Para poder conservar la fe en nosotros…
la naturaleza nos ha hecho opacos a nosotros mismos,
sujetos a una ceguera que genera el mundo y lo gobierna.
Si lleváramos a cabo una investigación exhaustiva de nosotros mismos,
el asco nos paralizaría y condenaría a una existencia sin provecho.
E. M. Cioran
La noción de lo trágico está lejos de haber sido suficientemente abordada, menos aún esclarecida. Nicola Abbagnano escribe, en su Diccionario de filosofía que “El concepto de trágico es discutido a veces por los filósofos, no sólo en relación con una forma particular de arte que es la tragedia, sino también en relación con la vida humana en general o con la escena del mundo”.[1] Entendida como arte, la tragedia es, según Aristóteles, la imitación de una acción que, por medio de ella y no tan sólo de la narración, conduce a los espectadores a través de la compasión y el temor, a la purificación de esas mismas pasiones.[2] Desde esta perspectiva y siguiendo con el autor de la Poética, la tragedia es la organización de un espectáculo en donde, a través de una puesta en escena, no sólo se pregonan el éxito y el fracaso humanos sino que se reitera lo efímero de la felicidad y la desdicha como una cualidad consustancial a los seres humanos. Su propósito: purgar el alma humana, corregir las propias pasiones.
Eduardo Nicol ha dicho que lo trágico no existía antes de la tragedia griega. Que lo había antes era el infortunio.[3] Por su parte, Abbagnano afirma que son tres las principales interpretaciones que sobre la tragedia predominan: 1) la de Hegel, quien concibe lo trágico como un conflicto que se resuelve continua y permanentemente en aras de un orden de la totalidad, de una armonía absoluta; 2) la de Schopenhauer, quien mira la tragedia en la representación de la vida misma y que se hace evidente a través del terror, del dolor, de la perfidia y del azar; y 3) la de Schiller, que ve en lo trágico una manifestación de la poesía sentimental. Ya sea entendida dialécticamente como desavenencia y entendimiento eternos; ya como drama o destino, como función o como fiesta; incluso como literatura, es decir, como mera expresión del pensamiento y sentimiento humanos, la tragedia fue vista de otra forma por Friedrich Nietzsche, quien afirmó que los griegos no sólo conocieron los horrores y espantos de la existencia sino que tuvieron necesidad, para hacer la vida digna de ser vivida, de transformar aquéllos en júbilo y en arte.
Trans-formar es una acción que implica cambio, modificación de la forma. Trans-formar es alter-ar; y alterar es trastornar el estado o el desarrollo de algo, pero también aturdir e irritar. Nietzsche parece no equivocarse. Cuando uno lee, por ejemplo a Esquilo, uno mira a los dioses y a los hombres y los encuentra tan familiares y tan próximos que termina por re-conocerse en ellos. Y es que la literatura, cualquiera que sea, tiene ese extraño poder de ponernos frente a otros que terminan por ser nosotros mismos. La literatura encierra un abanico de posibilidades del ser que somos; y se convierte, mal que nos pese, en espejo en el cual vemos reflejada nuestra existencia.
Ante el espejo uno puede llevar a cabo una operación que, por lo demás, resulta imposible: mirarnos desde fuera. Ante el espejo se asumen los defectos, se advierten las imperfecciones, se enaltecen los atributos, se ensalza la belleza, pero también se maquilla un rostro. Ante el espejo el rostro puede tener mil caras. No sólo puede alterarse su fisonomía llegando a construir una imagen distinta o hasta opuesta a la original, sino que ante esa realidad que nos disgusta, bien podemos crear otra. Eso hicieron los griegos. Quizá por ello Robert Graves califica ese pueblo de “listo, pendenciero y divertido”.[4]
Pero la tragedia griega no sólo es speculum también es spectaculum. Gracias a ella, pudieron los griegos contemplarse y escenificar la vehemente y patética condición humana. La puesta en escena de lo terrible le permitió a este pueblo especular; esto es, observar y pensar con detenimiento cómo trocar la desgracia en gracia, la adversidad y el disfavor en don y encanto.
Nietzsche asegura que el arte permitió tal transfiguración. En este sentido, los griegos fueron unos extraordinarios malabaristas de la realidad, verdaderos magos que, engañándonos y engañándose a sí mismos para hacer soportable su existencia, hicieron aparecer de su sombrero un mundo ordenado, reglamentado, perfectamente delineado por la razón y el deber; un mundo que vive paralelo a otro, que es y se caracteriza por su hostilidad y bajeza. Ambos mundos viven como hermanos siameses, uno ligado al otro, unidos por alguna parte irremediablemente. Viviendo uno a expensas del otro, maniatados, acompañados aun a su pesar, estos mundos están condenados a una vida que sólo tiene sentido en razón de otra. Una vida que roba a otra lo suyo para sobrevivir.
Esta realidad malograda; este adefesio que es mitad cordura mitad delirio, sólo pudo nacer con los griegos. Fueron ellos quienes se detuvieron frente al espejo y quienes al estar in speculis esse, en observación, a la expectativa, pudieron examinar con detenimiento, avizorar con cuidado, lo horrendo que subyace en toda condición humana. Así, al explorarse, los griegos no se conformaron con mirar sino que se empeñaron en negarse en aras de algo que deseaban ser. Las tragedias griegas, entonces, no son sólo la puesta en escena de la fragilidad humana sino la evidencia más notable de una fuerza que pudo convertir el llanto en risa y el ocio en negocio.
Entre los griegos pervivió esa indecible manera de apetecer lo aborrecible, de anhelar lo infausto, de procurar lo abominable. Fueron ellos, mejor que nadie, quienes con-jugaron el horror y el espanto con la función y con la fiesta. Y quienes convirtieron, con una fuerza persuasiva envidiable, el espejo en espejismo, la realidad en quimera, la pesadilla en sueño.
Nietzsche afirma en El origen de la tragedia que “[…] esos dos instintos tan diferentes marchan uno al lado de otro, casi siempre en abierta discordia entre sí y excitándose mutuamente a dar a luz frutos nuevos y cada vez más vigorosos”.[5] Pero, ¿qué hay de deleitable en la historia que narra un parricidio? ¿Qué de elegante tiene el relato de una mujer que mata a su marido y ha de morir a manos de su hijo? ¿Qué de bello tiene el cuento del hijo criminal que se descubrió solo, desamparado ante un destino que, pese a ser suyo, no le pertenece? ¿Qué de excitante tiene la descripción de la sangre, de las muertes, del martirio reiterado, del fracaso repetido de los hombres por cambiar su sino? ¿Qué de gustoso nace del suplicio?
Los griegos, dice el autor de El anticristo, tuvieron la “voluntad” de transfigurar el sufrimiento en talento para asumirlo. Con ellos nace esa capacidad para soportar lo insoportable; esa extraña pericia para con-fundir el dolor con el gozo. Confundir es fundir; mezclar cosas distintas hasta hacerlas inseparables; es también no ver el fondo de las cosas; estar contrariados o, peor aún, aturdidos. La tragedia tuvo ese efecto entre los griegos. Los griegos fueron aturdidos a tal grado que ese espectáculo de horror y de espanto pudieron verlo como una expresión de algo tan propio, tan íntimo y a la vez tan extraño, que fue posible entender una cosa por otra y mudar todo aquello en festín y divertimiento. Recordemos precisamente que un espejismo es una percepción engañosa, una ilusión. Así, la cólera de Zeus, sus infidelidades, su violencia, su pasión justiciera; o la furia de Hera y sus celos desenfrenados; la condena de los átridas, amos y esclavos de un destino marcado; Casandra y su locura –esa peculiar condición que le permitió escapar de un mundo desquiciado–; la venganza de Clitemnestra por su honor pisoteado, por la hija perdida en aras de unos vientos que aún hoy nos sacuden. Estas y otras historias marcadas por la sangre, regadas con ella y por ella crecidas, se apoderaron de los griegos quienes, entusiasmados, aprendieron a extasiarse, a perderse a sí mismos.
Y es que confundir es también olvidar. Y los griegos, pese a su inteligencia; o mejor dicho, gracias a ella, fueron capaces, gracias al teatro, de olvidarse incluso de ellos mismos. Sólo por un efecto de embriaguez pudieron suscitar placer a través del dolor. Sólo ebrios y extasiados pudieron brindar por una vida que se desmoronaba ante sus ojos, por una existencia que paulatinamente se despedazaba.
La embriaguez permutó el sollozo en aplausos; y con vino aprendieron los griegos a olvidar el quebranto. ¿Qué bebedizo mágico tenían en su cuerpo esos hombres altaneros para gozar la vida de tal modo?, se preguntaba Nietzsche. ¿Por qué brindar por una estirpe miserable? ¿Por qué confiar en el azar? ¿Por qué no renunciar ante la fatiga?
La genialidad de aquel pueblo consistió en encubrir todos esos horrores, en sustraerlos hasta el grado de imaginar que es una bendición toda desdicha. “Aquel pueblo tan excitable en sus sentimientos, tan impetuoso en sus deseos, tan excepcionalmente capacitado para el sufrimiento, ¿de qué otro modo habría podido soportar la existencia, si en sus dioses ésta no se le hubiera mostrado circundada de una aureola superior?”.[6]
Si entiendo bien, Nietzsche ha sugerido que la sabiduría griega tuvo que ver con un poderoso proceso de inversión; esto es, con una no-versión de las cosas, con una negación que encerraba, en el fondo mismo de su intención, el deseo de afirmar una versión nueva. Vertere es girar, cambiar de dirección, dar un rumbo distinto a las cosas. Invirtiendo el dolor en placer y el lamento en plegaria, los griegos pudieron torcer la interpretación de la realidad y desviar nuestra atención en aras de una vida menos catastrófica y sangrienta, menos espantosa y molesta. Y es que resulta curioso que la literatura griega haya nacido precisamente describiendo la horrorosa profundidad de su mundo. La Ilíada es, lo sabemos, la historia de una guerra donde resuena el lamento, donde brota la sangre, donde florece la traición y se evidencian tanto la ambición y rapacidad humanas como el equívoco, la fugacidad de la vida y la lucha por la trascendencia y la inmortalidad. La Odisea, por su parte, es en el fondo, la travesía de un hombre que lucha contra su destino y que anhela el regreso no sólo a su patria sino a sí mismo. Es la historia de un hombre perdido, las peripecias por las que pasa un ser extraviado. Sin embargo, como asegura Eduardo Nicol, si bien fue la guerra la primera realidad de la que se ocupó la poesía, lo hizo para “redimir el horror”.[7]
No obstante el problema que veo radica no en la capacidad de los griegos para imaginar un mundo distinto al que tenían, sino en no poder re-conocer, a la postre, el verdadero mundo. En este sentido, quizá valga la pena preguntar: ¿los griegos construyeron historias o fueron construidos por ellas? ¿Fueron quienes se imaginaron?
Vuelvo al proceso de inversión. ¿No es esta más bien una operación mercantil antes que intelectual? Invertir es emplear una cantidad en un negocio que ha de rendir ciertos beneficios. ¿No se invierte en virtud de una ganancia? Los griegos, pienso, invirtieron todo su empeño para sustituir por bienes sus males. Quizá fueron ellos quienes inauguraron un régimen, esto es, una manera de regular nuestro proceder, un modo de vivir. Consiento, entonces, en decir que nadie mejor que ellos para luchar incansablemente por hacer rentable la vida. Así, el hombre griego, conocedor de su miseria, se aprestó a comprarse una apariencia y apostó todo a favor de ella. De esta manera, si la literatura griega ha redimido el horror, como afirma Nicol, no sólo lo ha hecho para poner fin a una difícil situación sino también para librar al hombre de su empeño y de la convicción de que todo está perdido.
Cabe recordar que el mismo Nietzsche recupera las inscripciones en el Templo de Apolo: “Conócete a ti mismo” y “no demasiado”; y lo hace justamente para decirnos que hay, en nosotros, una conjugación de la belleza con la atrocidad.[8] Conjugar, afirma José Blanco Regueira,
[…] se dice ordinariamente de un verbo y, por ende, de ciertas conjunciones pensadas por la gramática en virtud de ciertos ejercicios sintácticos indispensables para la buena marcha del lenguaje. Pero conjugar, en relación con el tema que nos ocupa, parece cosa distinta. Conjugar es jugar con, evidencia etimológica que insulsa. Pero, ¿con qué juega el pensamiento cuando se torna conjugable? Conjugar implica para nosotros, los desgraciados, una suerte de transacción, un dispositivo de negociación, un comercio. Del con-jugar ya sólo nos es propia una versión mercantil, algo así como un juego de apuestas similar al que recurrió Pascal.[9]
De esta forma, fueron los griegos quienes maquinaron una realidad en la que dos polos antagónicos, opuestos, cerraron un trato haciéndose mutuas concesiones. En este sentido, la visión de Schopenhauer de la tragedia como catástrofe y desprendimiento de la voluntad de vivir; como encarnación misma del aspecto más aterrador de la vida que da cuenta de un espectáculo que funde la miseria humana, el reinado del error, el azar, el triunfo de los malvados y la pérdida, se liga con la de Nietzsche, para quien es preciso entablar un acuerdo con lo catastrófico, fundar un pacto entre lo dionisíaco y lo apolíneo; entre la embriaguez y el estado de alerta, entre la crueldad y la benevolencia, entre el caos y el orden.
Si mi lectura es correcta, las lecciones que se desprenden de la tragedia griega tienen que ver con aprender a vivir de otra manera, es decir, con aprender a lidiar con lo sobrehumano, con soportar una divina pugna que el hombre enfrenta con lo irremediable. Y es que, como dice Blanco Regueira, “Si algo hemos de agradecerle a los dioses es que se hayan dignado a reírse de nosotros, a estallar en carcajadas a propósito de la hilarante tragedia que somos”.[10]
Citas Bibliográficas
[1] Nicola Abbagnano, Diccionario de filosofía, p. 1148.
[2] Aristóteles, Poética 6 1450 a.
[3] Cf. Eduardo Nicol, Formas de hablar sublimes. Poesía y filosofía, UNAM, México, 1990.
[4] Cf. Robert Graves, Dioses y héroes de la antigua Grecia, Millenium, Madrid, 1999. Traducción de Carles Serrat y Prólogo de Ramón Irigoyen
[5] Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia o Grecia y el pesimismo, p. 41.
[6] Friedrich Nietzsche, Op. cit., p. 55.
[7] Cf. Eduardo Nicol, Op. cit.
[8] En un texto maravilloso, Juliana González afirma que “el hombre es calificado como deinóteron, el superlativo de deinós, que significa ‘asombroso’ o ‘maravilloso’, al mismo tiempo que ‘terrible’ o ‘aterrador’: digno de horror”, lo hace para subrayar el hecho de que en el hombre aparece una ambigüedad originaria que hace que el rostro tenga muchas caras. Cf. El ethos, destino del hombre, FCE/ UNAM, México, 2007.
[9] José Blanco Regueira, La lidia del pensamiento en La Jornada Semanal, Suplemento Cultural de La Jornada, México, domingo 2 de noviembre de 2008, número 713. Este texto corresponde a la versión estenográfica, efectuada por mí, de la última conferencia dictada por este filósofo español en la sala de usos múltiples de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México, el 21 de noviembre de 2003.
[10] Idem.