Ana luce como una mujer avejentada, despeinada; su edad es impredecible y su cuerpo traduce la tragedia muda de la soledad. Deambula por la sala, y me dice que quiere pintar, como si buscara dejar una huella de su paso por la vida. Ana se había acercado a mí antes pidiéndome algo: café, dinero, un refresco, pero ahora me dice que quiere hablar y comienza con una frase contundente:
–Yo soy hija de crianza. Cuando me dejaron en esa familia, que era muy buena, yo tenía siete u ocho años, recuerdo que dormía en un catre, nunca más volví a ver a mi madre, supe que murió.
»Tuve cuatro hijos nomás así, ya son grandes. Mi último esposo se ahorcó, vivía con él en una casa muy grande. Él llevaba hombres para que yo hiciera el amor con ellos, no sé porque le gustaba eso. Me engaño así, queriendo que yo me acostara con otros, era un muchacho. Pero, antes, a mi primer esposo Julián yo lo maté, le atravesé un fierro, bueno no sé si lo maté, pero por eso me trajeron aquí la primera vez. Él me engaño con otra y creía que yo no lo sabía, pero ¡yo no lo pude permitir! No me metieron a la cárcel, me trajeron aquí, luego me dejaron libre y me puse a vivir con el que se ahorcó y me dejó la casa.
¡Oiga que sorpresa me dio la vida! Nunca pensé que yo podría tener una casa, es una casa grandísima para mi solita. ¡Nunca creí que alguien me dejara una casa a mí, que soy hija de crianza!
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