(Notas sobre Roland Barthes desde Hispanoamérica)
Resumen
El propósito del presente ensayo es sugerir algunas notas sobre el legado fundamental de Roland Barthes desde Hispanoamérica; la hipótesis de discusión es que el legado de Barthes ha contribuido al replanteamiento del estructuralismo, post-estructuralismo y deconstrucción como tres verdaderos acontecimientos fundamentales de la crítica y del pensamiento contemporáneo que renuevan las nociones y experiencias de escritura, enseñanza, crítica y subjetividad; efectuar una relectura de la herencia barthesiana en diálogo con la tradición ensayística hispanoamericana es una tarea pendiente, pues algunas de las obras de ensayistas notables como Noé Jitrik, Severo Sarduy, Beatriz Sarlo, entre otros, contribuyen a una conversación crítica y creativa que nos permite potenciar otra visión-versión de la crítica literaria como crítica social. El artículo establece de forma introductoria algunos prolegómenos para la apertura de un debate por venir.
El escritor y la escritura
En Rolando Barthes el escritor se define por cierta conciencia de habla. Es escritor quien problematiza interminablemente el lenguaje, quien siente su profundidad no su instrumentalidad. No hay escritor que no sea crítico del lenguaje. Nada ni nadie preexiste al lenguaje, ni filogenética ni ontogenéticamente. En la modernidad, el lenguaje mismo se abre a la diseminación incesante. Nunca nos encontramos con ese estado en el que el hombre estaría separado del lenguaje. Paradoja de paradojas, el lenguaje comunica e incomunica, instaura sociedad e ideología. Es la apertura de Babel.[1]
Bajo el mandato de la soberanía del lenguaje, la nueva crítica es creación. Escritor y crítico se metamorfosean en un ser anfibio, monstruoso, proteico. La obra (literaria y crítica) engendra sentidos múltiples. La liberación de la crítica crea una nueva exigencia de heteronomía más allá de toda legalidad: ser fiel a la manumisión del lenguaje. La literatura moderna se ha vuelto crítica de y en el lenguaje. La soberanía del lenguaje presupone la muerte del autor: “Borrando la firma del autor, la muerte funda la verdad de la obra, que es enigma”.[2] Sin nombre y sin hombre, sin identidad alguna, el escritor que escribe lleva el lenguaje al umbral limítrofe de la experiencia, justo ahí, donde la experiencia del lenguaje y el lenguaje de la experiencia hacen corto-circuito; donde el lenguaje tartamudea y enmudece por completo. Enmudecimiento como sobrecogimiento y fascinación. Por eso quizá el escritor oficia un ritual trágico reiterado de forma milenaria. Escribir constata la eterna repetición de una ausencia irrevocable. El susurro de la escritura no es más que un rumor sin principio y sin fin, siempre en medio. Ejercicio intransitivo, apenas transitable, la escritura siempre muestra una falta y un exceso; residuo de lo que, literalmente, falta. Y si la escritura guarda silencio es con la secreta esperanza de oír mejor el rumor infinito del mundo en la caracola del texto. Asumir que no hay nada que decir inaugura la búsqueda de sentido que alienta la palabra escrita.
Barthes es un escritor y crítico que sigue y prosigue la estela de grandes ensayistas abierta por Montaigne, Lichtenberg, Voltaire, Krauss, Nietzsche, Camus. Su punto de partida es el de una modernidad en crisis, donde la experiencia, el lenguaje y la subjetividad se encuentran en convalecencia. Brecht y la Escuela de Frankfurt, entre otros, ya habían advertido la destrucción de la experiencia moderna como causa de la barbarie. A diferencia de Walter Benjamin, para Barthes el mundo moderno ya no se puede leer como si fuese un texto legible, pero todavía queda un resquicio en la recreación activa de la escritura como recreación de la experiencia del sujeto escritor.[3] Al igual que Montaigne, Benjamin y Barthes comprendieron la importancia de enriquecer la experiencia humana mediante la transmisión de la sabiduría del pasado por medio de la literatura. Barthes afronta de forma creativa lo que Benjamina anticipó lúcidamente: la fractura de la experiencia y de la subjetividad moderna en la escritura y el pensamiento. El ensayo “De la experiencia” de Montaigne conecta directamente con El placer del texto y Fragmentos de un discurso amoroso de Barthes donde la experiencia singular de un cuerpo deseante es el epicentro de una escritura viva. La hipersensibilidad barthesiana toca y trastoca la escritura en sus descripciones y narraciones elípticas en el encuentro con el otro, el grano del cuerpo del otro. La experiencia mística y la cacería gay –en Barthes– ofrecen posibilidades de textualización del deseo por el otro en el cuerpo sexual mundano o en el cuerpo espiritual divino. Mediante la tarea de escribir el mundo se constituye en texto. La escritura se ofrece como experiencia misma de textualidad corporal a flor de piel: sentido sintiente. En proximidad con Bataille y Foucault y sin dejar de arriesgar su deriva singular, Barthes anticipa la liberación de la experiencia subjetiva por medio de la liberación de la escritura.
La escritura, el devenir puro y afirmativo de la escritura: he aquí la posible ética de Roland Barthes. Nada importa, ni siquiera ideas o teorías, sólo el gesto y movimiento que abre el espacio de la escritura. Frente a la monotonía cotidiana, la escritura como apertura de un movimiento hacia la verdad, instaura un acontecimiento verdadero. Movimiento que, paradójicamente, en pos de una verdad ausente, encarna el texto –sus metáforas, figuras e imágenes, sus laberintos argumentales– y alude a una ausencia radical que se manifiesta como escritura múltiple. La escritura despliega, se pliega, como juego infinito de apertura y descentramiento. Trama de conjunciones que dan cuenta de una disyunción infranqueable que posibilita hablar/escribir en y desde esa fractura liminar y constituyente. Escritura como memoria de la finitud radical, y también como promesa, siempre incumplida, de suturarla. La escritura mimetiza la forma de la ausencia, movimiento incesante sin sentido y sin final.
Escribir, escribir, siempre escribir, hasta su muerte, nunca dejó de escribir. La escritura es demolición activa de toda certidumbre. Privilegiar la escritura desafía el arte de pensar: “la escritura es decisión, es la responsabilidad incesantemente reactivada de elegir una posición que también sea un acto en el mundo”.[4] Escribe en y desde lo tenue, la ternura, la delicadeza, el roce de los cuerpos, la sugerencia que vela en duermevela el misterio de la carne en la extrañeza. El cuerpo es el elemento fundamental de escritura y de lectura, ésta no es sino ejercicio de re-escritura. La unidad de sentido es el aliento corporal. No resulta descabellado hablar de “una ética de la forma” en Barthes que informa la lectura, la escritura y la crítica.
Ética de la forma que asume lo informe del sujeto y de la época moderna, lo informe sería esa anomalía pura. La ética de la forma consistiría en una ética de lo singular, del umbral, de la oscilación, de la borradura. Ética que descentra el canon desde una mirada oblicua, y asume la crítica del lenguaje como forma de resistencia y de consistencia. “La ética de la forma” en tanto escritura del intersticio no se decanta entre la estética o la política sino que, coherente con la apertura y la oscilación, se mantiene en los umbrales que unen y separan dichos discursos y prácticas. Se afirma en la síntesis disyuntiva. Si tuviera la expresión una carga intelectual tan fuerte, bien se podría decir que hay en Barthes una dialéctica de la transgresión que opera por estrategias y escaramuzas de asimilación bajo tonalidades imperceptibles. La ética de la forma no es una ética general ni siquiera normativa, sino una manera, un estilo, de asumir la sensibilidad y la subjetividad frente al juego del mundo. Es una ética singular que en cada caso requiere un juicio específico sin prejuicios ni axiomas prestablecidos. Ética sintiente, casi corpórea, que no deja de buscar una coherencia del orden de la vida, de la implicación existencial.
En Barthes –dice su discípulo Marty– no hay doctrina ni teoría, sólo libros, actos libres, cada uno con su propio estilo, perfume, timbre, tonalidad. El libro como acto, acto de verdad y de creación singular, es una verdad viviente, activa, diseminante, deconstructiva, fuerza de impugnación.[5] Quizá por eso Jacques Derrida en su hermoso ensayo Las muertes de Roland Barthes comienza señalando su obstinación por mantener el comentario más que en la fractura y el fragmento en el inacabamiento: “El inacabamiento marcado, la interrupción puntuada pero abierta, carente incluso de la arista autoritaria de un aforismo. Pequeños guijarros surgidos meditativamente, uno cada vez, en el borde de un nombre como la promesa de un retorno”.[6] Quizá tenga razón Derrida y haya que amar la obra fragmentaria de Barthes por su fuente invisible de claridad. ¿De dónde venía esa claridad singular? –se pregunta y se responde Derrida: “Sin simplificar nada, sin violentar los pliegues ni las reservas, esa claridad emanaba siempre de cierto punto que no era sólo uno, que se mantendrá invisible a su manera, ilocalizable para mí –esa claridad de la cual quisiera, si no hablar, por lo menos dar una idea, y hablar también de lo que de ella he preservado para mí”.[7] Multiplicidad y unidad de una obra exquisita, que invita amorosamente a dejarse leer. Estrictamente no hay obra, pues Barthes se mueve y se conmueve permanentemente, nunca deja de estarse afectando por lo que sucede, tampoco nunca deja de estarse re-escribiendo, como si se tratara de una obra que nunca termina, y paradójicamente, nunca comienza. Porque, en efecto, la escritura en Barthes –recuerda Derrida– se convierte en algo tan virtual, visible, plural, dividido, microscópico, móvil, infinitesimal, también tan especular que hace que todo comentario sea un poco extraño. Frente a la lógica establecida, Barthes oponía la enorme fuerza del juego creador, disruptivo, dislocado –otra vez Derrida, lo ha visto con meridiana claridad.
Desde el título elegido, cada libro de Barthes es un acto de amor. Ha sido escrito con placer, amor y ternura. Amoroso placer enternecido que experimenta la escritura con delicadeza y singularidad. Carece de un saber acumulado, cada libro es una investigación única que reinventa teoría y método. Y la teoría que aparece, queda travestida y revestida de su propia experiencia. Toma los supuestos y los presupuestos estructuralistas y marxistas para someterlos a un ejercicio riguroso y creativo de apropiación crítica. En sus manos, las teorías e ideas adquieren alas y se deslizan permanentemente más allá de las consignas de época. Barthes no deja de recurrir a la máscara, mejor dicho, al juego del antifaz; es marxista y anarquista, pero su marxismo sólo conserva de Marx el gesto de impugnación radical del orden establecido y del anarquismo su osadía para desafiar las instituciones y el pensamiento hegemónico. Carece de doctrina, preceptos y adeptos. Le interesa la lingüística, el estructuralismo y el psicoanálisis, pero sus obras efectúan un desplazamiento constante que impiden adscribirlo a cualquier escuela e ismo. La significativa visión crítica panorámica anglosajona La moderna crítica literaria francesa realiza un reconocimiento ambiguo de su legado: “La riqueza de la obra de Barthes se vuelve, finalmente, sospechosa. Uno se pregunta si estos textos tienen alguna unidad aparte del tono que los recorre. El tono es impresionante, sin duda, pero es quizá sólo un reflejo superficial y de ninguna manera clara de pensamiento”.[8] Se sospecha de que acaso sea un hábil, el más hábil, oportunista que sabe poner su inteligencia para tratar temas de moda de otro modo. Quizá y tal vez, con Barthes nunca se sabe bien a ciencia cierta de lo que se trata, pero en todo caso el diagnóstico anglosajón es pobre, no alcanza a ver lo decisivo de su pensamiento y de su legado.
Su escritura es intersticial. Escribir en el intersticio, escribir desde el intersticio. Por ejemplo, cuando retoma la idea de “enunciación” de Émile Benveniste lo hace para resignificar por completo la noción de subjetividad más allá de la impugnación y de la reivindicación, efectúa una producción anómala, desde su singularización plástica y creativa que potencia afectos y efectos de sensibilidad.[9] Modo absolutamente particular de encarar la escritura, tête à tête, cuerpo a cuerpo. Por obra de un mismo proceso de descentramiento infinito de la palabra, escritura y subjetividad se afectan mutuamente, hacen coincidir acción y afección. Según Barthes “la diátesis” es una noción gramatical que da cuenta de la misma actividad de la escritura; concierne al propio verbo escribir. La diátesis designa la manera en que el sujeto del verbo es afectado por el proceso. Las escrituras de la subjetividad, como la escritura romántica, son activas, “en ellas el agente no es interior, sino anterior al proceso de escritura: el que escribe no escribe por sí mismo, sino que, como término de una procuración indebida, escribe por una persona exterior y antecedente”.[10] La escritura se presenta como laboratorio portátil de experimentaciones radicales de una subjetividad descentrada, fragmentaria, discontinua.
Desde Flaubert hasta nuestros días, la escritura clásica, esa escritura como mediación e intermediación entre literatura y sociedad burguesa sufrió una desgarradura y se ha transformado en un espacio de interrogación de la propia condición inhumana del hombre. A partir de Mallarmé –afirma Barthes– la escritura ha profundizado la destrucción del lenguaje, y alcanza hoy su último avatar en la escritura neutra, la ausencia: grado cero de la escritura. En la escritura neutra se puede discernir en un mismo acto el movimiento de una negación y de una imposibilidad. La literatura transmuta su superficie en una forma sin herencia, encontrando “la pureza en la ausencia de todo signo, y proponiendo en fin el cumplimiento de ese sueño órfico: un escritor sin Literatura. La escritura blanca, la de Camus, la de Blanchot o la de Cayrol por ejemplo, o la escritura hablada de Queneau, son el último episodio de una Pasión de la escritura que sigue el desgarramiento de la conciencia burguesa”.[11]
La lengua del escritor es menos un fondo que un límite extremo, un corpus de prescripciones y hábitos comunes de los cuales hay que desembarazarse; poderosa lápida de influencias. En el límite de la carne y del mundo, del esplendor social y resplandor de la soledad, el estilo del escritor marca y desmarca una metamorfosis ciega y obstinada que emerge de un infralenguaje elaborado en los umbrales. El estilo es un fenómeno germinativo que transmuta humores, densidades e intensidades, “pues lo que se mantiene profundamente bajo el estilo son fragmentos de una realidad extraña al lenguaje. El milagro de esta transformación hace del estilo una suerte de operación supraliteraria que arrastra al hombre hasta el umbral del poder y de la magia. El estilo se sitúa fuera del arte”. Por lo anterior, Barthes cuestiona el estilo moderno como cetro canónico de la forma literaria, el estilo no deja de estar en los márgenes del arte, nunca deja de estar amenazado por la institucionalización del campo literario hegemónico; la dialéctica de la subversión del estilo termina por erigirse en nuevo canon.
En la modernidad, el estilo encarna una forma de resistencia vital contra la tradición artística imperante. Si en el trabajo de la escritura, la lengua funciona como negatividad, el estilo anuda escritura, mundo y subjetividad. La escritura cristaliza el compromiso entre la libertad y el recuerdo, si bien al escritor no le está permitido elegir su escritura sin presiones ni tensiones. La crisis de la escritura clásica burguesa nos ha precipitado en una pluralidad de escrituras modernas multiplicadas que se bifurcan sin cesar. En su opacidad ambigua, resiste, persiste e insiste, la escritura ya no es instrumento de comunicación, instaura un desorden que desliza a través de las palabras sentidos secretos, ocultos, enigmáticos. Más allá del lenguaje, la escritura echa sus raíces flotantes. Furor y misterio, la densidad abigarrada de la palabra poética se libera de su servidumbre lingüística en la modernidad: “bajo cada Palabra de la poesía moderna yace una suerte de geología existencial en la que se reúne el contenido total del Sustantivo. Caja de Pandora de la que salen todas las categorías del lenguaje, gula sagrada que hace la palabra poética moderna una palabra terrible e inhumana”.[12] La escritura no deja de amenazar al escritor con arrastrarlo hacia la catástrofe (silencio, alienación, trivialidad), incluso ahí, donde el escritor se asume como intelectual revolucionario. A partir de la sociedad burguesa, la literatura moderna instituye un espacio simbólico de mediación política donde escritor y sociedad pactan un acuerdo estético y táctico. Empero “lo neutro”, la escritura neutra, desafía cánones y normas de la literatura burguesa. Escritura que se abre en el espacio de su interrogación sin fin, múltiple y contradictoria.
Lo neutro, la escritura neutro
Posterior al naturalismo y al realismo, la escritura neutra –afirma Barthes– es un acontecimiento tardío en la modernidad guiado menos por una motivación estética que por una ética de la búsqueda más allá de las consignas de la literatura comprometida. La escritura realista “está muy lejos de ser neutra, está cargada de los signos más espectaculares y normativos en su fabricación”.[13] Al mismo tiempo que el escritor moderno cultiva una escritura artesanal preciosista, la cual llega incluso hasta Gide y Valéry, existen otros escritores que huyen del cultivo de la forma: las bellas letras, y radicalizan la desintegración del lenguaje instituido para abismarse en el umbral del silencio de la escritura y en el vacío de la palabra. Arte que tiene la estructura del suicidio y estalla la palabra bajo la hipótesis de la destrucción de lenguaje de Mallarmé. Según Barthes, Maurice Blanchot es deudor de la empresa mallarmeana en su relectura de un Orfeo que no puede salvar lo que ama más que renunciando a ello. A partir de entonces el esfuerzo principal será “crear una escritura blanca, libre de toda sujeción con respecto a un orden ya marcado del lenguaje. La escritura en su grado cero es en el fondo una escritura indicativa o, si se quiere, amodal”.[14] Siguiendo a Blanchot, Barthes considera la escritura neutra como una escritura intersticial que se mantiene suspendida en un doble movimiento de destrucción y fundación, de afirmación y negación. El espacio literario –según Blanchot– sería el acontecimiento de lo neutro. Espacio vacío, subversivo, signado por el signo del desastre y del cuestionamiento radical.[15] Barthes lee a Blanchot y viceversa, más que intercambio de ideas, hay vecindad de estrategias abismales e irreductibles, casi antitéticas, extremos que se juntan en su radicalización del lenguaje literario crítico. En tal sentido, para Barthes lo neutro esquiva toda estructura trascendental y todo sistema axiológico, paradigmático y definitivo. Si algo está lejos de la neutralización, categorización o de cualquier otra operación reductiva, es lo neutro, que constituye un valor fuerte, activo, discreto, imperceptible. La escritura neutra está hecha de ausencias que dan cuenta de la incompletud, incertidumbre, fractura y finitud radicales: tesituras características de la modernidad. Empero no se puede decir que sea una escritura impasible, más bien se trata de una escritura inocente:
Esa palabra trasparente, inaugurada por El extranjero de Camus, realiza un estilo de la ausencia que es casi una ausencia ideal de estilo; la escritura se reduce pues a un modo negativo en el cual los caracteres sociales o míticos de un lenguaje se aniquilan en favor de un estado neutro e inerte de la forma. La escritura neutra recupera realmente la condición primera del arte clásico: la instrumentalidad. Pero esta vez el instrumento formal está al servicio de una nueva situación del escritor, es el modo de existir de un silencio. Si verdaderamente la escritura es neutra, alcanza el estado de una ecuación pura sin más espesor que un álgebra frente al hueco del hombre, entonces, la Literatura está vencida, la problemática humana es descubierta y entregada sin color y el escritor es, sin vueltas, un hombre honesto.[16]
Lo neutro más bien es siempre el deseo de lo neutro. Implica una fuga del yo y una quiebra de la identidad, de ahí que lo neutro asemeja en Barthes la promesa de un territorio liberado. Oscilación perpetua entre lo uno y lo otro, que no se confunde, ni con lo uno ni con lo otro, y por tanto, escaparía a ese omnipresente juego de oposiciones binarias de la racionalidad instrumental moderna. Silenciosa y subrepticia, la escritura neutra conspira fuerzas insurgentes que atacan el orden burgués. De ahí que lo neutro plantea una alternativa discreta e imperceptible, pero real, frente al compromiso político militante. Según confesión propia, Barthes toda su vida vivió en ese vaivén: atrapado entre la exaltación del lenguaje (goce de sus pulsiones y afecciones) y el gran deseo de un descanso del lenguaje, de una suspensión, de una extenuación (éxtasis de sus contracciones y la ataraxia de motivaciones secretas). La semiología tuvo en él un impulso propiamente pasional: inicialmente creyó que una ciencia de los signos podía activar la crítica social bajo la mezcla explosiva de Sartre, Brecht y Saussure. Luego se dio cuenta de que no hay posibilidad de un orden normativo de la modernidad, y aparece lo neutro como un dispositivo de pensamiento y de escritura. La posibilidad de lo neutro desmonta tanto la indiferenciación –lo místico o el mutismo– como la dominación y la ideología –la opinión del sentido común. Una subversión sutil de una escritura que implica una deriva existencial inagotable. Lo neutro: retazos de discurso, andanzas, intrigas, arrebatos de lenguaje, caprichos aleatorios y circunstanciales, gestos de un cuerpo suspendido en el éxtasis, resplandores de un imaginario más real que toda realidad, urdimbre del deseo, figuras y metáforas que tejen texturas y contexturas, usos marginales del saber en su expresión y práctica de resistencia, incursiones y excursiones extremas, descubrimiento de caminos a partir de la puesta en marcha de una andanza incierta, pero segura en su deseo de huida. Contaminación, impugnación del principio de orden jerárquico, denegación de lo único, reconocimiento de lo incomparable, singularidad agonística, diferencia, superficie, fuerza, plasticidad maleable… Todo ello, y algo más está en juego, pero también siempre, algo menos, porque lo neutro conlleva una escritura blanca.
Por desgracia –añade– nada es más infiel que una escritura blanca, el automatismo se elabora donde antes lo hacía la libertad, las redes del lenguaje que liberan en cualquier momento pueden apresar escritor y escritura. El otro riesgo es no poder decir nada, aunque es necesario decir esa nada. ¿Cómo decir nada? Es la gran paradoja de la escritura: sólo puede decirse nada, pero hay que hacerlo mediante palabras; empero, al instante, de decir la palabra nada se traiciona lo dicho: “como Orfeo que pierde a Eurídice volviéndose a ella, nada pierde un poco de su sentido cada vez que se le enuncia, que se le denuncia. Es necesario hacer trampa, la nada sólo puede ser asida por el discurso oblicuamente, al sesgo, mediante una especie de alusión deceptiva”.[17] Escribir es inexpresar lo expresable, la escritura es ejercicio de re-escritura de algo ya dicho. La verdad de la escritura es un movimiento de apertura, fuga y descentramiento interminables, más que teoría acabada es praxis, no representa, transforma el lenguaje literario y la experiencia singular.
El heroísmo del escritor no está en defender ninguna tesis o hipótesis, no se trata de decir algo nuevo o renovarlo, sino de abrir la escritura al silencio, a la in-expresión, “heroísmo de lo Neutro a través del cual el sujeto libera el lenguaje, el decir de la alienación de un sentido preconstituido, de la plenitud del estereotipo, de la repetición, de la generalidad. Y lo hace gracias al trabajo de la desecación y la purificación, que es el trabajo de la escritura que va mucho más allá de una obra o autor precisos, pues incumbe a la escritura en cuanto tal”.[18] Por des-obra de lo neutro, la escritura impugna la idea de un metalenguaje último o Verdad definitiva, sólo queda el combate permanente entre diversos lenguajes, estilos, escrituras. Eterno retorno de una diferencia infinitesimal que borda y desborda los intersticios del lenguaje. Próximo, y al mismo tiempo bastante lejano a Jacques Lacan, dirá Barthes que “escribir es, en cierto modo, volverse silencioso como un muerto, convertirse en el hombre a quien se le ha negado la última réplica”.[19] El trabajo de la escritura conlleva una praxis verdaderamente transgresora, que genera de manera residual un espacio de indecibilidad entre el orden teórico y el orden práctico, que subvierte toda separación clara y distinta. Acontecimiento de indecisión, o como diría más tarde Jacques Derrida –autor impensable sin Barthes, como él mismo reconoce– de destinerrancia. En las antípodas de los grandes gestos del sujeto racional y de las grandes gestas épicas de la historia, la escritura neutra suspende el juicio y la decisión, libera el trazo de las grafías en la página en blanco en un no-querer-asir; sentimiento amoroso de un éxtasis gélido.
La escritura neutra atisba la tonalidad gris de la nada a través del recurso a lo discreto, insípido, imperceptible e insignificante, notaciones ínfimas, géneros y subgéneros menores, temas aparentemente triviales y anodinos. Escritura surgida de deseos desconocidos que descentra al sujeto que escribe, lo extravía. Escritura que multiplica registros, cursos y recursos, dispositivos y archi-géneros. Deleuze y Guattari en Kafka. Por una literatura menor retoman el proyecto de la escritura neutra de Blanchot y de Barthes.
Lector, texto y lectura
En el principio de todo ha sido el deseo de lectura, lectura de sí mismo y del mundo. El deseo de lectura está animado por la pulsión indomeñable de hacer sentido. La lectura es un acto de amor, apertura, entrega y atención a una alteridad que viene y sobreviene como posibilidad de sentido. Escribir, leer, oír, entregarse, crear, destruir, sufrir, gozar, son algunos pequeños instantes, fragmentos, de la trama del discurso amoroso. Y toda relación de amor mantiene, contiene, una relación de extrañeza absoluta. La relación amorosa transforma la experiencia singular.
Hay libros que no se pueden leer de corrido, no por desinterés, sino por todo lo contrario, porque exigen hacer pausas para digerir ideas, recuerdos, imágenes, palabras, se trata –según la expresión de Barthes– de libros para “leer levantando la cabeza”, para leer con el cuerpo. Son obras que interrogan la propia lectura, que nos invitan a filmar la propia lectura, a recrear el acto de la lectura como espacio ritual. En este sentido considera que su comentario S/Z sobre Sarrasine de Balzac es un texto-lectura. A contracorriente de la literatura y de la crítica institucional, ya no se trata de husmear para saber lo que el autor quiso realmente decir en una obra sino para recrear la lectura, el paciente arte de la lectura. Lectura que pone en juego la asociación del texto con otras ideas, imágenes y significaciones. El texto no existe por sí mismo sino es como un bucle de relaciones complejas:
En esa novela, en ese relato, en ese poema que estoy leyendo hay, de manera inmediata, un suplemento de sentido del que ni el diccionario ni la gramática pueden dar cuenta. Lo que he tratado de dibujar, al escribir mi lectura de Sarrasine, de Balzac, es justamente el espacio de este suplemento. No es un lector lo que he reconstituido (no ustedes ni yo), sino la lectura. Quiero decir que toda lectura deriva de formas transindividuales. Esas reglas no son del autor, que lo único que hace es aplicarlas a su manera.[20]
La historia de la literatura en realidad se podría leer como la historia de la lectura, historia de las formas canónicas de leer una obra como texto literario, historia de las prácticas amorosas con los objetos, pues la idea y la experiencia del cuerpo es en realidad la auténtica guía de exégesis crítica y creativa. Leer y escribir con y desde el cuerpo singular plural. La lectura: apertura pulsional de la libertad efectiva del lector; exploración erógena y erótica del tacto y del contacto. No en balde la crítica barthesiana es ante todo una invitación a leer la literatura de otra forma, desde el goce, desde el cuerpo y los afectos, desde los sentidos y el sentido singular. En contrapartida, la escritura fragmentaria, que no es sino un juego incesante de relectura, alude a la finitud, la muerte, el éxtasis y la cúpula intermitente. Para Barthes pasamos de la dictadura del autor a la democratización del lector. A diferencia de cierto ánimo posmodernista, la muerte del autor aquí significa el advenimiento del lector crítico y creador como dador de sentido. Como dirá Italo Calvino en “Por qué leer los clásicos”:
Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: «Estoy releyendo…» y nunca «Estoy leyendo…». Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos. Al releerlo en la edad madura, sucede que vuelven a encontrarse esas constantes que ahora forman parte de nuestros mecanismos internos y cuyo origen habíamos olvidado. Hay en la obra una fuerza especial que consigue hacerse olvidar como tal, pero que deja su simiente.[21]
Para Calvino los clásicos se imponen por inolvidables mimetizándose en el inconsciente colectivo e individual. Nunca permanecen fijos, cada lectura (individual, colectiva, epocal) reordena por completo su sentido. La lectura permanece siempre inédita, novedosa, fresca. La academia o la escuela te enseñan el repertorio, pero la elección de un clásico es una tarea desinteresada, profundamente subjetiva. Mediante el ejercicio de la lectura se crea el clásico. Para Barthes, hay un múltiple ejercicio de lectura y relectura. Se lee con el cuerpo, pero también con el espíritu de la época, se puede leer un autor atendiendo la continuidad del sentido intermitente que configura un corpus textual como obra, o bien, se puede leer un autor –según Barthes lee a Rochefoucauld y Nietzsche– desde el lector, digerirlo, triturarlo, abrir el texto en sus partes minúsculas, detener la mirada en sus componentes contradictorios y reinventarlos desde la apropiación subjetiva del ocio lector. Tampoco basta leer a los clásicos o instalarse en las novedades editoriales, entre uno y otro extremo, el verdadero lector es capaz de generar sus propias derivas; doblar la amargura y melancolía personales, desdoblar la furia, la osadía y la desmesura pasionales.
Para Barthes los clásicos valen porque, en contra de la opinión generalizada de que son eternos, son bocetos inacabados, verdades incompletas, los clásicos no sólo enseñan a escribir y pensar bien, sino a sentir de otro modo, permiten incorporar nuevas y viejas ideas que germinan de forma salvaje y desconocida en el lector atento.[22] Por eso, siguiendo al fino y agudo lector de Nietzsche, hay que leer y escribir con el cuerpo, con las vísceras, humores, amores, afectos. Ante todo leer con y desde la exigencia de un amor que está más allá de toda deuda y compromiso. Como el abrazo materno, la auténtica lectura crítica es entrelazamiento con la eternidad, suspensión y contención del tiempo; encantamiento y acontecimiento inclasificable e indefinible. La lectura amorosa implica y complica al lenguaje, lo lleva al desvarío. El amor es del orden de lo intratable, apenas tolerable, sufrimiento gozoso y meditación distante.
Modelo de pensamiento crítico, Bertold Brecht –según el juicio de Barthes– ha reencontrado la esencia de la guerra de los treinta años profundizando en la lectura de telas, mimbres, maderas.[23] En la mirada atenta del mundo se retrotrae la lectura como acto –de promesa– de plenitud. Pero la lectura del crítico es siempre extemporánea, anacrónica, impertinente, inquisitiva, selectiva. Por ironía del destino, gran parte de ideas barthesianas sobre el lector, la lectura y la intertextualidad se han convertido en clichés del sentido común literario. El placer del texto, la lectura como ejercicio creador y la obra como conjunto de vasos comunicantes textuales forman parte del repertorio de las ideas literarias, pero se suelen leer de forma apresurada, todo lo contrario de las recomendaciones de Barthes, quien exigía leer lentamente levantando la cabeza y sosteniendo la respiración, de vez en cuando, para asimilar el texto, triturarlo, texturizarlo. Las ideas de goce y deseo como guías de apropiación estética de la lectura me parecen fundamentales para pensar una estética del lector como ética de la lectura en un mundo acosado por el nihilismo. La lectura experimentada desde la dimensión del goce toca y trastoca la subjetividad humana desde la apertura y reconexión del horizonte de la experiencia humana hacia su umbral de experimentación creadora.
Maestro y discípulo / intimidad y extemidad
Quizá la auténtica mediación vital entre literatura y crítica sea el magisterio, la reflexión en voz alta como palabra compartida en el anonimato cotidiano, áspero, exigente y transigente de la cátedra y del curso académico. Al menos desde Sócrates y Platón, la relación del maestro con el discípulo es profundamente erótica, libidinal, pura. Eros más allá de todo logos y de todo pathos. Eros libre. El intercambio más fundamental no se juega en el saber sino en el gesto, la mirada, la sugerencia, la potencia de apertura. En el deseo del saber absoluto, deseo trágico por excelencia, se establece el vínculo entre maestro y discípulo. Ahora las teorías contemporáneas del aprendizaje tienden a negar la subjetividad del sujeto de enseñanza, ya no se habla de enseñanza sino de un proceso de aprendizaje donde el profesor ha quedado reducido a un mero facilitador, pero todo ello es parte de la ideología neoliberal de nuestro tiempo que niega la responsabilidad y libertad del sujeto. Sin la puesta en acto de una intersubjetividad singular que efectúa la subjetividad del profesor en su apertura con la subjetividad del discípulo no hay verdadero acontecimiento creador, no hay conocimiento. La relación de transmisión del saber y el amor por la búsqueda del conocimiento es una relación ética fundamental.
Otro gran crítico y maestro, George Steiner reflexiona acerca de las Lecciones de los maestros, muestra la relevancia del magisterio interpersonal en Occidente para preservar y actualizar la tradición y la memoria de la propia condición humana. Para Steiner, la anti-enseñanza ahora se ha convertido en la norma. Los buenos maestros, aquellos que encienden el fuego en las almas incipientes de sus alumnos son quizá más escasos que los artistas virtuosos. Cada vez son más escasos, los maestros entregados que conocen la interrelación de confianza y vulnerabilidad, la fusión orgánica entre responsabilidad y respuesta, entre anhelo de compartir y dicha de preservar.[24]
No hay transmisión sin fracaso y sin decepción. La mediación es el acontecimiento de que no hay mediación, sólo un hiato, una ruptura y una distancia. Discontinuidad irremediable. Barthes es el maestro que afirma la imposibilidad de transmitir una obra, imposibilidad de cualquier tipo de transmisión. La obra de Barthes, una y múltiple, se afirma como cuestionamiento soberano. Afirmación pura. Sólo la autobiografía en su ficción selectiva puede restituir un poco del encanto de una verdad compartida. Por eso, Éric Marty, el discípulo, se sitúa frente a Roland Barthes, el maestro, como un aprendiz ingenuo, maravillado, atento a las impresiones y expresiones. Entregado por completo al dogma del mimetismo y del aprendizaje sin reservas. La crítica y la distancia con el maestro vienen después, no antes de “empaparse de su sabiduría”.
De la relación maestro-discípulo sólo es factible rescatar el gesto, de manera fragmentaria y parcial ciertos atisbos de reflexión e inflexión, no más, pero no menos. La relación maestro-discípulo no es la relación profesor-estudiante, la cual está más ligada a la transmisión de una estafeta de saber-poder y cierto mandarinazgo intelectual. Es una relación de transmisión pura, y por tanto, intransitiva, absolutamente personal y pasional, casi intolerable e intransitable; acaso por eso Barthes no dejó escuela reconocible y sus epígonos no están a la altura de su espíritu creador. La relación maestro-discípulo está en el tiempo, adopta la forma de una apertura del tiempo, y a la vez, su dislocación, disolución temporal, el tiempo de la clase, del seminario, del intercambio es un tiempo fuera del tiempo. En la desmesura del tiempo. Conlleva lo neutro y lo tenue, el no querer asir, un paseo y un acompañamiento lleno de digresiones, rodeos, desarrollos inconclusos. A diferencia de Michel Foucault y de Jean-Paul Sartre a quienes admiraba, Barthes tuvo un magisterio discreto; en su hablar y vestir siempre discreto, refinado y sutil.
La relación maestro-discípulo exige un verdadero ritual y toda una serie de rutinas, protocolos, códigos, simbolismos que hacen posible la creación de un bucle de espacio-tiempo singular. Tomar Café, té, comida y bebida. Paseos, encuentros, desencuentros. Una vida cotidiana depurada de su inercia. El discípulo imita al maestro, lo mimetiza en todo lo que puede, casi de manera espontánea se celebra un pacto de fascinación y arrobo. Es el amor del saber, pero también el sabor de los afectos que sólo puede despertar la grandeza del maestro. El amor puro del maestro condensa el amor absoluto del ser humano por la sabiduría como forma de trascendencia, y el discípulo, sin saberlo del todo, pero presintiendo que sucede algo muy importante, se deja guiar.
El discípulo nunca está seguro de verse frente a enunciados verdaderos, pero poco le importa. Por eso debe ser joven. Tímido. Lo que cuenta es el poder de afirmación del enunciado y los esfuerzos que él debe hacer para penetrar su materia literalmente y en todos los sentidos. El enunciado del maestro es como un dique, un dique brutal con el cual él tropieza y que supone, para franquearlo, que el discípulo suba más alto que lo que su altura suele permitirle. Y lo trepa, ya sea, durante la escalada, arrancándose las uñas a lo largo de las paredes verticales del dique, sea, más tranquilamente, dejando que las aguas confiadas y puras de la fidelidad lo lleven hasta la cima.[25]
En la lección inaugural que pronuncia en el Collège de France en enero de 1977, el maestro se muestra en el dominio de su esplendor. No hay entendimiento, según confiesa el discípulo, sólo un discurso bello, sugestivo, con perfecto dominio del ritmo, aliento, sonoridad, respiración. Importa es la ductilidad de la frase, el gesto, el performance. La palabra se despliega como un discurso que va del canto a la danza. En Barthes, la relación maestro-discípulo no pasa por la transmisión de un linaje o tesoro valioso, no hay nada más que gestos, palabras, sugerencias, elipsis, interrogaciones. Ningún bien material, ningún poder espiritual y social que invista al discípulo como el elegido por el maestro. Amistad que carece de toda materialidad excepto una intimidad fuera de toda cuantificación o contabilización. La cátedra genuina, y eso otra vez, al menos desde el enseñanza viva y amorosa de Sócrates y Platón, exige la apertura de una intimidad construida como morada que acoge el espacio de la transmisión. Entre vida, obra y magisterio en Barthes hay continuidad. Madre, amigos, cátedra y libros forman una red de relaciones que hilvanan la urdimbre de la subjetividad barthesiana.
Sin intimidad no hay extemidad, es decir, socialización, convivencia. La intimidad está marcada por el cruce de lo más particular y único con lo general, los clichés y tópicos de ocasión. La intimidad es un refugio que uno crea para construir una guarida, una suerte de ritornelo, para decirlo con Deleuze –quizá, junto con Foucault, uno de los pensadores más importantes para Barthes. Su intimidad estuvo siempre atravesada por el tedio, la experiencia de lo neutro, el imperio de la madre, los amigos más cercanos, más íntimos, y encuentros sexuales anónimos. Amante del arte, la cultura, en particular de la música y el cine, rehuía del éxito, buscaba un anonimato donde pudiera fluir de forma natural. Marty destaca la cantidad de mujeres que estaban locas por Barthes y lo perseguían. Y sin embargo, en su madre, amaba a todas las mujeres: “Entre Barthes y su madre se había anudado una relación muy particular, imposible de reducirse a la simple generalidad edípica o la más estereotipada y aún más vulgar del homosexual que vive con su madre. Era la relación de dos individuos cuyo lazo de filialidad parecía desbordado por un amor totalmente personal, de gran autonomía y enorme plenitud”.[26]
La madre de Barthes encarnaba todas las mujeres, era una mujer original, atractiva, llena de fantasía, inteligencia, estilo, vitalidad. La madre expresa el orden telúrico femenino, es el sujeto y el objeto omnipresente en los Fragmentos de un discurso amoroso. Imagen pura de la alteridad, diosa originaria de las fuerzas matriciales, minotauro y Ariadna en el laberinto. La Madre viva, colma toda presencia erótica femenina, muerta, es la ausencia radical; sombra indeleble de todas las sombras. La catástrofe barthesiana definitiva es cuando el sujeto amoroso queda abandonado por la Madre. La vida y la obra de Barthes no se pueden entender en su cabalidad sin la Madre, fuente real y vital de sentido, verdadero acicate de transformación y conversión de la escritura:
La madre tiene un papel más profundo y estructural. Es quien míticamente hace del ser amado una Imagen, quien, ella misma Imagen y dadora de los espejos, garantiza al sujeto amoroso la posibilidad de una relación absoluta con la Imagen. En cierto modo hace imposible la relación concreta y encarnada con el otro, que sustituye por una relación especular cuyo verdadero objeto es la Imagen. La Madre induce en el sujeto amoroso una iconofilia. El sujeto amoroso no puede sino estar eternamente enamorado, pero es incapaz de amar porque el otro sólo es Imagen. Amar y estar enamorado mantienen relaciones difíciles. Amar y estar enamorado son proyectos diferentes, uno noble, otro, mórbido. Amar supone que el otro sea objeto del sentimiento, interiorización de esa alteridad, don, reciprocidad. En cambio lo mórbido remite a la fascinación por la Imagen. Lo dominante del sentimiento amoroso es asir, mientras que la del amor es dar.[27]
El sujeto amoroso y el objeto de amor se inscriben, se escriben, acaso, prescriben su potencia trágica, en la relación de escritor con la escritura y el mundo. El enamorado capta al otro no como otro, sino como amado, como algo indisociable de su subjetividad. Y sin embargo, y en esto Barthes siempre superó y transgredió al estructuralismo, la cuestión del otro es absolutamente fundamental, fundacional, es irreductible a la propia subjetividad: amar a alguien desconocido que siga siendo por siempre desconocido, y no obstante, ese alguien, reaparece para nombrar y desnombrar al otro.
Una perspectiva crítica no puede prescindir del drama de la intimidad, sin intimidad no hay subjetividad ni tampoco intersubjetividad. Las pérdidas, los vínculos, las heridas amorosas y existenciales forman la trama del texto que cobra forma en la subjetividad literaria auténtica. La escritura barthesiana se pliega y despliega como bordes, derivas, afecciones de la inmanencia radical. Sin el hombre que sufre y padece no hay auténtica creación. Los que lo conocieron de cerca supieron bien hasta qué punto cada título de libro, argumento e imagen implica las vivencias del hombre de carne y hueso que sufre y goza. A partir de lo anterior se puede entender por qué Barthes re-escribe su vida y su obra a partir de la muerte de su madre. Sin herencia ni herederos, asume la muerte de la madre como el último vínculo efectivo y afectivo con el mundo. Camera lucida es la descripción del luto y del recuerdo de su madre, escritura expiatoria que se asume sin consuelo y sin esperanza de resurrección e inmortalidad. El poder creativo de la escritura se ve transformado por completo ante el dolor absoluto e insoportable de la pérdida. La muerte se trasmuta en lucidez extrema y muta la escritura en escritura muda, palabra silente como presentimiento de la propia muerte, sentimiento de finitud radical.
Los encuentros de Barthes eran dentro de pequeños círculos de libertinos, perversos, libre pensadores y personas de mundo. Atrapado por el aguijón de las habladurías, intentó evadir las redes y telarañas sociales, buscó tomar distancia desde una contra-política activa, una reivindicación micro-política de la intimidad como experiencia de lo neutro. “La experiencia corrosiva de lo neutro”.
La pasión de la lucidez intelectiva y la crítica
Roland Barthes fue el hombre de la lucidez inquisitiva, despiadada, rigurosamente inquisitiva, pero lo suyo no era el método analítico sino la pasión del enigma. Desde su óptica aguda, el mundo no es sino un imperio convulsivo y revulsivo de signos. Entendía estos símbolos vacíos de cualquier significado transcendente. De ahí que considerara “el estructuralismo” como una búsqueda transdisciplinaria que llevaría la ciencia al máximo rigor de dilucidación del lenguaje. En efecto, el estructuralismo es el esfuerzo por hacer inteligible el mundo como un texto dinámico. ¿Por dónde comenzar? Se pregunta Barthes a propósito de la tarea encomendada a un estudiante que emprende un análisis estructural del relato, después del furor estructuralista, sus usos y abusos reductivos, en un importante texto aparecido en la revista Poétique en 1970, señala sus precauciones metodológicas: “en el análisis estructural no existe un método canónico de manera tal que aplicándolo a un texto se puede hacer surgir la estructura, no se trata de obtener una explicación del texto, un resultado positivo, sino que se trata de entrar, mediante el análisis en el juego del significante, en la escritura: en una palabra, de dar cumplimiento a lo plural del texto”.[28] El estructuralismo, más que un ismo o escuela, es un movimiento de radicalización de la crítica del lenguaje y del sujeto racional universal, constituye una empresa genealógica próxima a la hermenéutica, hermenéutica crítica sin la presunción de arribar a tierra firme en el proceso de significación, puesto que el movimiento de análisis permanece en su fuga infinita, hace estallar la unidad del texto: La propuesta estructural no consiste en indagar la verdad del texto sino en mostrar “su pluralidad”. También Barthes anticipó muchas de las discusiones del llamado post-estructuralismo en tanto radicalización de la crítica del humanismo antropocéntrico y problematización de la noción de estructura como ábrete-sésamo. Ahora bien, para ser justos con el estructuralismo, éste movimiento intelectual jamás redujo las cosas a meros textos inertes. Su crítica de ahistoricidad suele ser una lectura fuera de contexto.
La pasión de la lucidez intelectiva es la pasión por el signo en movimiento. Hacer de la cultura, vida, mundo, relaciones y creaciones una urdimbre de signos, mostrar su axiomática y su formalismo riguroso. Desarrollar un método semiológico para interpretar cosas y experiencias como sistemas de signos. Crear discursos críticos sobre los lenguajes existentes sin creer tener la certeza de un significado último o la piedra de toque de un significante fundacional. Convertir la lectura en un arte creativo y en un procedimiento infinito de codificación y decodificación. Estas son algunas de las estrategias que efectuó con maestría y esmero cuidadoso el artífice del estructuralismo francés y precursor del post-estructuralismo. La reinvención de la lectura es el gran arte del post-estructuralismo barthesiano. En su óptica, la lectura crítica se transforma en un arte que va del placer al goce. La búsqueda del significado deja de ser fundamental. El vacío y la ruptura inherente a los sistemas de signos y de significación hacen que toda estructura lógica o axiomática esté condenada a la arbitrariedad, la dispersión y la desmesura. La claridad del texto y de la imagen cohabita con la opacidad y fragmentación del sentido. Guiado por la lucidez autocrítica, no renuncia a contemplar Oriente, particularmente Japón, sin pretender fijarlo en un significante vacío y colonialista; un producto sofisticado de turismo exótico. Por tanto, también anticipa el postcolonialismo. Es consciente de que Occidente lo humedece e imanta todo de significado y razón.
En Barthes, la lingüística, la teoría literaria y la crítica dejan de ser fórmulas que busquen investirse de un sacrosanto poder de legitimación y establecimiento de criterios y cánones, para convertirse en estrategias de sutileza y del rigor analítico. Su teorización que no está reñida con la creatividad y la imaginación interpretativa. Asume la crítica como juego rigurosamente lúcido y lúdico. Su pasión no renuncia al esclarecimiento ideológico, tampoco abdica de la mirada ética y política. Anticipándose a los estudios culturales, sus Mitologías son obras maestras del ensayismo corrosivo. Son breves, elípticas, sugestivas; condensación y depuración del sentido.[29] La estructura significante del mito moderno funciona como un dispositivo de orden y de significación. Los mitos ofrecen “arquetipos interpretativos para descifrar el significado del mundo real que habitamos con una visión del presente por medio del pasado”.[30] Modelos críticos de comprensión, los mitos configuran sistemas con niveles y estratos de interpretación. Para Barthes, la cultura constituye un sistema general de símbolos, configura un campo simbólico. No se trata de un texto inerte sino de un texto viviente, activo, creativo, en perpetua metamorfosis. Indaga la cultura en sus detalles más nimios, en sus rincones, laberintos y vericuetos; en el umbral que comunica la intimidad con la vida pública. Su arte interpretativo sugiere que un texto posee distintos niveles de significado, pero nunca es posible una comprensión unívoca si no es por medio de una fotografía que eterniza un instante como totalidad. Sólo tenemos destellos de lucidez, pues siempre van a existir niveles polivalentes de significado sin explorar y significaciones difusas. El sentido se mantiene en su errancia, precariedad y provisionalidad. No hay ejercicio de significación que no conlleve de manera inherente un trabajo de demolición del sentido; desmantelamiento y fragmentación.
En Barthes, la crítica despliega la lucidez como dilucidación interminable. La nueva crítica –ahora canónica– propuesta en Crítica y verdad toma como punto de partida la liberación del lenguaje. El lenguaje habla del lenguaje. Frente a la vieja crítica, crítica tradicional, que asume la potestad del estado literario y de una república de las letras con leyes, reglas y estamentos, la nueva crítica hace de la escritura un espacio de exploración del lenguaje, y con ello, abre el camino a márgenes imprevisibles, suscita un juego infinito de espejos. La nueva crítica ya no juzga, habla en, y a través del, lenguaje; en vez de servirse parasitariamente de él, crea nuevos lenguajes. La crítica es apertura de inteligibilidad, de una intelección que no renuncia al caos ni al devenir: “La crítica desdobla los sentidos, hace flotar un segundo lenguaje por encima del primer lenguaje de la obra, es decir, una coherencia de signos. Se trata de una anamorfosis donde la obra ya no se presta a ser un puro reflejo; no es un objeto especular. La anamorfosis misma es una transformación vigilada. La crítica no puede decir cualquier cosa”.[31]
El libro es un mundo, y el mundo una multiplicidad de libros que se bifurcan. La crítica es una lectura profunda, perfilada, selectiva, relacional. No es traducción sino perífrasis, exceso y residuo. El crítico prosigue las metáforas de una obra, recrea su potencia germinativa. Escribir es el ejercicio titánico y trágico de fracturar el mundo y rehacerlo sin fin. La medida del discurso crítico es su justeza como justicia. La justeza se conforma de armonía y sincronía con la obra comentada. La justicia como apertura de la subjetividad en el mundo de la experiencia. El simbolismo del crítico mimetiza el movimiento del simbolismo de la obra, por eso es que en la crítica, la palabra justa se ajusta a la responsabilidad del intérprete respecto a la obra. La responsabilidad del crítico reside en la justeza de su respuesta crítica.
El crítico es el lector singular que habla en un tono afirmativo. Para poder ser, la escritura declara, afirma. La escritura del crítico –sugiere Barthes– toca el texto. Es el tacto de la mirada. Escritura que crea un abismo entre crítica y lectura, que abre el significado al deseo más allá del código de la lengua. Leer es desear la obra. Querer ser la obra. El tránsito de la lectura a la crítica, remite la obra al deseo de la escritura: “Así da vueltas la palabra en torno del libro: leer, escribir: de un deseo al otro va toda literatura”.[32] En los bordes de la obra, en el ejercicio interminable de leer y escribir, la crítica despliega la verdad de la escritura como devenir y acontecimiento. La crítica moderna asume de forma consciente, reflexiva, problemática, la multiplicidad de las escrituras, lo cual obliga también al escritor a asumir una ética de la escritura. Lectora atenta de Barthes, Beatriz Sarlo, considera que, bajo la crisis de la modernidad, la discusión de valores es el tema axial de nuestro tiempo. El replanteamiento de la crítica tiene que efectuarse como el replanteamiento de los valores en la literatura y su relación dinámica con la sociedad, y al respecto, la relectura crítica del Barthes crítico sigue siendo vigente y urgente:
La crítica literaria necesita replantearse la cuestión de los valores si busca, superando el encierro hipertécnico, hablar sobre tópicos que no se inscriben en el territorio cubierto por otras disciplinas sociales. Los grandes críticos literarios de este siglo (de Benjamin a Barthes, de Adorno a Lukacs, de Auerbach a Bajtin) han sido maestros del debate sobre valores. La literatura es socialmente significativa porque algo, que captamos con dificultad, se queda en los textos y puede volver a activarse una vez que éstos han agotado otras funciones sociales.[33]
La crítica literaria no se puede reducir a los estudios culturales porque elimina su objeto estético y la apropiación del mismo. El actual desplazamiento hacia lo cultural en la vida académica en América Latina y Estados Unidos no satisface las cuestiones fundamentales de la crítica literaria cotidiana. No da cuenta de la relación compleja entre literatura y sociedad preservando las cualidades específicas del discurso literario. Como bien ha dicho Beatriz Sarlo, quien se ha servido de Barthes de forma inteligente, la literatura es valiosa no porque todos los textos sean iguales, sino porque son diferentes y resisten una interpretación sociocultural ilimitada. Cualquier explicación social, política o cultural no agota el texto literario, siempre hay algo que resiste, y no se trata de una esencia inexpresable, sino de una resistencia y una fuerza de sentido inherentes al propio universo que plantea la obra literaria. La especificidad de la crítica literaria no puede ser digerida en el flujo de los procesos y de las prácticas culturales. La crítica literaria tiene una función esencialmente ética y axiológica, nos permite dilucidar los valores e imágenes críticas que proporcionan las obras literarias en un contexto social de recepción. No todos los valores valen lo mismo, pero si se puede abrir un espacio dialógico de interlocución que los ponga en perspectiva y nos muestre su potencial de intelección humana, y para ello, la función de la crítica resulta imprescindible. Las aportaciones críticas de Barthes no han sido superadas por los estudios actuales, pero tampoco se puede mantener al margen de un diálogo con las diversas tradiciones de pensamiento crítico. Para Barthes se trataría de dar cuenta de cómo el arte moderno, pero de forma particular la escritura literaria y sus usos conllevan alienación, ideología, pero también resistencia, subversión, empoderamiento, resignificación de la sociedad y de la subjetividad. Al escritor –y el crítico– moderno le resulta necesario estar fuera del lenguaje normativo y de la moral, hacer lo general con lo irreductible, refundar la ética de la escritura desde la amoralidad del lenguaje. De ahí el sentido inédito –según él – de que la literatura moderna pueda devenir utopía del lenguaje. La distancia crítica de la literatura moderna, y en particular de la crítica moderna, por medio de la ironía, la interrogación y el humor, posibilita la renovación de lo patético como fundamento ético.
Geopolítica del conocimiento y de interpretación situada
El saber y la creación siempre tienen un caldo de cultivo social, emergen de una producción histórica, política y cultural específica. Nunca están en el vacío. La materialidad del espacio es simbólica, pragmática. El conocimiento sedimenta un proceso que se cristaliza en un entramado singular. Y aunque el texto sea irreductible al contexto, toda obra guarda una relación indisociable con una cartografía intelectual y vital que la anima. En este sentido, la presencia en México e Hispanoamérica del estructuralismo y del post-estructuralismo, salvo casos excepcionales, terminó siendo una fórmula acrítica. Se volvió una tarea escolar rutinaria de llenar crucigramas con personajes y figuras. Se olvidó que el método debería ser inmanente a la obra en cuestión y que no se trataba tanto de confirmar la existencia de estructuras ni de afirmar la preeminencia de relaciones de las partes en un todo, sino más bien, de comprender mundo y hombre en su devenir complejo y múltiple. Al convertir una idea totalmente abstracta de “estructura” en fuente de verdad última, los estructuralistas, más papistas que el Papa, divinizaron el método y se refugiaron en la ideología sin más.
Por fortuna, Severo Sarduy, Noé Jitrik, Beatriz Sarlo son, entre otros, ejemplos notables de asimilación de teorías y modelos estructuralistas, de lingüística, post-estructuralismo y crítica literaria, y le han dado un giro creativo a la recepción de una obra ejemplar como la de Barthes. Sarduy utiliza el neobarroco como un espacio de experimentación pluralista y vitalista, pues intenta escribir /crear / pensar a partir del cuerpo. Jitrik hace de la teoría lingüística y la semiótica poéticas y estéticas de creación y recreación. Beatriz Sarlo elabora una poderosa caja de herramientas con retazos estructuralistas y post-estructuralistas, estudios culturales, teoría crítica y ensayismo hispanoamericano. No quiero decir que Sarduy, Jitrik y Sarlo hayan generado una obra a partir de la estela barthesiana, la cual está mucho más presente cuando no se cita pero se copia en su estilo y en su práctica; sino que los tres escritores crean zonas de vecindad con el creador francés sin repetirlo. Dicho sea de paso: hay un legado un tanto inconsciente del pensamiento barthesiano en Hispanoamérica, muchas de sus ideas son citadas de segunda mano sin remitir a las obras seminales, lo cual da cuenta también, irónicamente, de la eficacia de muchos de los conceptos y esquemas de la literatura analizados por el propio Barthes. Seguirlo es proseguir su camino de crítica creativa, luminosa, más que sus ideas. Atisbar sus pistas, más que sus aterrizajes, empero habría que hacerlo desde la cartografía de la ensayística hispanoamericana que desde Alfonso Reyes, Octavio Paz y Jorge Luis Borges ha generado coordenadas de lectura y de recepción imprescindibles para potenciar sentidos inéditos. El vuelo de la crítica es un arte singular-plural; los buenos métodos –como ya lo anticipara Nietzsche– siempre son en retrospectiva.
En todo caso, la deriva de autocreación crítica y estética abierta por Barthes atisba un vigoroso ejercicio de renovación de la literatura y del pensamiento. Su consciencia reflexiva replantea hoy por completo la crítica literaria y los estudios literarios en diálogo con la sociedad, la condición humana, el mundo, la subjetividad e intersubjetividad desde el horizonte de vida de la experiencia singular-plural. La escritura sigue siendo un poderoso dispositivo de miradas múltiples microscópicas y macroscópicas para ver en los intersticios humanos el devenir incesante. En este inicio de siglo, el caleidoscopio de la crítica literaria posibilita figuraciones y configuraciones de imágenes humanas inéditas.
Bibliografía
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- Barthes, Roland, Crítica y verdad, México, Siglo XXI, 2010.
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- Blanchot, Maurice, El espacio literario, Barcelona, Paidós, 1992.
- Calvino, Italo, Por qué leer los clásicos, Barcelona: Tusquets-Marginales, 1993.
- Derrida, Jacques, Las muertes de Roland Barthes, México, Taurus, 1999.
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- Sarlo, Beatriz, “Los Estudios y la crítica literaria en la encrucijada valorativa”, Revista de Crítica Cultural, n° 15., 1997, pp. 32-38, consultado el 5 de noviembre del 2015 en http://cholonautas.edu.pe/modulo/upload/sarl.pdf
- Steiner, George, Lecciones de los maestros, México, Fondo de Cultura Económica, 2004.
- Trifonas, Peter Pericles, Barthes y el imperio de los signos, Barcelona, Gedisa, 2004.
- Velan, “Barthes”, en Simon, John K., La moderna crítica literaria francesa: de Proust y Valéry al estructuralismo, México, Fondo de Cultura Económica, 184.
Notas
[1] Cfr. Barthes, Roland, Crítica y verdad, México, Siglo XXI, 2010, p. 48. Y Variaciones sobre la literatura, Buenos Aires, Paidós, 2002, p. 25.
[2] Barthes, Roland, Crítica y verdad, op. cit., p. 62.
[3] Jay, Martin, Cantos de experiencia. Variaciones modernas sobre un tema universal, Barcelona, Paidós, 2009, p. 374.
[4] Marty, Eric, Roland Barthes. El oficio de escribir, Buenos Aires, Manantial, 2007, p. 13.
[5] Ibid. p. 14.
[6] Derrida, Jacques, Las muertes de Roland Barthes, México, Taurus, 1999.
[7] Idem.
[8] Velan, “Barthes”, en Simon, John K., La moderna crítica literaria francesa: de Proust y Valéry al estructuralismo, México, Fondo de Cultura Económica, 184, p. 320.
[9] Benveniste, Émile, Problemas de lingüística general II, México, Siglo XXI, pp. 47-91.
[10] Barthes, Variaciones sobre la literatura, op. cit., pp. 30-32.
[11] Barthes, El grado cero de la escritura y nuevos ensayos, México, Siglo XXI, 2011, p. 13.
[12] Ibid. p. 40.
[13] Ibid. p. 52.
[14] Ibid. p. 57.
[15] Blanchot, Maurice, El espacio literario, Barcelona, Paidós, 1992.
[16] Barthes, El grado cero… op. cit., p. 58.
[17] Ibid. p. 164.
[18] Marty, op. cit., p. 201.
[19] Ibidem.
[20] Barthes, Variaciones sobre la literatura, op. cit., p. 37.
[21] Calvino, Italo, Por qué leer los clásicos, Barcelona: Tusquets-Marginales, 1993.
[22] Barthes, Variaciones sobre la literatura, op. cit., p. 31.
[23] Barthes, El grado cero de la escritura, op. cit. p. 86.
[24] Steiner, George, Lecciones de los maestros, México, Fondo de Cultura Económica, 2004.
[25] Marty, op. cit., p. 37.
[26] Ibid. p. 53.
[27] Ibid. p. 258.
[28] Barthes, El grado cero, op. cit, p. 141.
[29] Barthes, Roland, Mitologías, Madrid, Siglo XXI, 2000.
[30] Trifonas, Peter Pericles, Barthes y el imperio de los signos, Barcelona, Gedisa, 2004.
[31] Barthes, Roland, Crítica y verdad, México: Siglo XXI, 2010, pp. 66-67.
[32] Ibid. p. 82.
[33] Sarlo, Beatriz, “Los Estudios y la crítica literaria en la encrucijada valorativa”, Revista de Crítica Cultural, n° 15., 1997, pp. 32-38, consultado el 5 de noviembre del 2015 en http://cholonautas.edu.pe/modulo/upload/sarl.pdf
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