Al noble Alberto
por su ironía
Constante
Marco A. Jiménez
La ironía nos remite a la identidad
en tanto que lo que es alguien,
es sólo lo que aparenta ser,
porque si ese alguien fuera
exactamente quien es ni siquiera
se le parecería tanto.
Epílogo
Como Tieck hubiera deseado en su Mundo al revés, espero se me permita ofrecer este ensayo bajo los designios de una dialéctica de la ironía donde en ocasiones el final está al principio, como si la biografía de cada personaje iniciara con el año de su muerte y el epitafio grabado en su tumba. No se trata sólo de invertir las manecillas del reloj, el sentido del tiempo, como en el cuento platónico que nos habla sobre el nacimiento de viejos que vuelven a la tierra en condición de infantes. Mostrar, que las cosas no son lo que parecen a primera vista y que por lo regular estamos dispuestos a aceptar, sino por lo contrario, que las cosas nunca son lo que aparentan y mucho menos lo que son, es el propósito de la ironía.
La ironía es un recurso del pensamiento que transgrede todo formalismo del lenguaje y la experiencia, unas veces envileciendo y otras tantas vitalizando al espíritu. Es una afección que provoca rencor o risa, creadora de múltiples sentidos, es un tropo que a manera de metáfora, metonimia o sinécdoque irrumpe en los mortificados espacios que los agrios y retorcidos burócratas, con solemne gesticulación, pretenden administrar.
La ironía motiva al cuerpo, produce sensaciones o quizás, más bien al contrario, sean el cuerpo, sus sensaciones las que promuevan la ironía. Basta un giño, un ademán o un simple sonido para desarmar al más tieso, orgulloso y engreído de los individuos. Es un doble acontecer de la conciencia, un ritmo sincopado que suprime cierto modo de ser de las cosas y las personas, que anula, invierte o complementa la existencia.
Sin embargo, el ironista a diferencia del cínico o el sarcástico ofrece siempre una cuerda para recuperar al ironizado, procura no reventar la situación, sino que tensando la elasticidad propia de la circunstancia la lleva hasta su límite sólo para desnudar sus sentidos y prefigurar otros. Por supuesto que cuando hablamos de cinismo no nos referimos a quien conoce los artilugios del atropello, la corrupción y la deshonestidad o el abusivo utilitarismo. Diógenes es un cínico, irónico desenfrenado que como perro puede alzar la pata y orinar la puerta del más sabio o rico, vivir en un tonel, o mendigar por comida, pero nunca obtener indigna ventaja sobre otro.
No concuerdo del todo con Jankelevitch cuando afirma que el “arte, lo cómico y la ironía sólo pueden existir cuando se afloja la urgencia vital” (1982: 11) Aun en el lecho de muerte, en plena agonía y sufrimiento, hay quienes ironizan de su dramática condición, ¿cuántos no hacen de su miseria y desgracia un hecho propio de la ironía? Parafraseando a West, como diría aquella muchacha “tengo los mejores vestidos, las mejores zapatillas, bailo muy bien…pero no tengo nariz”. Irónico para quien mira desde fuera (y tiene nariz) tanto como para quien lo vive.
La ironía es un modo de educar la imaginación porque el ironista no da respuesta a la pregunta, todo lo contrario, cada cuestionamiento se gasifica y expande en una atmósfera vital en donde se recrea la libertad para que el sujeto se haga cargo de sí mismo mediante una confrontación constante con los otros. El ironista no aconseja, no dice verdad ni mentira sólo disloca los sentidos petrificados por una gramática formal y remite a una multiplicidad de referentes. El ironista es amante del caos, reniega del orden, de la regla y de la norma aunque no deja de reconocerse en ellas pero sólo con la intención de provocarlas, de alterarlas, de mostrarles su inmunda, rígida y pesada inmediatez.
La ironía fluye con virtud en la medida de que quien ironiza asume que él mismo puede ser su propio objeto, por lo contrario, cuando la ironía sólo resulta una vía para humillar al otro o arruinar la circunstancia entonces el carácter caótico y recreativo de ésta es mediatizado por el abuso, la falsedad y el resentimiento. Con frecuencia resulta que el ironista actúa por un mal encargo ya sea de otro, de su propia conciencia o de los estertores de su putrefacto cuerpo, estos sarcásticos personajes son aquellos que con elocuencia adelantan la burla para luego, con gracia, huir tras bambalinas a fin de eludir la critica a su persona, ironistas de marfil que peroran desde un pedestal, incapaces de arriesgar el pellejo ni un céntimo, debido, quizás, a la imposibilidad de aceptar las propias debilidades de su alma o cuerpo.
Impugnar, tanto las propias como las ajenas, esperanzas, ilusiones, creencias, originalidades, éxitos, sacralidades es práctica común de quien ironiza, pero al suspender las certidumbres sobre la naturaleza de la ciencia y el progreso no toda ironía cancela de modo simultáneo a la naturaleza misma. Sabernos perpetuos ignorantes del mundo no es lo mismo que ignorar su existencia. Como Valéry piensa al responder una carta a una amiga quien le interroga sobre diversas cosas: “Se trataba de fingir conocimientos que no tengo y de los que no me hacen sentir celoso quienes los poseen. ¡Afortunados quienes los tienen! Pero por muy sólidos que sean, ¡infortunados si se apoyan en ellos!” (1993:235)
Provocar a la socarronería relativista, igual que al mojigato monismo, es la constante de la ironía, no para construir un amurallado camino de infinitas analogías que sobre un mapa previamente trazado despliega la humana existencia a fin de confirmar algún secreto divino o una terrenal utilidad.
Se trata de una doble conciencia lúcida y lúdica que en un primer instante se fija a la experiencia; crédula, analítica, seria y confiada del mundo, siempre como conciencia afirmativa de algo. En un segundo momento, la conciencia irónica es esa alegre mueca descreída e interrogativa que ya no busca sincronizar la sensibilidad con la razón sino recrear el mundo en los confines de su experiencia. “La ironía es la conciencia de la revelación a través de la cual, en un momento fugaz, lo absoluto se realiza y al mismo tiempo se destruye… (Jankelevitch 1982: 19)
La ironía pertenece al orden del goce que como sensación plenipotenciaria, exuberante, como sublime exceso y simultáneamente en su condición de ausencia, de vacío y falta tensan de una manera placenteramente dolorosa, los fluidos corporales y el espíritu. En ocasiones emerge de modo involuntario en el colectivo inconsciente para iluminar lo invisible, atrayendo fantasmas, espectros y figuras condenadas al olvido por una legalidad arraigada en las costumbres. No todo en la ironía es del orden de la conciencia, también en su no conciencia la ironía se realiza, ya que nos revela aquello que ni nosotros mismos sabíamos que ignorábamos y que a la vez ignorábamos que sabíamos. Otras tantas, es la manifestación de una clara conciencia, hermana del logos y prima de la razón que vislumbra con singular astucia los caprichos de las emociones, desnuda su instintivo cinismo, haciendo sonrojar hasta la más pálida sombra. Transmuta afecciones en razones e impulsos vitales, en analíticas reflexiones.
Entre otros motivos, Sócrates fue condenado por hacer más fuerte el argumento más débil, según cuentan las actas de su juicio, algo así como si la apasionada entrega, como algunos llaman al ejercicio de la tauromaquia, consistiera en coger al toro por la cola y mostrar lo ridículo que resulta enfrentarlo por los cuernos. No porque la ironía provenga de la simple inversión, de negar las leyes o contravenir las costumbres por sí mismas o a capricho como suele suceder en la rebelde adolescencia. Sino porque como también aparece en esa juvenil edad, nos negamos a aceptar el acartonamiento, las veleidosas formalidades del mundo y los fútiles arreglos de los adultos.
Si la conciencia implica cierto alejamiento del mundo, “Ironizar […] es ausentarse: la conciencia involucrada en ese segundo movimiento que es la ironía transforma la presencia en ausencia; es poder hacer otra cosa, estar en otra parte, en otro momento; aliud et alib! Junto con la posibilidad de echarnos para atrás nos concede la de estar disponibles” (Jankelevitch 1982: 21)
También no hay que olvidar que la ironía sonríe frente a las anheladas ideas de justicia y derecho, ya que ambas nacieron de una generosa violencia que hace de la ley un valor universal que aplica para todos sin distinción como diría Anatole France “la ley prohíbe de igual manera a ricos y pobres el pernoctar bajo puentes” (en Benjamin 2001: 40) Para la ironía la libertad no es otra cosa que la conciencia de necesidad, una conciencia que es irreverente que impugna lo asombroso, lo original, lo sagrado y que alegra los rostros demasiado solemnes. (Jankelevitch 1982) Como una orquesta de gitanos en medio de una misa oficiada por cardenales.
Y bien, la ironía nos remite a la identidad en tanto que lo que es alguien, es sólo lo que aparenta ser, porque si ese alguien fuera exactamente quien es ni siquiera se le parecería tanto. Pero eso que sucede con un individuo también ocurre en lo social. Al igual que la violencia, la ironía es una partera, sólo que en este caso no de revoluciones sino de pensamientos dislocados, fuera de lugar, amenazantes del orden. Más allá del sarcasmo simple y burlón, la ironía teje finamente enredos que permiten librarnos de un mundo insignificante, aburrido y banal. Quizás la ironía más universal es aquella que, por más que nos engañemos, nos hace reconocer que la vida, que el mundo, no tienen ningún sentido en sí mismo y que a pesar de todo, hacemos como si.
Ironía. Literatura y sociedad
Con cierta razón, no todos ven en la ironía un modo digno de proceder, pues como se ha dicho, este afecto puede ser utilizado con perversa malicia, a fin de atacar o destruir a otros, sobre todo cuando con resentimiento, odio o simple burla por ejemplo, los mayores la usan contra los niños, aunque también bajo ciertas circunstancias y sentimientos puede ser profundamente amarga entre todos.
Como Alexander Blok (2008) lo refiere al inicio de su bello texto que precisamente intitula La ironía, en el epígrafe que recupera del poeta ruso Nekrásov: “No me gusta tu ironía. Déjala para los decrépitos y desvaídos. Para nosotros, que tan locamente nos amamos. Y que hemos guardado un trozo de sentimiento. No es tiempo aún para entregarnos a ella.”
Dice Blok, que nos cuidemos de esa epidemia denominada ironía, ya que hace a las personas estar como ausentes. “Conozco gente dispuesta a desternillarse de risa al saber que su madre se está muriendo, o que la novia los ha engañado con otro, o que el hambre los está matando.” Aun más, “Para mí es muy gracioso que esta misma persona, desgarrada de risa, que pregona que es vejada y abandonada por todos, es como si estuviera ausente; como si no existiera como si sólo su boca se carcajeara. Yo lo quisiera sacudir por los hombros, tomar de las manos, gritarle para que deje de reírse de lo que le es más valioso en la vida, pero no puedo.”
Esto recuerda aquel pasaje entre Buck Mulligan y Stephen Kinch en el Ulises de Joyce:
–La tía cree que mataste a tu madre –dijo Buck Mulligan–. Por eso no quiere que tenga nada que ver contigo.
–Alguien la mató –dijo Stephen, sombrío.
—Podías haberte arrodillado, maldita sea, Kinch, cuando te lo pidió tu madre agonizante –dijo Buck Mulligan–. Yo soy tan hiperbóreo como tú. Pero pensar que tu madre te pidió con su último aliento que te arrodillaras y rezaras por ella. Y te negaste.
Tienes algo siniestro…
[Buck Mulligan se afeitaba] Se interrumpió y volvió a enjabonar ligeramente la otra mejilla. Una sonrisa tolerante curvó sus labios.
–Pero un farsante delicioso, murmuró para sí Kinch, el más delicioso de los farsantes.
Para el ironista todo da lo mismo, según Blok, y aunque él escribía esto a principios del siglo veinte de algún modo anunciaba la insignificancia del relativismo actual, mismo que podría asociarse con cierta ironía perniciosa. “Ante el rostro de la maldita ironía todo le da lo mismo a la gente: la bondad y la maldad, el cielo limpio y la pocilga hedionda, […] La verdad vínica, in vino veritas se apodera del mundo, todo es único, lo único es el mundo; yo estoy borracho, ergo quiero ‘acepto’ todo el mundo entero como es, […].”
Bajo el principio de la implicación mutua de todas las relaciones sociales se dio paso a una forma de autocontrol que superó todos los regímenes disciplinarios que el capitalismo experimentó en su devenir, logrando con ello una de sus máximas aspiraciones. Mientras la disciplina buscaba hacer trabajar y garantizar la obediencia de los individuos, sobre todo a través de instituciones como la escuela, la familia, la fábrica, las prisiones, los hospitales, etcétera. La sociedad de autocontrol pretende enraizarse en todos los ámbitos de la vida social e individual, en la conciencia, el pensamiento y el cuerpo de todos y cada uno de los sujetos, en el conjunto de las prácticas sociales. Por eso lo que antaño podría mirarse como una extraña obsesión hoy resulta lo más frecuente, pero ya no como una compulsión a la repetición sino con la confianza y la seguridad plenas de que lo que se hace tiene que ser así y de ninguna otra manera, no hay lazo social. Lo que actualmente persiste es una red irracional que atrapa a los cuerpos, sus conciencias y sus afectos. (Jiménez 2009:235)
Pero por qué la ironía puede ser planteada como una “enfermedad”, como una “epidemia” provocada por “vampiros chupasangre” a qué alude Blok cuando desde su pequeño ensayo hace crítica literaria y social.
Si el siglo XIX fue un “incendio sin flamas” como él lo sugiere, podríamos decir que el siglo XX inicio con las máquinas de acero, las locomotoras, los autos y concluyó en el Silicon Valley con las máquinas de silicio (y con los cuerpos rellenos de silicón) mismas que enfriaron el incendio y acabaron con la historia, por lo menos con aquella narración universal que situaba al mundo entre liberalismo y socialismo, entre individualismo y colectivismo. De esa y de otras historias ya no queda sino tan sólo un recuerdo cibernético, (algunos textos e imágenes en un link). Hoy la otra historia o poshistoria también nos narra un gran acontecimiento denominado globalización, pero ésta no tiene héroes ni revoluciones sino funcionarios, periodistas y aseguradoras que se desenvuelven no en las ciudades y el campo, sino a la velocidad y fuerza medibles en Kbps y MHZ desplegadas en pantallas y bocinas.
Precisamente y a pesar de la crítica de Blok a la ironía ésta surge como una respuesta al tedio, al aburrimiento tan característico de nuestra época, hoy mejor que nunca las palabras de Baudelaire se encarnan en nuestros yertos cuerpos, cuando Al lector dice, entre otras cosas, lo siguiente:
La necedad, el yerro, el pecado, la roña, ocupan nuestras almas, trabajan nuestros cuerpos […] Nuestro pecado es terco, nuestra contrición floja […] En la almohada del mal es Satán Trismegisto quien largamente acuna nuestro ser hechizado, […] ¡El diablo es quien maneja los hilos que nos mueven! […] Tal como un libertino pobre que besa y muerde el seno magullado de una vieja ramera […] Denso y hormigueante como un millón de helmintos, un pueblo de Demonios hierve en nuestras cabezas, […] Pero entre las panteras, los monos, y los linces, los buitres, escorpiones, serpientes y chacales, […]¡hay uno que es más feo, más inmundo, más malo! […] ¡Es el tedio! –De llanto involuntario llena la mirada, su pipa fuma y sueña patíbulos. Tú conoces lector, al delicado monstruo, hipócrita lector-mi igual-, ¡hermano mío!
Incendio baudelaireano que a mitad del siglo XIX provocó la censura y persecución del poeta, hoy hasta la ingenua dedicatoria Al lector parece un exceso, en todo caso habría que obrar como cuentan que el propio Baudelaire hizo frente a un auditorio vacío al leer algunos de sus poemas, hacer una reverencia a las desoladas butacas y retirarse con dignidad o por lo menos agregar a esas primeras dos palabras de Las Flores del Mal un par de signos ¿Al lector?
Vivimos en una sociedad donde el valor más alto es el de la seguridad, la eliminación del riesgo, con lo que la vida en todas sus posibilidades es vista como un bien asegurable. Aunque paradójicamente todo aquello que hace posible una paz y seguridad perpetuas tenga que ser prohibido, por eso la historia actual no es otra que aquella que relata y describe las condiciones en que técnicamente la existencia humana tiene que ser asegurada.
Pertenece a las ironías de las circunstancias modernas que hubiera que prohibir retroactivamente todo lo que se arriesgó para hacerlas realidad. De ahí se sigue que la llamada poshistoria sólo en apariencia representa un concepto histórico-filosófico, en realidad representa un concepto técnico-asegurador. Poshistóricas se llaman aquellas circunstancias en que son inadmisibles acciones históricas (fundación de religiones, cruzadas, revoluciones, guerras de liberación, lucha de clases, junto con sus promesas correspondientes) a causa de un riesgo no asegurable. (Sloterdijk 2007: 118)
Pero vayamos al filo lógico de la ironía como cabalgadura del lenguaje, se trata, dice Helena Beristain (2008) de una figura retórica de pensamiento porque afecta la lógica ordinaria de la expresión. También conocida como: antífrasis, asteísmo, carientismo, cleuasmo, epicertomesis, prospoiesis, diasirmo, sarcasmo, “hipócrisis”, mimesis, micterismo, meiosis, simulación, disimulación, “illusio”, exutenismo, “scomma”, caricatura, antimetátesis, irrisión, hipocorismo.
En realidad, en casi todas las lenguas indoeuropeas y en otras más la palabra ironía se escribe y se pronuncia de modo muy semejante, lo que le da al término una circulación universal. Aunque cabe reconocer que, muy probablemente el tono flemático de la ironía inglesa, poco o casi nada tenga que ver con la broma irónica de los latinoamericanos. A pesar de esto sabemos que algo queda en la estructura y en el sistema de las lenguas que permite identificar esta figura, aun con todos sus particularismos. ¿O no?
La ironía consiste en oponer, para burlarse, el significado a la forma de las palabras en oraciones, declarando una idea de tal modo que, por el tono, se pueda comprender otra, contraria (aunque para algunos es antífrasis la frase que significa lo contrario de lo que expresa: “¡bonita respuesta!”). Cuando lo que se invierte es el sentido de las palabras próximas, la ironía es un tropo de dicción (un metasemema) y no de pensamiento (metalogismo); a este tipo de conversión semántica o contraste implícito han llamado algunos antífrasis sobre todo cuando alude a cualidades opuestas a las que un objeto posee, es decir, se refiere implícitamente (y al explícito le han llamado oxímoron). Se trata del empleo de una frase en un sentido opuesto al que posee ordinariamente, y alguna señal de advertencia en el co-texto (o contexto lingüístico próximo), revela su existencia y permite interpretar su verdadero sentido. Así, las marcas que permiten rescatar ese verdadero sentido pueden ser tanto los significados de las palabras correlacionadas, como los de las frases, como el contexto situacional. En este último caso se trataría de una ironía “in absentia”. En todos los casos invierte la entonación. (Beristain 2008: 277)
Después de todo uno se puede interrogar ¿qué sentido tiene la ironía más allá de representar un recurso literario o un tropo de lengua? ¿Sirve de algo socialmente, acaso es útil como instrumento analítico para estudiar y entender la sociedad o sólo es un asunto de sensaciones y afectos individuales que entretiene y hace menos aburrida la existencia? Bien podría tratarse de una trampa relativista que opaca los asuntos serios e importantes de la vida. O de una propuesta que pretende hacer universal un estado de cinismo e insignificancia.
Desde la ironía, uno puede interesarse, ocuparse del otro, ser universal y particular al mismo tiempo, alejarse del mundo sin salirse de él, burlar aparentes compromisos y reelaborar responsabilidades frente a los otros, al considerarse a uno mismo, como una tensión con el otro, no como un espejo, una imagen, un símbolo y menos aún un insignificante significante. Tampoco se es por analogía, o como resultado de interpretaciones infinitas que me alejan o me aproximan de un plan universal, sea este el de mi voluntad o el de una ley que se me impone.
Introducción
No debe parecer extraño que se cierre este breve texto al revés, no sólo porque así se propuso desde el epílogo, arriba escrito, sino porque un mundo al invertido hace que el tango “cambalache”, parezca una canción de cuna:
“Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé… ¡Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor!… ¡Ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador! ¡Todo es igual!¡Nada es mejor! ¡Lo mismo un burro que un gran profesor! […] Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, ¡da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón!… ¡Que falta de respeto, que atropello a la razón ¡Cualquiera es un señor! ¡Cualquiera es un ladrón! ¡Siglo veinte cambalache problemático y febril!… ¡El que no llora no mama y el que no afana es un gil! ¡Dale nomás! ¡Dale que va!¡Que allá en el horno nos vamos a encontrar!” (Discépolo Enrique, Tango: 1984)
En una época en la que no hay grandes batallas que dar, en donde los movimientos sociales son como arrebatos de vecindad que no duran más de lo que un simple comercial televisivo, quizás las pequeñas escaramuzas dispersas dejen algo distinto para el sentido de la existencia en inagotables experiencias que nos permita reconocernos en aquello que hacemos; en el decir, el pensar y el obrar, porque no se puede creer que sólo se tiene experiencia cuando se práctica, cuando se obra, sino también cuando se habla y se piensa.
Lo que ha hecho las utopías o la ausencia de ellas no son una masa biológica o un espíritu inerte que pasivos con esperanza o sin ella se montan en la historia, todo lo contrario es el sujeto de la experiencia, el individuo de la acción quien crea el mundo, por eso, en parte, no concuerdo con Kierkegaard cuando critica a Schlegel y Tieck por su posición dispersa pues dice que nunca ganaron una batalla decisiva sino un sinfín de escaramuzas. Para él, “Hegel, […] tiene el mérito absoluto de hacer que su positiva intuición de conjunto venza el pudor polémico que, como la virginidad de la reyna Brunilda, necesitaba más que un esposo corriente, necesitaba que un Sigurd Svend la dominara.”
Cierto, como dice Kierkegaard cuando habla de otros autores, que es frecuente mencionar a la ironía más no por ello fundamentamos nuestra propia posición con respecto a ella. Este trabajo no se agota en esa ineludible demanda, valga mencionar que eso fue algo que con toda intención no se hizo, lo cual no quiere decir que en breves líneas no lo pretendamos. Como ya se ha mencionado hablar, pensar y hacer son experiencias subjetivas. Podemos reconocer con Kierkegaard una determinación común a toda ironía, a saber:
que el fenómeno no es la esencia, sino lo contrario de la esencia. Cuando hablo, el pensar lo pensado es la esencia y la palabra es el fenómeno. Estos dos momentos son absolutamente necesarios, y en este sentido Platón observaba que todo pensar es un hablar. Ahora bien, la verdad exige la identidad; pues si tuviésemos pensamiento sin tener palabra, no tendríamos tampoco pensamiento, y si tuviéramos palabra sin tener pensamiento, no tendríamos tampoco la palabra. […] Si tomo, por otro lado, al sujeto hablante, tengo también una determinación común a toda ironía, a saber que, el sujeto es negativamente libre. Cuando, al hablar, cobro conciencia de que aquello que digo es lo que pienso, y que lo dicho es la expresión adecuada para lo que pienso, y presupongo que aquél a quien hablo recibe cabalmente en lo dicho aquello que pienso, en ese caso estoy atado a lo dicho, es decir, soy positivamente libre. A esto se aplica el antiguo verso: semel emissum volat irrevocabile verbum [tan pronto como se la emite, la palabra vuela irrevocable] (Kierkegaard, 2000: 276).
Reducir la ironía a una simple broma, a una huida graciosa, a un cinismo vil, un sarcasmo o a una refinada y cultivada actitud lógica es un error. Aunque puede ser todo aquello, en realidad el sentido irónico que la vida y con ello la literatura nos brinda dista mucho de lo anterior. La ironía es una armadura que permite, como a los guerreros, entablar una batalla, dignificarse en un mundo insignificante, vacio, dignificar al otro, no sólo aquél con el que se conviene, con quien se está de acuerdo o con quien no se comparte el modo de pensar las cosas, sino sobre todo aquél que ignoramos, para empezar uno mismo. En un mundo como el actual, globalizado y donde todo aparece como relativo la ironía es como para Derrida un pharmakon, un veneno y un remedio contra la sanísima podredumbre de la claridad, un acto de resistencia política y cultural, la ironía es un medicamento muy potente nada inofensivo que alivia sin curar, que al contrario abre heridas para luego sólo en apariencia volverlas a cerrar. La ironía como pharmakon, como tecnología del sujeto, de manera alguna puede mirarse como un instrumento manipulable al gusto de cualquier conciencia o destreza, todo lo contrario, como técnica la ironía es el hombre mismo.
Bibliografía
Kierkegaard Soren (2000) Escritos Soren Kierkegaard vol. 1, De los papeles de alguien que todavía vive, Sobre el concepto de ironía, Madrid, Trotta.
Baudelaire Charles (1980) Las flores del mal, Buenos Aires, Losada.
Benjamin Walter (2001) Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, España, Taurus.
Beristáin Helena (2008) Diccionario de retórica y poética, México, Porrúa.
Blok Alexander (2008) La ironía y otros ensayos, México, Verdehalago.
Jankelevitch Wladimir (1982) La ironía, Madrid Taurus.
Jiménez Marco “Las afinidades ético políticas del miedo” en Pamplona Francisco (editor) (2009) Paradojas del miedo, México, UACM.
Sloterdijk Peter (2007) En el mundo interior del capital. Para una teoría filosófica de la globalización, Madrid, Siruela.
Citas
Mark Me refiero al trabajo Verkherte Welt donde el autor “se divierte escribiendo una obra que empieza por el epílogo y concluye con el prólogo. (en Jankelevitch 1982: 71)