Emanuel Levinas
Gérard Bensussan /Trad. Maria Konta
Levinas, aunque está lejos de ser el único en este caso, no es el padre de ningún “levinasismo.”[1] Hay, ciertamente, “levinasianos,” pero no una escuela levinasiana, como hay “schellingianos,” pero no un “schellingianismo,” en el sentido en el que hubo un hegelianismo que ha pasado a la posteridad, tanto a la derecha como a la izquierda. Resulta que los “levinasianos,” más allá de lo que los vincula de muchas maneras al pensamiento de Emmanuel Levinas, son de diversas convicciones. ¿Qué significa esta paradoja, compartida con otros filósofos contemporáneos, por ejemplo Derrida?
En mi opinión, indica algo muy simple.
Levinas tiene discípulos, pero no fundó una disciplina, la cual no es la “ética,” ni una escuela, ni mucho menos una teoría general. Tampoco restableció ni reorientó la moral, y su pensamiento nunca cae en el ámbito de la “filosofía moral,” de la que habría inventado una nueva rama o desarrollado una tendencia.
¿Entonces qué?
Recordando el versículo de Jeremías 23:29, compararía su pensamiento con una roca, y a los “levinasianos” con tantos martillos que hacen saltar innumerables chispas. Los martillos no son discípulos de la roca. Pero es necesario ahí sus golpes renovados para que el pensamiento brote, en múltiples direcciones y según una renovada difusión, como “chispas.” Este tipo de relación –que la imagen propuesta sugiere, y que vale lo que vale– requiere, para empezar, delimitaciones negativas. En mi opinión, y ésta es una distinción absolutamente decisiva, la ambición de Levinas no es ofrecer un nuevo estudio del éthos, un análisis del comportamiento humano o incluso una investigación de la intersubjetividad reorientada hacia la alteridad. No propone ninguna moral, si por ella entendemos un conjunto de prescripciones o mandatos, leyes o reglas normativas capaces de mejorar las virtudes personales o colectivas. Incluso recomienda que tengamos cuidado de no dejarnos nunca “engañarnos” por una moralidad así circunscrita –éstas son las primeras palabras de Totalidad e Infinito.
Como todos los grandes pensadores, Levinas nunca dejó de girar en torno a un pensamiento único, inventado, ajustado, rectificado, amplificado, exagerado, retomado, desplazado, redescubierto. Las diferentes interpretaciones de este pensamiento presentan así todas sus armónicas. Este esfuerzo continuo, este pensamiento único y obsesivo, rodea un intento infinito, de decir el “sentido” de “lo humano del hombre” -expresión que significa lo “no sintetizable,” como dice Levinas, es decir aquello que, del hombre y en el hombre, no puede nunca ser comprendido en una totalidad significativa. Un proyecto extra-moral, por tanto, cuya intención no es en absoluto antropológica sino, quizá, enfáticamente ontológica, “más ontológica que cualquier ontología.”[2] Lo que Levinas y después de él algunos “levinasianos” llaman ética nombra simplemente este pensamiento tenso, una Ética de la Ética, según la expresión de Derrida,[3] es decir, una ética sin ley, sin concepto, sin moral, y que precede a su determinación en leyes, en conceptos y en morales.
Se trata menos de pensar los fundamentos de la subjetividad, y por tanto de refundar antropológicamente esto o aquello (¡Levinas ni refunda y tampoco no refunda!), que de remontar su recorrido hasta su origen siguiendo el eje incierto de la relación del hombre al hombre. La ética levinasiana piensa esta relación en términos del encuentro, de lo inesperado, del acontecimiento, de la irrupción, y aún más radicalmente, como consecuencia, como una relación a lo infinito. El rostro, lugar de la irrupción, es, en su absoluta denudación, la huella, es decir el no-lugar. El rostro es un metaconcepto central en el pensamiento de Levinas, como sabemos, pero su centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Es indefinible, siempre y cuando permita, desde sí pero fuera de sí, todas las definiciones. Definirlo equivaldría a olvidar el infinito qué significa y a reintroducir una monstruosa ontología del rostro, que sería menos ontológica que la ontología. En efecto, si el otro es lo que es, es decir, si está definido y sea cual sea el contenido de su definición, si está encerrado en una esencia, ya no es el otro, es lo que es, es su ser. No se trata pues nunca de propiedades del ser, de propiedades que son y que hacen al otro, en su alteridad de sujeto singular, sino de su rostro en tanto que desnudez “sin cualidades”, sin ser identificable.
Sucede entonces algo inédito: si el otro, el completamente otro, el primero que llega, es efectivamente el otro hombre, esta expresión, el otro hombre, sólo puede significar una dehiscencia asimétrica inaudita. El otro y yo, el rostro y la humillación con la que me sostiene desde su altura, no somos de ningún otro modo ejemplos de la misma clase, dos individuos iguales situados indiferentemente en una relación de simetría especular. El prójimo no es un hombre, si se me permite decirlo, el otro hombre no es un hombre, así como yo soy un hombre, así como él o ella o ellos son hombres. De ahí se ve que el pensamiento de Levinas no es un humanismo, es incluso, filosóficamente, un antihumanismo, un punto en el cual los lectores y las lecturas de Levinas tal vez diverjan, y esta divergencia u otras constituyen todavía las lecturas que separan a los lectores de Levinas entre sí.
Es en esta línea del pliegue del humanismo y de la ética que se enuncia la objeción que la moral, humanista, dirige al dúo ético, de algún modo guionada por el pensamiento de Levinas: ¿cómo podemos hacerles justicia a los hombres, a todos los otros hombres, a todos esos “terceros” a quienes violenta mi sumisión al rostro singular de los demás? La exigencia moral que se opone a la ética no es ni ilegítima ni inadmisible, pero sólo puede sostenerse en el après-coup de la ética inmemorial. El Otro es de hecho incomparable, no intercambiable, sólo se da a partir de la singularidad irreductible y única del yo, del yo que soy yo y sólo yo en la medida en la que este lugar es inalienable. Es esta relación, que no es una, la que Levinas llama ética.
Al deshacer toda reciprocidad, toda reversibilidad y toda isonomía, la asimetría significa que desde un punto de vista ético la “relación con el otro” no puede ser mediada. No pasa por mediaciones que la harían inteligible y relativa, es decir tomada en una relación entre términos. No se puede hacer esto porque el otro se encuentra en una situación absoluta y de absolución en la que yo no formo parte. Levinas habla de una relación/no relación entre yo y el otro. En el sentido más fuerte, no existe una relación en la que cada uno sea relativo al otro, en la que yo posiblemente sea el otro del otro y el otro otro yo, el famoso alter ego. Se trata más bien de una cuestión de exposición, de desnudez y de la absoluta imposibilidad de escapar a la llamada de un rostro, ya sea que responda a ella o la eluda. Se trata de un desinterés estructural del sujeto, de la defección de su ser, es decir de su interés, ya que el interés, como lo observó Hegel, mucho después del inter homines esse de los romanos, significa inter-ser, ser en o entre. Un sujeto es un ser que se libera de su condición de ser. Ser humano, ser sujeto humano, no es ser un ser entre seres, un ser dentro del ser, un ser más, una clase en una ontología general o una región del ser. Ser sujeto, para el yo dislocado, destituído, depositado, es no tener lugar en el ser, ningún lugar donde estar en casa, es nomadear el ser en su totalidad.
Estrictamente hablando, el pensamiento de Levinas, al menos en su supuesto, en De otro modo que el ser, no es una filosofía de la alteridad. Más bien, lleva consigo un pensamiento de subjetividad en su estructura de respuesta, “otro en lo mismo”, alterado desde adentro por el rostro, “responsable” dice la lengua hebrea para nombrar esta alteración (aharayout). Soy interrogado, por la pregunta, por este rostro que me obsesiona, el yo es atravesado por el otro y esta transverberación hace su estructura. Podemos entender que hay una violencia ética en Levinas, y por qué él es también un pensador de la violencia. En la relación ética como relación/no-relación, lo que aparece violentamente se convierte en acontecimiento, perturba las estructuras de toda apariencia, es decir el buen orden del mundo, y perturba evidentemente, en el sentido más fuerte, mi subjetividad de sujeto, puesto que este aparecer que desestabiliza toda apariencia me obliga a responder o a no responder. En todo caso, estoy obligado a una obligación que no comienza dentro de mí. Soy yo el que empieza tras esta respuesta o no respuesta. La subjetividad, atravesada por el otro que la atraviesa, se estructura en la necesidad de responder. Esta estructuración ascendente de cualquier yo hace que el uso mismo de los términos “subjetividad” o “respuesta” sea delicado y su manejo a veces embarazoso. El “sujeto” puede bien “responder” o no “responder”, como hemos dicho, pero no es una cuestión de elección porque no es libre de escuchar o no escuchar la llamada. La respuesta precede a la pregunta, como dice Levinas, un hacer que no procede de una decisión autónoma compromete el despliegue del cuestionamiento. La necesidad inmemorial de responder viene de muy atrás, mucho antes de las preguntas que pudiera hacerme sobre las razones por las que respondí o no respondí. Y muchas veces, cuando llego a sopesar los pros y los contras, ya es demasiado tarde, el tiempo de la respuesta ha pasado, el tiempo de la reflexión y de la ponderación ha llegado para abolirlo.
La “relación” ética está estructuralmente atrapada en la asimetría. Ético significa asimétrico. De lo contrario, cambiaríamos de registro. O bien, simetrizando e igualando, saltamos a la política en el sentido más determinado del término, a la esfera de la Justicia, como dice Levinas, donde todos los demás son otros como los demás. O bien, al invertir asimétricamente la asimetría, nos encontramos ante una inversión antiética de la relación, ya sea en una situación completamente concreta en la que yo, individuo o comunidad, diría: el Otro soy Yo. La asimetría ética es pues un indicador de lo que no es y exige una política justa, y al mismo tiempo del peligro extremo que entraña un diferencialismo injusto. Las posiciones irreductiblemente asimétricas que estructura implican exigencias prácticas en las que el sujeto se encuentra asignado.
En su estudio de la época de Racine, Roland Barthes sugiere que “la simetría es la plástica misma… del fracaso, de la muerte, de la esterilidad.” Y añade en una nota: “Sin querer forzar la comparación entre el orden estético o metafísico y el orden biológico, ¿deberíamos recordar que lo que existe siempre es por disimetría? Ciertos elementos de simetría pueden coexistir con ciertos fenómenos, pero no son necesarios.” Lo que es necesario es que no existan ciertos elementos de simetría. Es la asimetría la que crea el fenómeno (Pierre Curie).”[4]
La asimetría ética es una especie de pleonasmo. Viene en muchas formas. El Otro difiere en su diferencia, yo estoy obligado a la no indiferencia. El Otro llama, Yo respondo, no puedo en ningún caso no escuchar la llamada. El Otro tiene, es, un rostro. Estoy subordinado a esta extrema fragilidad del rostro del Otro. El Otro se traza en la trascendencia de este rostro que supera toda materialidad sensible, está “más cerca de Dios que Yo”, respondo a esta trascendencia por la inmanencia de la ayuda material inmediata: vestir, alimentar, alojar, acoger – de lo contrario, si respondo a la trascendencia del otro por mi trascendencia de sujeto, caigo en “la hipocresía del sermón” al ignorar seriamente “la sinceridad del hambre y de la sed.”[5]
La ideología humanista y, con ella, el modelo trascendental de libertad son radicalmente cuestionados por este pensamiento ético. Elegir la propia libertad, ¿es una elección libre?, pregunta con insistencia Levinas. Si mi singularidad de sujeto reside en mi extrema responsabilidad hacia el otro hombre que me llama, y si en esta singularidad irreemplazable no puedo de ningún modo eludirla ni descargarme de ella, mi libertad (¿pero sigue siendo de eso de lo que se trata?) se sitúa paradójicamente en el punto último de “mi” heteronomía. La respuesta ética no es en absoluto la de una obediencia. Obedecemos a una ley, a una institución, a un superior jerárquico, a una función y nunca a una persona cuya obediencia no debe ser ignorada, siempre que esté regulada por el consentimiento previo de un código de conducta sustancial. La responsabilidad ética, por el contrario, describe un tipo de situación en la que los límites de la norma y el marco de la prescripción deben ser sobrepasados sin que el demandado siquiera lo quiera. Debe inventar inmediatamente la regla de sus acciones o, más precisamente, actuar en el “tomar” anticipándose a todas las reglas. Por la imposibilidad de toda sustitución y de toda delegación, por la atribución que me ata al instante ético de la respuesta, y sólo por eso, mi yo es único.
“Ser libre es hacer sólo lo que nadie puede hacer por mí.”[6] Esta libertad de unicidad nos permite comprender que el discurso ético sólo es posible y sostenible para el yo de la primera persona. Su extensión y universalización están bloqueadas desde el principio. Si el sujeto moral kantiano se somete a un mandato que es el de la razón en cuanto se impone a través de la ley moral e independientemente del prójimo, para Levinas se trata de algo muy distinto a la autonomía de la voluntad. Se adentra profundamente en una relación con la exterioridad. El deber moral incondicional no me viene de la voluntad razonable, sino de la resistencia que opone mi rostro. La posibilidad de la ética no procede en absoluto de la sumisión de la voluntad a la ley de la razón como facultad de lo universal, sino del hecho inaugural y heterónomo de la palabra del rostro. La ley resulta de una facticidad: encuentro al otro, el rostro habla.
A partir de entonces, frente al rostro, “se habla o se mata,” como escribe lapidariamente Blanchot. Lo que un sujeto dice, plantea, piensa, hace, proviene de un Decir anterior a todos los signos, gestos, significados de los que puede creerse ilusoriamente el autor autorizado, y donde cree contemplar el origen de sí mismo –en el sentido en que, en la Ética a Nicómaco, Aristóteles describe el efecto de la dispensación de beneficios en torno a sí. Es este registro el que Levinas tematizó como pre-original o an-árquico: “La responsabilidad por los demás no puede haber comenzado en mi compromiso, en mi decisión. La responsabilidad ilimitada en la que me encuentro viene por debajo de mi libertad, de un “anterior-a-toda- memoria,” de un “posterior-a-todo-logro,” de lo no presente, por excelencia de lo no-original, de lo an-árquico, de un por debajo o de un más allá de la esencia. La responsabilidad para los demás es el lugar donde se sitúa el no-lugar de la subjetividad.”[7]
El sujeto está ya siempre alterado, está estructurado como alterado, si se me permite decirlo así, sin lo cual ningún sujeto llegaría jamás a existir como “otro-en-lo-mismo.” Si fuera de otro modo, crono-lógicamente (primero un sujeto; segundo su desestabilización), la alteración efectiva, empírica, no sería ni posible ni pensable. Pienso aquí en una objeción que se ha dirigido a Levinas (Ricoeur por ejemplo): para responder de los otros o a los otros, ¿no sería conveniente que primero me hiciera cargo de mí mismo, que asumiera la responsabilidad de mí mismo, en la manera auténtica del Dasein heideggeriano, para luego volverme hacia los otros? Levinas responde lanzando una sospecha muy fuerte sobre este modelo de reciprocidad sucesiva y de intercondicionamiento cronológico. ¿Puedo realmente responder, en el sentido de una responsabilidad ética, muy diferente de la responsabilidad de inculpación o de la responsabilidad penal, en el sentido de una subjetividad estructurada como teniendo siempre-ya que responder, si empiezo o creo que empiezo por responder por mi ser, mi sustancia y mi subsistencia ontológica? ¿La objeción no equivale, por el contrario, a “discutir un poco”, según una expresión de Rousseau,[8] para responder racionalmente a su no respuesta ética? Ésta es también la razón de la distancia que toma Levinas respecto a las filosofías morales o a las diversas variedades del moralismo. Todas ellas consisten en pensar los deberes y pensarlos como una corteza que se aglomeraría alrededor de un núcleo indivisible del ser, el sujeto. El sujeto no es, por tanto, no tiene núcleo, moral o premoral. La subjetividad del sujeto, por el contrario, es una fisión de sí, una pérdida, una apertura infinita. El sujeto no dirige su atención hacia el otro, no toma la iniciativa, no tiene buena voluntad, no es voluntariamente bueno. Está impulsado por su deriva hacia el otro. Y aunque se niegue, como el “filósofo” de Rousseau, ese rechazo es aún el índice de ese ante-sí que es el tener-que-responder. Y el asesinato mismo, en su extrema banalidad y su desconcertante facilidad ontológica, es todavía el signo de una impotencia furiosa ante el rostro.
La topología de la asimetría que inventa Levinas me parece extraordinariamente fecunda y preciosa. Ofrece nuevos estímulos para pensar en ámbitos contiguos o superpuestos a la ética, la política o el amor.
La topología de la asimetría es radicalmente extrapolítica: lo que es válido en una relación de dos no puede gobernar un conjunto modulado de relaciones múltiples, y viceversa, bajo pena de una peligrosa confusión, incluso de un terrible desastre.
En una relación de dos personas en la que se invierten afectos y sensibilidad, hay una desproporción, una brecha, que Levinas ha tematizado fuertemente como asimetría. El otro que se encuentra frente a mí, en su extrema singularidad, evidentemente no es intercambiable: es irreemplazable en su unicidad. Nadie puede reemplazarlo. La relación que se da en un encuentro cara a cara no es universalizable ni puede dar lugar a la reciprocidad. Es exclusivo y excluyente.
El amor, del que Levinas desconfía a veces, como muchos filósofos, y que no piensa en sí mismo, puede sin embargo, gracias a él, gracias a su invención topológica de la asimetría, ser mejor pensado: con él, fuera de él. El amor es un separatismo, una disidencia frente al mundo común: “el amor es siempre un asunto entre dos personas, sólo conoce al Yo y al Tú, ignora la calle,” escribió Rosenzweig. La “ley” del amor es que “nunca ha conocido ley alguna”, como canta la Carmen de Bizet. No podemos exigir que sea “justo”, es decir, igual, simétrico y sin distinción entre personas. No puede convertirse en una reivindicación política cívica. “Amor para todos” no tendría absolutamente ningún sentido, porque el amor no es cuestión de derecho sino que está enteramente sujeto a los avatares de un encuentro, de un azar imprevisible, de un acontecimiento anterior a toda justicia, a toda igualdad, a todo contrato. Obviamente no podemos hacer del amor un deber ni una regla imperativa que se imponga a todos incondicionalmente.
Si, por el contrario, la justicia es fundamentalmente ajena a toda relación dual, y en particular a la relación amorosa o afectuosa, difícilmente se deja evacuar, ni mucho menos. Porque frente al carácter empírico del dúo desigual, viene a recordarse la necesidad de la abstracción colectiva que es la simetría. “La justicia es necesaria,” insiste Levinas: su “es necesaria” no es prescriptivo y no designa una necesidad lógica u ontológica. La justicia es “necesaria” porque está siempre ahí como exigencia irreprimible, condicionando incluso la verdad. Alrededor y en torno al dúo, todos los demás, aquellos a quienes Levinas llama los “terceros,” claman justicia ya que están excluidos de una relación en la que estoy tomado y en la que ellos no tienen parte: no los “amo,” no puedo “amar” a todos los demás, eso sería una pura y simple traición al amor singular que me sostiene. Pero ellos claman por justicia, claman que la justicia es “necesaria” para ellos. De esta manera ponen en tela de juicio el amor mismo que es mío. Así que nunca termino la búsqueda de justicia. Nunca termino con los otros del otro, todos aquellos que lo rodean más o menos espectralmente. Pero una vez atrapado por la justicia, que me separa del dúo amoroso y me arroja “a la calle,” a la política, tengo que cambiar de paradigma, salir de mi punto de referencia, encontrar algo así como una regla común. Porque la justicia, y más ampliamente la política, generaliza, equipara derechos y deberes, exige reciprocidad y se compromete con la igualdad, compara y compensa, simetriza en todas partes y siempre. Afortunadamente, para ella el amor no tiene ningún uso. “No te amo, por eso te trato injustamente” sería una declaración increíblemente violenta, viniendo de un juez, por ejemplo. Un ser justo que sólo fuera válido con aquellos a quienes ama no sería justo. Ser justos también debe aplicarse a aquellos que no queremos, e incluso a nuestros adversarios: así es precisamente como se mide la justicia. Mientras el amor ama, y punto. El amor es un acontecimiento que no necesita justificación.
La política, por otra parte, se organiza en torno a un principio de estricta “intercambiabilidad” de las personas: cualquiera debe poder inscribirse en ella como cualquier otro sin aceptar singularidades, distinciones o incluso lo que permanece irreductible a la regla: por el contrario, se trata de reducir a dicha regla todo lo que pretende ser una excepción a ella.
Hay un punto que no he abordado en este texto, y que sin duda lo habría merecido: la relación entre el pensamiento levinasiano y el pensamiento judío, particularmente el talmúdico. El tema es tan vasto y su actualidad tan candente[9] que sólo puedo sugerir algunas armonías, de manera elíptica y lapidaria, para concluir. En una reflexión sobre la novela judía estadounidense Bellow, Malamud, Philip Roth escribe: “Ser judío… es ser receptivo, morbosamente receptivo a las solicitaciones morales de los demás, y asumir, a través de una especie de compasión brusca y una sensibilidad que a veces raya peligrosamente en la paranoia, el sufrimiento y la desgracia del prójimo… una carga… una fuente de irritación.”[10] Estas palabras no son en absoluto las de Levinas. Sin embargo, no pueden dejar de evocar la “persecución” de la que habla en profundidad De otro modo que el ser, y la estructura “ética” de la subjetividad: la doble determinación de la relación entre dos personas por la matriz asimétrica. Roth relaciona descriptivamente el afecto con el judaísmo, con un ser judío. No debemos malinterpretar la intención del novelista, corriendo el riesgo de malinterpretar completamente su intención de pensamiento. No se trata de relacionar esta “receptividad” hacia el otro con una esencia o incluso con una etnicidad: al contrario, las deshace. Se trata de un arreglo único que cada uno puede aceptar o no, sin distinción de pertenencia colectiva o fe religiosa. Esta manera de estar con los demás, esta sensibilidad paranoica descrita en las novelas judío-americanas de las que habla Roth, son propias de los personajes que las experimentan y de los libros que las describen, a la manera de anti-héroes éticos de la literatura y, a veces, de víctimas involuntarias de la asimetría amorosa. Se estará completamente de acuerdo en que el deber altruista, la compasión a la que estoy obligado por un código moral o un mandamiento religioso no son en modo alguno reprensibles. Pero no tienen nada que ver con la ética levinasiana, y esto no se puede enfatizar lo suficiente. Este último es un para-el-otro a pesar de uno mismo, una “carga” inalienable fundamentalmente heterogénea para todo Sollen. Está estructuralmente relacionada con la subjetividad en su infinita dehiscencia y alteración. No hay forma de escapar de esta “fuente de irritación” y es por eso que es mil veces “más ontológica que cualquier ontología.”
Notas
[1] Nota de la traductora: el original en francés intitulado “Une “source d´irritation”: L´assymétrie éthique” fue publicado en la revista electrónica La règle du jeu. Littérature, Philosophie, Politique, no. 84, el 4 de maro de 2025. Véase: https://laregledujeu.org/2025/03/04/41708/une-source-dirritation-lasymetrie-ethique/. Agradezco a Gérard Bensussan por haberme enviado el original por correo electrónico el 24 de marzo de 2025 y otorgarme el derecho de publicar su traducción en español aquí. Todas las citas está traducidas por mi. Todas las notas al final del texto son del autor y las conservo en francés.
[2] Emmanuel Levinas, De Dieu qui vient à l’idée (Vrin, 1992), 143.
[3] Jacques Derrida, L’écriture et la différence (Seuil, 1967), 164.
[4] Roland Barthes, Sur Racine (Paris: Le Seuil, 1963), 53. Nota del autor: A las observaciones de Curie, podríamos añadir las de Pasteur: “la vida, tal como se nos manifiesta, es función de la asimetría del universo o de las consecuencias que ella conlleva.” Sin asimetría, sin lo que los físicos llaman una ruptura de la simetría, sin un acontecimiento que interrumpa el orden, no hay materia, no hay vida, no hay cuerpo. Las partículas, las moléculas, las células, los órganos, no son simétricos. La vida es la ausencia radical de cualquier simetría que pueda exigir su simetrización.
[5] Emmanuel Levinas, De l’existence à l’existant (Vrin, 1990), 69. Cf. Gérard Bensussan, “Humanismo, materialismo e politica em Levinas,” E: Revista Etica et Filosofia Politica XXII (junho de 2019).
[6] Emmanuel Levinas, “La Révélation dans la tradition juive” en La Révélation, colectivo (Bruxelles, 1977), 68. Texto tomado de Emmanuel Levinas, L´au-delà du verset. Lectures et Discours Talmudiques (Minuit, 1982).
[7] Emmanuel Levinas, Autrement qu’être ou au-delà de l´essence (La Librairie générale française-Hachette, 1990), 24.
[8] Nota del autor: Tomo prestada la expresión y el argumento de Rousseau, quien percibió con fuerza hasta qué punto la llamada precede a la razón: “Solo los peligros de la sociedad en su conjunto perturban el sueño apacible del filósofo y lo arrancan de su lecho. Se puede degollar a un semejante impunemente bajo la ventana; basta con taparse los oídos y discutir un poco para evitar que la naturaleza que se rebela en él lo identifique con el asesinado…” [Jean-Jacques Rousseau, Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes in Œuvres Complètes (Paris, Le Seuil, II), 224.]
[9] Nota del autor: Me gustaría referirme a “Levinas, Derrida: un tournant juif de la philosophie ?” en Prospettive filosofiche dell’ebraismo, editado por B. Giacomini y L. Sanò, Paradosso, Padova, no. 1(abril 2019).
[10] Philip Roth, Pourquoi écrire ? (Gallimard, 2019), 199.