Holderlin se preguntaba para qué poetas en tiempos de miseria. Podemos, hoy en día, en el tiempo del optimismo tecnocientífico, en el que parece que van a ser los grandes gurús de la tecnología los que acabarán con la miseria de nuestro tiempo, preguntarnos ¿para qué filósofos en tiempos de tecnocapitalismo? El libro de Ariane Aviñó, Rehabitar, fundamentos para una vida no capital-ista, publicado por Puz en 2023, no sólo responde contundentemente al para qué filósofos sino que también responde un por qué.
Lo mejor y puede que también lo peor que puede decirse de este libro es que es una obra de filosofía con mayúsculas. No es un ensayo ligero ni una colección ordenada de opiniones aderezada con unas cuantas citas. Es un libro que tiene la vocación de incluirse en una tradición filosófica determinada, con la intención clara de analizar el mundo y ofrecer respuestas. De hecho, después de acabar su lectura uno tiene la sensación de que Aviñó ha escrito un capítulo que podría añadirse a lo que sería El Capital del siglo XXI, pues la autora parte de Marx para decir lo que Marx no pudo decir. Y el resultado, hay que advertir que no es en absoluto complaciente: Aviñó describe con un pathos terrible pero no apocalíptico y, fundamentalmente, huyendo de la posición perversa del cínico, un tiempo presente demoledor, al que se refiere como la «eternidad capitalista», cartografiando un territorio que ella misma describe como incartografiable. La lectura de esta obra no puede, en ningún caso, dejar indiferente a sus lectores. Puede causar indignación, rechazo, enfado, melancolía o, como es mi caso, un nudo en el estómago que ha insistido en acompañarme durante días. Y ocurre así porque Ariane Aviñó escribe un libro que nos exige tomar partido en aquello de lo que no dejamos de huir, nuestra propia implicación en un sistema injusto e inhumano. De hecho, la autora no comete el error, que tampoco cometió Marx, de pensar el capitalismo como una historia de buenos y malos, una entidad espectral que, dirigida por unos cuantos magnates, precariza nuestra vida. Aviñó es consciente de que el capitalismo no es nada sin la participación de los que lo soportan y lo actualizan todos los días, pues «debe repetirse, una y otra vez, en cada cuerpo particular».[1]
La forma en la que el capitalismo se inscribe en los cuerpos de los hombres es mediante la instalación de un tiempo eterno, insalvable, natural pero constituido con una violencia extrema, algo en lo que la autora pone mucho énfasis a lo largo del texto. Esto es así porque el capitalismo, tal como ha afirmado Eagleton, no es algo dado, sino que tiene una historia, historia que, en algunos de sus aspectos trata de recorrer Aviñó, una historia que «como Marx destacaba con ironía, es la recreación perpetua de su propia estructura eterna».[2] Por eso, se trata de un tiempo no inocente que tiene unas consecuencias demoledoras en los cuerpos de quienes lo habitan, y este libro nos cuenta mucho acerca de cómo se inscribe ese tiempo en los cuerpos humanos, y un poco acerca de las posibilidades que tenemos, desde nuestros débiles huesos y respiraciones desacompasadas, de imaginar y, por qué no, construir, un nuevo tiempo. Se trata, tal como afirma con rotundidad un título que no nos deja indiferentes, de imaginar formas de rehabitar nuestros propios cuerpos.
El texto está organizado en torno a tres partes que articulan los tres temas alrededor de los cuales la autora traza un itinerario.
- Crónicas de un capitalismo histórico
En la primera parte de la obra, la autora pretende mostrar, mediante un relato de acontecimientos, cómo la irrupción del capitalismo genera un tiempo acelerado en el que somos constantemente lanzados hacia el futuro de modo que la vida se diluye a medida que vivimos. Este relato, que también describe el comienzo de la constitución de un sujeto capaz de habitar este tiempo desquiciado, comienza con la historia de la pobreza.
Siempre ha habido pobres, eso es un hecho, pero no siempre hemos pensado a los pobres del mismo modo. De forma bastante continuada, la pobreza se pensó durante siglos por los europeos como una calamidad, algo inevitable que los hombres tenían que afrontar en algún momento de sus vidas. Los pobres eran, de este modo, como el santo Job, víctimas de una situación de la que no eran responsables ni podían escapar. Este relato se alteró en el siglo XIX con el desarrollo del capitalismo industrial. Aviñó sitúa con precisión el momento en el que este cambio se inscribe en la conciencia de los europeos: la Labouring pour de 1834 en Inglaterra. Esta ley sembró una semilla fundamental para generar el sujeto necesario para el despliegue del capitalismo y aquí la concepción de la pobreza es un elemento central. Para comprender el por qué de este cambio, Aviñó retorna, por un lado a la obra de Polanyi y por el otro a los capítulos de la sección séptima de El Capital en los que Marx desveló el misterio del pauperismo. Marx relacionó este cambio de acento con el mito de la «acumulación originaria»: según el relato de los economistas clásicos la acumulación del capital provenía del ahorro de los capitalistas, pero Marx mostró que previamente, y de un modo violento, hubo que destruir cualquier medio de vida alternativo al salario que pagaba el capitalista. Para llevar a cabo esta destrucción, la concepción de la pobreza fue aquí decisiva. El aceleramiento del capitalismo en el siglo XIX, nos dice la autora, tuvo la necesidad imperiosa de liberar la fuerza del trabajo, es decir, tener cantidades considerables de trabajadores dispuestos a trabajar a cambio de un salario, por lo que no podía haber alternativas a la venta del propio cuerpo, músculo y cerebro a cambio del jornal. Para ello, a la vez que se destruían esos medios alternativos, se construía el mito de que el trabajador era libre y responsable de sí mismo, así que si su vida se precarizaba hasta el punto de caer en la pobreza, no debía ser por una calamidad, sino que él mismo era responsable. El capitalista se presentaba, entonces, como el salvador que ofrecía al indigente la posibilidad de prosperar. De ahí que Aviñó afirme sin reparos a lo largo de la obra, que el capitalismo es una máquina de producción de pobreza, dado que necesita de la precarización para generar la subjetividad necesaria para constituir trabajadores. Esta afirmación se comprende claramente si acudimos a la definición que la propia autora hace de riqueza: es la «libertad de acceso a los medios de vida».[3]
La razón de todo esto estriba en que el capitalismo no es simplemente un sistema para organizar y cubrir las necesidades humanas, sino todo un entramado de relaciones entre los hombres que gira alrededor de un único propósito, la valorización del valor. Por esto mismo, en esa red de relaciones, los trabajadores no son seres humanos, tal como pensaríamos desde una tradición humanista, sino una mercancía esencial para la valorización del valor, mercancía que se puede almacenar y mantener en la reserva. Se entiende así por qué era necesario alterar la consideración de la pobreza a través de la construcción de una nueva subjetividad. La pobreza dejaba así de ser un accidente natural, una calamidad insalvable, para convertirse en un hecho moral y un agente económico de primer orden. De este modo, el capitalismo se aseguraba una fuente inagotable de esta mercancía, los hombres, que vinculaban la creación de una buena vida a su coparticipación en el dispositivo de extracción de plusvalía que suponía el capitalismo.
- Crónicas de un capitalismo eterno
En este mapa en el que el objetivo era una auténtica subversión de la vida para ponerla al servicio del funcionamiento del capital, la autora concede una especial importancia al desarrollo de la tecnología, un dispositivo que es calificado por la autora como un «poder inhumano». En esta afirmación radica buena parte del argumento del libro, puesto que lo que Aviñó quiere mostrar es que la tecnología no es un mero instrumento que puede ser usado de modos diversos, como muchas veces se señala, sino que encarna de un modo paradigmático y efectivo el despliegue del capital. De hecho, para la autora, el capitalismo siempre tuvo la vocación de un funcionamiento maquínico, un cierto modo de organización de la vida que quiere someter todo lo humano a un funcionamiento automático. De ahí que la autora afirme que es la maquinización el acontecimiento que perfiló los contornos del capitalismo, ya que permitió llevar a cabo lo que Marx denominó «subsunción real», integrando completamente el trabajo humano dentro del dispositivo que supone el capitalismo. La manufactura, aunque podía ser incorporada al proceso de producción, respetaba el modo de trabajo de los sujetos, mientras que con la maquinización, es el trabajador el que debe adaptarse al funcionamiento de la máquina, como si fuera una extensión de ella. Por eso la máquina no es simplemente una mejora de la producción, sino que es una exigencia del propio funcionamiento del capitalismo, el cual se basaba desde el principio en convertir el trabajo humano en una variable más.
Es en esta subsunción real que describe la autora donde reside el «carácter inhumano del capitalismo». Como se ha repetido muchas veces, para Marx, no puede reducirse el hombre a una esencia abstracta, sino que cada hombre se constituye a través de la actividad en la que hace su vida y a sí mismo. Aviñó toma la idea de Fishbach según la cual «la pura subjetividad sin objeto» es una abstracción mediante la disolución de los lazos naturales y vitales que inscriben a un hombre en su propia realidad. Este proceso es patológico porque es «una separación del ser humano de su propia potencia de acción».[4] La subsunción real es, en este sentido, una forma de esta abstracción despotenciadora, puesto que genera sujetos cuya praxis es una actividad meramente productiva. Pero no cabe aquí adoptar una posición ingenua naturalista, advierte la autora, pues no se trata de que el proceso de valorización aliene a unos sujetos que preexisten a este proceso, separándoles de una vida auténticamente humana, lo que ocurre, y esto es la subsunción real, es que es este proceso el que produce unos sujetos que no existen previamente. De ahí que Aviñó considere una idea propuesta por Lordon,[5] la de que cuanto más libres y autónomos nos creemos más atrapados estamos en esta subjetividad, y, por tanto, a un poder inhumano. Hay aquí una influencia de Foucault declarada en la interpretación de la autora, dado que piensa este poder inhumano como una situación en que las relaciones de poder se han hecho irreversibles de modo que «todo cae bajo el dominio de lo inhumano».[6] Aviñó, además, responsabiliza de buena parte de este bloqueo a la coagulación de los saberes alrededor de los cuales se construyen las relaciones de poder, es decir, a la tecnología. El peligro máximo estaría, entonces, en la total emancipación del capital a través de su funcionamiento totalmente automático, lo que supondría la completa irreversibilidad de las relaciones de poder. De ahí que lo que Aviñó denomina un «capitalismo de inteligencia artificial», el capitalismo que tiene la pretensión de una completa digitalización, a través de una «tecnología desarrollada para traducir el trabajo humano al lenguaje de la máquina, de modo que pueda ser automatizado, es decir, asumido por la máquina y, por tanto, independizado del factor humano»[7] sea actualmente la amenaza más grande para la vida humana. Por eso es muy pertinente la advertencia que nos hace la autora de no perdernos en debates estériles, dado que las IA no es una entidad que trate de emular el pensamiento o el comportamiento humano, sino un dispositivo pensado y desarrollado para que el capital ejerza «la mayor dominación que ha existido jamás en la historia de la humanidad».[8]
El carácter maquínico del capitalismo se muestra, tal y como apunta acertadamente Aviñó, en el funcionamiento de lo que se ha venido llamando «neoliberalismo». Pero es perfectamente consciente de lo problemático de este concepto, «neoliberalismo», por lo que siguiendo la forma de trabajo de propio Marx, interroga a pensadores neoliberales para extraer de ellos un concepto operativo. La aportación fundamental aquí es la que hace Hayek, y su consideración de que es el mercado el que revela la verdad, por lo que la directriz más importante del neoliberalismo es que hay que dejar operar al mercado sin trabas. ¿Qué quiere decir dejar operar libremente al mercado? La respuesta de Aviñó, es que el neoliberalismo describe el mercado como una suerte de mente autónoma, pero una mente que, como veremos, es maquínica. Por eso en las posiciones neoliberales la política, y en general la vida, se hace innecesaria, dado que todo se decide por esa mente de forma automática. De ahí que, para el neoliberalismo, el Estado no sea un garante de los derechos individuales sino una instancia que actúa garantizando el funcionamiento fluido de la «máquina». Y esta máquina o mente que es el mercado, funciona optimizando todos los elementos que lo componen, para reproducir incesantemente la lógica del capital, la valorización del valor. Esto explica, tal como apunta Aviñó, por qué en el mundo contemporáneo se produce una homogeneización de las subjetividades. En la época del liberalismo clásico aún se podía distinguir entre una subjetividad proletaria, los vendedores de fuerza de trabajo y una subjetividad capitalista, los empresarios compradores de trabajo a cambio de salario. En cambio, en mundo actual se igualan todos los roles al convertirse tramposamente todos los sujetos en empresarios de sí mismos: los trabajadores ya no venden fuerza de trabajo, invierten en sí mismos, convirtiéndose aparentemente en capitalistas que cuentan con su cuerpo como su propio capital. Pero esta situación, recuerda Aviñó, supone el reconocimiento de las teorías marxianas por parte de los economistas neoliberales, pues al reconocer el valor del «capital humano» aceptan al mismo tiempo cuál es la fuente de la valorización del valor, aún cuando no adopten una posición crítica al respecto. De lo que se trata con este cambio acerca de las identidades, es de lo mismo que en el análisis del cambio de concepción sobre la pobreza: convertir a los trabajadores en lo que Foucault llamaba una «especie de idoneidad-máquina» que permita automatizar el funcionamiento del capital.
Pero Aviñó, volviendo a Marx, destaca muy acertadamente un error por parte de la teoría del capital humano: el capital sólo puede funcionar como capital en manos del capitalista, no en manos del trabajador. Lo que la teoría del capital humano llama «capital humano», en manos del trabajador es, en rigor, «renta», no capital. Los capitalistas disponen de un capital variable con el que compran trabajo, no capital, y con este trabajo, que es fuente de valor, revalorizan su capital (D’). El trabajador, obtiene una renta por su propiedad, que es su propio cuerpo, pero no hay valorización de capital. Por eso, argumenta Aviñó, el salario es un mecanismo de ocultación de la explotación: se presenta como un pago justo por la venta de trabajo, pero, en realidad no es esto lo que ocurre, sino que, siguiendo a Fischbach,[9] Aviñó señala que el capitalista no compra trabajo, sino que se apropia de las facultades vitales del trabajador y, a cambio, le paga un salario equivalente a una cantidad de trabajo objetivado. Para que este intercambio funcione, el trabajador debe entender su actividad como algo abstracto, medido cuantitativamente, entregada a cambio de un salario, mientras que el capitalista comprende de un modo mucho más certero la naturaleza cualitativa de la actividad humana.
- Profecías, desaliento e imaginación política
En esta parte Aviñó se pregunta cómo sacar a la política de la impotencia, cómo lograr generar nuevas posibilidades de acción. Para la autora, como ya hemos señalado, el capitalismo es un dispositivo que se presenta a sí mismo como algo natural, generando un tiempo eterno que impide percibirlo como una situación histórica contingente. Pero, como nos recuerda Foucault y la autora señala esto es precisamente lo que abre la posibilidad de un tiempo distinto pues lo que está asentado es lo que puede ser destruido políticamente.
Pero esta subversión no es fácil, y no simplemente porque el capitalismo se haya naturalizado, sino, sobre todo, porque actúa sobre la imaginación impidiendo representarnos escenarios alternativos. Esta idea se ha repetido innumerables veces, citando a Jameson, señalando que hoy en día sólo se puede pensar el final del capitalismo como cataclismo. Aviñó ofrece al respecto una interesante explicación de por qué esto es así. En realidad sí que podemos imaginar el futuro, pero esta ensoñación se hace siempre desde la lógica maquínica del capital, lo que convierte ese futuro en una prolongación de un presente eterno. Pensamos la liberación de nuestras cargas mediante el desarrollo de la tecnología, la cual, imaginamos, nos librará de la enfermedad, de la soledad, del agotamiento, etc. De esta forma, saturando la imaginación mediante relatos de tecnologías mágicas, el capitalismo impide que los individuos sean capaces de imaginar un tiempo distinto. Y es particularmente importante, señala Aviñó, cómo esta imaginación es saturada a través de figuras proféticas tales como Musk, Brezos o Gates, que funcionan como fetiches ideológicos, anticipando el futuro mediante sus relatos de arcadias felices. La autora es aquí particularmente perspicaz al hacernos ver que no hay aquí ninguna fuerza profética sino que, más bien, tratándose de una banda de ultrarricos que controlan a las empresas encargadas del desarrollo tecnológico, se trata, en realidad, de empresarios estableciendo autoritariamente los objetivos de sus complejos empresariales, aunque después lo presenten en charlas Ted como visiones del futuro.
Aquí es donde, según Aviñó, habría que situar el debate en torno al desarrollo de las nuevas tecnologías. Frente a un debate engañoso que presenta a la tecnología como la herramienta que superará todas las barreras humanas, la autora aplica el poder disolvente de la genealogía foucaltiana al señalar que seríamos más conscientes de lo que ocurre verdaderamente si ponemos el foco en el origen de la financiación de estas tecnologías. Y la autora se centra en señalar dos de estos orígenes: por un lado la industria armamentística respecto de las tecnologías que permitirán lo que se denomina «humanidad aumentada»; y en segundo lugar todo lo relativo a los intentos de tokenización de la realidad «física», que tienen el objetivo de extraer plusvalía de absolutamente todo y cuyo exponente más importante es, actualmente, el llamado «Metaverso». Teniendo en cuenta estos dos orígenes, la autora muestra cómo los debates acerca de una tecnología amable y empoderadora son tramposos, manteniendo la tesis marxista de que no es posible establecer una línea demarcadora entre el capitalismo y la tecnología.
Un buen ejemplo, que Aviñó desarrolla, es el de la industria de los videojuegos, que no duda en describir como un instrumento perverso al servicio de la subsunción real, conformador de buena parte de la subjetividad neoliberal. En primer lugar, aportando múltiples datos, señala la íntima relación existente entre el complejo militar, la investigación y desarrollo de videojuegos, especialmente los que se orientan a entornos bélicos. Según la autora, este vínculo muestra cómo, a través de este tipo de tecnologías comienza el adiestramiento militar de los jóvenes, preparándoles para guerras que son cada vez más parecidas a jugar a videojuegos, y no al revés. Y en segundo lugar, la industria de los videojuegos, afirma, es un modo eficaz de instalar la guerra en la sociedad, es decir, inscribir lo bélico, no como un elemento distorsionador del orden sociopolítico, sino como un aspecto más de la cotidianidad. Esto explicaría, a nuestro entender, por qué, actualmente, los jóvenes especialmente muestran tendencias cada vez más proclives a las soluciones militares y policiales de los problemas, sin buscar causas más profundas de las heridas sociales. Con este análisis, la autora se inscribe en la tradición marxista de autores como Benjamin o Augè,[10] empeñados en mostrar la función política del espacio. Igual que Benjamin mostraba en cómo el espacio urbano de las amplias avenidas parisinas tenían la función de impedir cualquier forma de protesta,[11] Aviñó explica cómo la organización de otro espacio, el virtual, prepara a los individuos para aceptar la brutalidad policial y militar como forma de dirimir conflictos políticos.
Pero la tecnología más interesante y a la vez aterradora, a juicio de Aviñó, es el ámbito en que el capital tiene más posibilidades de erigirse como un poder irreversible, es el llamado «Metaverso». Esto es así porque el desarrollo del metaverso garantizara «el dominio de los datos total e irreversible y el control absoluto de los flujos de trabajo inteligente».[12] El metaverso consiste en la construcción de una única interface que conecte de tal modo a las personas y los servicios, que sea posible una completa organización del mundo cotidiano a través del control de los datos. Se trata, por tanto, de una realidad mixta que mezcla lo virtual y lo real, y que estaría completamente automatizado mediante el uso de las IA y la tecnología blockchain. Una vez más, tal como destaca Aviñó a lo largo de la obra, es en sus máquinas donde el capitalismo inscribe su paraíso. Se trata, afirma la autora, de un rediseño completo de Internet pensado fundamentalmente como un dispositivo de extracción de plusvalía. El primitivo internet, el llamado web1, no era más que un conjunto de páginas donde los individuos podían acudir a buscar información. La web 2 se abrió a los creadores de contenido y a las plataformas en las que todo el mundo era creador, aumentando considerablemente la interacción. La web 3, en vías de desarrollo, gracias a la tecnología blockchain y a la gestión masiva de datos, constituye un dispositivo pensado para que el mundo entero de las cosas, desde las emociones humanas hasta el aire que respiramos, sea susceptible de ser descentralizado y tokenizado. Por eso, afirma la autora, el objetivo del metaverso no es compartir información sino compartir valor. Y en este contexto, su mirada marxista ve cómo este desarrollo tecnológico es parte de lo que ha ocurrido siempre con la tecnología: «si nuestros medios de subsistencia, nuestros derechos y la satisfacción de nuestras necesidades dependiesen de nuestra existencia en un mundo virtual, de las transacciones que nuestra identidad digital pudiese efectuar, ¿podríamos sustraernos a esa interconexión permanente entre el mundo digital y el real? ¿Podríamos desconectarnos sin poner en peligro nuestra supervivencia?».[13] La respuesta aquí es, evidentemente, negativa. Para Aviñó la transformación de la web2 en web3 «es una transformación equiparable a la proletarización del ser humano por el capital», algo que la autora denomina «avatarización». Es decir, nuevamente el capitalismo está intentando eliminar el acceso de los sujetos a medios de vida que no tengan que ver con el funcionamiento maquínico del capital. En este contexto, la autora no duda en calificar este proceso, tal como lo fueron otros en el pasado, de extrema violencia política.
Por todo lo expuesto, y teniendo en cuenta de qué forma se está construyendo el capitalismo del siglo XXI, la autora intenta recodificar el debate crítico. No se trata de seguir pensando modos de transformar el capitalismo, haciéndolo más amable, procurando mantener algo del Estado de Bienestar porque, como insiste en mostrar a lo largo del libro, el bienestar nunca fue un objetivo real del capitalismo. El capitalismo es un dispositivo ciego de extracción de plusvalía, y el desarrollo de la tecnología sólo abunda en hacer este proceso más automático, es decir, más irreversible. Por eso no podemos esperar ningún cambio significativo por parte de los poderes reales, los Estados y las oligarquías. Cualquier transformación que pueda parecernos amable, no es más que un paso en la dirección de la eficacia en valorización del valor. De hecho, es justo señalar que Aviñó dispone de olfato de sabueso a la hora de desvelar estos «avances» engañosos, como ocurre cuando describe el proceso «real» por el cual la pandemia de 2020 se convirtió en una excelente oportunidad para avanzar en esta dirección.
Pero la transformación del capitalismo tampoco va a venir del agotamiento de los recursos planetarios. Esta situación será una ocasión más para abrir nuevos espacios de extracción y dominación. De hecho, asegura Aviñó, esta es la razón por la que uno de los actuales objetivos globales de desarrollo es lograr la tokenización de los activos ambientales mediante la tecnología blockchain. Los Thinktanks neoliberales están embarcados en pensar formas audaces de poner precio a los árboles, al agua, a la biodiversidad, a la huella de carbono, etc. Todas las respuestas pasan por el desarrollo de las tecnologías digitales y la inteligencia artificial.
La descripción que hace la autora del presente es, ciertamente desoladora: El capitalismo nos impone un destino común y una identidad común marcada por una imaginación saturada, una subjetividad bélica y tremendamente individualista, una dependencia absoluta de la tecnología y una completa ausencia de posibilidades de vida que no pasen por las lógicas del capital. El resultado es que los habitantes del siglo XXI ya no somos los antiguos proletarios fabriles del siglo pasado, sino sujetos económicos activos cuya subjetividad, imaginación y tiempo, responde a la racionalidad estratégica propia del capitalista, constituyendo así una «subjetividad impotente, cínica, despiadada en la toma de decisiones, oportunista y profundamente antidemocrática».[14] Esto parece impedir cualquier otra posición que no sea la coparticipación miserable en este dispositivo de extracción. No podemos siquiera imaginar otro mundo para nosotros que no sea la catástrofe. Esta imaginación apocalíptica, además, juega un papel central en la subjetividad neoliberal que, a sabiendas de que lo que nos espera puede ser una vida inhumana, nos prepara para cierta dureza.
¿Quiere decir que no hay alternativa? ¿No podemos aspirar a otros fundamentos para una vida no capital-ista? Aviñó, aunque escribe desde un realismo pesimista, se niega a aceptar que no haya formas de salir del atolladero. Pero es consciente de que, para que haya otra posibilidad, hay que dejar de habitar un tiempo en el que sea posible imaginar y no sólo profetizar la catástrofe. El tiempo del capitalismo es plano y cosificador: es el tiempo del mercado, el tiempo del deseo eternamente insatisfecho y siempre presente, el tiempo en el que el futuro sólo puede pensarse como cumplimiento. Por eso, si queremos romper con ese tiempo, que es nuestro tiempo, la única posibilidad que encuentra la autora es desobedecernos a nosotros mismos, hacer valer eso que Kant llamó «indocilidad ominosa»[15] o Slavoj Žižek describe como «descargar el golpe contra nosotros mismos».[16] Pero, afirma Aviñó en un texto cargado de una enorme fuerza, no se trata de huir de nosotros, sino de rehabitarnos. Huimos de nosotros mismos cada vez que adoptamos una posición cínica o impersonal, cada vez que damos por cumplido el tiempo en que vivimos, cada vez que hablamos con las recetas que una y otra vez nos instan a ser lo que estamos siendo, una gran nada persiguiendo una ausencia, cada vez que nos negamos a cartografiar territorios futuros por pereza o por miedo, cada vez que anticipamos la catástrofe. No se trata de despertar de un sueño ideológico, como afirmaba alguna de las pancartas de la madrileña Puerta del Sol en las protestas de mayo de 2015, pues estamos perfectamente despiertos y conscientes. Lo que hay que hacer es asumir una responsabilidad que, para Ariane Aviñó, es indelegable:
«[…] nuestra lucha es una lucha contra la temporalidad capitalista, que se anticipa siempre proyectando su imagen unos pasos por delante, ocupando el espacio del futuro, colonizando el plano del horizonte. Quizá si de lo que se trata es de habitar el horizonte, tengamos la batalla perdida, siempre que consideremos que el futuro es de algún modo un campo de batalla, un plano donde se realizaría lo posible, y no un plano ilusorio donde lo que se apuntala es lo realmente existente. Pero si abandonamos la idea de que lo posible, como dice Bergson, sea una especie de «fantasma que espera su hora», que llega a ser realidad «por no sé qué transfusión de sangre o de vida», quizá podamos trasladar la batalla al verdadero campo donde lucha la imaginación, que no es el del horizonte sino el de la profundidad y la urgencia».
Bibliografía.
Aviñó McChesney, Ariane, Rehabitar: fundamentos para una vida no capitalista, Puz, Zaragoza, 2023.
Eagleton, Terry, La estética como ideología, Trotta, Madrid, 2006.
Lordon, Frédéric, Capitalisme, désir et servitude: Marx et Spinoza, La Fabrique, 2010.
Fischbach, Franck, La production des hommes: Marx avec Spinoza, Librairie Philosophique J. Vrin, París, 2014.
Augè, Marc, Los no lugares, Gedisa, 2020.
Benjamin, Walter, Iluminaciones II, Madrid: Taurus. 1972.
Kant, Immanuel, Pedagogía, Akal, Madrid, 2003.
Žižek, Slavoj, Repetir Lenin, Akal , Madrid, 2004.
Notas
[1] Ariane Aviñó, Rehabitar: fundamentos para una vida no capitalista, ed. cit., p.24
[2] Terry Eagleton, La estética como ideología, ed. cit., p.394
[3] Aviñó, Rehabitar, ed. cit., p.139.
[4] Ibidem, p,167.
[5] Véase Frédéric Lordon, Capitalisme, désir et servitude: Marx et Spinoza, ed. cit., s/p.
[6] Aviñó, Rehabitar, ed. cit., p.173.
[7] Ibidem, p.181.
[8] Ibidem, p.189.
[9] Véase Franck Fischbach, La production des hommes: Marx avec Spinoza, ed. cit., s/p.
[10] Véase Marc Augè, Los no lugares, ed. cit., s/p.
[11] Vease Walter Benjamin, «El París del segundo imperio en Baudelaire», en Iluminaciones II (poesía y capitalismo), ed. cit., p. 188.
[12] Aviñó, Rehabitar, ed. cit., p.209.
[13] Ibidem, p.221.
[14] Ibidem, p.267.
[15] Véase Immanuel Kant, Pedagogía, ed. cit., p.27.
[16] Véase Slavoj Žižek, Repetir Lenin, ed. cit., s/p.