José es un paciente del hospital psiquiátrico que vive inmerso en una locura trágica. Parece un animal al que han conducido al encierro en tres ocasiones, encadenado en los hechos que parecen rebasarlo, ha sido llevado por su padre, por la policía y por quejas de otros que él no entiende. Tiene apenas 21 años y le es difícil construir un texto coherente, sin embargo, sonríe. Sus dientes blancos asoman mostrando la imagen grotesca de una vida que parece haber sido cortada de tajo.
José trata de explicarme que el padre no lo quiere y ríe tratando de pensar que está celoso de su jefe, que le ha dado muestras de afecto y le ha cambiado el nombre llamándolo Manuel. Pero su patrón también se cuida de él y lo desilusiona porque le paga muy poco y no le alcanza para vivir. José desfallece en su soledad sin poder asirse de algo.
José tuvo una hija que no le dejan ver. No ha podido ir a la escuela y sus hermanos son profesionistas. Se encierra en su cuarto y se abandona días, semanas con miedo a comer, no habla con nadie.
Le han pegado en la calle unos pandilleros al grado de creerse muerto, pero la luna le hizo saber que estaba vivo. A veces los letreros emiten la voz de su novia que le dice: es por aquí, él lee en una pared el mensaje de su amada, así sabe que ella le llama y lo espera. Esa es su locura, eso es lo que los psiquiatras llaman “alucinaciones”.
José me cuenta su trágica vida marcada por los golpes de un padre que desprecia las palabras que el hijo pronuncia y una madre que envuelve en el término: “enfermedad” lo que su hijo quiere decirle trasmutando y encerrando su discurso en el cuidado silencioso de “su enfermo”.
Hay varios episodios trágicos que él me relata, y dentro de estos hay uno que me llama especialmente la atención. Se trata de la muerte del abuelo Alcibíades.
Cuando José hace aparecer al abuelo en escena su cara se ilumina denotando que es por él que sabe que está vivo.
El abuelo, como José, ha sido tachado de flojo e inútil. Alcibíades ha sido campesino, es el padre de su padre y murió como José. Está enloqueciendo, convertido en alguien que sobra.
“Sus hijos y su esposa, mi abuela lo trataban como a un perro”, José me ha dicho que a él le dan a comer baba de perro y veneno para ratas. Tiene miedo.
José considera que, tanto al abuelo como a él, sus parientes han tratado de matarlos considerándolos animales al excluirlos del orden familiar.
Muerte del abuelo:
“A mi abuelo lo regañaban como a mí, acusándolo de flojo. Un día lo mandaron a buscar leña y como ésta se prendió él se salió del fuego, pero al darse cuenta de que se quería morir se metió otra vez, eso lo veo en mi pensamiento claro”
El abuelo quiso morir quemado y fue al encuentro de las llamas como decisión propia.
José les dice a los muchachos que lo atacan “a mí no me van a hacer lo que ustedes digan” Pero regresa y los busca. ¿No es clara la identificación con el abuelo? Luego lo traen al hospital.
José elige su locura como respuesta al rechazo familiar que él percibe. Hace lo mismo que el abuelo entrando a las llamas y dejándose abrazar por ellas, no como una forma de someterse al deseo familiar sino como una decisión propia. Se trata de la reivindicación del acto destructivo, de la apropiación de su vida a través de ese salto mortal en el que realmente se la juega.
Al describir la escena José llora y me conmueve enormemente. No puedo dejar de pensar en Antígona que se encamina a su propia muerte con honor, con el orgullo de pagar el precio de su propia decisión.
No voy a doblegarme, dice José Antonio, y advierto entonces que el hospital es su infierno como el cuarto donde se encierra, es la autoinmolación del abuelo, es el escenario final al que él se ha entregado. Sin embargo, hay una salida.
Eurípides hace de Antígona una obra de arte, y a través de su relato nos transmite la belleza de su crimen, y José espera esta transmutación. Sus actos repetitivos oscilan entre la vida y la muerte y la luna se cierne en su cabeza para decirle que está vivo.
Su juventud me atrapa y lo imagino en la moto que ha compuesto siguiendo el oficio del padre. Escucho su fascinación cuando me habla de los motores y su intención de ser técnico; su ilusión de tener varias mujeres como su tío abuelo Aquiles (hermano de Alcibíades) que era respetado por sus hijos y sus nietos.
Al parecer la línea de los héroes griegos quedó sesgada excluyendo al padre que lo conmina al silencio, sin inscribirlo en el orden generacional, pero la estirpe familiar es animada por el fuego mortal del abuelo y los tíos que lo llama a ser como ellos.
José me dice que cuando vio el retrato de su tío abuelo Aquiles, supo que no lo iba a olvidar. La visita que le hizo a su tío para presentarle a su novia (con la que tuvo una hija) le hizo sentirse vivo. Al contarme su vida José recoge los fragmentos, construye una historia que puede habitar. Su dicción al principio inentendible, se torna no solo coherente sino bella, interesante, fascinante…Y me dice algo que surge como clave de su vida “a mí me gustan las vaciladas” pero mi familia no las entiende. ¡José hace chistes! Tiene sentido del humor. Cambia por ejemplo los vasos de lugar cuando hay una discusión en su casa o atribuye a algunas piezas de un motor la capacidad de guardar el rencor y las malas vibras en el taller, sorprendiendo a sus compañeros de trabajo. ¡José intenta convertir la tragedia en comedia! Y aquí en el hospital, en este lugar a donde su padre lo ha arrastrado en tres ocasiones, nos podemos reír en este viernes soleado donde estamos tranquilamente platicando bajo el hermosísimo árbol de chico zapote que nos da su sombra.