Nuremberg & Tokio. Juicios simbólicos y su novedad

Resumen: El propósito de este breve texto es explicitar la formación y posteriormente  los motivos que llevaron a los Tribunales de Nuremberg y de Tokio a emitir sus sentencias, pese a los reparos montados por una tradición de costumbre internacional defendida por personajes como el juez Pal, para posteriormente explorar el Orden Internacional que se ha formado a partir de la decisión tomada en estos juicios, que no necesariamente se han cristalizado en tratados internacionales, pero no por ello ha dejado de tener peso y consecuencias palpables.

Palabras clave: Carl Schmitt, Orden Internacional, Marti Koskenniemi, Corte Penal Internacional, Juicios de Nuremberg y Tokio.

Abstract: The purpose of this brief text is to explain the formation and subsequently the reasons that led the Nuremberg and Tokyo Tribunals to issue their judgments, despite the objections raised by a tradition of International Law defended by figures such as Judge Pal, and to later explore the International Order that has formed based on the decision taken in these trials. This order has not necessarily crystallized into international treaties, but that does not mean it has lacked weight and tangible consequences.

 Keywords: Carl Schmitt, International Order, Marti Koskenniemi, International Criminal Court, Nuremberg and Tokyo Trials.

 

Problemática de los juicios

Los juicios realizados en Nuremberg y Tokio son presentados por la doctrina contemporánea[1] [2] como paradigmáticos en el desarrollo del Derecho Penal Internacional en tanto permitieron el castigo individual a supuestos criminales de guerra, castigo ejecutado por parte de las potencias aliadas que resultaron vencedoras del conflicto armado que fue la Segunda Guerra Mundial.

Iniciaremos describiendo grosso modo el desarrollo de ambos juicios, la problemática jurídica que supusieron en tanto fueron una innovación a la costumbre de la comunidad Internacional aceptada sobre la responsabilidad de los actos cometidos al servicio de un Estado por parte de los agentes encargados de realizar estas conductas. Después, hablaremos sobre los alegatos que se presentaron en favor de los acusados, del valor simbólico que tuvieron los juicios y de su empleo como una piedra de toque en la construcción de la mentalidad de la Posguerra.

Establecido el orden, veamos pues brevísimamente en qué consistieron ambos juicios.

El juicio de Nuremberg fue el procedimiento realizado al amparo de dos instrumentos. El primero, la Declaración de Moscú, suscrita en 1943 por los gobiernos de la URSS, Gran Bretaña y los Estados Unidos. En esta Declaración las partes señalaban que los soldados y oficiales alemanes, además de los miembros del NSDAP, habían sido responsables de atrocidades y masacres, al participar en estas directa o indirectamente, de tal modo que los responsables serían enviados a los países donde el crimen hubiese tenido lugar, para ser juzgados y sancionados conforme a la legislación de cada país, tan pronto como estos hubieran sido liberados por las fuerzas aliadas[3]. Posteriormente, en agosto de 1945, los mismos actores a los que se les sumó la República Francesa firmaron el Acuerdo de Londres, por el que se creó el Tribunal Militar Internacional. Tan pronto como en el artículo 1 de este Instrumento se señaló que ese Tribunal era competente para juzgar a los criminales de guerra cuyos actos carecieran de una localización geográfica precisa[4]. Una vez constituido el Tribunal, su sede se fijó en Berlín, en la ciudad de Nuremberg, de modo simbólico pues fue ahí donde tuvieron lugar las grandes manifestaciones del NSDAP. El Estatuto del Tribunal, anexo al Acuerdo de Londres, define tres tipos de crímenes que serán materia del conocimiento del Tribunal[5], a saber:

  • Los Crímenes contra la Paz, consistentes en la planeación, desarrollo, iniciación o propiciación de una guerra de agresión, antiguamente a la regulación de estos actos se le conoció como ius ad bellum[6].
  • Los Crímenes de Guerra, consistentes en la violación de las costumbres internacionales de la guerra, tal como el asesinato, tortura o sometimiento a esclavitud de la población civil de un estado beligerante, el aniquilamiento de la población civil sin una causa militarmente justificada, la matanza de rehenes, etc. A la regulación de estos actos la doctrina le conocía como ius in bello[7].
  • Los Crímenes Contra la Humanidad, consistentes en el asesinato, exterminio, esclavitud, deportación u oros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil, antes o durante la guerra, las persecuciones por motivos políticos, raciales o religiosos, aún si estaban justificados por el derecho positivo del país donde se cometieron. Este tipo de crímenes fueron una innovación del Tribunal, insinuada pero nunca hecha valer con anterioridad por la Comunidad Internacional, teniendo a lo sumo la categoría de Lex faerenda.[8].

Es crucial señalar aquí que el tribunal estaba limitado no sólo en razón de la materia, sino también en razón de una circunstancia concreta y esta es la Segunda Guerra Mundial, de modo que aún si en una nación no beligerante se cometieron estos actos, el tribunal no sería competente para conocer del asunto, por último, los juzgados serían, claramente, sólo los derrotados, aun cuando en el caso de los vencedores se pudieran encontrar crímenes que fácilmente podrían encuadrar dentro de una de las 3 categorías ya descritas.

El Tribunal Militar Internacional emitió su sentencia el 30 de septiembre de 1946, misma que fue inapelable, en ella se condenaron a los jerarcas del partido NSDAP, principalmente a pena de muerte, pero algunos casos fueron sujetos a cadena perpetua y algunos pocos más a una cantidad de años en prisión, mientras que Hjalmar Schacht, Franz von Papen y Hans Fritzsche fueron hallados como no culpables.

Por otro lado, el Tribunal Militar Internacional para el Extremo oriente (o Tribunal de Tokio) fue creado el 19 de enero de 1946, mediante una proclama especial emitida por el General estadounidense y comandante Supremo de las Fuerzas Aliadas, Douglas Mac Arthur. Este Tribunal, al igual que el de Nuremberg, estaría encargado de juzgar a las personas acusadas individualmente de crímenes y principalmente crímenes contra la Humanidad.

Destaca que el Estatuto del Tribunal Militar Internacional para el Extremo Oriente contempla las mismas categorías que el Estatuto del Tribunal de Nuremberg, a saber: crímenes contra la paz, de guerra y contra la humanidad. Existe sin embargo, un matiz ligero pero significativo en la definición de los crímenes contra la paz, pues el Estatuto del Tribunal Militar Internacional para el Extremo Oriente (en adelante Tribunal de Tokio) comprende la organización, preparación, prosecución o iniciación de una llamada guerra de agresión haya o no sido declarada como tal, esto debido a que se llegó a presentar el caso de que las hostilidades habían iniciado sin una declaración de guerra formal, aunque para todos los efectos se tratara de un acto de guerra de agresión.

Destacó que el Tribunal de Tokio no hizo comparecer al jefe supremo del estado vencido y juzgado, es decir, al emperador Hiro-Hito, esto fue así por motivos puramente pragmáticos, pues la figura del emperador era necesaria para mantener la estructura del gobierno japonés durante la ocupación. Así las cosas, el Tribunal de Tokio se encargó de juzgar veintiocho acusados. Ninguno de estos acusados pudo obtener, a diferencia de los juicios de Nuremberg, una sentencia absolutoria. No sobra mencionar que cuando en la defensa se intentó acusar a los Estados Unidos por el asesinato de civiles japoneses empleando bombas atómicas, el Tribunal de Tokio desechó la acusación, señalando que estaba fuera de su jurisdicción.[9] [10]

Que se haya desechado la acusación de la defensa referente a las Bombas Atómicas lanzadas sobre las ciudades Hiroshima y Nagasaki evoca la frase dicha por el Juez Radhabinod Pal, quien fuera parte del Tribunal de Tokio y, contra las presiones mediáticas que enfrentó, emitió un voto disidente, en el que entre otras cosas señaló que el vencedor puede otorgar al vencido misericordia o ejecutar una venganza, pero no puede otorgarle justicia[11].

En efecto, una de las consecuencias políticas – hablaremos de las jurídicas en breve- de ambos juicios, tanto del de Nuremberg como el de Tokio fue la implementación de lo que R. R. Reno llamó “El Consenso de la Posguerra”[12], consistiendo este en la progresiva destrucción de los símbolos que son asociados con gobiernos fuertes o como la literatura al uso los llamaría más tarde, gobiernos autoritarios o autócratas, y sustituir a estos por dioses que han optado por ser débiles y ceder su fuerza. En efecto, el consenso de la posguerra fincado en estos Juicios se caracterizó por intentar establecer un nuevo Derecho Natural, es decir, una vinculación ética-jurídica entre los hombres, que trasciende e infunde la ley positiva. Este Derecho Natural no pretendía ser una carta de buenos deseos, sino reflejar el supuesto compromiso de las naciones que conforman la llamada Comunidad internacional al hacerlo exigible o sancionable.

Resulta ilustrativo que, como enseña Alejandro Rodiles[13], la Comunidad Internacional en occidente tiene una vocación misionera, es decir, el deseo de llevar un orden de las cosas hacia el resto de los países. Esta vocación misionera está inscrita en el espíritu de occidente en tanto fue formado por la Iglesia de Roma[14], creadora de la misma idea de universalidad y que se encargó efectivamente de esparcir una cultura común, cultura enraizada por la labor de las ordenes monásticas y misioneras que al evangelizar los territorios los introducían también en el mundo romano, de las instituciones y sobre todo de las formas jurídicas que son la gran herencia de Roma, como señala Remi Brague[15].

Bien pues, la Iglesia de Roma, todos lo sabemos, encontró el ocaso de su poder temporal con el surgimiento de la modernidad que es una rebelión contra las instituciones que, según se juzga, ejercen una labor de opresión sobre las conciencias. Así, Lutero se empeña en realizar una primera liberación de hombre de la figura del papado -para después entregar al hombre a la figura de los príncipes alemanes-, mientras Hobbes une el trono y el altar en una misma potestad que controle integralmente al cuerpo político que desde entonces será llamado Estado y que desde su nacimiento acusa el deseo de la totalidad[16].

El ocaso del poder temporal de la Iglesia de Roma, vale recordar, no ha significado otra cosa que el discurso político se valga de una forma teológica ya expandida y viva de sus rentas[17]. Una de estas ideas teológicas de las que el mundo moderno no ha podido desembarazarse es la idea de universalidad[18]. Añorada por los filósofos franceses y que ya la Primera República hizo valer en el artículo 16 de su Declaración de 1789[19]. La universalidad, por supuesto, exige misioneros, encargados de llevar este nuevo evangelio. Una muestra de esto es el romántico Novalis para quien la última palabra de la Historia la tendría la religión de la Humanidad, donde cada miembro de la especie sería un mesías, así, Novalis señala que:

“Aún son sólo presagios inconexos y prematuros, pero revelan ante la mirada histórica una individualidad universal, anunciando una nueva historia y humanidad. La cristiandad debe resurgir, restaurarse, configurarse de nuevo como una Iglesia manifiesta; ignorando las fronteras nacionales habrá de acoger en su regazo a todas las almas sedientas de lo supraterrenal, transformada en digna mediadora entre el mundo antiguo y el nuevo”[20]

Esta cristiandad de la que hablaba Novalis no era otra cosa que el anhelo de una Humanidad unida en la que los valores de la ilustración permanecerían, pero con la solidaridad que caracterizó al tiempo de Cristiandad.

Así, la Comunidad internacional después de la posguerra ha retomado esta vocación misionera, forjada en el trauma de la Segunda Guerra Mundial y en la consigna del “¡Nunca más!”, para evitar que de nuevo se creen las condiciones que ellos acusan fueron las culpables de favorecer la creación y el auge del NSADP [21].

En el plano de las relaciones internacionales se ha dicho que es la misión la que define la coalición y no la coalición la que condiciona la misión[22]. Bien es sabido, el supuesto de igualdad en las relaciones entre los estados soberanos es una piedra fundacional del Derecho Internacional Público, especialmente del enfoque dualista que se hizo popular durante la construcción del Estado y que está definido por Hegel como una separación entre lo nacional y lo internacional, donde el Estado es dios y soberano ab intra pero es un igual en sus relaciones con otros dioses soberanos, siendo de tal suerte las relaciones internacional una especie de convivencia entre deidades.

Sin embargo, el resultado de estas relaciones entre dioses ha sido el desencanto y la masacre, como atestigua la Europa que vivió la Gran Guerra y, que a la caída del Imperio Austro-Húngaro y del II Reich se organizó para plasmar en distintos tratados internacionales, así los artículos 8 al 12 del Pacto de la Sociedad de Naciones se encaminan a restringir la posibilidad de una guerra de agresión que además lleve el adjetivo de legítima, aunado a esto, el Pacto Briand-Kellog va aún más lejos y directamente prohíbe la guerra de agresión como instrumento de la política internacional.

Estas intentonas no estuvieron desamparadas académicamente, pues la época conoció en Hans Kelsen[23] y su monismo jurídico en las relaciones internacionales a un lúcido exponente de esta teoría. Si para Hegel y para la teoría de las relaciones internacionales fundada en Grotio y Hobbes[24] los estados eran dioses ab intra e iguales en la convivencia con otros, en el monismo jurídico no hay sino un orden normativo que somete incluso a los estados o dioses mortales. Este orden, bien es cierto, creado por los mismos estados, se explica mediante lo que la teoría llamó como la analogía doméstica. Esta consiste en concebir a las relaciones internacionales como en un estado primitivo, similar a las relaciones humanas antes del surgimiento del Estado – como es concebido este origen en la teoría contractualista-, es decir, como relaciones salvajes y anárquicas, donde los hombres desgastados a causa del uso y abuso de la fuerza progresivamente consienten entregar su soberanía para obtener paz. Primero, se crean árbitros que deciden en caso de disputa, después, a estos árbitros se les otorga jurisdicción sobre la totalidad de los conflictos, para después darles medios para hacer cumplir sus arbitrajes, que en este punto dejan ya de ser arbitrajes para ser simplemente juicios. Tenemos aquí ya un poder judicial y un poder ejecutivo, encargado de hacer valer el derecho, como último paso, los hombres ceden el restante de su soberanía para crea también un poder central que se encargue de legislar sobre lo que está prohibido y permitido, siendo este el último paso en la creación del Estado. Así, la pacificación del país mediante el derecho es en un micro nivel del objetivo al que debe aspirar la cooperación internacional en el macronivel.

Podemos ver que, posterior a la paz surgida durante la Guerra existió esta mentalidad compartida que, por supuesto, no fue suficiente para detener la Segunda guerra Mundial, pero que sentaría un precedente. Baste decir, que entre las acusaciones hechas tanto durante el juicio de Nuremberg como el de Tokio, estuvieron las supuestas violaciones al Pacto Briand Kellog y al Pacto de la Sociedad de Naciones

Como resultado de los acuerdos de los vencedores luego de la Segunda Guerra Mundial surgió el prurito por eliminar las características principales de los estados que habían truncado, mediante una guerra de agresión ilegítima, el sueño de un mundo pacificado por el derecho.  Sobre todo después de la caída de la URSS -aunque sin duda presente ya desde antes- esta fiebre evangelizadora del momento unipolar ha significado el fortalecimiento de coaliciones entre los estados dispuestos a colaborar para alcanzar este objetivo común. Recordemos, la misión determina la coalición.

Las formas de esta colaboración, sin embargo, no están plasmadas en instrumentos ni en protocolos, pues obedecen a una relación mucho más flexible, propia de un paradigma de la eficiencia, distinto este paradigma de aquel, más institucional, que crea derechos y obligaciones para las partes, considerándolas como iguales y que exige grupos de trabajo, negociaciones y muy probablemente, una redacción que no sea la mejor en términos absolutos pero sí que sea la mejor que los signatarios pueden aceptar. Este paso institucional, es sin duda necesario para dotar de plena fuerza y, por tanto, de obligatoriedad a los ideales plasmados en el Instrumento, pero por ello debe ser el último paso, pues su objetivo no es forzar a los ya convencidos sino ser atractivo incluso para los escépticos, que una vez que se han convertido en signatarios, quedan obligados a cumplir el Instrumento y encuentran complicado desmarcarse de su espíritu, pero en la creación de este último ellos no necesariamente han participado.

Es así que las coaliciones de los estados dispuestos obedecen a una comunión de intereses y voluntades que se ciernen sobre un mundo de circunstancias cambiantes, y de ahí la dificultad de estar contenidas en un instrumento formal, que ya hemos explicado es el último paso. La consecuencia de esto, como bien señala el maestro Rodiles, es que los países que no participan de esta comunión de convicciones e intereses se ven desplazados e incluso tratados como infantes por los países que están en el gran escenario, pues dejan de ser considerados como iguales para ser considerados en adelante como el gran paradigma de la juventud inexperta: el barro en espera de ser formado por el artesano experimentado.

Los juicios de Nuremberg y Tokio tienen sin duda importancia jurídica, pero su aspecto más interesante es el político-simbólico, pues significan el intento por eliminar a los dioses fuertes y abrazar un proyecto de Humanidad, es decir, de universalidad.

Una muestra clara es la tercera categoría de delitos que establecieron ambos estatutos, a saber: los Crímenes contra la Humanidad. Lo primero que hay que decir sobre este tema es que la categoría es nueva, es decir, no existe un Tratado anterior a 1939 en el que se haga referencia a esta categoría tan especial. Esto es un problema de suma importancia, pues en Derecho existe una máxima que reza “nullum crimen, nulla pena sine lege”, es decir, para que una conducta sea calificada por el juez como culpable y este determine una pena que ha de caer sobre quien cometió esa conducta es necesario que la ley contemple la pena antes de que un hecho concreto tenga lugar. Lo contrario, se han cansado de decir los doctrinarios, abre las puertas a la arbitrariedad del Estado, pues le permite que cuando una conducta le sea incómoda, simplemente decida que esta conducta constituye un delito. Esto también atenta, se dice, contra la seguridad jurídica de los gobernados, pues no hay certeza de si aquello que la ley permite o prohíbe hoy sea igual a lo que permita o prohíba mañana, de modo que todos los actos de los gobernados quedan a merced del Estado.

Este argumento, conocido como la no retroactividad de las penas, fue aducido en el Tribunal de Tokio por el juez Radhabinod Pal en su voto disidente, pues consideró que las pruebas presentadas contra los acusados no eran suficientes para señalarlos como culpables y era injusto acusarlos de “todos los actos cometidos en vida hasta ese momento”[25] debido a este principio de no retroactividad de la ley.

Los vencedores, consideró el juez Pal, podrían haber alcanzado su cometido de castigar a los vencidos mediante una comisión encargada de ejecutar un castigo que se considerara adecuado, pero la pantomima del juicio resultaba fastidiosa, pues el resultado ya era conocido de antemano. Esto hacía baladí el procedimiento, pues no sólo era obvio el resultado, sino que ni siquiera era un juicio entre partes iguales. Como resultado de esta desigualdad en las partes, la notoria debilidad de una de las partes sólo podía exacerbar el deseo de la otra parte para continuar y enardecer sus acusaciones. Esto, consideró, debería bastar para mostrar que el propósito no era justicia, sino venganza. De manera suspicaz, inquirió porqué en el periodo de paz entreguerras ninguna de las naciones mostró interés para establecer pactos que castigasen con severidad los Crímenes contra la Humanidad. Sabía bien que las potencias aliadas también eran potencias coloniales, por lo que esa falta de compromiso no pude haber sido sin intención.

Por supuesto, estos alegatos no pasaron desapercibidos por los fiscales, pues ya el fiscal británico intentó conectar la categoría de los Crímenes Contra la Humanidad con las otras dos categorías, ciertamente bien asentadas en las costumbres internacionales, pero uno se pregunta, haciendo eco del juez Pal, porque la voluntad de las naciones, si era tan clara, no se manifestó formalmente antes, durante el periodo entreguerras. Pese a este escepticismo, el fiscal británico declararía que

“el Derecho Internacional ha tratado en el pasado de sostener que hay un límite para la omnipotencia del Estado y que el individuo humano, siendo la unidad fundamental de todo derecho, no está desautorizado para proteger a la Humanidad cuando el Estado atropelle sus derechos, de tal manera que ultraje la conciencia de la Humanidad”[26]

Sobre este escepticismo se ha dicho[27] que el principio de la no retroactividad de la ley no se transgrede cuando el autor no podía ignorar que los actos que estaba cometiendo tenían un carácter delictivo, ya fuera en el derecho interno, ya fuera en el derecho internacional. Sin embargo, este argumento parece no ser aplicable a la situación actual, pues asume un marco común desde el que se puede hacer una interpretación igual por todas las partes, omitiendo que en el derecho interno estos actos no serían considerados delictivos cuando se ejecutaban al servicio del Estado.

A este respecto Marti Koskenniemi señala acertadamente un concepto inicialmente empleado por Lyotard, a saber, el concepto de differend[28], este consiste en una sospecha: la de señalar que el uso y aceptación de un marco normativo constituye ya una inclinación a una respuesta concreta, de modo que resulta necesario no controvertir sólo la conclusión o incluso las premisas sino el fundamento mismo que lleva a aceptar unas premisas como válidas. Así, durante la comisión de hechos que posteriormente serían catalogados por los Tribunales de Tokio y Nuremberg como Crímenes Contra la Humanidad opera ab intra del Estado acusado un estado de excepción que implica una suspensión de la normalidad en pos de la preservación del propio Estado[29].

Las acciones cometidas al servicio de este Estado, si son juzgadas por un estado vencedor serán consideradas desde una perspectiva de plena normalidad jurídica, es decir, sin considerar las razones que operaban durante la excepción y así los supuestos Crímenes Contra la Humanidad son valorados de manera radicalmente diferente a como se valoraron por los actores que los llevaron a cabo.

Podemos hablar aquí, a diferencia de lo que ocurre en el derecho doméstico, donde una verdad jurídica o procesal típicamente está vinculada con una verdad histórica o material –pues no nos preguntamos si lo que el ladrón ha realizado puede ser reconocido como algo distinto a un robo en una jurisdicción alternativa, sino que nos limitamos a preguntar si este, de hecho, ha robado-, de una diferencia entre una verdad jurídica y una verdad histórica.

Para la determinación de una verdad jurídica en la categoría nueva de Crímenes Contra la Humanidad no sólo resulta necesario encuadrar la conducta en un tipo penal, sino que resulta necesario comprender el marco normativo – de excepción- que operaba y animaba a los actores que resultaron primero vencidos y luego acusados.  Actuar sin considerar estos supuestos no sería más que un performance de un juicio, de un acto catártico y simbólico realizado por los vencedores para remarcar su victoria.  De nuevo, como nos enseñó el juez Pal, el vencedor puede otorgar misericordia o ejercer venganza, pero no puede dar justicia al derrotado.

En este sentido, es de justicia reconocer que las sentencias dictadas por los tribunales de Nuremberg y de Tokio violaron el principio de no retroactividad de la ley en favor de una consigna política. Los Juicios de Nuremberg y Tokio, se podría decir, intentaron crear un precedente para juzgar estos actos, pues toda costumbre tiene un inicio, de ahí que las potencias victoriosas, elaboraron el argumento de que aún si la ley del Tribunal Militar Internacional no reflejaba la costumbre internacional vigente, ya era “tiempo de que actuemos sobre el principio jurídico de que el hacer guerra agresiva es ilegal y criminal. De aquí deriva que en su conclusión señalen que “nuestra época tiene su derecho para instituir costumbres”[30].

Uno no puede dejar de pensar al escuchar esta conclusión en el debate sostenido por el jurista alemán Carl Schmitt con el pensador Hans Blumenberg a propósito de la hipótesis planteada en la  Teología Política de Schmitt[31], donde señala que los conceptos de la teoría política que animan y nutren al Estado son en realidad conceptos teológicos que han sido secularizados, esto es un apoderamiento que se niega a justificarse, pues sabe que si inquiere en las causas de su legitimidad,  encontrará la acusación de un robo, de no ser el legítimo portador de esas categorías que tan funcionales le han sido. De ahí que la modernidad se declare con audacia facultada para crear cosas nuevas, atribuyéndole un valor a sus intereses y naturalmente, un antivalor a todo lo que se opone a estos intereses, ¿pues por qué ha de justificarse lo nuevo frente a lo viejo?, ¿qué derecho tiene el pasado para restringir el presente? El término griego “tolma”[32] resulta adecuado para describir a este riesgo que no necesita justificación y que es la firma de cada paso de la modernidad, siendo los Juicios de Nuremberg y Tokio instancias que no escapan a este derecho de la novedad.

 

Bibliografía

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  15. Schmitt, Carl. Teología Política I. Madrid. 2009.
  16. Schmitt, Carl. Teología Política II. Trotta. Madrid. 2009.

 

Notas

[1] Cfr. Gómez-Robledo. Los procesos de Nuremberg y Tokio: precedentes de la Corte Penal, ed.cit., s/p.
[2] Cfr. Schick, Franz B. El juicio de Nuremberg y el Derecho internacional del futuro, ed.cit., s/p.
[3] Gómez Robledo, ed. cit., p. 121.
[4] Ibidem, p. 122.
[5] Franz Schick, ed. cit.,p.127.
[6] Carl Schmitt, El Nomos de la Tierra, ed. cit., p.15
[7] Ibidem.
[8] Gómez Robledo, ed. cit., p. 120.
[9] Ibidem. p. 141.
[10] Choudhury S. Contextualising Radhabinod Pal’s Dissenting Opinion in Contemporary International Criminal Law. Asian Journal of International Law. ed. cit., p. 4.
[11] Ibidem p.3.
[12] R.R. Reno. El Retorno de los Dioses Fuertes Nacionalismo, Populismo y el Futuro de Occidente, ed. cit., p.9.
[13] Rodiles, A. Coalitions of the Willing and International Law. The Interplay between Formality and Informality, ed. cit., p. 45.
[14]  Carl Schmitt, Catolicismo Romano y forma política, ed. cit., p. 17.
[15] Remi Brague, Europa: La Via romana, ed. cit., p.26.
[16] Carl Schmitt, El Leviatán en la Doctrina del Estado de Thomas Hobbes, ed. cit., p.72.
[17] Carl Schmitt, Teología Política I, ed. cit., p.21.
[18] Alain Badiou, San Pablo: La fundación del universalismo, ed. cit., p.  27.
[19] Una Sociedad en la que no esté establecida la garantía de los Derechos, ni determinada la separación de los Poderes, carece de Constitución.
[20] Frederich Novalis, La Cristiandad o Europa, ed. cit., p. 51.
[21] R. R. Reno. Op. Cit. p. 102.
[22] Rodiles, A. Op. Cit. p 38.
[23] Ramón Campderrich, La palabra de Behemoth. Derecho, política y orden internacional en la obra de Carl Schmitt, ed. cit.
[24] Carl Schmitt, El Nomos de la Tierra, ed. cit., p.140.
[25] Choudhury S. ed. cit., p.4.
[26] Schick, Franz B. ed. cit., p.136.
[27] Gómez Robledo, ed. cit., p.126.
[28] Koskenniemi, M. The Politics of International Law, ed. cit., p. 183.
[29] Cfr. Carl Schmitt, La Dictadura. Desde los comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta la lucha de clases proletaria, ed. cit., p. 142.
[30] Schick, Franz B., ed. cit., p. 145.
[31] Carl Schmitt, Teología Política II. Ed. Cit . p.126.
[32] Ibidem