TOMADA DE CONVOY NETWORK
Resumen
En el transcurso de los últimos meses, la pandemia de COVID–19 ha trastornado, de distintas formas, la vida de una cantidad importante de personas alrededor del mundo. Desde los casos más dramáticos, que involucran la propia muerte, o la de algún ser querido, hasta la pérdida del trabajo y la fuente de ingresos, el mal ocasionado por el virus SARS–CoV–2 ha deshecho la cotidianidad de grupos humanos amplios y la ha sustituido por otra de carácter anómalo. El presente artículo se aboca a analizar cómo es que la enfermedad, pero sobre todo las distintas clases de miedo que suscita, han fracturado de forma irreversible la vida cotidiana para, de paso, instituir una nueva, distinta de la anterior.
Palabras claves: COVD-19, vida cotidiana, pandemia, miedo, normalidad, seguridad.
Abstract
Over the past few months, COVID-19 pandemic has disrupted the lives of an inordinate quantity of people around the world in many different ways. From the most dramatic cases, in which the death of individuals themselves or that of beloved ones has been involved, to the loss of income sources or jobs themselves, the malady brought by the SARS–CoV–2 has undone wide human group’s everyday lives and has substituted an anomalous one for this day–to–day existence. This article focuses on an analysis on how this disease, but mainly, on how the different types of fears it raises, has disrupted, in an irreversible manner, everyday life, to give way to a radically different new one.
Keywords: COVID-19, everyday life, pandemic, fear, normality, safety.
El 11 de marzo de 2020, desde la sede de la Organización Mundial de la Salud, el etíope Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general del organismo, declaraba que la enfermedad a la que recién se había bautizado como COVID–19 podía considerarse como una pandemia en virtud de la dispersión territorial que presentaba —114 países— y de la cantidad de víctimas que, hasta el momento, era posible contabilizar —118 000 infectados, 4 291 fallecidos—.[1] No obstante el tono de urgencia empleado en la parte medular del comunicado, Adhanom Ghebreyesus no dudaba en afirmar que la naciente pandemia iba a la baja en un par de países —significativamente, China y Corea, que al mismo tiempo eran los que concentraban la mayoría de los casos— y que, si los gobiernos del resto del mundo tomaban las medidas adecuadas, la alerta tendría que pasar pronto. Cuatro eran las acciones que debían ser tomadas con prontitud y a gran escala: prepararse, detectar y tratar, controlar el contagio y, finalmente, aprender.
Los hechos han corrido en un sentido diferente a como los pensaba el hombre al frente de la Organización Mundial de la Salud. El problema de fondo es una inmensa paradoja: a la par que sobra información, falta información. Sobran datos —ciertos o no—, pero falta información útil. Los gobiernos procesan toneladas de información, pero en la mayoría de las ocasiones no son capaces de asimilarla y mucho menos de transmitirla de forma eficiente. La población, ahogada por el exceso de información, se debate entre lo que cree y lo que sabe, entre lo que supone y lo que conoce, entre lo que necesita saber y lo que quiere saber. ¿Qué es el coronavirus? Un virus. Un cuento. Una conspiración del gobierno. Una gripa. ¿Qué hace? Mata. Nada. Mata selectivamente. Da gripa. ¿Cómo se cura? No se cura. No existe. Con un té. Con la cura que estará guardada por algún gobierno o alguna farmacéutica multinacional hasta que obtenga el mayor provecho posible. ¿Qué hay que hacer para evitar contagiarse? Tener mucha higiene. Nada. Usar amuletos. Tener mucha suerte.
En medio de este mar de informaciones cruzadas, de opiniones fundadas y absurdas, de hipótesis disparatadas en torno al origen de la enfermedad, de acusaciones que se mueven por todos los rincones del espectro político y de reclamos airados ante la falta de acciones contundentes por parte de las entidades encargadas de combatir el padecimiento, lo único que parece cierto es que la vida se ha transformado en el transcurso de las últimas semanas. La vida de todos, sin importar género, edad, condición social o lugar de residencia. Todas las vidas se han transformado, pero al mismo tiempo es obvio que cada una lo ha hecho en sus dimensiones, en su especificidad, en aquello que la hace diferente de las de los demás a pesar de compartir formas comunes de nombrar al mundo, de moverse en el mundo y de organizar a ese mismo mundo. Como reza el sabio axioma de Ágnes Heller:
[…] en toda sociedad hay una vida cotidiana y todo hombre, sea cual sea su lugar ocupado en la división social del trabajo, tiene una vida cotidiana. Sin embargo, esto no quiere decir de ningún modo que el contenido y la estructura de la vida cotidiana sean idénticos en toda sociedad y para toda persona. […] En la vida cotidiana de cada hombre son poquísimas las actividades que tiene en común con otros hombres, y además estas solo son idénticas en un plano muy abstracto.[2]
Es en la pluralidad de lo cotidiano donde, con mayor intensidad, se perciben las transformaciones a las que recién se ha hecho alusión. En ese día a día en el que la gente actúa, imagina, siente, planea. Ahí es donde todo, o casi todo, ha sido dislocado, en primera instancia, en lo concreto, por la pandemia en sí; es decir, por la acción constante, repetida y creciente de un virus que afecta al organismo e inhabilita a los sujetos para realizar sus actividades habituales. En primera instancia. En lo inmediato y lo más evidente. Sin embargo, hay algo más. Algo que cuenta con un poder de transformación de lo cotidiano sin duda mayor que el del propio virus. Algo que no es otra cosa que el miedo. Un miedo y una angustia, semejantes a los descritos en su momento por Freud, donde el primero tiene un objeto al cual dirigirse, en tanto que la segunda es un estado que prescinde de ese objeto. Angustia también susceptible de ubicarse en las descritas por Freud como realista y neurótica, donde la primera moviliza al sujeto para alejarse de una situación de peligro —o potencialmente peligrosa—, mientras que la segunda se mantiene en una condición expectante, presta para dotar de significados terribles a cualquier suceso o para manifestarse en forma de fobia, el miedo irracional e inexplicable.[3] Miedo —o angustia, dependiendo de la presencia contextual, o no, del objeto a que se refiere— que es arrastrado por la pandemia y que, a su vez, da paso a la incertidumbre y esta, de manera natural, desdibuja la cotidianidad de grupos humanos de distinta densidad al impedir, justamente, la ejecución de los elementos básicos de esta, mencionados líneas atrás: actuar, imaginar, sentir, planear.
Lo cotidiano, espoleado por el virus y por la díada miedo–angustia, se transforma. Habrá quienes digan, de manera un tanto desacertada, que entra en pausa. Otros, con mayor agudeza, hablarán de la reconfiguración irreversible de la cotidianidad, del mundo que no será igual una vez que se encuentre una cura, una vacuna o un tratamiento y, en consecuencia, se disipe la pandemia. Sin embargo, en un sentido o en el otro, en el de la pausa y el restablecimiento de la cotidianidad, o en el de la aparición de un orden nuevo posterior al fin de la pandemia, todos ubican a lo cotidiano en el centro de sus argumentos, de sus explicaciones y, en buena medida, de sus preocupaciones.
Pero ¿qué es esa vida cotidiana que se ha transformado? ¿Cómo puede entenderse?
TOMADA DE RFI
Un rodeo necesario: la vida cotidiana
Es cotidiano hablar de lo cotidiano. Más de lo que parecería. Con frecuencia —con mucha frecuencia, podría decirse—, el término sale a la luz en todo tipo de conversaciones, reportes, análisis, informes, textos académicos o partes noticiosos. No importa si se habla de un problema que es cotidiano, una oportunidad que se aprovecha —o se deja pasar— de manera cotidiana, de acciones que se llevan a cabo cotidianamente o de omisiones que, asimismo, se cometen en lo cotidiano. Lo cotidiano está en todo. Merece, por ende, ser definido, aun de forma sucinta y sin otra intención que sentar una base firme, funcional, que permita más adelante exponer los argumentos centrales de esta reflexión.
A lo largo del tiempo, una cantidad importante de estudiosos de lo social se ha dedicado, desde diferentes perspectivas, a definir lo cotidiano, sus contenidos y su funcionamiento. Más allá de sus diferencias —que las hay, como a continuación podrá verse—, es pertinente hacer notar que, si algo tienen en común estas formas de pensar a lo cotidiano, es el acento que ponen en, por un lado, su carácter más o menos repetitivo; por otro lado, en su asociación a distintas formas de aprendizaje. No hay, entonces, cotidianidad que no se constituya a través del aprendizaje de un conjunto particular de prácticas y de representaciones —es decir, que no se integre de forma determinante a una cultura en específico— y, al mismo tiempo, no hay nada que pueda llamarse cotidiano si no sucede de forma más o menos continua. Esto es lo común en las definiciones sobre la cotidianidad, más allá de si, por ejemplo, Schütz y Luckmann la entienden como una parte del mundo de la vida, el fragmento de la realidad en el que el sujeto asume condiciones agenciales y que, en consecuencia, modifica a través de la práctica;[4] si Heller establece que la vida cotidiana es el conjunto de actos que permiten la reproducción del particular; o sea, las prácticas —aprendidas a partir de mecanismos complejos— que el sujeto reproduce como parte del rol que desempeña en la división social del trabajo a fin de garantizar su subsistencia;[5] si Blumenberg indica que es el sitio de las experiencias comunes, incluso de los fenómenos comunes, cuya aparición regular obstaculiza —o aun clausura— el ejercicio de la filosofía;[6] si, para Lakoff y Johnson, es el día a día que funda el sistema de metáforas que, a su vez, da pie a un sistema conceptual muchas veces desconocido para el propio usuario;[7] si Lefebvre afirma que la vida cotidiana es el residuo que queda luego de que el análisis permite diferenciar todas las actividades de carácter superior, aunque sin dejar de lado la relación que ese mismo residuo tiene con la totalidad de la experiencia al constituirse como el suelo común al que el resto recurre en busca de significación;[8] si, según Ferrarotti, lo cotidiano es lo que la historia ha negado en virtud de una condición falsamente concebida como ordinaria;[9] si Reguillo afirma que la cotidianidad es la sucesión de tiempos y espacios en la que tienen lugar los actos ritualizados que garantizan la continuidad de lo social, ya sea a través de la reproducción de lo dado o de la innovación de eso mismo;[10] si, finalmente, para De Certeau, es el mundo de los seres comunes, los que con astucia desafían las normas que desconocen su propia realidad para torcerlas y reinventarlas en el día a día.[11]
La anterior es apenas una nómina mínima, una muestra que permite ubicar los distintos aspectos de lo cotidiano que los estudiosos de la materia tienden a resaltar dentro de sus reflexiones. Desde mi perspectiva —que, de distintas maneras, se sirve de lo expuesto hasta el momento—, la vida cotidiana puede ser entendida como el conjunto de condiciones —objetivas y subjetivas, según la división esquemática planteada por Elias—[12] que configuran el entorno de un sujeto determinado y que este considera como normales. Un conjunto de condiciones de distinta naturaleza, que involucran las diferentes esferas en las que se divide su vida social —trabajar, consumir, entablar distintas clases de relaciones, adscribirse a un sistema de creencias y conformar uno de necesidades, entre otras—, que provienen de un pasado más o menos identificable y que, hasta donde le es posible entender, se desplazan hacia el futuro. Unas condiciones, a fin de cuentas, que debido al modo en el que se proyectan tanto al pasado como al futuro se configuran como un todo estable que permite el desarrollo de la existencia. La vida cotidiana de cada quien, sea como sea, dada su aparente repetitividad —asunto sobre el que me detendré más adelante—, es el asiento de sus propias seguridades, el lugar —material y simbólico— en el que el sujeto está a salvo de sobresaltos. El ámbito que, al ser conocido y deparar pocas sorpresas al sujeto, le permite actuar en ese presente constante y, al mismo tiempo, planear lo que hará en un momento posterior o hacerse a la idea de que, en ese futuro indeterminado, seguirá estando en el mismo sitio en el que se encuentra. Es el asidero, por llamarlo de algún modo, de su integridad, tanto física como emocional, el suelo firme que se construye con la memoria para proyectarse hacia el futuro.
Más allá de lo expresado, es obvio que la cotidianidad, aun en medio de su aparente inmovilismo, es un ente dinámico, que se transforma de manera constante y que, por lo mismo, requiere de una resignificación constante de sus contenidos, de modo tal que el sujeto consiga reconocer, en lo que hace en el presente —lo mismo que en lo que piensa y en lo que siente—, lo que ha hecho en el pasado, al tiempo que obtiene un atisbo de lo que hará en un futuro al que no le pone límites. Organizar lo cotidiano, pensarlo y darle forma, ayuda a poner coto a lo contingente e incluirlo en el conjunto de lo posible, al considerar como naturales las variaciones o los matices que están relacionados con un campo de acción dado. Es decir, se asume que las acciones que se llevan a cabo —comer, estudiar, dormir, trabajar, divertirse— no son siempre las mismas, no constituyen repeticiones idénticas unas de otras: son iguales porque se ubican dentro del mismo campo de significación. Por esto mismo, la vida cotidiana posibilitará la metabolización del conflicto de mediana o baja intensidad y lo considerará, no como el elemento que fractura los significados que constituyen la normalidad, sino acaso como un simple reordenador de los mismos,[13] e incluso como un elemento que ni siquiera es ajeno al campo de la normalidad.
Como es perceptible con alguna facilidad, el elemento en torno al cual se configura la cotidianidad es la enunciación. La narración que, según ha expresado Ricoeur, permite significar al tiempo.[14] La enunciación es el puente que articula eso que existe en el presente con un pasado que no existe, pero existió, y un futuro que tampoco existe, pero que se espera que exista de una cierta forma. Todo sería muy simple si, como se ha mencionado, la vida cotidiana se conformara de una serie de eventos iguales entre sí, repetidos una y otra vez hasta el infinito; sin embargo, como los actos en los que se funda la cotidianidad son distintos unos de otros por una cantidad vasta de causas —desde la misma irrepetibilidad fáctica de cualquier suceso hasta el hecho de que cada uno comporta variaciones con respecto de los demás—, es solo por medio de la palabra que los actos adquieren un nombre y que este nombre entra en posesión de un significado que lo conecta con otros actos, dando continuidad a lo que, de otro modo, no sería sino una secuencia de acciones dispersas y disímiles. Más importante aún es el hecho de que la enunciación es la que, en última instancia, determina qué es lo normal y qué no lo es para un sujeto o una comunidad en específico, independientemente de las condiciones objetivas de eso mismo que se asume como normal, de la frecuencia «real» con la que ocurra o incluso de si, a ojos de un observador externo, eso que se asume como cotidiano no lo es. En este sentido, por más que sea evidente que todo sujeto, cualquiera, al aparecer en el mundo debe ingresar en una cotidianidad dada y debe aprender las reglas que le permitan sobrevivir en la misma, no puede soslayarse el hecho de que integrará su propia cotidianidad a medida que realice distintos actos enunciativos y, con ellos, integre acciones, objetos, sentimientos y conductas a lo que le es normal. No hay, entonces, cotidianidad que preexista a la enunciación que se hace de ella. El sujeto observa lo que hay a su alrededor, aprende lo que necesita —o lo que quiere, incluso lo que puede— y poco a poco, dentro del entramado cultural común a su tiempo y su lugar, da forma a su propia vida cotidiana, similar en muchos aspectos a las de aquellos que lo rodean, pero asimismo diferente en virtud de ser suya únicamente y de que, siguiendo a Luckmann y Schütz, es en ella donde se verifican sus condiciones agenciales; condiciones que, de acuerdo con De Certeau, serían las que lo dotarían de una astucia particular para ubicar las regiones colonizadas por el poder y, mediante el empleo de tácticas de distinta naturaleza, subvertir las normas de las maneras que le parezcan más apropiadas para sí y para el desarrollo de su día a día.
El punto de disrupción: el miedo
La enunciación no siempre es capaz de integrar elementos a lo cotidiano —incluido el conflicto— y convertirlos en parte de lo normal. En cualquier momento pueden aparecer sucesos irreductibles que precisan ser designados de forma diferente, ya sea como extraordinarios —que salen de lo común y lo normal, pero cuya fugacidad impide que afecten las estructuras profundas de lo cotidiano— o como rupturas de lo cotidiano. En este último caso se encuentran todos aquellos acontecimientos que imponen un punto de inflexión a la narración de lo cotidiano. Sucesos que impiden pensar en lo cotidiano como esa secuencia a la que se ha hecho referencia y que, por sí mismos, instituyen un nuevo marco de significación. Eventos que desfiguran a lo cotidiano, le roban su condición de lugar seguro y lo revisten de una zozobra y de una incertidumbre que, a su vez, se traducen en la imposibilidad de proyectarse hacia el futuro. La guerra es, por excelencia, el acontecimiento en el que la vida cotidiana se destruye. Sin embargo, no es el único. Más allá de las tragedias de índole personal o familiar que rompen con el día a día —accidentes graves, por ejemplo—, en el plano de lo social es posible encontrar, al lado de las guerras, los desastres naturales y, por supuesto, las epidemias.
Ya sea que la vida cotidiana experimente un quiebre por el estallido de una guerra, por obra de un fenómeno natural de magnitud excepcional o por la aparición de una pandemia —como es el caso en el que nos encontramos en este año 2020—, los sujetos involucrados en el proceso no pueden dejar de apreciar que esa misma fractura del orden normal es un estadio. Por más que el mundo conocido se descomponga y sobrevenga la zozobra —lo que podría condensarse en la pregunta «¿y ahora qué?»—, el ser humano no puede sobrevivir en esa condición de incertidumbre por periodos prolongados. Necesita algo, lo que sea, para asirse y tener algún tipo de seguridad, la que sea. Por eso mismo, los actos en los que se sustenta la cotidianidad son prontamente sustituidos por otros, acordes a las nuevas condiciones que privan en el entorno. Lo normal, entonces, deja de estar construido a partir de la serie dada de acciones que se conocen con detalle —salir a la calle, tomar el transporte público o el automóvil y dirigirse al trabajo o a la escuela— y, después de un periodo de ajustes en los que nada parece estar en su sitio, comienza a englobar otras —lo que, en relación con la pandemia de COVID–19, tendría que ver con despertar tarde, limitar el rango de los desplazamientos a las distintas habitaciones del hogar o asumir que «el trabajo» o «la escuela» son una actitud particular asociada al acto cotidiano de sentarse frente a la computadora, más que el lugar físico con el que se identificaban anteriormente—. Sin importar que tan anómala sea la situación en general, la nueva cotidianidad se ha instituido. El sujeto, entonces, encuentra la estabilidad que le es necesaria para subsistir, más allá del hecho —paradójico, ciertamente— de que ansía retornar a su vida anterior —en este caso, a la vida antes de la dispersión global del virus— y dejar atrás las circunstancias en las que se desarrolla su existencia en este preciso instante. Su ansia, inevitablemente, choca con la realidad que alcanza a percibir y a decodificar, termina por normalizar lo extraño y lo proyecta hacia el futuro, de modo tal que la vida puede desarrollarse y abarcar, de nueva cuenta, las condiciones básicas de lo cotidiano: actuar, imaginar, sentir y planear, aunque eso a lo que se designa como «la realidad» sea una tan anómala como esta en la que un virus es la nota dominante de nuestra existencia.
El término que no alcanza a integrarse por completo a la ecuación, pero que es inherente a la reconfiguración de lo cotidiano en estos tiempos de pandemia —de hecho, a cualquier periodo en el que la normalidad se rompa y se recomponga—, es el miedo. Más allá de si se le enuncia como miedo, angustia, temor o terror —cada uno con sus connotaciones específicas—,[15] lo cierto es que está presente en la cotidianidad construida bajo el imperio de la dispersión acelerada del virus SARS–CoV–2. El problema es que ese mismo miedo, de distintas formas, es un elemento disruptivo que ha contribuido a desmoronar la anterior cotidianidad y a establecer una nueva. Por lo mismo, el miedo es un factor importante de inestabilidad e incertidumbre, dado que borra las seguridades y, en la mayoría de las ocasiones, impide la proyección de lo cotidiano desde el pasado inmediato en el que se ha originado —un pasado inmediato que bien podría pensarse en forma de un presente alargado, reciente— hasta un futuro aún por definir; por ende, impide que el nuevo orden cotidiano se consolide. A pesar de ello, cuando el miedo está en todas partes y se manifiesta de muy diversas formas, como sucede en este preciso momento, para cualquiera es notorio que, si algo organiza las acciones que integran la normalidad signada por la COVID–19, es precisamente ese miedo.
De forma natural, el miedo adquiere características particulares dependiendo del contexto en el que se exprese. No traeré a colación las reflexiones de Bauman en torno al mayor o menor impacto del miedo en entornos más o menos desarrollados, dado que creo que parten de una generalización ciertamente insostenible a la luz de las reacciones observadas al ocurrir los brotes de la pandemia en distintas partes de Europa y, además, de una percepción poco precisa acerca de cómo los sujetos, en los entornos desarrollados y seguros a los que hace referencia, la confianza en la ley y en las instituciones es un mecanismo importante para atajar la incertidumbre que provocan algunas de las alteraciones en el entorno que los sujetos puedan percibir.[16] Me concentraré, más bien, en el modo en el que ese miedo se percibe en el contexto en el que habito y en la forma en la que ese mismo miedo se ha integrado a la cotidianidad —siempre plural— que me es dado percibir.
Comenzaré por señalar algo que no por obvio merece ser dejado de lado: en la Ciudad de México, que es el sitio en el que se desarrolla mi cotidianidad, la inseguridad —y el miedo que lleva aparejado— es una constante en la vida de las personas. Sentir distintas clases de angustia o de miedo es algo que la enunciación metaboliza, coloca en la escala de valores que a cada quien le resulta conveniente y, mediante un proceso de negociación que define lo aceptable y lo inaceptable, integra en el orden de lo habitual. De manera lógica, esto no es igual en toda la ciudad, no todos sentimos los mismos miedos ni todos reaccionamos ante ellos de la misma manera. Yo, aunque vivo en una zona relativamente segura de la ciudad —el sur—, no estoy exento de mirar de vez en cuando por encima del hombro, de observar con recelo a alguna persona, de creer que alguien sigue mis pasos. No estoy, en suma, exento de sentir miedo. Sin embargo, es un miedo que puedo identificar, que sé a qué se refiere y que, por eso mismo, puedo combatir de distintos modos, sobre todo a través de rituales por los que trato de aumentar mis posibilidades de regresar sano y salvo a casa y que van, desde mantener los ojos bien abiertos mientras circulo por las calles, hasta evitar adentrarme en espacios cuyo simple aspecto parecería denotar su peligrosidad, pasando por cuestiones básicas como no usar el teléfono celular en la vía pública, no hacer ostentación del dinero que cargo o, ante la eventualidad de abordar el transporte público, usar el que me ofrezca mayores garantías de no sufrir un asalto. La efectividad que estas prácticas tienen, en sentido estricto, me es desconocida. Sin embargo, llevarlas a cabo construye el espacio seguro que necesito para que mi normalidad particular no se vea atravesada por conflictos cuya magnitud tampoco puedo prever a priori.
El miedo, entonces, es cotidiano en el sitio en el que vivo. Sin embargo, el miedo originado por la intensificación de la pandemia relacionada con la COVID–19 es un miedo distinto. Para algunos es un miedo paralizante, que impide pensar y actuar debido a que el pensamiento ha sido colonizado, de forma radical, por la muerte, la aniquilación, y esta cancela toda posibilidad de pensar el futuro, lo que torna superfluo cualquier procedimiento ligado al desarrollo de la cotidianidad. Para otros, por el contrario, es el miedo que mueve a actuar, a cuidarse, a hacer lo que su instinto, más que su saber —porque el saber está concentrado en segmentos especializados de lo social—, les indica que garantizará la supervivencia. Para algunos más, es el miedo no solo a contraer el virus, desarrollar la enfermedad y morir, sino también es el miedo que se depositará en el otro, el que no hace caso a las recomendaciones y prosigue con su vida con tanta normalidad como puede o como los demás se lo permiten. Sea como sea, el miedo es el gran organizador de lo cotidiano: la gente se apresta de un modo determinado para salir a la calle motivada por el miedo, se aleja de los demás también por causa del miedo, rompe cualquier vínculo social debido al miedo y se comporta de formas extrañas en los lugares públicos —la calle, el supermercado y, si no se encuentra dentro del grupo de privilegiados que pueden laborar desde casa, el centro de trabajo— porque el miedo así se lo indica. En un entorno en el que parece no haber nada seguro —porque el escaso conocimiento que se posee hace que nadie sepa, a ciencia cierta, si llegará o no vivo al día siguiente—, lo único seguro es el miedo que se siente. El propio y el de los demás. El miedo que se retroalimenta, que se nutre de los informes contradictorios producidos por lo que, en otras circunstancias, debería configurarse como un locutor uniforme —el gobierno—, pero también de la retórica poliforme y multidireccional establecida por los medios de comunicación. El miedo que impide visualizar el futuro en el que las cosas habrán de regresar a la normalidad —a sabiendas de que eso, la normalidad, será algo de suyo nuevo—, pero que al mismo tiempo se proyecta hacia el futuro y se constituye como lo único estable a la vista. El miedo como asiento de la cotidianidad.
TOMADA DE PROYECTO “PROPAGANDA & CONCIENCIA”
A manera de cierre
“Lo único a lo que debemos temer es al miedo en sí mismo”. La frase —sea de Roosevelt o de Epicteto— tiene resonancias profundas en nuestro presente. Para algunos, como Agamben, el verdadero problema de este presente nuestro no es el virus que se dispersa por la superficie del mundo, enferma a las personas y acaba con sus vidas. Es el miedo. La retórica del miedo, la amenaza que ese mismo miedo implica para la vida social, las acciones que promueve el miedo y que, bajo cualquier otra circunstancia, serían impensables.[17] Quizá su postura es un tanto radical. A pesar de ello, y sin negar la gravedad de la pandemia, no está de más pensar en cómo el miedo, más que la enfermedad, se ha convertido en el centro de nuestras vidas y, desde ahí, origina acciones y reacciones de diferente magnitud. En este sentido, no es complicado entender que la percepción del miedo, junto con la inmensa gama de reacciones que suscita en distintos lugares —particularmente, en la caótica Ciudad de México y su no menos caótica zona conurbada—, obliga, por ejemplo, a replantear las formulaciones más recientes de Žižek quien, siguiendo a Jameson, asume que las epidemias —o los desastres, o la posibilidad del apocalipsis— brindan el conjunto de condiciones ideales para redescubrir el valor de lo comunitario y entender que la solidaridad, y sólo la solidaridad, es lo que puede salvarnos en medio de la tragedia, lo que a su vez llevaría a efectuar un magno cuestionamiento en torno al modo en el que el entorno socioeconómico condiciona nuestras relaciones con los demás.[18] ¿A qué nos conducirá esta fractura de lo cotidiano? ¿Qué nueva racionalidad se articulará en medio de la incertidumbre, o como resultado de ella? ¿Tendrá razón el filósofo esloveno y la humanidad reinventará sus lazos sociales luego de sufrir lo indecible en el tiempo que la pandemia se mantenga activa? Hasta cierto punto pudiera ser. Numerosas predicciones apuntan, como primer paso, a la necesidad de repensar quiénes somos, cómo actuamos y cuáles son las consecuencias de nuestras acciones, tanto en el ámbito social como en sus efectos sobre el medioambiente. De esta reflexión, esas mismas predicciones esperan solo resultados positivos: se entenderá la necesidad de fortalecer el tejido social, de mitigar la destrucción del entorno, de moderar el consumo, de valorar lo emocional por encima de lo material.
Eso es lo que visualizan los pronósticos, con más o con menos evidencia en las manos, con más o con menos profundidad en sus análisis. Por desgracia, los hechos de los que hemos sido testigos en las semanas en las que hemos vivido confinados en nuestros hogares para mitigar los efectos de la pandemia no siempre dejan ver a la solidaridad como lo que predomina en las relaciones sociales. Lo hemos notado con claridad: ante la necesidad de conseguir suministros para sobrevivir mientras dura el aislamiento aparece, por un lado, el sector minoritario de los que se solidarizan, los desprendidos, los que apuestan por el mantenimiento del tejido social con base en la caridad, la ayuda al otro, el auxilio en distintos niveles. Del otro lado, otro sector también minoritario apuesta por la rapiña, por el robo, por el acaparamiento de lo indispensable con tal de no experimentar en carne propia la escasez, por la subida indiscriminada de los precios para medrar en medio de la crisis a costa de los otros. La mayoría, situada en medio de los dos grupos mencionados, no actúa ni en un sentido ni en el otro: se ocupa solo de sus asuntos, de sus problemas y de los que afectan a quienes entran en contacto con ellos. No es necesariamente indiferente, pero tampoco se involucra. Es el grupo que, en tiempos en los que la normalidad no está atravesada por una pandemia, resulta más característico de las grandes urbes, donde la gente, ante la aparición de alguna calamidad, se limita a echar un vistazo que le permita satisfacer su curiosidad y, acto seguido, continúa con su camino, convencida de que lo mejor para no ver trastornada su normalidad es tener la menor cantidad posible de información sobre cualquier cosa que no le concierna.
Peores efectos tiene el miedo a la enfermedad y al contagio. Ese miedo que etiqueta al otro, lo transforma en un ente potencialmente peligroso, le coloca un signo invisible por el que se advierte, no de los daños que causa, sino de los que podría causar. El discurso del miedo no en todo momento apela a la facticidad, a lo comprobable, a lo que, como sedimento del pasado, se constituye como factor de la experiencia. Simplemente, se moviliza en el terreno de la potencialidad, la mera posibilidad, la proyección a futuro de la condición de incertidumbre en la que se desenvuelven los sujetos. Si se puede, a la más miserable de las razones que fundamentan a la segregación del otro, la razón que empieza con un “¿y qué tal que…?”. Y esto, desafortunadamente, no ayuda a pensar en el futuro como el espacio en el que reinará de forma amplia y generalizada la solidaridad. O, en el mejor de los casos, no como el sitio en el que esa misma solidaridad guiará, de forma generalizada, las conductas cotidianas. Quizá quede confinada a los espacios que le son habituales, a ser ejercida por quienes tienen la costumbre de ser solidarios y tal vez por algunos más, a quienes la epidemia, el confinamiento y las carencias que les son consustanciales hagan replantearse el modo en el que se conducen con los demás. El resto, en su afán de reconstruir su normalidad y hacer de ella lo que era antes del desajuste causado por la pandemia —aunque de antemano sepan que tal cosa es inviable—, regresarán a lo que les es conocido, a sus usos habituales, a sus formas de vida normales, con las que la solidaridad tiene poco que ver.
Bibliografía
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[1] Adhanom Ghebreyesus, Tedros, “Alocución de apertura del Director General de la OMS en la rueda de prensa sobre la COVID-19 celebrada el 11 de marzo de 2020”, en Discursos del Director General de la OMS, (https://www.who.int/es/dg/speeches/detail/who-director-general-s-opening-remarks-at-the-media-briefing-on-covid-19—11-march-2020), consultado el 10 de abril de 2020.
[2] Heller, Ágnes, Sociología de la vida cotidiana, ed. cit., p. 19.
[3] Freud, Sigmund, “25ª conferencia. La angustia”, en Obras completas. Volumen 16 (1916–1917). Conferencias de introducción al psicoanálisis (tercera parte), ed. cit., pp. 357–374.
[4] Schütz Alfred y Luckmann Thomas, Las estructuras del mundo de la vida, ed. cit., pp. 25–38.
[5] Heller, Ágnes, Sociología de la vida cotidiana, ed. cit., pp. 19–26.
[6] Blumenberg, Hans, Teoría del mundo de la vida, ed. cit., pp. 9–71.
[7] Lakoff George y Johnson Mark, Metáforas de la vida cotidiana, ed. cit., pp. 39–42.
[8] Lefebvre, Henri, Critique of Everyday Life, ed. cit., p. 97.
[9] Ferrarotti, Franco, La historia y lo cotidiano, ed. cit., pp. 86–87.
[10] Reguillo, Rossana, “La clandestina centralidad de la vida cotidiana”, en Alicia Lindón (directora), La vida cotidiana y su espacio–temporalidad, ed. cit., pp. 77–78.
[11] Certeau, Michel de, La invención de lo cotidiano. 1. Artes de hacer, ed. cit., pp. 3, 40–48.
[12] Elias, Norbert, “Apuntes sobre el concepto de lo cotidiano”, en Vera Weiler (compiladora), La civilización de los padres y otros ensayos, ed. cit., pp. 334 –336.
[13] Cfr. Méndez, Luis, “Modernidad tardía y vida cotidiana”, en Sociológica 20, ed. cit., pp. 59–60.
[14] Ricœur, Paul, Tiempo y narración I. Configuración del tiempo en el relato histórico, ed. cit., pp. 115–130.
[15] Saurí, Jorge J., “El conjunto miedo, temor y terror”, en Las fobias, ed. cit., pp. 11–36.
[16] Bauman, Zygmunt, Miedo líquido, ed. cit., pp. 167–169.
[17] Agamben, Giorgio, “La invención de una epidemia”, en Pablo Amadeo, Sopa de Wuhan, ed. cit., pp. 17–20.
[18] Žižek, Slavoj, “Coronavirus es un golpe al capitalismo al estilo de ‘Kill Bill’ y podría conducir a la reinvención del comunismo”, en Pablo Amadeo, Sopa de Wuhan, ed. cit., pp. 21–28.
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