Resumen:
Esta disertación desarrolla la experiencia de la catástrofe. El objetivo se desarrolla en cuatro secciones del texto, en la primera se analiza el momento específico de la catástrofe como la desarticulación del tiempo y del espacio; en la segunda, la relación interpersonal se trastoca y en vez de definirse a partir del círculo de nuestros seres queridos se determina por la presencia de la víctima a la que hay que auxiliar; en la tercera, la oposición se resuelve por medio de hacer frente a los efectos de la catástrofe a través de un proceso comunicativo que implica una imagen de las posibilidades futuras; en la cuarta se habla de la transvaloración como el proceso de tomar distancia respecto a los prototipos que la sociedad propone en todo momento y que cada cual encarna según ciertas condiciones, cuya vacuidad o atingencia salen a la luz gracias justamente a la catástrofe.
Palabras clave: Telúrico, víctima, dialéctica, mediación, virtud
Abstract:
This dissertation develops the experience of the catastrophe. The objective is developed four sections of the text, the first one analyzes the specific moment of the catastrophe as the disarticulation of time and space; in the second, the interpersonal relationship is disrupted and instead of being defined from the circle of our loved ones it is determined by the presence of the victim to whom we must assist; in the third, the opposition is solved by means of facing the effects of the catastrophe through a communicative process that implies an image of the future possibilities; In the fourth, transvaluation is spoken of as the process of distancing oneself from the prototypes that society proposes at all times and that each person incarnates according to certain conditions, whose emptiness or immediacy comes to light thanks to the catastrophe.
Key words: Telluric, victim, dialectics, mediation, virtue
Quand on n’a pas son compte dans
un monde, on le trouve dans un autre.
Voltaire
I. Lo telúrico.
Se deba a causas naturales o humanas como pueden ser un terremoto o una guerra, la catástrofe se entenderá aquí como un acontecimiento abrupto e imprevisto que pone en jaque la unidad ontológica del mundo de la vida y obliga de manera perentoria a revalorar el sentido total de la existencia humana allende la individualidad. Según esto, la catástrofe no se limita a la devastación material o a la conmoción emocional que indefectiblemente provocan los acontecimientos que acabamos de mencionar sino consiste en la ruptura del entramado ontológico y valorativo que vincula al individuo con el mundo de la vida y consigo mismo, lo que además significa que la catástrofe tiene una doble dimensión, sociohistórica y personal que apunta por fuerza a la necesidad de superar el momento crítico del proceso. Y para mostrar esto en detalle, bueno será hacerlo por medio de un fenómeno en concreto, por ejemplo, un terremoto.
Cuando tiembla, la primera impresión es, más que de otra cosa, de simple extrañeza: el espacio deja de ser la dimensión existenciaria en la que tienen lugar nuestras actividades y que uno atraviesa en todos los sentidos de acuerdo a las mismas para convertirse en la personificación de un poder ominoso. En efecto, el espacio en condiciones normales se percibe ante todo como la distancia que media entre un lugar y otro, que cada cual modula a través de su ritmo: uno baja, sube, corre en diagonal, etc., mientras el espacio mismo y los objetos que en él se ordenan permanecen estables como el mero horizonte de nuestra actividad. En el momento de un sismo fuerte, sin embargo, el espacio despliega un poder indomeñable desde todos los puntos a la vez: las paredes crujen, el piso vibra y los objetos se mecen, se bambolean y comienzan a caer por tierra, lo que con independencia de que uno se encuentre en un edificio o en la calle, pone de manifiesto la posibilidad siempre aterradora de que el edificio se derrumbe sobre uno o de que el suelo se hunda. Lo topológico, que es la condición existenciaria original del espacio y en la que uno se mueve según sus alcances y sin parar mientes en otro límite que el de la distancia que acabamos de resaltar, se transforma durante el temblor en lo telúrico, es decir, en la expresión de un poder absoluto que no tiene nada que ver con uno y que sale a la luz para aplastarnos sin que haya manera de conjurarlo. Lo primero, pues, que devasta un terremoto (aunque no haya riesgo inminente de derrumbe y estemos a salvo en apariencia) es la determinación topológica, rítmica y operativa del espacio existenciario que se encarna en la naturalidad con que lo recorremos sin percibirlo como tal: uno se mueve a sus anchas en su ambiente y desde él entra a las distintas esferas del mundo de la vida o sale de ellas sin detenerse a pensar en la espacialidad misma aunque en ocasiones tenga indudablemente que andarse con cuidado, y esa naturalidad explica por qué, salvo algunas circunstancias excepcionales (como cuando uno se halla en un lugar peligroso a una hora inusitada), el espacio se integra en el carácter activo de la existencia como “la potencia universal” de la interconexión de uno mismo con los demás y con las cosas.[1] Mas cuando tiembla, la naturalidad con que articulamos el espacio desaparece, al punto de que si acaso uno se encuentra en su casa en ese momento, la unidad fenomenológica de lo doméstico, en cada uno de cuyos rincones nos reconocemos, desaparece bajo el empuje de un poder que no sólo inquieta sino esencialmente desquicia ya que nos impide hacernos cargo de la situación por cuenta propia y nos obliga a buscar protección.
Huelga decir que la esencia fenomenológica de lo telúrico que sale a la luz durante un terremoto no tiene nada que ver con una determinación meramente geológica o natural que pudiera medirse o menos aún controlarse, ya que arrasa de golpe con la actitud natural de la existencia con la que nos orientamos en la multiplicidad topológica y situacional del mundo de la vida. Lo telúrico destruye la continuidad ontológica entre el espacio y el dinamismo existenciario de nuestras actividades y uno se siente a merced de un poder brutal que amenaza con aplastarlo en el acto. Esta amenaza es doblemente desquiciante porque no sólo se dirige contra nuestra individualidad sino abarca la totalidad del espacio existencial que en ese momento se cimbra como si careciera de la fuerza indispensable para resistir el embate de lo telúrico, y la mejor prueba de ello es ver cómo saltan alrededor los objetos como si de pronto los poseyera una fuerza verdaderamente diabólica. El poder telúrico adquiere así un carácter siniestro pues amenaza con aniquilarnos, con hacernos desaparecer sin que quede ni siquiera el polvo de lo que somos, y el desquiciamiento emocional que se experimenta aparece como el preámbulo de esa aniquilación inminente. En esta condición siniestra hay un trasfondo emocional que merece la pena tomar en cuenta, pues una cosa es sufrir o inclusive morir y otra es desaparecer como si nunca hubiésemos existido. En el sufrimiento hay, en efecto, un aspecto ciertamente positivo o hasta ennoblecedor en cuanto permite hacerse consciente de la propia resistencia y, más aún, de la capacidad de sobreponerse a lo que lo provoca y aun de compartir ese esfuerzo con alguien más, cuyo temple reflejará y perpetuará el nuestro; mas la situación cambia por completo cuando el sufrimiento consiste en la irremisible aniquilación, en el aplastamiento del mundo en que los demás podrían en caso dado conservar de alguna forma nuestra identidad en el mundo nuestra identidad en el mundo a través de la memoria y de su ser. Esta percepción de la aniquilación irremisible no depende stricto sensu de la intensidad del terremoto, porque uno nunca sabe si inclusive el más leve parará o si acabará por aplastarnos, y es por ello que el peligro se cierne sobre el ser propio y sobre el entorno mismo que corre el riesgo de sepultarnos junto con la posibilidad de que siga adelante el mundo de la vida. Lo siniestro es, pues, la percepción de un poder que en principio aplasta o aniquila de modo brutal, frente al que uno se halla inerme desde cualquier punto de vista y que desquicia la percepción natural del espacio como el paso previo a la aniquilación de uno. De ahí que si bien es preferible estar en un lugar abierto durante el sismo pues la conmoción psicológica es sin lugar a dudas menos dramática, el sentido ontológico es prácticamente igual. La proyección siniestra es según esto el aspecto emocional de lo telúrico, del poder que destruye la naturalidad perceptiva del espacio, sea doméstico o público, por lo que es mejor mantener la calma ya que en realidad no hay manera alguna de poner los pies en la tierra (que es lo que el espacio permite normalmente cuando es uno el que lo orienta o cuando se despliega de acuerdo con el orden habitual de la existencia). Según la constitución psicológica de cada cual habrá matices o variantes en el modo de hacer frente a lo telúrico, pero lo siniestro de la vivencia se pondrá igualmente de manifiesto.
Si el fenómeno que describimos se configura ante todo en forma espacial, su sentido más profundo se encuentra, sin embargo, en el tiempo en el que intuimos que podemos morir aplastados a las primeras de cambio. Esta intuición debe diferenciarse de modo tajante de la conciencia de la propia mortalidad, pues no tiene nada que ver con ella. Todo mundo sabe, en efecto, que alguna vez morirá y que hay que aprovechar el tiempo pues, haya o no una realidad post mortem, lo que hagamos dará sentido a nuestra vida, sea para bien o sea para mal. La consciencia de la propia muerte es un existenciario que se desenvuelve en todos los planos simbólicos de la cultura, de la religión y de la filosofía y que cada cual expresa de acuerdo con su peculiar sensibilidad y con los valores con los que la simboliza, por lo que la muerte, lejos de negar el mundo, lo afirma con extraordinaria fuerza: uno morirá algún día, sí, más la vida seguirá, y ello ofrece sin lugar a dudas una especie de “consuelo metafísico” que hasta permite idealizar la muerte, como sucede, mejor que en ningún otro ejemplo, en la tragedia y en cualquier forma de heroísmo personal en la que la vida se sacrifica en aras de un valor superior, en este caso, la continuidad transpersonal de la vida.[2] La consciencia de la mortalidad va entonces de la mano con la percepción ideal o simbólica de uno mismo que se ancla en la permanencia inalterable del mundo de la vida: la certeza de morir se inscribe en la de que el mundo permanecerá.[3] La intuición de la muerte en medio de un terremoto es, en cambio, la de que uno desaparecerá junto con el mundo que amenaza con venirse abajo, por lo que no habrá vínculo final entre el hecho de morir y lo que hemos sido a lo largo del tiempo pues de ello nada quedará. La indiferencia del mundo respecto a la finitud de cualquier cosa se nos viene encima para mostrarnos como víctimas de un poder que no es dable representar simbólicamente porque no conduce a ninguna forma de consciencia o trascendencia en el instante de medirse por última vez con el dinamismo del mundo. Contra lo que acontece, por ejemplo, en un accidente de tránsito o en un ataque cardíaco que simplemente nos fulmina (en cuyo caso la consciencia se pierde sin que pueda uno hacerse cargo de la situación), en el terremoto hay una percepción abrumadora, una duración en la que verse a merced de lo siniestro es corroborar que nada de lo que uno ha hecho lo fijará en el mundo porque este último también se derrumbará. En esas circunstancias, la muerte sale al paso como un mentís de cualesquiera ilusiones de trascendencia personal o de sentido final del propio ser. Uno morirá, en una palabra, sin dejar rastro, aplastado por la violencia del mundo que no habrá modo de dramatizar o siquiera comprender. Se morirá, literalmente, “como un perro”.[4]
De súbito, sin embargo, el poder telúrico comienza a ceder. La primera percepción de que las sacudidas ya no son tan violentas hace brotar una certeza extraordinaria: uno no morirá, el mundo seguirá en pie y habrá modo de que lo que somos se perpetúe aun cuando con quienes hemos compartido la existencia mueran a su vez, pues las cosas, el espacio y el tiempo tienen su propia consistencia ontológica. Al igual que la intuición previa de una muerte sin pena ni gloria que nos atenazaba durante el terremoto, la certeza de la que ahora hablamos se despliega sin reflexión de por medio a través de la firmeza con la que podemos poner de nuevo los pies en la tierra sin que ésta se mueva o parezca hundirse. Por extraño que parezca, en ese instante, en vez de expresarse como júbilo, la certeza se seguir vivos se expresa como la intuición de la catástrofe, es decir, de la devastación que el terremoto puede haber causado. Libres ya de lo telúrico que nos amenazaba, volvemos a percibir el espacio como la dimensión existenciaria en la que actividades y fines se articulan conforme con nuestro dinamismo personal, lo que de manera natural nos hace fijarnos en el entorno inmediato para ver si no hay daños o, si acaso saltan a la vista, para ver hasta dónde llegan. Lo más curioso es que esta reconfiguración perceptiva no tiene nada que ver con la autoconsciencia sino con la impostergable necesidad de constatar los daños que el terremoto haya podido causar: sea cual sea la emoción que en ese instante se expresa (la cual dependerá del temperamento o la sensibilidad personal), ella basta y sobra para constatar nuestra identidad, por lo que no es menester detenerse en ella. En cambio, lo que urge es confirmar la unidad ontológica del mundo, su potencia para superar la siniestra violencia de lo telúrico. Esta avasalladora necesidad es la esencia fenomenológica de la catástrofe y la convierte en un motivo privilegiado de reflexión filosófica aunque en un plano empírico resulte aterradora.
II. La víctima
Según lo que acabamos de decir, la catástrofe no es el daño material que lo telúrico haya causado, por más devastador que haya sido: es la posibilidad de que aunque el mundo de la vida siga en pie, alguien en concreto haya sido víctima del siniestro poder que amenaza la existencia humana. Esa posibilidad no nada más afecta a nuestros seres queridos, si bien desde una perspectiva psicológica son los primeros por quienes nos angustiamos, y tampoco a los conocidos que aparecen como telón de fondo de nuestra intimidad y que de distintos modos abren la misma hacia la complejidad social; en esencia, la catástrofe tal como se entiende aquí es el daño que alguien en concreto haya podido sufrir por lo telúrico. En cuanto fenómeno con un sentido ontológico preciso, la catástrofe revela la necesidad de asegurarse del mundo de la vida que todos y cada uno de los seres humanos encarnan. Este sentido no puede percibirse en una dimensión general como la de la “gente” o, menos aún, la de “los otros”, pues ambos términos oponen (el primero de manera negativa, el segundo de manera abstracta) el ser propio al de los demás y por eso no pueden dar razón del valor absoluto de la existencia individual de acuerdo con el que todos y cada uno de los seres humanos son un “fin en sí mismo”.[5] Como es obvio, este valor se pierde en cualquier forma de generalización intersubjetiva que solamente tome en cuenta el propósito que permite que los miembros de un grupo se identifiquen mutuamente al colaborar en una determinada acción pero que pasa de largo frente al carácter único o, mejor dicho, absoluto de la individualidad que, por el contrario, sale a la luz en el instante en que la catástrofe se configura como vivencia, es decir, en cuanto la amenaza de lo telúrico desaparece y se hace necesario asegurar la permanencia de “todos y cada uno”, expresión que se usará aquí como término técnico para oponerlo a los dos términos que acabamos de rechazar, el de “gente” y el de “los otros”, a los que se podría agregar también el de “cualquiera”. Estos tres conceptos u algunos otros que pudiesen considerarse sinónimos son fruto de un pensamiento objetivista y abstracto que no tiene sentido alguno en el momento de la catástrofe en el que el mundo de la vida vuelve por sus fueros pero no desde la generalización operativa de acuerdo con la que los otros siempre aparecen en el horizonte de la actividad propia sino desde una consciencia de la finitud propia que brota justamente de la posibilidad de la aniquilación total.
Así, en cuanto el terremoto comienza a parar, el mundo se despliega de nuevo a través de la consciencia de la catástrofe y no porque ese mundo hubiese quedado de alguna manera en suspenso durante el sismo; al contrario, la angustia que nos ha atenazado mientras el entorno parecía venirse abajo la provocaba justamente la posibilidad de que al hundirse el mundo quedásemos reducidos a polvo y no hubiese ya manera de darle un sentido absoluto a nuestra existencia porque la de todo lo demás también habría desaparecido sin dejar huella. No obstante, una vez que se ha eliminado esa posibilidad, la consciencia recupera el entramado temporoespacial que configura nuestros alcances en el mundo de la vida y que supone la actividad de los demás como horizonte mas también como sentido final de la de uno. De ahí que la primera acción obvia tras el sismo sea la revisión del lugar donde uno se encuentra para ver cómo se sienten quienes estén con nosotros o si no ha habido una víctima alrededor, aunque no tengamos un vínculo directo con ella. Los vecinos, que la mayor parte del tiempo se presentan en segundo plano, pasan sin transición al primero como si fuesen parte de nuestra intimidad. Es más, si es que nos hallamos en el momento de la conmoción en un lugar que sea nuestro, la primera revisión de él no la haremos por ver el estado de la propiedad en cuanto bien material sino por un motivo muy distinto: por ver si no hemos sido víctimas del terremoto, que no es igual. Como todos y cada uno, encarnamos también la posibilidad de haber sufrido un daño y lo que queremos es comprobar la potencia de la vida para resistir lo telúrico, lo cual corrobora que la preocupación primera, en vez de configurarse a través del yo, lo hace a través de la original pertenencia al mundo de la vida que uno comparte con los demás. De hecho, es sólo por esta condición que la catástrofe revela un sentido ontológico que rebasa con creces cualquier connotación puramente material que pueda dársele, por más que esta pueda llegar a ser un factor clave en algún momento posterior.
El valor absoluto de todos y a cada uno que experimentamos como angustia ante la posibilidad de su dolor los convierte en el acto en nuestros prójimos, y no porque haya un origen trascendente común (la filiación a partir de una voluntad divina, por ejemplo) sino porque la catástrofe nos identifica con el valor absoluto de la personalidad que por un instante ha parecido pulverizarse. Aquí hay que distinguir, empero, con todo rigor el aspecto ontológico y el psicológico de la vivencia para no malinterpretar la catástrofe e inventar alguna idealización metafísica en el peor sentido de la palabra como la de la “hermandad” o la “solidaridad” que suponen que espontáneamente sentimos como nuestra la pérdida ajena. Hemos dicho que el mundo de la vida vuelve por sus fueros en cuanto vemos que hemos superado la violencia de lo telúrico; sin embargo, también hemos dicho que ese mundo aparece durante la catástrofe de modo crítico o absoluto, lo cual implica que aunque retorna la consciencia de nuestra propia capacidad para decidir y actuar en el mundo por cuenta propia, los demás dejan de ser “los otros” con los que no tenemos nada que ver o “la gente” que tanto nos irrita y se perfilan como nuestros prójimos, como seres cuya integridad es a su manera axial para nosotros en cuanto todos somos miembros del mundo de la vida que se ha mantenido en pie. Desde esta perspectiva, los prójimos como aquí se entienden se hallan por fuerza en el espacio que ha amenazado lo telúrico y no fuera de él, de suerte que un deudo cercano puede sernos indiferente en ese momento porque no lo afecta la catástrofe en tanto que un desconocido puede ser importantísimo para nosotros porque la catástrofe lo ha convertido en una víctima, cosa que tiene mucho sentido ontológicamente hablando aunque sea absurda o hasta ridícula desde el punto de vista psicológico.
Lo anterior exige clarificar con qué actitud viven todos y cada uno la posibilidad común y abrumadora de ser víctimas de lo telúrico, pues aquí se da una alternativa conforme con la distinción entre lo ontológico y lo psicológico. Por una parte, la condición de víctima afecta a todos y cada uno, hayan o no sufrido daños materiales, físicos o emocionales (aunque esto último sea más bien inverosímil), y por ello la condición de prójimo no es una idealización o un símbolo moralizante sino expresa la determinación interpersonal o más bien humana de la situación. Como respuesta a semejante determinación y al carácter finito de la propia individualidad que acaba de ponerse de manifiesto con la violencia de lo telúrico, uno se integra de modo espontáneo y voluntario en alguna acción comunitaria, sobre todo, por supuesto, las de rescate y primeros auxilios que permiten asegurar la supervivencia y el bienestar de los miembros del mundo de la vida. Esto (según se ha dicho) no tiene ninguna relación con la así llamada solidaridad o la hermandad con la que busca interpretársele, ya que ambos términos remiten o a fines ajenos en los que cada cual colabora si le place o, lo que es aún más improbable, al reconocimiento de una filiación trascendente que uno reivindica quién sabe cómo.[6] Uno se solidariza con alguien sin que sea menester compartir sus circunstancias o uno se identifica como hermano de alguien cuando el origen es el mismo. Mas estas dos opciones serían absurdas al hacerle frente a la catástrofe, pues corresponden a modos de interacción de un mundo de la vida que se experimenta natural o acríticamente, en el que lo público, lo privado y lo íntimo son esferas con poca o nula comunicación, que es precisamente lo que la catástrofe obliga a dejar atrás al exigir asegurar la supervivencia de todos y cada uno.[7]
Esto nos lleva a la segunda actitud con que se vive la catástrofe, que es la del drama. En efecto, allende la determinación ontológica que abarca a todos y cada uno por igual, hay una modulación psicológica sin la cual la vivencia sería prácticamente abstracta o, mejor dicho, impersonal. Esta modulación da pie a las manifestaciones emocionales que nutren cualquier drama, es decir, cualquier “suceso infortunado de la vida real”.[8] Según esto, hay un profundo vínculo entre lo dramático y lo catastrófico, en cuanto ambos atañen al poder de lo telúrico aunque lo enfoquen de una perspectiva por completo distinta, a saber, como proyección de la individualidad o como percepción de la pertenencia absoluta de la misma al mundo de la vida. El drama es, entonces, la modulación emocional de lo catastrófico que aun sin desearlo llevamos a cabo, y puede tener un gran valor si nos permite justamente actuar en favor de nuestros prójimos o, lo que es casi igual, en favor de todos y cada uno (en cuyo caso nos incluimos como uno más de los que requieren auxilio y no como el individuo egoísta que sólo se cura de sus intereses). Más aún, el drama juega un papel decisivo en el momento en que la catástrofe exige que todos y cada uno configuren imaginativamente la situación y colaboren a superarla motu proprio y sin la pseudo solidaridad que tanto se pregona, por lo que sólo se vuelve un factor negativo cuando se le interpreta desde una consciencia individualista que, sin embargo, no tiene cabida alguna frente a la catástrofe. Claro que es imposible predeterminar lo que todos y cada uno sentirán en un momento dado y que siempre habrá gente que se negará a colaborar con los demás aun cuando en ello le vaya literalmente la vida, pero esas son posibilidades puramente psicológicas o mentales que no tienen el menor sentido ontológico y por ende quedan simplemente al margen del dinamismo de la catástrofe.
Por esta razón, y con independencia de los alcances imaginativos de cada cual, la vivencia de la “víctima” se opone punto por punto a cualquier dramatización subjetivista de la individualidad. Lejos de reivindicar por sí misma la identidad de todos y cada uno a través de la posible desgracia, la catástrofe obliga a integrarla en la configuración total del mundo de la vida que espolea a comprometerse con los demás. La necesidad de atender a las víctimas pone en tensión el núcleo sentimental de uno que compele a asegurarse antes que nada de que nuestros seres queridos se encuentran bien, lo que en un caso extremo pasará a segundo plano si hay una víctima en nuestro entorno que requiera atención inmediata. El valor absoluto de esa persona modifica radical o inclusive brutalmente la jerarquización de las relaciones interpersonales sin tener que caer en lo patético o en lo lacrimógeno, que son los extremos con los que indefectiblemente se confunde lo dramático cuando se lo entiende como una expresión subjetivista. No obstante, el carácter perentorio con el que se impone el mundo de la vida exige romper cualesquiera determinaciones subjetivistas o aun hondamente sentimentales sin desconocer, empero, que eso plantea una fuerte tensión respecto al orden de la vida que el cataclismo ha devastado.
En vez de edulcorar en lo más mínimo el desarrollo dialéctico de la consciencia social que es inherente a la catástrofe (y que se agota con ella una vez que se supera el momento de la crisis), hay que hacer hincapié de nuevo en que se echa a andar cuando la posibilidad de aniquilación total del mundo de la vida muestra la insubstancialidad del ser de uno: si el mundo desapareciese, la existencia de uno carecería por completo de sentido pues no habría fin común a la cual referirla, por lo que el sujeto social que hace frente a la catástrofe no es un individuo soberano que por solidaridad o por generosidad se pone al servicio de los demás; lejos de ello, es quien ha percibido en la amenaza de lo telúrico su propia insubstancialidad, que sólo se supera en la unidad con los demás. Más aún, semejante reducción crítica de la acción social es indispensable para comprender con claridad la condición ontológica y dramática de la víctima que la catástrofe saca a la luz y que corre el riesgo de confundirse con un reforzamiento del subjetivismo como cuando alguien “se hace la víctima” y trata de convertir lo catastrófico en una desgracia exclusivamente individual en vez de ligarla al mundo de la vida en el que todos y cada uno sufren a su modo. La víctima, hay que subrayarlo, no es quien ha perdido todos sus bienes, por más que esto sea terrible y que obligue a la sociedad a tomar medidas para socorrerlo. Esto hay que dejarlo en claro pues en muchas ocasiones la pérdida de bienes va de la mano con la de vidas humanas que la supuesta víctima ha provocado, cuando, por ejemplo, por la incuria del propietario se viene abajo un edificio de departamentos con sus habitantes dentro. En esas condiciones, es imposible hablar de una víctima por más que la persona haya quedado en la inopia a consecuencia del fenómeno natural. La víctima es, entonces, quien se halla a merced de lo telúrico cuando la amenaza ha pasado para los demás, o sea, quien se encuentra atrapado bajo los escombros de una construcción; en un segundo sentido, la víctima es quien ha sufrido un daño personal, sea físico o emocional, y requiere atención a la mayor brevedad; en un tercer sentido, la víctima es quien ha pedido su núcleo familiar sin que por su edad pueda valerse por sí mismo, como sucede con los bebés, los niños y los ancianos. En estas tres circunstancias, es inimaginable que la víctima despierte el dramatismo en el mal uso del término justo porque su condición personal impide desde cualquier punto de vista verlo como un individuo atómico o autosuficiente que no puede actuar de momento por causas externas a él. Y esto conviene tenerlo presente ya que, en general, lo dramático se entiende como expresión de la supuesta potencia de actuar de cada cual, cuando lo que el terremoto ha mostrado es lo contrario, lo que en último término conduce a oponer tajantemente catástrofe y drama.
De hecho, el desarrollo de la acción social que sigue a un cataclismo muestra sin asomo de dudas la necesidad de oponerse a cualquier dramatización: ¿cuál es la primera acción lógica en el momento en que la amenaza telúrica ha pasado y uno comprueba entre anonadado e incrédulo que no le ha pasado nada? Obviamente, la búsqueda de víctimas en el entorno, máxime si ha habido un derrumbe cerca de donde uno está. El signo más desquiciante de la catástrofe, la dinamización del espacio que convierte a éste en la personificación de un poder ominoso, vuelve a ser la clave para entender cómo moverse entre las ruinas de un edificio que está a punto de venirse abajo o en una calle en la que ha habido socavones, pues el agente social y la víctima siguen sujetos a determinaciones espaciales que aunque sean topológicas en lo inmediato sólo tienen sentido como manifestaciones del poder telúrico al que cada miembro del mundo de la vida intenta sobreponerse sin dejar, empero, de reconocer lo limitado de sus esfuerzos. En otras palabras, la acción social tiene lugar en un espacio donde lo humano se halla en crisis y por ello resultaría absurdo verla como si fuese demostración de la manera subjetivista de juzgar los alcances propios o ajenos.
III. La mediación
La exigencia de delimitar el dramatismo con que se actúa frente a la catástrofe y de puntualizar a quién debe verse como víctima de ella son en realidad maneras de revalorar un fenómeno que a pesar de la devastación que provoca hace factible la reestructuración del mundo de la vida en un doble plano sociopolítico y personal. No debe uno olvidar que la catástrofe implica antes que nada la desarticulación del orden perceptivo del mundo, es decir, la aparición de una forma de espacialidad telúrica que contradice el orden topológico o natural de la existencia en el que realizamos nuestras respectivas actividades. Una vez que el terremoto y la primera conmoción han pasado, la desquiciante preeminencia del espacio persiste a través, sobre todo, de dos fenómenos que hay que mencionar y describir: el primero es la totalización de la distancia, el segundo es el arruinamiento del espacio vital. Por lo que toca al primero, es obvio que inclusive en una circunstancia de máxima tensión (como ir retrasado al aeropuerto para tomar un vuelo que nos ha salido carísimo y que no podríamos volver a comprar si lo perdiéremos) la distancia siempre es relativa en las condiciones normales o naturales del mundo de la vida: quizá el vuelo se ha retrasado igual que uno, quizá pueda uno tomar otro más tarde. Pero en las condiciones excepcionales que plantea una catástrofe, la distancia se vuelve absoluta porque nos separa no de una actividad o posibilidad entre otras sino de un ser querido por cuya suerte nos angustiamos. El horror de que la persona haya sido víctima del terremoto no admite postergación alguna en la necesidad de asegurarse que no ha sido así, por lo que la distancia se hace absoluta o, mejor dicho, desquiciante. El espacio ya no se agitará como en el sismo pero de todas maneras abruma y desespera como nunca. Lo topológico se reafirma, sí, mas como lo hace fuera de las condiciones naturales de la existencia que se configuran de acuerdo con nuestro ritmo y nuestros fines, en vez de darnos seguridad se convierte en un perverso recordatorio de lo telúrico: la amenaza contra nuestra integridad ya no es física sino sentimental, y quizá por ello aún más desquiciante.
El dramatismo que circunda la catástrofe y que se hace más agudo cuando se interpone la distancia entre uno y sus seres queridos, tiene, no obstante, un límite irrecusable: justamente al recorrer la distancia que nos separa de aquéllos por cuya suerte nos angustiamos, sale al paso la de los demás en la devastación que aun en el mejor de los casos deja un terremoto. Aun cuando no haya habido víctimas, la imagen de un edificio que se ha venido abajo es impresionante porque prolonga o más bien objetiva la de la propia indefensión frente a lo telúrico: ya no es sólo la vivencia personal que al fin y al cabo se ha configurado emocionalmente, es la de todos y cada uno de los que por ahí pasan y aun la disposición de los escombros lo que testimonia la fragilidad de lo humano. Pues a diferencia de las ruinas, en las que el paso del tiempo integra en forma paulatina la edificación con el entorno por encima de la utilidad haya tenido originalmente o de los designios del constructor, los escombros muestran el poder instantáneo y avasallador de lo telúrico que socava la morada de los hombres y los abandona a las inclemencias del tiempo si es que no los ha aplasta por completo al brotar de las entrañas de la tierra. Los escombros dan a la emoción que nos embarga al momento del terremoto o al contemplar sus efectos una identidad en el mundo de la vida, hacen que la vivencia se funda en el devenir total de aquél y presentan la suerte de las posibles víctimas como imagen de la insubstancialidad de los que pasan por ahí, quienes aun sin darse cuenta siguen bajo la amenaza de aniquilación. Por ello, los escombros no hacen patente la mortalidad como “[…] la posibilidad más peculiar, irreferente, cierta y en cuanto tal indeterminada e irrebasable […]”[9] de la existencia sino la muerte como la aniquilación total, expedita e insubstancial del propio ser que no tendrá ningún sentido ni para uno ni para los demás simplemente porque no habrá manera de vincularla con lo que uno ha sido por su propio esfuerzo. Ver los escombros es intuir que quien haya estado ahí en el instante del derrumbe o quien haya sido su propietario ha vivido la aniquilación de la que nosotros nos hemos librado. Esta intuición de la vulnerabilidad de todos y cada uno es abrumadora y obliga a detenerse justo en medio de la angustia por asegurarnos de que nuestros seres queridos están bien y hasta a dejarla de lado si es que hay una víctima a la cual socorrer. Mas cuando lo insubstancial de la existencia parece arrastrarnos (“vanidad de vanidades, todo es vanidad”),[10] el carácter total de la catástrofe que la víctima encarna impide que dramaticemos la vivencia y nos exige auxiliar a quien lo necesite aun a costa de nuestra necesidad de asegurarnos si nuestros seres queridos están ilesos. En una palabra, el sufrimiento de la víctima amplía sin más la estructura emocional de la vivencia que se constituye a partir de nuestras relaciones personales e invierte el sentido negativo de la catástrofe pues hace indispensable auxiliar en la medida de lo posible, lo cual representa un desarrollo de la consciencia: lo prioritario ya no es sólo asegurarnos del bienestar de nuestros deudos y amistades que configuran el círculo de nuestra intimidad, ahora esta misma pasa a segundo término frente a la humanidad de todos y cada uno de los miembros del mundo de la vida aunque no tengamos nada que ver con ellos fuera de la conmoción de la catástrofe.
Esta ampliación o más bien ahondamiento de la consciencia social es la piedra de bóveda de un proceso de revaloración de la existencia ya que, como acabamos de señalar, nuestros intereses dan paso a la humanidad concreta de la víctima por más que ello implique una indudable tensión para uno si es que por ella tenemos que hacer a un lado nuestras necesidades personales. Sólo por eso, el proceso permite ver con otros ojos la propia insubstancialidad que en el momento del paroxismo parecía hundirse junto con el espacio circundante en una insignificancia abisal: aquí se acaba todo y el mayor de mis afanes habrá sido inútil pues no quedará quién lo reconozca. Como se ha subrayado, no es lo mismo morir que morir sin que haya modo de darle sentido a la muerte, que es el horror extremo con que nos amenaza lo telúrico. No obstante, por la mera posibilidad de que requiera auxilio de nosotros la víctima obliga a replantear el valor que ha tenido la irrupción de lo telúrico allende la devastación que, como mero fenómeno natural, escapa por completo a la configuración interpersonal de la vivencia. Mas cuando hay que auxiliar a alguien que ha sufrido un daño por el cataclismo se desvanece cualquier posibilidad de que nuestros esfuerzos sean finalmente un sinsentido por más que la muerte aceche desde la víctima misma o desde los escombros que hacen patente el mortífero poder de lo telúrico.
Ahora bien, para que el auxilio y la tensión que conlleva se integren en el mundo de la vida sin el dramatismo que reduce el proceso a una proyección subjetivista, tienen que fundamentarse en una imagen dialógica que permita que todos y cada uno reconozcan y compartan su respectiva vivencia. Esta imagen se constituye por fuerza en el habla pues en ella cada interlocutor traza un campo de elementos comunes (en dónde estaba o qué hacía cuando el terremoto ha comenzado, por ejemplo) que se articula conforme con la sensibilidad de cada cual para, por un lado, describir paso a paso cómo ha vivido uno el fenómeno y, por el otro, para confirmar que el mundo de la vida ha triunfado por sobre el asalto de lo telúrico. En conjunto, estos dos aspectos muestran que no se trata de dramatizar la situación, de convertirla en una especie de ordalía en la que uno ha sido un héroe o una víctima cuando cualquier otro se hubiese puesto a temblar; lo que aquí cuenta, en cambio, es la posibilidad de integrar la vivencia en el devenir del mundo de la vida en el que el hombre se encuentra siempre a merced de lo imprevisto sin que ello signifique que esté inerme ante él. Por eso es axial que al describir y contar uno ponga de manifiesto su propia participación en la permanencia del mundo de la vida, es decir, que uno haya mantenido la calma y se haya preocupado por quienes estaban a su alrededor en lugar de simplemente ponerse a buen recaudo sin interesarse por ellos, pues entonces uno ha luchado por la integridad de todos y cada uno sin excepción aun cuando haya estado a solas. De ahí también que sea prácticamente imposible desvirtuar la imagen expresiva de la que uno parte al hablar de lo sucedido, pues si acaso uno cuenta las cosas justo al revés de como se han dado o intenta adornarlas para darse importancia no habrá modo de configurar el acontecimiento como una determinación de la propia existencia que uno comparte para reestablecer la unidad del modo de ser propio con el de todos y cada uno. Así que el carácter dialógico de la imagen expresiva, más que referirse al proceso comunicativo en que los interlocutores se cuentan mutuamente su vivencia, se refiere a la necesidad de configurar los hechos como han sido para que uno pueda seguir adelante, pues, si no, en algún momento nuestras palabras terminarán por ser meras habladurías sin ningún valor excepto el de proyectarse justamente como lo que no se es. Uno puede decir misa, pero lo que expresa tiene valor propio y obliga a que lo hagamos patente aun a costa de admitir que no hemos estado quizá a la altura de las circunstancias (talón de Aquiles de los mentirosos o los exagerados).
La imperiosa necesidad de hablar, de confirmar que al menos por ahora uno se ha librado de lo telúrico, es dialógica en otro sentido: hay que enterarse de cuál es la versión de los demás para que la condición común de lo vivido, que es lo que se halla en juego, se realice sin reticencia y dé cohesión a la nuestra. Aun si la catástrofe obliga a ocuparse en el acto del auxilio a las víctimas y haya que postergar el proceso de configuración expresiva personal, en cuanto nos tomemos un respiro y volvamos a la condición original del fenómeno, la intuición de la muerte inminente e insubstancial, será perentorio hablar de ello como una posibilidad de configuración total del mundo cuya coherencia se refleja en la atención que nos presta cualquiera de nuestros interlocutores, quienes a su vez requieren y responden lo mismo. La constatación de la personalidad y su articulación a nivel del habla es entonces el fundamento de una consciencia común que nos obliga a comprometernos en las labores de auxilio o simplemente en el proceso de reafirmación del mundo al que asistimos no como individuos anónimos que se enteran de cómo les ha ido a los demás sin que les importe en realidad sino como quien comparte algo fundamental aun cuando no haya mayor intimidad con nuestros interlocutores en turno. Por extraño que parezca, el paso de lo psicológico (“por un instante he pensado que había llegado mi última hora”) a lo familiar (“lo único que me angustiaba era saber cómo estabas tú”) y de ahí a lo social (“vengo a ver cómo puedo colaborar en el rescate”) solamente se da a través de la imagen expresiva que se despliega en el habla.
Esto prueba que hay una diferencia abismal entre, por un lado, la insubstancialidad de uno que se percibe al darse cuenta de la magnitud de la catástrofe y, por el otro, la insignificancia de uno que se ha hecho palpable cuando parecía que todo estaba a punto de caer sobre nosotros. Ser meramente una más de las personas que cuentan lo sucedido y/o se afanan por ayudar a las víctimas es aceptar la propia finitud dentro del mundo, a cuya recuperación uno contribuye desde un plano concreto en el que se cruzan diversas funciones sociales pero que a la postre se delimita como lo que somos capaces de hacer; la insubstancialidad se da entonces al medir las propias fuerzas en el mundo y por eso tiene un valor positivo en un momento de crisis y tensión que en la imagen expresiva dialógica nos lleva a la reflexión sobre lo que somos en el entramado existencial. Por el contrario, que uno muera aplastado como un insecto o atrapado bajo los escombros desmiente que la existencia tenga el ese carácter único que tanto se pregona cuando se habla de modo abstracto o general de los ilimitados alcances de la individualidad o de la riqueza emocional que se supone que hay en cualquier experiencia si uno tiene una actitud adecuada. Estos lugares comunes del sentimentalismo son, no obstante, letra muerta ante lo telúrico, que hace ver que son proyecciones insignificantes en la configuración de lo social; por el contrario, la insubstancialidad personal descubre el tejido auténticamente orgánico del mundo de la vida que se despliega en el espacio común del habla (sea público o privado), lo que nos hace tomar un punto de vista más adecuado de la catástrofe. Es ahí que la condición traumática del terremoto da paso al sentido dialógico de la participación en el rescate y en el auxilio a las víctimas o simplemente en la necesidad imperiosa de asegurarnos del estado de nuestros seres queridos, lo cual revela otra virtud del proceso: se revaloran los lazos afectivos y sociales que en el dinamismo natural o individualista del mundo de la vida suelen quedar en un segundo plano como necesidades emocionales de cada cual que deben subordinarse a lo fundamental, es decir, a la empresa de asegurar una posición en el sentido económico de la palabra.
- La transvaloración
La imagen expresiva que permite tematizar la catástrofe reubica en el espacio la condición activa de todos y cada uno: describimos con lujo de detalles el momento de la conmoción y así volvemos a darle a cada objeto y lugar un sentido en relación con las actividades que con y en ellos realizamos: “acababa de levantarme de la silla para llevar el libro al anaquel cuando el sismo ha comenzado a sentirse…” El carácter topológico de la descripción implica ubicar la actividad en el plexo existencial que determina la familiaridad del espacio, de suerte que uno podrá llegado el caso moverse sin problemas de nuevo en cada lugar de acuerdo a su función habitual y sin el temor constante de ser víctima de lo telúrico, por lo que la descripción debe abarcar los diversos aspectos de la vivencia desde la unidad de la propia actitud: “qué bueno que no me he echado a correr porque, si no, me hubiese caído encima el candil del vestíbulo”. Mas una vez que el espacio recupera su sentido existenciario básico, proveer el medio indispensable para realizar nuestras actividades con la confianza de que el sitio donde estamos es seguro, sale a la luz el factor determinante de la vivencia que hasta ese momento ha quedado en suspenso: la continuidad temporal de lo ocurrido con la posibilidad de superarlo, de fundirlo en la identidad existencial de quien se ha salvado de la catástrofe. El tiempo, en efecto, se ha detenido con la primera arremetida de lo telúrico y con la intuición de la muerte inminente e insignificante y después ha seguido en suspenso en la angustia ante la distancia que nos separa de quienes queremos o ante la impresionante magnitud de los daños que muestran el espacio público y la presencia virtual o real de las víctimas alrededor. Es más, cuando describimos la vivencia, cuando escuchamos la de los demás y/o cuando nos entregamos a las labores de auxilio y rescate o al menos estamos al pendiente de lo que pasa, el tiempo sigue sujeto a la excepcional y desquiciante primacía del espacio que es el distintivo de la catástrofe porque no hay manera de trazar la línea de demarcación entre el mundo de la vida y el ámbito de nuestra actividad como cuando en condiciones normales decimos: “dispensa, no tengo tiempo ahora para…” y nos seguimos de largo. Mas esta elemental distinción entre el espacio social y el personal es inimaginable frente a la catástrofe, porque, como acabamos de señalar, en ella el tiempo se supedita al espacio y no da cabida a ningún proyecto exclusivamente personal, lo que significa que seguimos el devenir de la catástrofe sin poder detenernos y mucho menos salirnos del proceso, que es justamente lo que permite hacer el tiempo cuando fijamos con él la espacialidad general del mundo.
En esencia, recuperar la identidad temporal que nos sitúa en la espacialidad operativa del mundo es el fin principal de la imagen expresiva, pues hablar del momento de la conmoción es tanto como constatar que la brutal desarticulación del espacio vital ha quedado atrás para uno en lo personal aunque sus efectos se adviertan por dondequiera en el mundo de la vida. Este doble sentido del tiempo como una conmoción espantosa, sí, pero ya pretérita y una situación catastrófica que exige tomar alguna posición respecto a la suerte de las víctimas aunque no nos afecte de modo directo expresa el carácter dialógico de la comprensión que comienza como la imagen de nuestra finitud que configuramos en el habla y se realiza como el valor positivo que tiene para la consciencia social: haber estado en riesgo de morir me dispone a ayudar a quienes lo están en el presente o a quienes sufren la devastación en carne propia. De ahí la exigencia de ajustarse a los hechos (incluyendo la actitud con la que los hayamos enfrentado por más que no nos guste aceptarla), pues es la condición sine qua non para que el vínculo dialógico entre el pasado y el presente sirva como línea divisoria del espacio social y el ámbito personal en el que se perfila de nuevo el orden habitual de la existencia de uno (en efecto, el tiempo sólo recobra la capacidad de delimitar el espacio cuando se constituye como núcleo de la personalidad propia). La exigencia de narrar lo vivido se manifiesta no como reproducción fotográfica mas a la postre impersonal del asalto telúrico sino como una auténtica comprensión del proceso de reajuste de lo socioindividual, lo que corrobora que en él “[…] todos los miembros del conjunto se hallan en una relación de significación recíproca”.[11] Así, tanto para configurar la imagen expresiva como para ligarla por medio del habla a la vivencia de los demás hay que reorganizar el espacio a través del tiempo que fundamenta nuestra identidad como “[…] eso ‘en’ lo que actuamos cotidianamente”,[12] pues, si no, nadie comprenderá el valor que le damos a la vivencia como una ruptura de la unidad temporal que nos define como personas y como inicio de una nueva posibilidad de la misma. La imagen del cataclismo se convierte así en el hilo conductor de nuestra historia en el doble sentido que aquí se le dará al término, a saber, como relación pormenorizada de lo acontecido y como un momento que a pesar de su carácter traumático (o justamente por él) revela la actitud con la que hemos salido avante del asalto de lo telúrico, que es la guía para reestructurar nuestras actividades habituales con una nueva consciencia de la finitud. ¿Por qué? Porque haber visto la muerte a un paso sin la parafernalia subjetivista que por lo común la desfigura y aun sin el mínimo sentido final con el que normalmente la proyectamos a partir de nuestro modo de ser exige a su vez replantear nuestros valores e ideales.
La posibilidad de superar la catástrofe, de integrarla en nuestra comprensión del mundo va de la mano entonces con una transvaloración personal, lo que en modo alguno significa que haya que darse en forma dramática como ruptura tajante con lo que hemos sido hasta el momento del terremoto; en esencia, esta última opción correspondería con una visión pseudo substancial de la persona que, sin embargo, la inminencia de la muerte insignificante ha echado por tierra al mostrarnos por medio de lo telúrico el carácter mundano o encarnado de la consciencia: “lo que descubro y reconozco por el cogito […] es el movimiento profundo de trascendencia que es mi ser mismo, el contacto simultáneo con mi ser y con el ser del mundo”.[13] Por eso, la transvaloración no se vive como la iluminación extática del converso o la toma de consciencia total del revolucionario sino como la forma de reconfigurar la identidad a través de una historia que cada vez que se narra modifica el deseo y la forma de realizarlo de acuerdo con las circunstancias y no con la voluntad libérrima que se supone me define. El valor total de lo desiderativo se matiza a partir de la insubstancialidad de la persona que la catástrofe hace patente mientras determina el presente, sin que ello garantice que el proceso continuará cuando haya pasado el momento crítico y uno retome su comportamiento habitual. O sea que la transvaloración, en el mejor de los casos, tendrá sentido tanto a nivel personal como social mientras uno participa como Dios le da a entender en las labores de auxilio y rescate de todos y cada uno pues la situación lo exige, y no puede ser de otro modo ya que la historia que la fundamenta la tiene que configurar cada cual por su cuenta para reintegrar el mundo de la vida que se encuentra en crisis. La transvaloración se lleva a cabo en la disposición a socorrer a quienes no forman parte de nuestro entorno personal mas eso dura lo que dura la comprensión del alcance de la catástrofe que culmina en la vuelta al ritmo natural de la existencia, por lo que la extraordinaria actitud de apertura hacia los demás y de eventual participación en labores humanitarias se vuelve absurda de modo casi indefectible aun cuando las actividades profesionales de uno tengan que ver con ello.
¿Cuál es entonces la importancia de la catástrofe en la existencia personal o aun en la social? O dicho de otra manera, ¿cómo entender en concreto la transvaloración que se supone implica? En un plano psicológico, habría que decir que aun cuando nos haya hecho sufrir una pérdida personal irreparable (pensemos en la muerte de un ser querido o, inclusive, en la invalidez de por vida a consecuencia de un derrumbe) la catástrofe terminará por fundirse en el orden natural de la existencia que todos y cada uno llevamos si en el mismo no hay un factor que nos permita tomar consciencia de cómo nos orientamos en las diversas situaciones de la existencia allende la fase crítica del proceso. Nos referimos, por ejemplo, a esas actividades que exigen una constante reflexión como la labor filosófica o, también, la religiosa, que si bien tienen un sentido vulgar que se reduce a lo académico y/o a lo ritual pueden ser formas de redefinir lo que somos para quien las practica como determinaciones de su propio pensamiento, lo cual es doblemente necesario tras una catástrofe; al respecto, también puede mencionarse esa actitud personal que obliga a lo mismo, como la que tiene esa gente que es sabia o analítica por naturaleza y acepta todo lo que le pasa sin que ello implique que se somete a la fatalidad (lo que, por desgracia, es la excepción que confirma la regla).
Fuera de estas dos posibilidades, la transvaloración no tendrá mayor efecto en cómo uno proyecta la condición dialógica de la existencia, pues (por mencionar la situación más obvia en el proceso) el auxilio a las víctimas de la catástrofe no implica una verdadera toma de consciencia de los valores con los que articulamos el mundo de la vida y se queda en la mera respuesta a una situación que exige auxiliar a un desconocido o interesarnos por él durante un tiempo más bien breve, pasado el cual lo lógico será que no repararemos en él si nos lo topamos en algún lugar. Pues la transvaloración no se refiere al carácter objetivo de la acción (por ejemplo, detenernos a auxiliar a alguna víctima del terremoto cuando eso nos perjudica o nos obliga a postergar el enterarnos de cómo están nuestros seres queridos); muchas acciones hay que son objetivamente encomiables y que, no obstante, se deben a motivos vergonzosos, como la vanidad de quien las realiza. En realidad, la transvaloración sólo tiene lugar cuando el deseo se vive de modo distinto (sin culpa, por ejemplo) o abre la puerta a otra clase de satisfacción (ya no inmediata o perentoria), lo que por su parte sólo es factible cuando la consciencia de la finitud se ha modificado de alguna manera sin que el cambio tenga que ser por fuerza drástico, lo cual exige en todos los casos una gran capacidad imaginativa para configurar el deseo de acuerdo con el nuevo valor.
Vuelve a hacerse patente que la transvaloración es contraria punto por punto al dramatismo, el cual siempre pone de manifiesto una concepción atómica o, mejor dicho, substancial del propio ser en el mundo, que es por lo que resulta tan importante la manera en que comprendemos el acontecimiento catastrófico y lo integramos por medio de la historia en el carácter finito de la personalidad. De ahí que “una nueva cualidad del tiempo emerge de esta comprensión”.[14] ¿Cuál? La de un ser que tras haber intuido su posibilidad de morir sin mayor pena ni gloria participa en el mundo de la vida sin dejarse arrastrar a ciegas por la configuración desiderativa que aquél traza como horizonte valorativo de cualquiera de sus miembros. Hablo en concreto de que cada configuración temporal del mundo plantea un valor total para la realización de uno, el cual se da por sentado sin reflexión de por medio (como puede ser la necesidad de triunfar y consumir a toda costa en el presente), y que ese valor puede o más bien debe rechazarse cuando deja de orientar nuestro deseo en el mundo. Otro aspecto de lo mismo se percibe en el choque entre la estructura desiderativa de uno y la necesidad de generar un nuevo modo de realizarla en el mundo, que contra lo que tanto se dice acerca de la naturaleza indómita del deseo o de la originalidad absoluta de la individualidad (otro de los lugares comunes del presente) no ofrece mayor singularidad que la del respectivo desequilibrio. Entre los dos extremos de la configuración desiderativa abstracta que ofrece el mundo en una época y la constitución emocional que exige un reconocimiento igualmente abstracto, la transvaloración apunta sin dramatismo a una aceptación en verdad radical de la muerte que se identifica plenamente con la práctica de la virtud.
Parecerá extraño que la transvaloración culmine en la moral, mas no debemos engañarnos por los términos: hablar de virtud no tiene nada que ver con lo moral, si por esto entendemos la puesta en práctica de alguno de los sistemas de valores que hasta ahora ha generado la tradición intelectual o religiosa. De un modo o de otro, esos sistemas tienden a la afirmación o de las posibilidades que ofrece el mundo (pensemos en Aristóteles) o en las que proyecta la estructura desiderativa (pensemos en Nietzsche). Mas lejos de que la virtud apunte a algún arquetipo de la acción humana tal como podría experimentársele a la luz de la tradición, apunta simplemente a la consciencia del carácter transpersonal de la existencia que la catástrofe revela con tremenda violencia y que hasta ahora se ha compensado con la vulgar idea del sentido trascendente de la compensación al sufrimiento que uno soporta (Dios sabe por qué suceden las cosas; la revolución exige la dictadura del proletariado, etc.). Esto, que Nietzsche ha denunciado como formas del ideal ascético,[15] está a leguas de la práctica de la virtud tras una catástrofe, que sólo puede consistir en la disposición a auxiliar a todos y cada uno de los que hayan sido víctimas de aquélla como uno lo ha sido o podría haberlo sido. ¿De qué manera? Eso nadie puede decirlo apriorísticamente. Lo único que queda claro es que sea como sea, la virtud no será la de la propia satisfacción y seguridad sino la de la recuperación de todos y cada uno, una tesis que haría pensar quizá en una idealización de la peor especie si no fuese porque, insisto, no pasa por la reafirmación socioindividual sino por la problemática recuperación del mundo de la vida. Vale.
Bibliografía
- Heidegger, Martín, El ser y el tiempo, Trad. José Gaos, 2ª. Ed., México: FCE, 1971.
- Kafka, Franz, El proceso, Trad. Feliu Formosa, 3ª. Ed., Barcelona: Lumen, 1981 (PT, 114).
- Kant, Manuel, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Trad. inglesa y Ed. Mary Gregor, Cambridge: Universidad de Cambridge, 1997.
- Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, París: Gallimard, 1945.
- Nietzsche, Federico, La genealogía de la moral. Un escrito polémico, Trad. y ed. Andrés Sánchez Pascual, Madrid: Alianza, 1972 (LB, 376).
- —, El nacimiento de la tragedia o Grecia y el pesimismo, Trad. y ed. Andrés Sánchez Pascual, Madrid: Alianza, 1973 (LB, 456).
- Ricoeur, Paul, Tiempo y narración, 3 vv. Volumen I: La trama y el relato histórico, París: Seuil, 1983 (Essais, 227).
Notas
[1] Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, p. 291.
[2] Nietzsche, Federico, El nacimiento de la tragedia, apartado 7, p. 77.
[3] Heidegger, Martín, Ser y tiempo, parágrafo 47, p. 261.
[4] Kafka, Franz, El proceso, p. 234.
[5] Kant, Manuel, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, p. 39.
[6] Cfr. las entradas correspondientes en el diccionario de la RAE.
[7] Heidegger, Martín, Op. Cit., p. 181.
[8] Cfr. de nuevo el diccionario de la RAE.
[9] Heidegger, Martín, Op. Cit., p. 182.
[10] Ecl, I, 1-2.
[11] Ricoeur, Paul, Tiempo y narración I: la trama y el relato histórico, p. 110.
[12] Ibid., p. 120.
[13] Merleau-Ponty, Maurice, Op. Cit., p. 436.
[14] Ricoeur, Paul, Op. Cit., p. 131.
[15] Nietzsche, Federico, La genealogía de la moral, pp. 139-140.
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