Amores de mar y de piedra. Travesías amorosas en Owen y Villaurrutia

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Hacer del viaje una forma de vida es para algunos una necesidad, una aventura que debe emprenderse echando mano de todas las armas disponibles. Lo que una travesía despierta se convierte entonces en algo más que un simple recorrido, es un encuentro con el alma que despierta como nunca antes lo había hecho. Esta condición parece ser propia para los dos autores que aquí nos ocupan: Gilberto Owen y Xavier Villaurrutia. Owen verá la primera luz del viaje en 1903 en la ciudad de El Rosario, Sinaloa, mientras que Villaurrutia llegará al mundo un año más tarde (1904) en la Ciudad de México. Owen pasará sus primeros años en un ir y venir entre su natal Rosario y Mazatlán hasta que a los trece años (en 1917) los fuegos de la revolución lo obligarán a emprender el camino hacia el frío de Toluca, lugar en el que va a permanecer hasta 1923 año en que será recibido por la ciudad de México. Se muda junto con su hermana al edificio marcado con el número 105 de la calle de Uruguay. Este periodo entre los años de 1923 y 1928, como afirma Vicente Quitarte en su ensayo Invitación a Gilberto Owen es definitivo en la formación del poeta, pues es cuando comenzará a entablar relación con los miembros de la generación de “Contemporáneos”. Su primer verdadero cómplice lleva por nombre Jorge Cuesta, con él entabla una amistad que ve su vida:

En las reuniones del café América, en las aulas de la Escuela Nacional Preparatoria o en las casas de cada uno de ellos entablaron sus primeras alianzas. El conocimiento de Cuesta, la circunstancia de haberlos hermanado el fervor por el lenguaje –ante el profesor que afirmaba que los ejércitos “marchaban noche y día bajo la luz del sol”- fue como una declaración de principios. A ello se unió la amistad con Salvador Novo y Xavier Villaurrutia, que ya anunciaban con sus actitudes sus futuras navegaciones: la curiosidad y la crítica como antídotos contra el aburrimiento y contra la que consideraban mediocridad del ambiente literario circundante

Es también en las aulas de la Escuela Nacional Preparatoria que Xavier Villaurrutia comenzará su unión con la generación (y con generaciones posteriores), su figura recorría los pasillos del recinto de manera inconfundible. Recuerda Octavio Paz:

(…) Villaurrutia no pretendía ser humilde ni inclinaba la cabeza; la erguía y la movía de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, entre curioso y desdeñoso. Un pájaro que reconoce sus terrenos y define sus límites. Como Novo, era elegante pero, a diferencia de sus amigos, buscaba la discreción. Vestía trajes grises y azules de tonos obscuros. Al caminar, con la mirada en alto taconeaba con fuerza. Usaba unas camisas blancas, inmaculadas y que –demasiado amplias- acentuaban la delgadez de su cuello. Piel mate, labios delgados, nariz de ventanas anchas, una fisonomía que habría sido más bien común de no ser por la humedad de los ojos –grandes y pardos bajo las cejas estrictas- y la amplitud noble de la frente. El pelo era negro y levemente ondulado.

Pero estos tempranos encuentros significarían apenas el primer vínculo para la generación de Contemporáneos (o la generación “sin nombre” como la llamaba Xavier Villaurrutia). Estaban y a la vista revistas, publicaciones y el teatro Ulises que representaría la primera nave en la cual los dos poetas que aquí atañen serían compañeros tripulantes. El teatro Ulises trabajaba bajo el auspicio de María Antonieta Rivas Mercado, en un pequeño foro que albergaba a 50 personas. Ahí, fieles a su espíritu universal, forma en la cual ellos consideraban que surgía el verdadero concepto de nación, traducirían y montarían obras del teatro experimental de la época: piezas dramáticas autores como Vildrac y Cocteau figurarían en los escenarios del teatro Ulises. En este particular, es importante resaltar que las vías de comunicación con el continente europeo no eran tan rápidas como lo son en nuestros días, lo cual hace de llamar la atención que estos autores tuvieran tan prontas versiones de los textos en cuestión.

Pero el teatro Ulises no es sólo el inicio de la aventura literaria, para Owen va a significar el inicio de una larga travesía amorosa que, al ser irrealizable en la vida, hallará su adecuado ser en un epistolario. En el año de 1928

, el teatro Ulises se preparaba para montar la puesta de El Peregrino de Charles Vildrac, pero faltaba quien interpretará a Denisse, la joven protagonista. Fue entonces que Araceli Otero, Celestino Gorostiza y el propio Owen van en busca de Clementina Otero (Hermana de la Araceli) para que audicione para el papel. Clementina Otero no sólo obtendrá el papel y compartirá el escenario con el poeta sinaloense, sino que además ganará el fervor del mismo. El coqueteo incesante, el asedio del poeta terminaron por fascinar y al mismo tiempo aterrar a la joven Clementina quien contaba apenas con 17 años (Gilberto tenía 24). Es entonces que nace la relación epistolar, la cual se intensificará en junio de 1928, fecha en que, previo al estreno de la obra El Tiempo es sueño de Henri René Lenormand, Owen se integrará al Consulado mexicano en Nueva York. De hecho Owen no volverá a pisar tierras mexicanas sino esporádicamente (hace un a visita breve en 1943, por ejemplo)

Años más tarde, Clementina Otero afirmó que:

Amaba su poesía, amaba al poeta, mas no al hombre y, sin embargo, más tarde, empecé a necesitar sus cartas, las esperaba con ansiedad, acaso con cierta ilusión. Mas no estaba segura de que fuera amor, ¿amor? “Por siempre jamás la adora G. O.”: fueron sus últimas palabras en su última carta. Se fue y no llegué a su vida. ¿Se fue huyendo de mi desamor? No lo supe: sólo sé que en su última carta se sentía culpable, tal vez por haber encontrado otros amores, o por haber perdido la esperanza de esperarme.

Clementina Otero guardó cada una de las cartas enviadas por el poeta pero, como promesa a su esposo, no las dio a conocer sino hasta la muerte de este último. A partir de ese momento han aparecido varias ediciones de este epistolario que, por encima de todo, muestra una gran calidad literaria. Afirma Quitarte:

Estas son las cartas de un poeta. No de un simple enamorado, lo cual es diferente a un enamorado simple. Comparadas con las de sus contemporáneos, las cartas de Owen son singulares. Hiperbólico y lúdico, trágico y cómico, en sus primeras epístolas elabora un discurso donde intenta conquistar al sujeto amoroso mediante su inteligencia. Cuida sus palabras, mide sus acciones. Procura no violentar un temperamento que ya desde entonces anunciaba su inflexibilidad y su sincera incapacidad de comprender e interpretar cabalmente los equívocos de su enamorado.

Sirva lo anterior para destacar la importancia de este epistolario para los intereses del presente texto, y es que, al hablar de este no se habla de un mero testimonio personal del autor, sino, ya se ha dicho, de un testimonio literario. Owen no sólo va dedicar muchos de sus poemas a Clementina, sino que constantemente va a convertir en versos cosas escritas en las misivas. Delatan además, la vocación viajera del poeta, la figuras de Ulises y Sinbad va a hacerse presentes en su vida tanto como en su obra. De hecho este último va a ser el motor de su poema mayor: Sinbad el Varado, mas en ello ahondaré más adelante.

Al contrario de Owen, en Villaurrutia sabemos poco de sus amores en la vida real. Su homosexualidad mucho más discreta que la de Salvador Novo y su extrema timidez contribuyen a ello. De hecho, como lo veremos más adelante en el texto, en la poesía de Villaurrutia, la figura del ser amado es siempre una figura de presencia ausente, oculta su nombre, su forma. Por el contrario, si sabemos mucho acerca de sus viajes, de su sentir ante los mismos. Villaurrutia se dejaba invadir siempre por la nostalgia, por una estática, una quietud que lo obligaba a viajar más hacia el interior de sí mismo. De hecho escribe:

Viajar es una manera de nutrir la quietud, si se conserva la quietud en el viaje. Por eso prefiero el viaje con un movimiento tan lento que no pueda distinguirse de la quietud. Quizá el viaje, así, resulte más corto; sé que resulta más intenso.

La pasión es un viaje. Alimento la mía con los más fríos objetos, con los que más fácilmente me apasionan. No apasionan más los más cálidos, sino más fácilmente, más superficialmente: la pasión ya está en su calor.

Yo quiero que la pasión esté en mí, la frialdad en ellos.

Todo es cuestión de forma. Quiero para mi poesía la forma de ella misma, siempre diferente; la forma de los objetos que describo.

La quietud del viaje, se ve en este fragmento despierta a la pasión y la pasión a la poesía. El vínculo entre cada una de estas sustancias es indispensable para el poeta. A ellos se unirán la nostalgia y la muerte, ultimo y gran viaje, también la quietud suprema. Pero esta fuerzas, que fueran también fundamentales para otros miembros de su generación, no son energías negativas, son, por el contrario, vitales, necesarias para que el espíritu se libere del todo. No es vano que en la carta que le dirige en 1935, José Gorostiza escribe: “Hágase usted del ánimo de morir”

. Frase que no representa una invitación al suicidio, sino una renuncia al viaje común, al viaje que se niega a llenarse de experiencia vital. Estas energías latentes plagarán la poesía del autor en todos sus temas.

Hasta aquí dejo este muy extenso preámbulo y voy ahora a la reflexión de algunos de los poemas de ambos autores.

 

2

Líneas arriba mencioné que Owen convirtió en versos líneas completas de las cartas dirigidas a Clementina Otero. He aquí un ejemplo, se trata de Poema en que se usa mucho la palabra amor:

C omienza aquí una palabra vestida de sueño más música

L levas puñados de árboles en el viento de Orfeo

E n los ojos menos grandes que el sol pero mucho más vírgenes

M añanas eternas y que llegan hasta París y hasta China

E se otro ojo azul de párpados de oro en el dedo

N o sabrías sin  él Niágaras a tu espalda de espuma

T ampoco el sueño duro en que nada cabría como nada en el huevo

I ba el sabio bajo la fábula y volvió la cabeza

N adie sino él mismo recogía las yerbas desdeñadas

A sí me lloro vacío lleno de mi pobreza como de sombra

O acabo de inventar la línea recta

T odo el horizonte fracasa después de sus mil siglos de ensayos

E l mar no te lo perdonará nunca ni Dionisos

R ecuerda aquella postura en que yo fui tu tío que ha eternizado

O tra fotografía desenfocada por un temblor de tierra en la luna.

Este poema es enviado a Otero como carta fechada el 23 de abril de 1928 y unos años más tarde aparecerá en el libro Línea. De inmediato resaltan dos elementos: uno, que el poema nunca utiliza la palabra amor, lo que lleva al punto dos, la palabra amor en verdad se encuentra registrada en el acróstico que el propio autor resalta, en el original enviado a Otero, escribiendo la primera letra de cada verso separado de la palabra que integra.  Allende esta alusión me interesa destacar la forma en que el ser amado forma con su cuerpo una geografía de ensueño. Es decir, su presencia no es simplemente corpórea, materia simple; por el contrario, es una geografía creada en el sueño, en su espalda hay Niágaras de espuma, ojos más vírgenes que el sol llegan a París o China. El cuerpo amado es, así, no sólo algo que se contempla, sino que es el puerto anhelado, el lugar prometido al que se aspira llegar.

Cabe señalar también que los cuatro últimos versos hacen referencia a la obra el Peregrino de Charles Vildrac, en la cual Clementina interpretó a la joven Denisse, cuya educación sentimental está a cargo de su tío (que interpretó Owen). De hecho Owen se referirá a Clementina,  en sus cartas, como Dionisos.

Este primer ejemplo es apenas la simiente de lo que ocurrirá en la obra posterior del poeta, En su Nueva Nao de Amor, por ejemplo, la noción de travesía se une ya de manifiesto a la del amor. El canto II de este poema lleva justamente por título. Viaje  y en él, el autor deja ver el viaje cómo una necesidad, el viajero no lo es ya por vocación, lo es, más bien, porque cumple con un destino irrevocable. El amor en cambio, no puede lanzarse en la travesía queda atado, es lastre para el alma:

Todo estaba embarcándose

en todos los puertos del mundo;

hasta los mares –albeante

iba su flotilla de nubes,

fueron dejando atrás la tierra;

hasta la tierra – ¿a dónde, sed, a dónde?

Sólo tu casa, como un barco

muy viejo ya que no pudo soltar

sus amarras de hiedra y rosas.

Y este lastre, y el ala del amor,

sin aire, inmóvil, en nuestra alma.

El amor, es estatismo y dolor constante, no impide el viaje, lo atrapa, lo mantiene en un solo lugar que es todos los lugares. Si el barco es viejo es porque se ha visto tantas veces “navegando” sobre el amor que se ha cansado, no puede ya ni siquiera tirar el lastre. Por el contrario, permanece pues equivale a los recuerdos de la derrota amorosa.

Las figuras florales llaman mucho la atención, pues se genera a través de ellas un contraste entre la idea del dolor amoroso y la presencia de la naturaleza que prevalece en su belleza.

Uno de los poemas del autor que mejor ilustra esta paradoja es Sinbad el varado, contundente ya desde el título. En él, conocemos la bitácora del marino correspondiente al mes de febrero; veintiocho días, veintiocho poemas que van del canto a la poesía misma al más profundo dolor causado por la herida amorosa. Observa Quitarte:

La confusión de destinatarios y la imposibilidad de identificar quien habla desde el primer poema de Sinbad el Varado, es un reflejo de las confusiones, autoengaños y mecanismos de defensa a los que acude el yo ante su catástrofe. En el inicio y en el fin del diálogo amoroso hay una doble escisión: el Yo que comienza a enamorarse, integra su ser dividido en el otro; vive para el otro por el otro. Surge la ruptura, y el amante elabora un duelo con objeto de recuperar su integridad. En este proceso de muerte y resurrección, el amante tiene, como estudia Igor Caruso, dos maneras de evadirse: la regresión narcisista o el avance integrador. En el terreno de la poesía o en los dominios de la imaginación heroica, Sindbad tiene el privilegio y la desgracia de transitar por ambos caminos.

Efectivamente, la voz cantante de descubre náufraga, ha sido vencida en la tormenta de lo amoroso:

Y no hablas. No hables,

que no tienes ya voz de adivinanza

y acaso te he perdido con saberte,

y acaso estás aquí, de pronto inmóvil,

tierra que me acogió de noche náufrago

y que al alba descubro isla desierta y árida;

y me voy por tu orilla, pensativo, y no encuentro

el litoral ni el nombre que te deseaba en la tormenta.

El amante, el marino, lucha fuertemente contra el mar tempestuoso, todo en el poema es naufragio, embriaguez, derrota, una inevitable inmovilidad; pues su objetivo es llegar a la Ítaca que el objeto amado representa para ofrendarle la vida…

Y luché contra el mar toda la noche,

Desde Homero hasta Joseph Conrad,

Para llegar a tu rostro desierto

Y en su arena leer que nada espere,

Que no espere misterio, que no espere.

Nada espera y, ante todo, nada obtiene. Los dos fragmentos anteriores surgen del día primero de la bitácora y son el preámbulo para la ruptura, para el verdadero dolor que padece el fracasado marino: el amante. Y es que, la culpa es siempre del otro, del amado. El amante, náufrago, ya se ha dicho, ofrenda su vida, pero no recibe del objeto de su deseo sino heridas constantes y permanentes: ¡Qué dura herida la de su frescura/sobre la brasa de mi frente.

 Conforme el texto avanza, el cansancio aumenta, la esperanza disminuye, ya no es posible ver el amor como un acto realizable. El día veintidós es uno de los más contundentes en este sentido. En él, ya no queda otra cosa que el cansancio, el camino se a tornado espinas, acceder al ser amado es ya imposible, pues este se encuentra en todas partes, es ya todos los lugares. Lleva por título Tu nombre, Poesía:

Y saber luego que eres tú
barca de brisa contra mis peñascos;
y saber luego que eres tú
viento de hielo sobre mis trigales humillados e írritos:
frágil contra la altura de mi frente,
mortal para mis ojos,
inflexible a mi oído y esclava de mi lengua.

Nadie me dijo el nombre de la rosa, lo supe con olerte,
enamorada virgen que hoy me dueles a flor en amor dada.

Trepar, trepar sin pausa de una espina a la otra
y ser ésta la espina cuadragésima,
y estar siempre tan cerca tu enigma de mi mano,
pero siempre una brasa más arriba,
siempre esa larga espera entre mirar la hora
y volver a mirarla un instante después.

Y hallar al fin, exangüe y desolado,
descubrir que es en mí donde tú estabas,
porque tú estás en todas partes
y no sólo en el cielo donde yo te he buscado,
que eres tú, que no yo, tuya y no mía,
la voz que se desangra por mis llagas.

 

El poema termina aún varado, sin esperanza, no puede acabar sino lanzando un tal vez que se pierde en la brisa:

Tal vez mañana el sol en mis ojos sin nadie,

tal vez mañana el sol,

tal vez mañana,

tal vez.

El Libro de Ruth, texto que se sabe ya no dedicó a Clementina Otero es sin duda uno de los más abundantes en sensualidad de toda la producción del poeta. Paisajes multiforme, naturaleza que pasa de la sola imagen al sueño plagan cada una de los poemas que integran el cuerpo total del libro de Ruth. La referencia bíblica es evidente, late a cada palabra, pero de esta vez la carne exige su lugar, se presenta como una posibilidad de asegurar la entrada al paraíso prometido:

BOOZ CANTA SU AMOR

Me he querido mentir que no te amo,
rojo de alegría inacuta, sol sin freno
en la tarde que sólo tú detienes,
luz demorada sobre mi deshielo.
Por no apagar la brasa de tus labios
con un amor que darte no merezco,
por no echar sobre el alba de tus hombros
las horas que le restan a mi duelo.
Pero cómo negarte mis espigas
si las alzabas con tan puro gesto;
cómo temer tus años, si me dabas
toda mi juventud en mi deseo.
Quédate, amor adolescente, quédate.
Diez golondrinas saltan de tus dedos.
París cumple en tu rostro quince años.
Cómo brilla mi voz sobre tu pecho.
Oyela hablarte de la luna, óyela
cantando lánguida por los senderos:
sus palabras más nimias tienen forma,
no le avergüenza ya decir “te quiero”.
Me has untado de fósforo los brazos:
no los tienen más fuertes los mancebos.
Flores palúdicas en los estanques
de mis ojos. El trópico en mis huesos.
Cien lugares comunes, amor cándido,
amoroso y porfiriado amor primero.
Vámonos por las rutas de tus venas
y de mis venas. Vámonos fingiendo
que es la primera vez que estoy viviéndote.
Por la carne también se llega al cielo.
Hay pájaros que sueñan que son pájaros
y se despiertan ángeles. Hay sueños
de los que dos fantasmas se despiertan
a la virginidad de nuestros cuerpos.
Vámonos como siempre: Dafnis, Cloe.
Tiéndete bajo el pino más erecto,
una brizna de yerba entre los dientes.
No te muevas. Así. Fuera del tiempo.
Si cerrara los ojos, despertándome,
me encontraría, como siempre, muerto.

 

El poema es ya contundente desde el primer verso, el amante busca engañarse, hacerse creer que no ama, mas la tarea es imposible. A partir de ahí surge la paisajística del ser amado. Un amor adolescente, amor que es brasa, que arde con la intensidad juvenil, Owen presenta un paisaje virginal que es violentado de por el impulso amoroso. La primera parte del poema muestra una sensual inocencia: “París cumple en tu rostro quince años”, “el trópico en mis huesos”, sólo para luego liberar su pasión, atreve la carne en terrenos que le han sido privados, es decir, los celestiales: Por la carne también se llega al cielo/ Hay pájaros que sueñan que son pájaros/ y se despiertan ángeles(…). Aquí el poeta no duda en poner de manifiesto que su pasión sólo puede realizarse en este mundo, a través del cuerpo se manifiesta con fuerza, ello la eleva a lo sagrado. Pero luego viene el peligro de abandonar el sueño, pues al dejar sus territorios, es decir, el los territorios de la vigilia, ocurre la muerte: Si cerrara los ojos, despertándome,/
me encontraría, como siempre, muerto.

 

3

Se ha dicho ya que en Villaurrutia la figura amada no tiene un rostro definible, es una duda, se esconde en el amor mismo para no ser descubierto por nadie que le sea ajeno, es innombrable, de hecho no debe ser nombrado. La noche, las sombras son el lugar ideal para que el amor pueda gestarse:

 

Si nuestro amor no fuera,

al tiempo que un secreto,

un tormento, una duda,

una interrogación;

 

Y es que si en Owen el amor es una fuerza que obliga al movimiento inmóvil, en Villaurrutia es estatuario, es pétreo, no puede moverse, ha condenado al amante a ser piedra que no tiene acceso al cuerpo deseado sino en el reino del sueño, sólo ahí es realizable, en el mundo exterior es un crimen. Amante y ser amado, son, ante todo, cómplices:

Guardas el nombre de tu cómplice en los ojos

pero encuentro tus párpados más duros que el silencio

y antes que compartirlo matarías el goce

de entregarte en el sueño con los ojos cerrados.

De lo anterior se podría pensar que la idea de la travesía presente en la poesía de Owen se encuentra excluida en la de Villaurrutia, mas no es así, lo que ocurre es que en este último el viaje ocurre hacia el interior, hacia el sueño, la quietud que el propio autor describió en texto ya citado, es de nuevo una travesía por la noche. Es de hecho un camino hacia la muerte, que es el máximo despertar, el verdadero.

Es aquí dónde los caminos de los compañeros de generación, esta vez en la palabra. El amor conduce a la muerte. No se sino dolor, acaso avaricia. El poema  Amor condusse noi ad una morte, lo expresa muy bien:

Amar es una angustia, una pregunta,
una suspensa y luminosa duda;
es un querer saber todo lo tuyo
y a la vez un temor de al fin saberlo.

Amar es reconstruir, cuando te alejas,
tus pasos, tus silencios, tus palabras,
y pretender seguir tu pensamiento
cuando a mi lado, al fin inmóvil, callas.

Amar es una cólera secreta,
una helada y diabólica soberbia.

Amar es no dormir cuando en mi lecho
sueñas entre mis brazos que te ciñen,
y odiar el sueño en que, bajo tu frente,
acaso en otros brazos te abandonas.

Amar es escuchar sobre tu pecho,
hasta colmar la oreja codiciosa,
el rumor de tu sangre y la marea
de tu respiración acompasada.

Amar es absorber tu joven savia
y juntar nuestras bocas en un cauce
hasta que de la brisa de tu aliento
se impregnen para siempre mis entrañas.

Amar es una envidia verde y muda,
una sutil y lúcida avaricia.

Amar es provocar el dulce instante
en que tu piel busca mi piel despierta;
saciar a un tiempo la avidez nocturna
y morir otra vez la misma muerte
provisional, desgarradora, oscura.

Amar es una sed, la de la llaga
que arde sin consumirse ni cerrarse,
y el hambre de una boca atormentada
que pide más y más y no se sacia.

Amar es una insólita lujuria
y una gula voraz, siempre desierta.

Pero amar es también cerrar los ojos,
dejar que el sueño invada nuestro cuerpo
como un río de olvido y de tinieblas,
y navegar sin rumbo, a la deriva:
porque amar es, al fin, una indolencia.

 

El paisaje que dibuja Villaurrutia en su poesía es muy distinto de las imágenes del trópico tan abundantes en Owen. Aquí el paisaje es interior. Es necesario estar cerca del cuerpo del otro, o en el cuerpo del otro para contemplarlo (al paisaje). También es juvenil, pero su ritmo tiene un ímpetu, una cadencia más calma; es brisa que debe invadir al amante, incluso en el momento culminante del beso: hasta que de la brisa de tu aliento/ se impregnen para siempre mis entrañas.

Esta noción del cuerpo como una geografía de sueño y navegaciones hacia lo interior abundan no sólo en sus poemas amorosos, sino en prácticamente toda su obra poética. Por ejemplo, en el Nocturno en que nada se oye:

aquí en el caracol de la oreja

el latido de un mar en el que no sé nada

en el que no se nada

El caracol de la oreja parece ser uno de los objetos centrales de la playa del cuerpo, en este parecen acumularse todas las energías del universo de Villaurrutia: amor, inteligencia, sueño caben en sus huecos. Es como un laberinto que congrega todas estas fuerzas vitales. Pero es también, en lo amoroso otra vez, un acumulador de todo lo doloroso que el hecho amoroso representa: pero es este un dolor silencioso, al igual que todo el hecho del amor permanece callado, secreto, pues la palabra poética es el único espacio en que puede existir libremente.

El tema de lo amoroso no es tan abundante en Villaurrutia, de hecho no se encuentra entre los temas principales de la poesía de la generación, pero cuando aparece lo hace con gran maestría. Sirva este breve análisis (y sobre todo sirva la poesía misma) para aventurarnos también en la travesía, en una forma de amor que no puede cobrar su forma verdadera si no es a través de la palabra poética. Ambos, Owen y Villaurrutia, emprendieron el último viaje muy pronto (Owen tenía al morir 48 años de edad, Villaurrutia, 47) pero su poesía se ha quedado. Es el testimonio de dos seres que encontraron en la poesía el hogar ideal para su deseo, para un amor que parece de otro modo, inalcanzable.