Resumen
Este artículo parte de la premisa de que existe un hondo abismo entre lo Sagrado y Dios o lo Divino, fundamentalmente en la concepción de Dios procedente de las religiones monoteístas: Judaísmo, Cristianismo e Islam. Apoyándose en Gilles Deleuze, se propone argumentar a propósito de esta censura constitutiva mostrando de qué manera la noción derivada de una posición resueltamente a-teológica (no meramente atea) es la condición sine qua non para pensar adecuadamente la experiencia de lo sagrado sin incurrir en una moralización y una humanización que impide abrirse a ella sin lograr privarse de distorsionarla. Deleuze confesará que sin Spinoza y sin Nietzsche no habría comenzado a pensar por sí mismo, no sabría -y tal vez ni querría- escribir. En eso, y en otras muchas cosas, se distingue nítidamente de la confusión sagrado/divino.
Palabras clave: sagrado, divino, santo, ateología, brujería, hermetismo
Abstract
This article starts from the premise that there is a deep abyss between the Sacred and God or the Divine, fundamentally in the conception of God coming from the monotheistic religions: Judaism, Christianity and Islam. Relying on Gilles Deleuze, he proposes to argue about this constitutive censorship by showing how the notion derived from a resolutely a-theological (not merely atheistic) position is the sine qua non condition for properly thinking about the experience of the sacred without incurring a moralization and a humanization that prevents one from opening oneself to it without succeeding in depriving oneself of distorting it. Deleuze will confess that without Spinoza and Nietzsche he would not have begun to think for himself, he would not know – and perhaps not even want – to write. In that, and in many other things, it is clearly distinguished from the sacred/divine confusion.
Keywords: sacred, divine, holy, atheology, witchcraft, hermeticism
El sagrado ateológico
Propongamos, con Gilles Deleuze, una imagen moderna de lo sagrado:
Lo seguro es que creer ya no es creer en otro mundo (…). Es solamente, simplemente creer en el cuerpo. Devolver el discurso al cuerpo y, para eso, alcanzar el cuerpo anterior a los discursos, anterior a las palabras, anterior al nombramiento de las cosas (…). Debemos creer en el cuerpo, pero como germen de vida, como el grano que hace estallar los pavimentos, que se conservó y perpetuó en el santo sudario o en las bandas de la momia, y que da fe de la vida.[1]
La imagen aquí invocada es desacomplejadamente post-nietzscheana. No es una negación de lo sagrado, sino una vuelta a un sagrado no trascendente, no abstracto, no discursivo ni coercitivo: por el contrario, un sagrado terrenal, corpóreo, inmanente. Un sagrado a-teológico: la única forma factible de desactivar al nihilismo. No la muerte como prototipo de santidad -la Santa Muerte, por caso-, sino la imposibilidad en acto de hacer de la muerte la condición de una amenaza de castigo eterno, que automática y simétricamente se complementa con una promesa de beatitud perpetua. Lo sagrado es el cuerpo, mas como sede de una mortalidad que no necesita expiarse (ni expropiarse, ni escamotearse, ni siquiera justificarse). Se trata de una finitud sin culpa. Esto recuerda directamente al cuerpo-sin-órganos de Artaud; una superficie plegada y cruzada por líneas de fuerza desprovista de aquellos que Artaud mismo denominaba juicios de Dios. Ellos, atentos al trabajo productivo y utilitario, al trabajo en cuanto tal, anulan la potencia del cuerpo, que sólo se alcanza en el éxtasis, en el delirio, en el suplicio, en la sinestesia: en los límites o fronteras de la experiencia posible. Pensar este cuerpo-sin-órganos exige la prohibición de todo escape a la trascendencia. Es también un modo totalmente spinozista de pensar la potencia del cuerpo: pensar, en modo alguno, implica abandonar la pesadez o la inercia, sino intensificarla. Que el cuerpo piensa, no “Yo”, es una iluminación anticartesiana y anticristiana -antimetafísica- con la que no tardaríamos en toparnos -y modificarlo todo. Joshua Ramey, catedrático del Grinell College, en Iowa, no vacila al afirmarlo: “Para decirlo de modo lacónico, la marca de lo real en el pensamiento aparece cuando lo impensable logra ser pensado; lo insensible, sentido; y lo inmemorial, recordado”.[2] Más que un cuerpo-sin-órganos, expresión sin duda equívoca, lo que aquí se atisba es un cuerpo-sin-Yo, es decir, sin representación, que tiende inexorablemente a creerse dueña y señora de todo el tinglado. O, más exactamente, se vislumbra en esto un cuerpo soberano que no se halla sometido a ninguna clase de moral coercitiva, de la cual cada Yo se desempeña, respecto a él, como una especie de operador político. Encontraremos así, a todo lo largo de la historia filosófica, una propensión a hacer de lo político el lugar privilegiado de manifestación de lo Absoluto, pero, al lado o haciendo frente a semejante inclinación, un resuelto intento por resacralizar -en un sentido drásticamente alejado de nuestra idea convencional, según hemos visto- lo profanado y avasallado por dicha manía. Al respecto, Platón y Hegel fungirían como los extremos de esta profanación en marcha; en contra de ella, desgastándola, impugnándola, localizaremos en Spinoza y en Nietzsche una firme voluntad o empeño de transvaloración susceptible de resistir tan poderosa, tan insidiosa, inversión.
De entrada, pues, Deleuze se inspira en el Cuerpo-sin-órganos artaudiano para pensar lo sagrado (aunque no se tematice expresamente como tal). Lo entiende como una deshabituación del Yo; pero menos en el sentido de que el Yo pierda en sí mismo y para sí mismo sus hábitos que como una deshabituación que el cuerpo experimenta respecto del Yo que, sin remedio, se imagina su propietario legítimo. La expresión cuerpo-sin-Yo equivale a apuntar a un sujeto antes de quedar sujeto a una moral: larvario, embrional, preindividual, abierto, experimental, relativamente indeterminado. Es como un niño antes de ser atrapado por las infinitas compulsiones del adulto. Nos asomamos con ello a un auténtico teatro de la crueldad: no hay un Yo del que se deduce y al que se asigna un cuerpo, sino un cuerpo en cuyos movimientos se dota a sí de una suerte de columna vertebral que dará, eventualmente, origen a un Yo. La imagen resultante es asombrosa. Que lo material se proporciona un espíritu es la idea esencial. Ya se verá si Deleuze rinde o no tributo al Corpus hermeticum (es la tesis de Ramey), y hasta dónde. Por lo pronto, parece innegable que esta filosofía post-nietzscheana se deja alinear en una corriente general de reencantamiento del mundo. Cada individuo puede entrar en contacto directo con lo divino, toda vez que no es Trascendente; no precisa de mediaciones, ni doctrinarias ni administrativas. ¿Qué se necesita para ello? No mucho: partiendo de la inmanencia más rasa, o más crasa, mostrar que se está dispuesto al vértigo. En esta disposición, el pensamiento ocupa un papel muy relevante. Sin él, simplemente no existe la posibilidad de conversión. Es pensando -con lo que el pensamiento tendría de específico, lejos del mero cálculo- como se accede al cuerpo-sin-órganos, y de ahí a algo semejante a la beatitud de Spinoza. No se trata de un ejercicio de la razón, aunque no prescinde totalmente de ella. Y no lo hace porque no se trata de favorecer una experiencia extática que tendría sentido en sí misma, sino de hacer que la totalidad del individuo experimente una transformación radical. El propósito es convertir a la razón en otra cosa, no en anularla (como desde ella han pretendido anularse los derechos de la sensibilidad). En este sentido, la intención de Ramsay es tan útil como limitada y escasamente convincente. No se ve necesario identificar el empeño de invertir el platonismo, perentorio desde Nietzsche, con la agenda del hermetismo. Es verdad que la posición de Deleuze resulta discordante con el positivismo, mas sin despeñarse por ello en el abismo de la crítica, muy proclive a la edificación moral. Estamos ante algo más radical -y más extraño- que frente a un enésimo himno (fallido) a la revolución. Deleuze es más herético que hermético y hermenéutico. No basta con decir que su hermetismo es sui generis, porque en realidad no se trata de atenuar su herejía, sino de potenciarla: “El hermetismo de Deleuze afirma cosmologías que son itinerantes en lugar de fijas, prácticas que son improvisatorias antes que tradicionalistas, simbolismos que son espontáneos antes que arquetípicos, mapas que son diagramáticos antes que territoriales y patrones de iniciación que son fraternales antes que autoritarios”.[3] Si son realmente así, ¿de qué nos sirve su adscripción a una sabiduría no por oculta menos represiva y autocomplaciente? No es al filósofo a quien debe salvarse de una crítica obtusa y abusiva, sino, de acuerdo con esto, a la tradición hermética que, entre otras, y dicho sea de paso, la academia ha marginado por más que buenas razones. ¿Es necesario rehabilitar algo que se encuentra entre las más grotescas obsesiones del mundo contemporáneo? Porque, la verdad, de esa Metafísica de Vips estamos un poco, o un mucho, asqueados. Claro que Ramey no participa deliberadamente de ella, porque desde el principio se desmarca de su vulgaridad, pero no por ello, desafortunadamente, deja de contribuir a incrementar su éxito. ¡Pero es también a lo que inevitablemente se condena quien quiera hablar de lo sagrado! Tal vez lo mejor, al cabo, tal y como pedía Rilke, sea rodearlo de reserva.
La línea de brujería
Si el tema cardinal del pensamiento es lo inconmensurable, o lo heterogéneo, no dejaremos de advertir cómo aquél estalla sin remedio en mil pedazos. A menos que haya en el pensamiento algo de infinito, algo de absoluto, algo de divino. ¿Lo hay? ¿Bajo qué forma? De haberlo, no nos toparemos entonces con un corte tan radical entre lo medieval y lo moderno. Seguiremos hablando de Dios. Pero de nada serviría igualar al Dios de los religiosos -y, en particular, al del cristianismo- con el concepto correspondiente de la filosofía (y, en concreto, de la moderna). Al menos el de Spinoza no guarda de ese antiguo -y demasiado conveniente- Dios más que el nombre. Podría, sin pérdida apreciable, prescindirse de él. Pero parece mucho mejor emplearlo como una superficie de trabajo, y es justamente lo que -siguiendo a Hume, al propio Spinoza y a Leibniz- hace Deleuze. “El ateísmo es la potencia-artista que trabaja la religión”[4], dice en sus cursos sobre el holandés. El uso adecuado de ese concepto limítrofe -pues es el intento de pensar lo infinito asumiendo sin culpas nuestra irrebasable finitud- permitirá, quizás, romper el cerco de la representación. Convierte lo infinito en una función de lo Desconocido; así, el pensamiento se modifica profundamente. Dios no es más objeto de una creencia, alguien a quien dirigirnos en actitud devota y ciega de entrega total, sino un desafío a la potencia del pensar. ¡Así sí baila mi hija con el señor! Ramey lo formula de esta manera:
En suma, con el experimentalismo de la Modernidad, la fe religiosa deja de ser el paradigma de la creencia. El modelo es más bien la prueba -a la vez epistémica y ética- de vivir en un mundo cuya estructura definitiva permanece inaccesible para el pensamiento y que sin embargo fuerza al pensamiento a concebirla de un modo bastante similar a como los pintores manieristas abordaban el infinito mediante la finitud del color.[5]
Pensar, experimentar, pintar, danzar… Vemos ahora cómo Dios no siempre ni por fuerza se erige como pretexto último para no pensar. Durante cientos de años se ha utilizado en tal sentido, pero, a pesar de todo, el concepto conserva rasgos que la imaginación filosófica puede -y aún debe- explotar. Sirve, al contrario de su empleo habitual, para volvernos menos perezosos, por ejemplo. Pascal y Kierkegaard son cristianos, pero saben tensar (y tentar) su pensamiento a fin de suspender sus certidumbres y excavar fructíferamente en ellas. Advertimos que, cuando se sospecha de la operación cartesiana, el paisaje del pensamiento experimenta una formidable revulsión: “Pensar es siempre seguir una línea de brujería”, escribirán Deleuze y Guattari en su último libro escrito a dúo.[6] Se entiende: las ideas no están, como pacíficos cúmulos, en la conciencia o en el yo, sino que consisten en estremecerlos, en perturbarlos como presuntos principios de orden. Pensar no es reflejar el mundo, a la manera de un espejo, sino -eso lo saben los verdaderos poetas- aprender a vivir en lo innominado. Se trata, en el doble sentido, de una experiencia: la fricción con lo real, que es, como afirma Henri Michaux, un infinito turbulento. Esto altera al pensamiento en el mismo movimiento en que se ejerce; semeja a un chisporroteo. Es natural que, ante esta noción, la academia se encabrite y cierre filas. Para que el siglo sea deleuziano, como presentía y soñaba Foucault, es necesario algo más que un mero gusto, efímero y trivial, por la lectura de algunas de sus obras. Tendríamos que aprender a pensar, y para asegurarlo, en primer lugar, es imprescindible abandonar la idea de que el pensamiento se alcanza una vez que nuestras facultades se encuentren listas y bien aceitadas; no, porque ellas se forman -y prueban, y afinan- con el pensamiento mismo.
La sugerencia de que el pensamiento sigue una línea de brujería remite no sólo a su carácter herético (o hermético), situación en la que insiste acaso demasiado Ramey, sino a la sospecha de que no es cuestión de aplicar juiciosamente una facultad, la razón o el entendimiento, sino de transgredir, de dinamitar, de subvertir sus supuestos límites. Son supuestos, imaginarios y no reales, porque vienen impuestos por la costumbre, o por mera inercia, no por la vida en su empuje natural. La afinidad del pensamiento con la brujería es el resultado de dirigir la razón contra la razón, proyecto que emparenta a Hume con Kant y conocerá inquietantes replanteamientos en Pascal -el apostador- y Kierkegaard -el Caballero de la fe-. Es efecto, en fin, de considerar el mundo como el vértigo de la inmanencia absoluta. Esto viene siendo posible -e ineludible- desde la aparición de la potente operación de Spinoza; entre Dios y la Naturaleza no hay diferencia apreciable. Con esto, todo, obviamente, se altera. Pero aquí apenas comienzan los problemas, pues la inmanencia constituye una suerte de vórtice: no ha de propiciar en modo alguno el convertirse en inmanencia relativa. Ese es, precisamente, el peligro: ¿cómo remitir la inmanencia a sí misma y solamente a sí misma? Pensar en la inmanencia nos dirige de manera imperceptible a una Trascendencia: Dios, el Hombre, el Yo… No es casual que desde entonces, y sin escape, se le asocie con lo demoníaco y con lo caótico. Está, del modo más firme, pero a la vez contradictorio, vinculada con el delirio: con la embriaguez dionisíaca, que no es una simple borrachera. Impedir su reterritorialización en una Trascendencia es el cuento de nunca acabar. Si no hay Dios, tampoco hay Hombre (o Humanidad) y tampoco hay Yo (trascendental). Reterritorializaciones cuasiteológicas observables en la Modernidad: Descartes y el Cogito, Kant y el Sujeto Trascendental, Husserl y la Consciencia Fenomenológica… La pregunta, o una de ellas, básica, es si puede pensarse lo humano fuera de la Teología. ¿No apunta a ello, por ventura, el Übermensch nietzscheano? ¿No es ese el hombre-sin-atributos de Musil, o el deseo-de-ser-piel-roja de Kafka? Por mencionar los más a la mano. En cualquier caso, esta noción se asoma a un menos que humano que contrapuntea y desfonda al más-que-humano de un Theodor Sturgeon y de buena parte de la ciencia-ficción contemporánea (la más autocomplaciente). Las tareas de la filosofía se transforman con una radicalidad consecuente; es necesario retrotraerse a un fundamento no racional y definitivamente no humano. No sólo somos animales: nos confundimos, sin perder por ello, necesariamente, nuestra especificidad, o nuestra presunta dignidad, con las plantas y las rocas, con los líquenes y los meteoritos, con los equinodermos y el polvo estelar. Recuperar un sagrado corporal pasa por estas y otras metamorfosis. ¿Con qué propósito? Con el único legítimo: permitir que la vida fluya por todos nuestros -muy ateridos, sumamente averiados, desmayados por el espíritu- miembros. “Pensar, para Deleuze, consiste en escarbar dentro de un terreno opaco e indefinido, en saturarse con la casi insoportable intensidad de los acontecimientos, hasta que un concepto hace erupción como una línea abstracta que emerge de pronto de las fuerzas materiales y espirituales”.[7] La razón como erupción… Por descontado que la filosofía -como institución- es quizá el menos fértil de los campos; pero es posible galvanizarla, y a ello contribuyen no pocos espíritus inquietos.
Pensar, respirar
Adscribir a Deleuze al esoterismo occidental tiene, sin remedio, algo de majadero; es parecido a sostener que, en el fondo, diga lo que diga y piense lo que piense, es fielmente cristiano. No sería la primera ni la última vez que se hace algo así. O, por caso, que su filosofía constituye una más de las numerosas secularizaciones del cristianismo. Será fácil, cuando menos, considerarlo una provocación. Pero habrá algo de razón en semejante adscripción; nadie que se precie de meditar extrae sus ideas de la nada. Por lo menos, hallaremos todo un abanico de correspondencias, un sistema de arterias, más tenues o más marcadas. Asignar precursores, oscuros o diáfanos, a un plexo de pensamiento no deja, con todo, de comportar riesgos. Deleuze es filósofo, y no podría no estar veteado por toda su riquísima y anfractuosa historia. Discernir hasta qué punto algo va a ser tomado en préstamo y hasta dónde ese algo es original, no es tarea sencilla. Probablemente ni siquiera el autor tenga conciencia -no de modo cabal o directo- de ello. ¿Podríamos tenerla nosotros? Al cabo, concedamos que poco importa; se dirimen muchas otras cosas. El filósofo sabe cómo envolvernos en su juego; el comentarista, el lector pasivo, por más agudo que pretenda ser, a menudo se enfanga. Su texto terminará siendo opaco y escasamente atractivo. No así el de Deleuze, que puede fatigar pero no aburrir. Todo o gran parte de su texto parece derivar de una concepción dramatúrgica del pensamiento; los conceptos son personajes no poco siniestros o crueles; acechan, salen al paso, toman las fortalezas por asalto. Dejémoslos hacer. De inicio, el estilo puede desorientar, porque se aleja deliberadamente de los modos consagrados después de la Ilustración (también de la ática). No se sabe qué podemos pensar hasta que vemos lo ya pensado en un rincón de la habitación, hecho bolas, sucio y desaliñado. Lo ya pensado: Platón, por supuesto, aunque nunca hayamos terminado ni terminemos jamás de comprenderlo. Es él quien ha revelado la potencia del pensamiento, para enseguida, por desgracia, maniatarlo. No sabríamos por anticipado decidir si por prudencia, temor o decoro. En Sócrates se produce una cristalización de enorme dureza: pensar no puede ser malo. Por qué no, simplemente con preguntárselo empieza a formarse a nuestros pies un profundo desfiladero. Por qué pensar que pensar ha de ser bueno y servir para algo útil y beneficioso. De pronto ya estamos ahí; semeja a un acto circense. En Platón cuaja una alianza extremadamente duradera -y eventualmente ominosa- entre la filosofía y la moral. Pensar es bueno, bueno en su sentido inmediato y enfático: pensar las cosas, pensar dos veces antes de actuar, nos evita disgustos y ataja sinsabores. Se entiende: sin el concurso de la inteligencia, o de una parsimonia metódica, actuar es necio o nos hará perder el tiempo. Es casi de sentido común, o producto de una experiencia reiterada. En realidad, esta moralización obedece a la exigencia de mantener las cosas en su sitio. Y, con ellas, a las personas. Pensar bien para asegurar la victoria. Pensar bien para adelantarse a las jugadas del adversario. Pensar bien para ser bien visto por el Estado. Alinear al pensamiento con la razón del Estado, sea éste cual sea, distorsiona su sentido e hipoteca su productividad. La idea seminal de Deleuze es que pensar no es una función justificada por un Estado de cosas real o deseable. Pensar sólo es posible si se le deja respirar. Es como un animalito; lo podemos asfixiar recién nacido. Así lo haremos sin escape si lo ceñimos a un imperativo moral. Tal es el límite del platonismo, sin parar mientes en la incomodidad que pudo haber producido en su entorno histórico. Para Deleuze está claro: Platón ha decidido que el pensamiento -la filosofía- no puede estar más que al servicio del Estado. Porque el Estado no puede ser más que bueno.
¿El Estado? Podemos sustituir esta palabra con otra igual de perentoria: Orden. Para asegurar el Orden es menester la Disciplina y el Control. Pero aquí se atisba un problema de difícil solución: ¿quién dijo que pensar sirve para garantizar el Orden? Y, más difícil aún: ¿quién ha establecido que el Orden, y no el Desorden, es bueno? Nadie lo sabe; se da por sabido. Pero resulta, por paradoja, que negarse a darlo simplemente por sabido es lo más propio del pensamiento filosófico. No hay filosofía si damos por supuesto algo que determina de antemano la dirección, el alcance y el sentido mismo de filosofar. Así, Platón es a un tiempo admirable -y aborrecible. Nos ha hecho reparar en la necesidad de pensar, pero no se ha privado de decirnos también para qué sirve y debe servir hacerlo. Con una mano ofrece el pan y con la otra lo quita. Pensemos, pero hagámoslo lógicamente. Podemos, sin soltarle la mano, saltar milenios hasta Descartes: pensemos, pero no olvidemos que es una actividad comandada por la Sustancia Pensante. De allí, a Hegel: pensemos, pero sin creer que lo hace algo en mí que no participa del Espíritu. Deleuze se subleva. Nadie piensa por eso o para eso. Entonces, ¿para qué? Para toparse con aquello que fuerza a pensar. Porque, para Deleuze, pensar no sirve para dominar las pasiones, dado que, considerado desde su propio ángulo de mira, es una pasión entre otras. ¿Cuál? Precisamente, la de derribar el Orden instituido porque otros Órdenes quieren ver la luz. Crítica/Creación. La filosofía tiene que ver con el Estado, pero como aquello que el Estado teme debido a que no halla nunca la fuerza de someterla. La filosofía no puede ponerse al servicio de ningún Orden o de ningún Estado. Y si no puede hacerlo es en virtud de su imposibilidad de dejar de preguntar. Preguntará sobre la necesidad del Orden, sobre los auténticos beneficiarios del mismo, sobre los límites del pensamiento, sobre las formas del sentido común, etcétera. No podrá estarse quieta, aunque quiera. Pensar, según Deleuze, constituye una singular mezcla de brujería lúcida y de socarrona ingenuidad. Eso es lo que dice, pero, como filósofo, ¿es lo que realmente hace? Invertir el platonismo no es lo mismo que olvidarse de él, de refutarlo o de desecharlo. Para invertirlo es preciso leerlo con ojos muy agudos. Podríamos decir: invertir el platonismo es maliciarlo. Y esto significa conservar su núcleo extrayendo de él las consecuencias opuestas al deseo del propio Platón. Su núcleo es, desde luego, la teoría de las Ideas. Deleuze nos invita a ver en éstas presencias brutas que, acaso sin expresamente proponérselo, suministran una noción no representativa de las cosas. Este punto es delicado: Deleuze afirma -en la p. 105 de Diferencia y repetición– que la Diferencia no es representable. Al afirmarlo, se opone a Aristóteles y se aproxima a Platón. Éste intenta pensar -sin lograrlo- la diferencia como diferencia, no como deducción abstracta, tal como precisamente lo hace el de Estagira. Emerge aquí el ejemplo de los ready-made de Duchamp; ¿cuál es la verdadera Idea del mingitorio? Una cosa no adosada a su Idea es pura diferencia. Esa es la verdad de los simulacros. Que es justo lo que pretende Platón: distinguir no el modelo de la copia, sino la verdadera copia de las falsas. Al genuino del impostor, al líder del charlatán. No es tan formalista como lo es Aristóteles; a Platón no le interesa discriminar por generalización, clasificando géneros comunes y diferencias específicas, sino distinguir por participación. En otras palabras, no es cuestión de definir las Ideas, en un ejercicio no por virtuoso más fértil, sino de lograr regirse por ellas. Las Ideas no son meras ideas, sino pautas de acción. Para Platón, la filosofía es práctica, es decir: moral. Menos que una visión del mundo, es un campo de fuerzas. Y esto no podría pasarse por alto así como así.
Contra la policía
Lo peor sería simplemente imitar a filósofos como Deleuze. Al parecer, ha llegado a ser demasiado fácil. Hacerlo, lamentablemente, delata que no se les ha entendido. Lo que en cambio se debe aprender de ellos es algo muy distinto; no el estilo, sino el rigor. Un raro rigor. No su filosofía, ya hecha, sino su modo de hacerla. ¿Se podría aprender eso? Ni fácil, ni tampoco impracticable. Cualquiera puede salpicar sus delirios con palabras extraídas aquí y allá: agenciamientos, doble captura, nomadismo, líneas de fuga, devenires imperceptibles, cartografías, desterritorializaciones… No son, dicho en propiedad, conceptos. Son maneras de nombrar, y cada escritor tiene que encontrar las suyas. Son como la espuma de la champaña. Sin duda, su autor no posa; emplearlos le ha sido, en su exacto momento, necesario. Pero, ¿que otro los use? Los hay, y más bien darán pena ajena. Sin embargo, se antoja difícil evitarlo: Deleuze es extremadamente contagioso. Por eso resulta forzoso prohibirse a sí mismo incurrir en sus tartamudeos, en sus travesuras, en sus licencias. Contagia no el tic, sino la vida. Leyéndolo o escuchándolo, sabemos lo que es la vida, aunque nunca la defina. Aprendemos lo que podría ser -y en algunos personajes es- la filosofía, sean o no filósofos de profesión. En una misma página lo veremos saltar de Kafka a Godard, de Proust a Nietzsche, de Beckett a Bob Dylan. Ocurrirá entonces algo extraño: los émulos se van a tornar insoportables. Podemos leer a Deleuze, pero eso nos hace pasar de largo sobre quienes presumen hablar o escribir en su nombre. Sólo tartamudean. Acudir a sus lectores equivale a menudo a mojar nuestra pólvora. Luego ya no vamos a poder saborearlo; el intérprete nos hace spoiler. Pero, por fortuna, Deleuze nos sabrá acompañar. Ahí están sus libros, sus abecedarios, sus escritos a dúo, sus diálogos a uno, sus conversaciones con nadie, sus clases casi siempre divertidas. Él no es, en verdad, como no lo somos ninguno, una persona, sino una especie de cubo de Rubik. No somos adoquines. Conocerlo y aceptarlo nos reconcilia con la filosofía. Es que “la única finalidad de la escritura es la vida, a través de las combinaciones que saca”.[8] Nietzsche, malicioso y entrañable, brilla detrás. Salud frágil, pero Gran Salud. Por descontado que uno se puede volver loco de tanta salud. De lo contrario, neurosis, la dolencia de quien se sabe un mero adoquín. A ello, a producir ladrillos, contribuye todo: hay una lengua que los fabrica en cantidades industriales. No se aprecia tan arduo salirse de semejante línea de ensamblaje. Regirse por la idea de Justicia o de Verdad provoca un enorme cansancio. Llegará el instante en que casi toda será literatura secundaria. Comentarios de comentarios de comentarios… A Deleuze se le lee en diferentes velocidades. Es una bicicleta, a veces un tándem. Cuando se halla solo, asemeja o recuerda una pintura de Arcimboldo. Tornasolado. Lanzando rayos. Evidentemente, está vivo, y es lo único que le importa. Ahora entendemos un poco mejor: hacer Filosofía consiste en huir de ella, en saber hacerlo, porque acechan en la espesura muchos forajidos. Pereza, conchudez, diversas formas de nefastismo. Tiene parentesco con los cubiletes. Yo leí a Deleuze bastante joven y, desgraciada o venturosamente, te marca para siempre. Ya no puedo -ni lo intento- sacármelo de encima. Mucho de lo que hago -leer o dejar de leer un poco random– le debe en exceso. No es que no haya nunca un programa, sino que éste puede y debe existir sin distraernos demasiado. Lo decisivo son los encuentros y los accidentes, los cortocircuitos, las articulaciones, las sorpresas, los atajos y las vías muertas. Está bien saber de su historia, pero la filosofía siempre, si quiere serlo, se la está sacudiendo. La historia, se entiende. Perderse no es tan malo; hay cosas peores, como la pedantería, enfermedad endémica. A todos nos ataca, a todos. Como en muchas patologías, las hay de graves a leves. A veces no parece, pero ahí está, agazapada. Se debe ser estudioso, no escolástico. “Históricamente, se ha constituido una imagen de pensamiento llamada filosofía que impide que las personas piensen”.[9] ¿A qué filósofo profesional le gusta toparse con una frase como ésta? A ninguno. La relación de la filosofía con el Estado no se circunscribe al hecho de que el Estado les pague un sueldo a sus profesores. Lo tienen metido en las meninges. Casi todos. Platón tiene la culpa de haber hecho creer que la filosofía sería la lengua oficial de un Estado puro. Pero también parece haber sonado la hora en la cual el Estado ya no se ve lo que se dice muy necesitado de la filosofía. Han brincado otros pretendientes al ruedo. En vez de filosofía, lo que encontraremos hoy es Metodología de la Ciencia o Epistemología. En algunos países, los científicos y las científicas han llegado y seguirán llegando muy lejos. Deleuze también se enemista con los marxistas -quizá no con Marx- al acusarlos de sustituir a la filosofía con un Nuevo Catecismo y un Tribunal de la Historia. Y con los psicoanalistas, si no con el mismo Freud, pues nunca queda claro que piensen o siquiera deseen pensar por fuera del Estado. Se comprende la repugnancia que esta nueva imagen del pensamiento profesa por Hegel y su séquito. En su origen, evidentemente, Platón y Descartes. Contra ellos, Lucrecio, Spinoza, Hume, Nietzsche, Bergson. Aire fresco, escobas de bruja. En ellos es preciso trabajar con seriedad, no con arrogancia. ¿De qué podría presumir o jactarse un filósofo, si ha decidido no ser un siervo de nadie, y principalmente de ningún Estado? Deleuze confesará que sin Spinoza y sin Nietzsche no habría comenzado a pensar por sí mismo, no sabría -y tal vez ni querría- escribir. Para muchos de nosotros, baby boomers, el rol desempeñado por Deleuze ha sido análogo. Nos invitó a lo mismo. Por esta razón molesta tanto transformarlo en una especie de agente de tránsito, de policía pensante. Es todo lo contrario. No dice nunca: ¡Hagan esto, y háganlo así! Dice: yo (nosotros) he(mos) hallado esto. ¡Vaya maestro! Nunca dice: ¡Éste es el método correcto! Dice: a mí me ha servido esta forma de hacer las cosas. Siempre son modos de hacer, nunca Formatos Inmutables. Siempre frescos.
Bibliografía
- Deleuze, Gilles, Diálogos, Pretextos, Valencia, 1980.
- Deleuze, Gilles, ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, Barcelona, 1990.
- Deleuze, Gilles, La imagen-tiempo. Estudios sobre cine, 2, Paidós, Buenos Aires, 2005.
- Deleuze, Gilles, En medio de Spinoza, Cactus, Buenos Aires, 2014.
- Ramey, Joshua, Deleuze hermético, Las cuarenta, Buenos Aires, 2016.
Notas
[1] Gilles Deleuze, Gilles, La imagen-tiempo. Estudios sobre cine, 2, ed. cit., p. 231.
[2] Joshua Ramey, Deleuze hermético, ed. cit., p. 35.
[3] Ibidem., p. 45n.
[4] Gilles Deleuze, En medio de Spinoza, ed. cit., p. 23.
[5] Ramey, op cit., p. 53.
[6] Gilles Deleuze, ¿Qué es la filosofía?, ed. cit., p. 45.
[7] Ramey, op. cit., p. 68.
[8] Gilles Deleuze, Diálogos, ed. cit., p. 10.
[9] Ibid., p. 17.