Imagen del libro Como el agua en regolfo
Virna Jeli, Como el agua en regolfo, México, Ediciones del Lirio, Ediciones sin nombre, 2024.
Crescenciano Grave
No apresuro, tampoco aminoro, no me hago preguntas, sólo voy sin parar, ya sabré si es el futuro o el pasado lo que me espera.
Virna Jeli
I
Dividida en dos partes – “La noche rota” y “El libro en blanco” – Como el agua en regolfo de Virna Jeli, entrelaza dos episodios de una historia que atraviesa fatalmente a distintos miembros de una misma familia. Esta historia se puede imaginar designada por un fatum que apenas se asoma a la conciencia: desatada por un probable asesinato, su estela atrapa a los que, inocentemente culpables, vienen después. Sin embargo, como toda obra de valía, Como el agua en regolfo destaca por la forma singular que en ella asume el relato del destino; de un destino compartido. Más que una colisión con lo que designa, parece haber aquí, primero en el orden del tiempo, no en el de la novela, una sutil – pero no menos desgarrada – aceptación de lo inevitable, y, después, una franca y rebelde afirmación, por parte de sus protagonistas mujeres: Ana y Julia.
La técnica y los recursos literarios de una cierta, y difícil, tradición moderna están aquí integrados a la obra; se presentan correspondiendo al relato mismo de modo que, al final, éste ofrece la sensación de que lo que se cuenta no pudo haber sido contado de otro modo porque, paradójicamente, su misma necesidad narrativa, en el quiebre de la sucesión cronológica, incluye la conciencia de otras posibilidades y, por tanto, la ambigüedad en la identidad que algunos personajes, destacadamente Eusebio, se forjan.
A partir de aquí se proponen algunos comentarios que, lejos de pretender desentrañar el secreto que anima a la obra, tratan de corresponder a una experiencia de lectura.
II
Novela para lectores pacientes, Como el agua en regolfo ofrece una bella historia en la que la escritura misma forma los intersticios por donde extrae, desnuda al replegarse a sí misma, una verdad transgresora de la ley. Verdad, la del relato, que no requiere, ni más ni menos, que de una escritura capaz de revelar algunos de los secretos de la memoria.
Un viaje de regreso: la escritura. La escritura que sólo recoge lo que se inventa porque lo que se inventa emerge de las corrientes de la memoria; de los recuerdos que, ora nítidos, ora fantasmales, preceden y atraviesan la consciencia del yo y, prolongándolo, se hilvanan en una historia cuyo suceder no se puede ver desde el exterior: las memorias cuentan lo que acontece visto desde adentro y la escritura es, en “La noche rota”, una estrategia del que, para continuar huyendo, regresa – aunque, tal vez, nunca se mueve de su mesa de trabajo –, y, en “El libro en blanco”, la escritura es la resistencia interior de aquella que se mueve por el santuario casi en ruinas de su espacio con el tiempo de la desdicha dentro.
III
La memoria es de los sentidos: olores que emanan de las hojas rotas; color y sabor que estallan con sólo ver a los mangos, las guayabas, los arrayanes; sonidos de las ramas de los árboles al ser concertadas por el viento que refresca el cuerpo del joven tendido en la sombra inundado de alegría en los sentidos. La memoria es de tierra, de humedad, de calor, de luz, de mar y marismas que, retenidas en el cuerpo, lo reaniman en medio de la dejadez que lo asalta. Hay también la memoria de los útiles de diferentes texturas y funciones: los muebles y el aprendizaje de las posturas; los libros y sus primeros regalos de algo de lo que hay afuera; la consola y la evocación de la música que, sonando junto con los golpes de la lluvia, modula la voz de una pasión nunca rechazada.
Ahora, el que regresa, permanece a oscuras para, asaltado por los recuerdos, poder vislumbrar mejor el espacio en el que la escritura hace posible encontrarse. Al aparecer, un recuerdo no se aísla; convoca a otros que, acudiendo de pronto, se agolpan. No se puede dar cuenta de todos; hay que editarlos. Las secuencias son relieves donde se advierte lo escondido y, acaso, los sueños que exaltan tanto como atormentan en secreto. En la edición escrita de la memoria, reanimada por las imágenes de viejas fotografías y de una estropeada película familiar, también se puede ver la ausencia; el extravío de quien, en la mirada alejada de sí misma, la única emoción que trasmite es su deseo no estar ahí donde aparece. Como una nostalgia que, conociendo el sentido de las palabras, se estrella en silencio contra un muro invulnerable a la melancolía.
En los recuerdos que se despiertan cuando la escritura regresa, se evoca también aquello que, animando en otros, se transmitió en gestos, en miradas cómplices que, una vez advertidas, se alteran como una señal funesta. Por las paredes de esta invocación reptan lagartijas e iguanas: pequeños dragones inofensivos e inquietantes símbolos de lo que, siempre presente, nunca se puede controlar: lo aciago. Lo ominoso no se deja de vislumbrar en el aura que acerca lo lejano al volver a ver algunas de las viejas fotografías desde las que se desparraman los recuerdos casi exigiendo volver a tejerlos.
¿Hacer las paces con el pasado? ¿Comprenderlo? ¿No significa acaso retorcerlo en la forma que, a la vez que potencia su carga perturbadora, la desvía hacia la belleza prometida? Volver, y volver a reiterar, reiterar el regreso porque, quizá, se avizora que sólo así, retornando, la vida que se escapó reclama sus derechos. El futuro olvidado siempre puede habitar en una escritura que lo recuerde. Las imágenes que traza esta escritura dejan ver no sólo lo que fue y lo que es; también entreven lo que pudo ser: aquello que se refugió en las sombras; aquello de lo cual el tiempo no canceló su posibilidad de acercarse al destino.
Aquí, en “La noche rota”, hay pasajes en donde, más que profanar lo sagrado, se sacraliza lo profano para difuminar su diferencia y dejar sólo la literatura en la que la vida, la existencia, se sabe palabras, palabras que nombran una forma que funda en libertad su propia convulsión que, yendo rápida hacia atrás, se equilibra en su propia cadencia y deja que se adivinen sus futuros posibles. La literatura son palabras que, al señalar lo que nunca es mera palabra, traen a la presencia su inquietante intensidad.
IV
En “El libro en blanco” la memoria de Ana también sobrevuela; se adentra, a veces se escabulle aspirando a quedar vacía; como si quisiera que el tiempo dejara de pasar y las imágenes se borren porque los deseos se han ido a su fondo inevitable y, sin descifrarlos, ahora sólo resguardan los sueños de otros, otros que son ella misma.
La separación de las almas es el nacimiento de la memoria; un nacimiento que se siente, pero no se puede nombrar; un desacoplamiento que sólo el cuerpo percibe. El nacimiento de la memoria acompaña la gestación de los secretos; secretos que una mujer, dispuesta a no dejar escapar la pasión que la atraviesa en soledad, escribe.
La imaginación recrea los recuerdos como una plenitud que, replegada en la memoria, se despliega en discretos signos sensibles; signos que aluden a días que parecieron estaciones definitivas; signos que abren un agujero que certifica que, en el alma de la que escribe, la libertad del corazón no sólo puede más que la conciencia, sino que la conciencia no puede nada contra esa libertad, salvo ponerse al servicio de sus expansiones. La imagen en la que el alma se reconoce se imprime honda y clara: parece inamovible, pero, el tiempo, que no la desgasta, la vuelve forma fluida y la arrastra llevándosela consigo, porque sólo así retiene los colores y las sombras de la memoria futura. Volver a lo escrito, reescribirlo, es la esperanza de pulir las versiones, no para adecuarlas a ninguna realidad, sino para “mejorar sus secretos” (p. 105), incluidos aquellos que únicamente existen por la imaginación y sólo la escritura realiza. Tal vez porque sólo así algunas vidas soportan no adelantar su entrega a la muerte.
Al final, las almas separadas están juntas y, por un breve periodo, pueden dejar de lado los recuerdos del tiempo ido para que nazcan otros; están juntas en su inexorable separación, en un ahora que ya no divide lo de antes y lo de después. Sin embargo, aunque el reloj esté descompuesto, el tiempo siempre pasa; la sensación de eternidad también es fugaz.
V
La escritura comunica el destino de los personajes; el mismo que los vuelve diferentes. Eusebio y Julia; Curcio, Sibila, Valentina y Ana son los hilos que recrean la madeja de una fatalidad a la que los condena la creación literaria desde donde irradian una significación y, tal vez, un signo de justificación para algunas existencias que, en la transgresión, hacen en unos caracteres – en el doble sentido de ethos y personajes – a la libertad en conflicto desigual con su conciencia que, sin embargo, nunca es una mala conciencia.
También está la sencilla bondad del Ministro; el dependiente de una papelería cuyas superstición y, sobre todo, generosidad las dispensa en pequeños gestos; las visiones, líricas y melódicas a veces, brutales otras, de la loca Joaquina; la sabiduría de la tepehuana Gregoria que parece nunca desorientarse cuando se trata de equilibrar las estaciones de lo emocional; cuando se trata de sintonizar en amistad las demandas del alma de afuera con lo que lleva el alma de adentro. Breves trazos que bastan para figurar un carácter.
¿Son certeros estos comentarios que, a veces glosando, hemos apenas esbozado aquí? La potencia sensible del espíritu literario rehúsa la exactitud; a cambio ofrece una fecunda ambigüedad en la escritura donde se ponen en juego la libertad, la pasión transgresora de la ley, el destino de unos personajes en su propia historia. En la misma fragilidad de la memoria se sustenta el detonante de su acción creadora. En Como el agua en regolfo, y a propósito de Ana y Curcio, Virna Jeli condensa esta ambigüedad literario existencial bajo una forma mejor: “Ellos lo saben sin haberlo aprendido, y por no haberlo aprendido no lo olvidarán.” (p. 134).