuperable entre régimen filosófico y régimen político, entre mediación especulativa y mediación transaccional, por ejemplo. Esta distancia no podrá llenarse nunca con el poder de la lógica fetichizada. Aristóteles reprochó a los platónicos por razonar logikos kai kenos, es decir, de manera verbal y vacía.[25] Pero el razonamiento no puede ser de otra manera más que según una lógica estricta, es decir, vacío de Wirklichkeit, lo que quiere decir lleno de conceptos. La errónea confusión proviene de la creencia de que la lógica puede llenarse de realidad o que la realidad puede fluir hacia la lógica. Entre estos dos regímenes, “vectores” de una “coherencia” inalcanzable, no puede haber continuidad de campo, observa Dubuffet: “La vieja aspiración del pensamiento de abarcar con la misma mirada un campo muy extenso, demasiado extenso, nubla su visión”; debemos emprender la búsqueda de una “filosofía que se ponga del lado de campos fragmentarios considerados uno tras otro sin preocuparse de hacerlos comunicativos […]. [E]sta parte de incoherencia, o al menos de una coherencia menos prolongada, de una coherencia con los cajones” permitiría una “renovación”, “produciría sin duda descubrimientos muy fructíferos.”[26]

La filosofía y la política son, para un pensamiento de la transacción democrática, “dos cajones” imposibles de “volverse comunicativos.”[27] La transacción se realiza constantemente entre lo público y lo privado, por ejemplo, o entre lo universal y lo particular, y se realiza de nuevo, y se vuelve a realizar, sin conseguirlo, se sospecha, un “conocimiento absoluto” en la política. Añadamos que no consiste en hacer valer uno de los universales frente al otro, las engorrosas particularidades. Esta retórica de buenas intenciones republicanas y de valores democráticos, si no perjudica, corre el riesgo de quedar sin efecto y sin influencia política. La transacción implica la reconfiguración continua de los términos entre los que se desarrolla. Al entrar en transacción entre sí, se transforman. Los valores transvalorados no coinciden con los “valores” inscritos en la piedra de las instituciones –si no, en su mismo movimiento, son y tienen un valor.

Contradictoria, la transacción también es pleonástica, es imposible pero no puede no serlo. Su performatividad es la del habla que, por sí sola, la hace ser en su imposibilidad. La transacción es palabra, como dice Aristóteles de la política. Es lenguaje o bien, no lo es, o tal vez está mutilada. Su rechazo, el rechazo radical de cualquier negociación, proviene a menudo del rechazo del lenguaje, de lo que garantiza y compromete en términos de eficacia, del rechazo de lo que separa, el significante y el significado, y de los equívocos que produce en lugar de la unicidad total de la acción inmediata, sin adornos ni diferencias. El odio a la representación, a los intermediarios, a la separación, es fundamentalmente odio al “parlêtre” (Lacan). “¡Basta de palabras, de acciones!”, y si es posible de acciones “directas”, proclaman todos los nihilismos alimentados por el rechazo de la representación, es decir de la simbolización y del lenguaje. “De lo que no podemos hablar, debemos hacerlo”, ¡sin palabras ni discursos, ni consideración del lenguaje! Y lo que hace la acción directa vale inmediatamente y vale todos los discursos.

Ahora bien, ¿qué hay más irreductible que un idioma? ¿Qué podría ser más imposible que una traducción? Y, sin embargo, debemos traducir, incluso si eso significa reducir, traicionar, hacer “comunicativos” los campos fragmentados. En esta imploración del hay que (traducir), que evidentemente no es ni necesidad ni obligación, se esbozan las líneas generales de lo que en otro lugar he llamado una “ética de lo indecidible,” apoyo incierto a la transacción y antídoto al nihilismo. Seguramente ahí reside el drama de la política democrática y del hombre político democrático. El filósofo estaría más del lado de la tragedia. Como el héroe trágico, está solo en su retiro contemplativo (Arendt hace de esta soledad la condición expresa del pensamiento), hacia sí mismo, su verdad, su vida y su camino, sin recurso posible a ningún “mediador.” La tragedia solo puede surgir de la posición irrelevable de alguien atrapado entre el valor y la realidad, el ideal y el mundo, la aspiración infinita y la finitud intransigente, el destino y la vida. Esto se aplica a la tragedia en general, como género y como sentimiento de existencia. Sin salida y sin ayuda, ésta es la tragedia: ni recuperación, ni superación, ni reconciliación, ni compromiso, ni término medio; excluyendo cualquier posibilidad de elevación, resolución o eliminación del conflicto. La tragedia no entiende de política.

La política es anti-trágica por vocación. Pero ella también está incierta. En un régimen democrático se juega entre el riesgo, el fracaso y la esperanza, apegado al acuerdo de las partes, deseable, nunca asegurado. Su dramatismo se deriva de la indecidibilidad que pesa sobre el destino de los sujetos del conflicto. Surge una ética aleatoria y dramática. Amortización de la muerte, para usar una frase de Derrida, la democracia es una diferencia incierta del destino fatal que aguarda. La operación que llamo transacción tiene la responsabilidad de sobredeterminar políticamente la partición de la existencia, de intensificar las formas democráticas de este compartir, posponiéndolo aún más, suspendiendo la tragedia. Lo deja ser, es decir, el exceso de existencia aparece sobre todas las formas de compartir, lo que abre una dinámica de superioridad típicamente democrática. La democracia es la respuesta necesariamente injustificada a restricciones opuestas. Para que haya compartición, las relaciones deben ser iguales dentro del todo compartido, es decir simétricas, reflexivas y transitivas, pactadas. Pero ninguna división es obvia. El reparto está constantemente expuesto a malentendidos entre las partes, a la ambigüedad en cuanto al trazado de la línea divisoria, a la impugnación de las acciones compartidas. Puesto que se trata de “sentido,” su partición no es determinable a partir de su asignación “sensata,” lo dije repitiendo la “lección” de Nancy, como si la partición del sentido no se hiciera sentido de partición solo desde su inscripción articulada en una totalidad de subsunción. La democracia afirma, frente al todo, partes, particularidades, acciones, asegurando que mi voz (mi lenguaje, mi opinión) acceda a su devenir público, a su devenir común, a través de la representación política entendida como un proceso interminable de creación a partir de lo ordinario, lo trivial, el día a día. Al mismo tiempo, su autotrascendencia apunta hacia el más allá compartido, un hueco, un vacío, una intimidad, un bolsillo invisible.

Que la razón del sentido no sea directamente asignable al sentido, que el sentido no esté todo en el sentido: así es como la filosofía podría meditar sobre la cuestión de la democracia y esa de la lo común de la comunidad. Volviendo a los viejos hábitos de pensamiento, y en particular a su pavlovismo de la doxa, no podía descuidar las implicaciones filosóficas del hombre común, el sentido común, el derecho común, la decencia común, de las tradiciones anglosajonas. Un pensamiento o una filosofía democrática, después de Nancy, a partir de Nancy, será cuidadosa en no dejar sin abordar la cuestión de la proximidad de los hombres entre sí y de los hombres y del mundo, es decir, estará atenta a la comunidad del número, a la partición política, y también y más allá, al promontorio de lo irreductible apolítico.

 

 

 

 

 

Bibliografía

  1. Alexis de Toqueville, De la démocratie en Amérique, Garnier-Flammarion, Paris 1981.
  2. Aristote, Éthique à Eudème, traducción Catherine Dalimier (Paris, Garnier- Flammarion: 2013), I, 8, 1217b-21.
  3. Dossier Le partage d’une voix – Jean-Luc Nancy en Les Cahiers philosophiques de Strasbourg n°55, “Partage de Nancy. Démocratie et philosophie”, 2024.
  4. Jean Dubuffet, L´Homme du commun à la ouvrage, Gallimard, Paris 1973.
  5. Jean-Luc Nancy, “Ré-fa-mi-ré-do-si-do-ré-si-sol-sol” en La démocratie à venir. Autour de Jacques Derrida, dirección Maire-Louise Mallet, Galilée, Paris, 2004.
  6. Jean-Luc Nancy, «Répondre du sens» en De quoi sommes-nous responsables? dirigido por Thomas Ferenczi, Le Monde éditions, Paris 1997.
  7. Jean-Luc Nancy, Démocratie! Hic et nunc con Jean-François Bouthors, François Bourin, Paris 2019.
  8. Jean-Luc Nancy, L´Expérience de la liberté, Ed., Galilée, Paris, 1988.
  9. Jean-Luc Nancy, La Naissance des seins,: École régionale des beaux arts, Valencia, 1996.
  10. Michel Schneider, Big Mother: Psychopathologie de la vie politique, Odile Jacob, Paris, 2005.
  11. Nicolas Machiavel, Discours sur la première décade de Tite-Live, en Œuvres complètes, traducción Edmond Barincou et al., Gallimard, Pleiade, Paris 1952.
  12. Philippe Poirier, L´Expérience intérieure. Penser dedans, film, France, 2019.
  13. René Descartes, Discours de la méthode, en Œuvres de Descartes, editado por Charles Adam y Paul Tannery, 11 vol. (1964- 1974), J. Vrin/CNRS, Paris, nueva presentación 1996.
  14. Sophie Nordmann, Phénoménologie de la trascendence libro II: L Humanité, Éditions d´écarts, Paris  2019.

 

 

Notas

[1] Nota de la traductora: El texto original en francés intitulado “Partage de Nancy. Démocratie et philosophie” fue publicado en el dossier Le partage d’une voix – Jean-Luc Nancy en Les Cahiers philosophiques de Strasbourg n°55 (2024): 7-26. Agradezco a Gérard Bensussan por enviarme el texto original en francés y otorgarme el permiso de publicar su traducción aquí. La traducción de las citas es mía.
[2] Philippe Poirier, L´Expérience intérieure. Penser dedans, film, France, 2019.
[3] JL Nancy, L´Expérience de la liberté , ed., cit.
[4] JL Nancy, Démocratie ! Hic et nunc con Jean-François Bouthors, ed., cit.
[5] JL Nancy, « Répondre du sens » en De quoi sommes-nous responsables?, ed., cit.,49.
[6] JL Nancy, Démocratie, ed., cit. Cursivas modificadas.
[7] Cf. Sophie Nordmann, Phénoménologie de la trascendence libro II: L Humanité, ed., cit.
[8] Véase entre otros, Alexis de Toqueville, De la démocratie en Amérique, ed., cit., 11, 25, 34, 269sq.
[9] René Descartes, Discours de la méthode, en Œuvres de Descartes, AT VI, 1, l. 17 – 2, l.-21 (énfasis el autor).
[10] Cf. igualmente Henri Bergson, «Le bon sens et les études classiques», lo que ciertamente representa el último elogio del sentido común en nuestra tradición filosófica.
[11] Nicolas Machiavel, Discours sur la première décade de Tite-Live, en Œuvres complètes,, ed., cit., I, p. 6.
[12] Ibid.
[13] A. Toqueville, De la démocratie, ed., cit., p. 9.
[14] J. Dubuffet, L´Homme commun, ed., cit., p.99.
[15] Ibid, p. 104.
[16] Ibid, p. 107.
[17] J. Dubuffet, L´Homme commun, “Los mismos colores, usados ​​desconsideradamente, aparecerán insípidos y, bien usados, cargados de sentido. Un satén negro, una sábana negra, una mancha de tinta negra sobre un papel, un betún negro para los zapatos, el hollín negro de una chimenea, el alquitrán y todo lo negro se identifica injustamente con el término NEGRO. El negro es una abstracción; no hay negro; hay materiales negros, pero de diferentes maneras porque hay cuestiones de brillo, mate o brillante, de pulido, de rugosidad, fin, etc.” Todo lo que aquí se dice sobre el concepto de “negro” podría atribuirse al logos en general en sus funciones de subsunción de lo diverso sensible; y de lo que se dice de las “materias”, se podría afirmar filosóficamente de cualquier objeto empírico.” (El autor).
[18] JL Nancy, Verité, ed., cit., p. 43.
[19] J. Dubuffet, L´Homme commun, ed., cit., p. 337. (Énfasis el autor).
[20] Michel Schneider, Big Mother: Psychopathologie de la vie politique, ed., cit.
[21] Helene L’Heuillet, Tu haïras ton prochain comme toi-même, ed., cit., p. 47.
[22] Me refiero a mi libro reciente, Gérard Bensussan, La Transaction. Penser autrement la démocratie.
[23] La “différance” (la “a” se lee, pero no se oye) no es una noción, un concepto, sino una fuerza en acción, un doble movimiento: por un lado, de retraso (“diferir”: remitir para más adelante, tomarse su tiempo, dejar los problemas abiertos, cada uno según su temporalidad); por otro lado, de diferenciación (“diferir”: descubrir las brechas diferenciales ocultas en las herencias y las culturas, tal vez salvarlas).
[24] Jean-Luc Nancy, “Ré-fa-mi-ré-do-si-do-ré-si-sol-sol” en La démocratie à venir. Autour de Jacques Derrida, ed., cit., p. 344.
[25] Cf. Aristote, Éthique à Eudème, ed., cit., I, 8, 1217b-21.
[26] J. Dubuffet, L´Homme commun, ed., cit., p. 348.
[27] Cf. Ibid., p. 381.