Aporías de la norma: tres variaciones sobre el biopoder

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Nunca podrá haber una democracia del género humano.

Chantal Mouffe

¿Y la vida no ha entrado dentro del campo político en formas que son claramente irreversibles?

Judith Butler

 

1.

Desde hace algunos años el deseo de crítica se ha reavivado. En su variante negativa, como deseo de no sujeción; pero también en su faz más propositiva e indócil, como deseo emancipador. Haciéndose eco de La Boétie, el deseo parece comprender que su ser lo es de toda afirmación de la libertad o, al menos, que encarna su comienzo más agudo e ingenioso. Este deseo de crítica comienza a estar interesado por el arte de la inservidumbre voluntaria, un ejercicio hermanado con la virtud. Pero escuchémoslo atentamente, pidamos el sigilo de la clínica; interroguemos entonces: ¿Qué exige ese deseo? o mejor ¿Qué operaciones introduce? ¿Cómo problematiza este deseo a las realidades de su invención? Puesto que no basta con constatar su presencia en los debates, incluso los de nuestras pasiones institucionales (psicoanalíticas, universitarias o de otra índole); además hay que evidenciar su eficacia política. Este deseo -que no vacilaremos en llamar deseo de justicia- exige no ser gobernados por las hegemonías actuales. Su práctica conforma una micropolítica de las solidaridades de género, de etnia y poscoloniales que insta a los saberes sometidos a vincular resistencias y a introducir el disenso como parte constitutiva del pluralismo democrático. Deseo de justicia decimos; sobre todo deseo de que los feminicidios en México y las limpiezas étnicas de Israel y Darfur dejen de cobrar nuevas víctimas. Problematizar el concepto de lo político a partir de la barbarie es entonces tarea de la crítica. Por cierto que ésta no deja intocadas las instituciones políticas; su fuerza performativa afecta las positividades tanto como la circunstancia de su debate, todas ellas necesitadas de la visibilidad pública de su discusión.

Como hemos tenido ocasión de atestiguar durante el siglo pasado, la constitución de la visibilidad es un proceso tecnológico por el cual se excluye a ciertas poblaciones a lo privado; acallando las voces que serán recluidas en lo pre-político mediante técnicas de olvido colectivo. Ejercicio que realiza a su manera el nuevo derecho de hacer vivir o de rechazar hacia la muerte que llamamos biopolítica. Su genealogía posiblemente mostraría que en el proceso de su constitución han tenido lugar dos acontecimientos correlativos y contradictorios que afectan las modalidades de su ejercicio

: por un lado la formación normativa de la ciudadanía y por el otro la gestión gubernamental de las poblaciones. En una buena historia heterodoxa y crítica leeríamos que desde que la revolución democrática tuvo lugar en Europa algo más que la incertidumbre de los fundamentos de la política trastornó el drama de las fuerzas (Claude Lefort). El nuevo régimen rápidamente opuso el pueblo, como sujeto de lo político, a la población naturalizada en tanto objeto de la naciente administración demográfica. Sin duda hubo un fuerte desplazamiento de los fundamentos trascendentes del poder por vía de la secularización; pero a la par ocurrió que el Estado pronto fijó sus ojos en lo “privado” implementando toda una gestión biotécnica que tomaría la tutela del cuerpo poblacional, dividiéndolo, por medio de tecnologías disciplinarias y normalizadoras, según género, sexo, raza o etnia. Paradójicamente la modernidad capitalista confiscó lo biológico dentro de la tecnología gubernamental, considerándolo posteriormente el lugar de la reproducción del género humano por excelencia, ajeno por tanto a la cosa pública y como una condición previa a la política, un preámbulo para la ciudadanía.

Este estatus casi espectral introduce a la vida dentro del ejercicio biopolítico, al mismo tiempo que la excluye del Estado en la medida en que carece de derechos específicos dentro de su jurisdicción. Efecto de ello ha sido que la reproducción y el trabajo no asalariado pronto fueron arrojados de los asuntos de la polis. Invisibilizar la división sexual del trabajo y la expulsión de lo biológico del ámbito jurídico-estatal es un procedimiento excluyente y sistémico del dispositivo político-normativo, un acto hegemónico que ha sido perfeccionado en fechas recientes. Esta paradoja –la vida dentro de las estrategias de poder pero fuera del derecho- define la circunstancia específica desde la que debemos discutir la biopolítica. Como Adorno sostuvo en su momento, “lo privado ha pasado a constituirse en lo privativo”

. En la práctica esto último se traduce en la privación de los derechos humanos y de ciudadanía de ciertas poblaciones o partes de ella durante el estado de excepción y el estado de sitio; tácticas constantemente utilizadas por los poderes de facto según han mostrado los acontecimientos más recientes en Palestina y, antaño, la derogación del decreto Crémieux en Argelia en 1948. Ciertamente, en sus formas actuales, el Estado define la estructura legal e institucional que sirve de matriz para los derechos y obligaciones del ciudadano. Da su lugar también a la exclusión de ciertos grupos étnicos de la ciudadanía e incluso es capaz de producir la no-pertenencia al aparato estatal como una situación casi permanente. Se diría que la asignación de categorías estatales producen mecánicamente a su otro: el estado de desposesión en que viven las poblaciones que se encuentran privadas de los derechos de protección y asilo, arrojadas a su pertenencia desnuda al género humano.

Podría argumentarse que los palestinos, por citar un caso, han quedado separados de lo político desde los años cuarenta, restringiendo lo político a las garantías del “estado de derecho” en las democracias liberales. Ello despolitiza la privación de la que han sido objeto estas poblaciones, reduciendo al mero límite de la ciudadanía los procedimientos donde vida y muerte son determinadas por estrategias de biopoder. A pesar de la opinión tan difundida en nuestro tiempo, debería quedar claro que estas víctimas no son nuda vida expulsada del derecho sin más, sino vidas saturadas por el poder, producidas performativamente por dispositivos políticos que requieren una nueva “analítica” para comprenderlas. El diagnóstico defendido por Foucault en los años setenta resulta insuficiente para ello. Diremos en su lugar que la soberanía y el biopoder no están separados toda vez que la decisión sobre la vida y la muerte de estas poblaciones está atravesada por un campo de acción sobre lo biológico constituido por tecnologías burocráticas, políticas y discursivas destinadas específicamente a producir la alteridad como el enemigo de cuya destrucción depende la seguridad del grupo dominante. Hoy soberanía y biopoder se encuentran íntimamente ligados en lo que podemos llamar necropolíticas. El control sobre lo biológico que éstas instrumentalizan distribuye el género humano en grupos, la subdivisión de la población en subgrupos y el establecimiento de una cesura biológica entre unos y otros

. Como un ejemplo más del empobrecimiento de la experiencia diagnosticado por Benjamin, la racionalización de estos actos genocidas debe ser descrito como un ejercicio de la soberanía mediante el cual una parte de la población instrumentaliza la existencia humana con la finalidad de destruir materialmente los cuerpos de los individuos y de poblaciones enteras. Soberanía no es por tanto la producción de normas, sino el poder de decidir quien puede vivir y quien debe morir. Estas tecnologías de la muerte fueron implementadas ayer en el apartheid y hoy en Gaza.

En oposición a los enfoques deliberativos, habrá que reconocer que enfrentamos una crisis del modelo normativo de la política así como de su ejercicio en nuestras sociedades. Crisis que fue producida por las propias condiciones del proceso civilizatorio de Occidente, aliado con sus maneras etnocéntricas, coloniales y falocéntricas de entender el ejercicio de lo humano. Es si se quiere una crisis endógena pero también autoinmunitaria en la medida en que suspende la discusión crítica de la dominación del sistema global y de sus injusticias constitutivas. Esta visión normativa supone que la política postula un sujeto homogéneo, idéntico a sí y dueño por completo de los significados de su discurso; y tiene por objeto la auto-representación y la creación de consensos racionales provistos de una dimensión universal. Pensar que los consensos puedan consolidarse con base en la exclusión de poblaciones enteras por los medios de la propia política es completamente inaceptable para cualquier visión radical y democrática que desee poner fin a estas formas de violencia.

 

2.

Hannah Arendt escribió en enero de 1943: “vivimos en un mundo en que ya no existen meros seres humanos”

. Su aguda reflexión le permitió descubrir en la historia de la emancipación, la asimilación, la persecución y el genocidio de su pueblo que algo más que una tradición oculta del judío como paria se había hecho patente con toda su fuerza; esta historia le enseñó el peligro de ser expuestos al destino de la humanidad sin más. De decir la verdad, temía la pensadora, los ayer refugiados de Europa y hoy ciudadanos norteamericanos serían expulsados a la pura humanidad: “no nos protegería ninguna ley específica ni ninguna convención política, no seríamos más que seres humanos.”

Este destino de privación hoy lo comparten las mujeres en México, los palestinos en Israel y otras innumerables víctimas de las violencias estatal y económica. Trágicamente el diagnóstico de Arendt es la verdad negativa de nuestro tiempo. Podría afirmarse, en oposición a la anterior, la opinión de que vivimos en un mundo donde sólo existen meros seres humanos. Nunca como ahora la experiencia de la ciudadanía ha sido, de uno a otro extremo, tan precaria, amenazada y reciente; es decir más artificial que nunca. Este instante de peligro –por metonimia- es el nomos, situación típica y a la vez singular, de los grupos étnicos, religiosos o de género que, en su condición de pura humanidad, se ven privados de la ciudadanía por la acción de Estados que, con la violenta fuerza de ley de una decisión, se la quitan sin que dicho grupo recupere ninguna otra nacionalidad.

Cinco años después, en la “Casa Roja”, orgullo de los constructores y artesanos de Tel-Aviv y otrora símbolo de la solidaridad con el socialismo, se gestaría una nueva historia de expolición. Con el nombre de Plan D, el naciente Estado de Israel implementó todo un dispositivo biopolítico con la finalidad de imponer un dominio étnico sobre un área étnicamente heterogénea, recurriendo a la expulsión de poblaciones particulares y su conversión en refugiados, junto a otras acciones violentas.

La memoria de esta infamia quedaría grabada en la lengua de los nativos con el nombre de Nakba; palabra insuficiente para referir quiénes o qué causaron la limpieza étnica de 1948 pero que narra suficientemente la dialéctica de catástrofes que conforman el concepto crítico de la historia. En un esfuerzo por traducir lo intraducible, la memoria de los oprimidos nos enfrenta a nuevas ruinas sobre las que también habrá de posarse la aterrorizada mirada del ángel de la historia. Ellos recordarán que de la decisión de los generales dependía la diferencia entre la prisión y la libertad, la vida y la muerte; saben, aunque quisieran ignorarlo, que la soberanía es un espectro todavía vigente. Sin embargo el pensamiento que hace frente al shock de la experiencia, lejos de condonar o escribir la apología de las injusticias sufridas, interroga lo innombrable en busca de la comprensión. Comprender nunca será absolver, ni justificar, es por el contrario la elaboración de un trauma con su respectiva distancia crítica, elaboración que no cesa en su exigencia de justicia. Discutir la biopolítica será una operación de este tipo; su finalidad, la articulación de resistencias contra estos dispositivos y procedimientos de exclusión que describimos. Plantear genealogías de la política moderna, problematizando el concepto de justicia, será su manera de proceder.

Habrá que reconocer entonces que la expatriación, el desarraigo social y la carencia de derechos políticos son catástrofes específicamente modernas que determinan el panorama al que nos enfrentamos colectivamente. El hecho de que poblaciones enteras sean víctimas de estas políticas demográficas asesinas deberá despertar en quienes se resisten a estos dispositivos el recuerdo de la débil fuerza que tiene la justicia en los asuntos contemporáneos. Menos que a la redención, estas iluminaciones pueden generar políticas de la memoria donde la convivencia con el otro ya no dé lugar al espanto y la rabia, y donde las construcciones reactivas del resentimiento cedan espacio a la crítica como ejercicio de repolitización de la biopolítica poblacional

. Habrá entonces que analizar las formas de dominación en su especificidad técnico-racional distinguiéndolas de las ideologías que se esgrimen en su lugar. Este es un asunto de tácticas y estrategias que Foucault ha descrito como tecnologías de poder.

Bajo esta perspectiva, el lema sionista “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra” no es sólo un mitologema que elude cuestiones de hecho (como, por ejemplo, que Palestina no era un desierto abandonado al momento de su partición), designa por el contrario toda una racionalidad técnica que busca la manera de explotar el territorio de medio oriente haciendo invisible a la población que lo habitaba; esta estrategia prolonga actualmente dicha invisibilidad de manera institucional, ocultando la historia de las comunidades árabes o destruyendo las instituciones que organizan la vida en común. Ello implica la pérdida de derechos civiles y políticos de estas comunidades; operación que debe ser pensada a la manera de un mecanismo estructural, o, si se prefiere, inmanente a esta manera de organizar las relaciones de poder en un contexto altamente sobredeterminado. Para Bichara Khader, la primordialidad  del espacio y la invisibilidad jurídica y política de los palestinos conforman el núcleo de la ideología sionista

, y esta invisibilidad institucionalizada permite la continuación de las prácticas coloniales cotidianizadas en Israel debido al “estado de excepción”, cuya estructura jurídica ha sido de sobra descrita en el siglo pasado. Un breve ejercicio genealógico nos lo hará notar de manera más clara.

A diferencia de los proyectos coloniales del siglo XIX, dirigidos mayoritariamente hacia la conquista de las afueras de Europa o encaminados hacia la endogamia de las poblaciones producidas como lo otro de la hegemonía centroeuropea, el sionismo es una ideología separatista que no posee la tentativa de asimilar a las poblaciones palestinas de Cisjordania, de la Franja de Gaza o del este de Jerusalén, anexada de manera unilateral en 1967. En consecuencia su racionalidad tecnológica es completamente irreductible a otros fenómenos de expoliación biopolítica. En comparación con los conflictos coloniales o étnicos más recientes, como los de Argelia, Serbia, Bosnia, Sudáfrica o Ruanda, la guerra de 1948 por el control del 80% del territorio de la Palestina histórica no se centró solamente en la población nativa, su blanco táctico fue el espacio. Como ha argumentado Sari Hanafi, el proyecto de colonizar Israel no se basa sobre el genocidio, aunque dé lugar a sus prácticas; por el contrario, se basa fundamentalmente en el “espaciocidio” (spatiocide) inaugurado en la guerra de los Balcanes: sobre los territorios palestinos ocupados por Israel, los bulldozer son el utensilio por excelencia empleado para destruir las calles, las casas, los automóviles y las plantaciones de olivo de las poblaciones excluidas. Al igual que como ocurrió con los nacionalistas serbios, quienes idealizaron el campo rural como un objetivo de la homogeneización étnica, en medio oriente se libra una guerra agorafóbica en el sentido estricto del término. En ella no se busca dividir el territorio con la finalidad de distribuir racionalmente su densidad poblacional (como hiciera antaño la hegemonía bóer en Sudáfrica); por el contrario lo que se busca en Palestina es abolir el espacio donde la población árabe pueda cimentar su infraestructura civil.

Para Hanafi “la característica del espaciocidio consiste en ignorar el desarrollo demográfico de la comunidad palestina y en negarle el espacio que les resulta necesario”

. Sociólogo en la diáspora, Hanafi sostiene, como condición estructural de todo conflicto, que los combatientes definen a su enemigo a través de una lógica de antagonismos en la que estructuran su modo de actuar precisamente en función de ese enemigo inventado por mecanismos discursivos y no discursivos (Foucault). En el conflicto palestino-israelí el objetivo era la tierra, y, en función de ese objetivo, Israel desplegó una estrategia bélica bajo la forma de un ataque continuo en contra de los espacios requeridos para el asentamiento poblacional de los palestinos, con la finalidad de provocar su inevitable “transferencia voluntaria”, según dicta la lengua de la administración hebrea; transferencia que no incluye como un punto negociable la posibilidad de un “derecho de retorno” de los excluidos a sus antiguas formas de vida. Estas tecnologías y estrategias de poder constituyen la biopolítica israelí que, combinada con el “estado de excepción y de suspensión” de los derechos políticos, excluye a la población árabe de la ciudadanía, pero a la vez la incluye en una regulación de excepción en la medida en que sus documentos de identidad pueden ser exigidos en cualquier momento por la autoridad israelí.

En la actualidad el conflicto pasa por un impasse donde los dos grupos reivindican el monopolio de la victimización, borrando o intentando borrar con ello la memoria del otro bando y su fuerza performativa en la búsqueda de acuerdos internacionales. Sin embargo, esta administración negacionista de la historia del otro es tan autoritaria como las prácticas de expropiación y suplantación del relato de los sometidos en Israel: su función es eliminar la alteridad del pasado común, desapareciendo sus vestigios y reivindicando una identidad originaria incluso a la ley divina

. Al intentar expropiar de la historia de la humanidad su experiencia traumática, ambos bandos fortalecen el prejuicio de que sus sufrimientos son inefables y en consecuencia resultan incomunicables, imposibilitando la capacidad colectiva para analizar el conflicto que viven; con lo cual pierden la posibilidad de construir relaciones políticas que administren los antagonismos de otra manera, diríamos diferencial en oposición a los antagonismos reinantes. Esta característica nos conduce a nuestro problema central; quisiera plantear una problematización de este argumento frente a la teoría política, a saber: que no hay posibilidad de establecer acuerdos sin fisuras que no se constituyan mediante el acallamiento de lo otro, se llame como se llame. Por lo cual toda política del acuerdo y del consenso es una política de la hegemonía. Y ésta, a pesar de su voluntad democrática, borra la divergencia (institucionalmente, académicamente o de cualquier otra forma); con lo cual borra también la característica primaria de esta forma de organizar lo colectivo, esto es el desacuerdo y su pluralismo constitutivo –o agonal (Chantal Mouffe). En consecuencia, si el consenso es siempre el acuerdo de la hegemonía, ¿debemos olvidarnos de los acuerdos? ¿No se  deben limar las asperezas de otra forma? Sin duda. Pero estas formas obedecerán a una institucionalización del conflicto que podríamos llamar política de la diferencia.

Por lo pronto, la biopolítica que impera en Israel al menos se encuentra caracterizada por los siguientes aspectos estructurales:

La biopolítica propiamente dicha: ésta se conforma por una gestión poblacional regida por el “espaciocidio” y las tecnologías que la componen; tales como el uso de orugas, bulldozers o de materiales de construcción para echar abajo la infraestructura civil en una estrategia de largo aliento que da lugar a la guerra de baja intensidad que se vive en medio oriente; frente a la cual los palestinos se han resistido de diversas formas, que incluyen la constante reconstrucción de los territorios demolidos por la limpieza étnica de 1948. Actualmente algunas mujeres que proceden de la minoría mizrahi en Israel han encabezado un movimiento de género que busca solidarizarse con la situación de los oprimidos en busca de apoyo a la comunidad palestina, este es otro ejemplo de estrategias de resistencia que se oponen a la táctica del poder en función. Como hemos señalado, la finalidad de esta táctica consiste en convertir a los palestinos en “refugiados” sin “derecho de retorno” como parte de la dominación y el anexamiento estatal de los territorios “desocupados pacíficamente”; la genealogía de esta operación, por otra parte, puede rastrearse desde las limpiezas étnicas practicadas en los Balcanes durante el siglo XX;

La estructura aporética del derecho israelí: el cual se basa en figuras limítrofes tales como el “estado de sitio” y el “estado de excepción” en tanto estrategias constantes y normalizadas, constitutivas de la tecnología que hoy impera en las relaciones entre palestinos e israelíes. Como sabemos después de los polémicos textos de Carl Schmitt, el “estado de excepción” no se define tanto por la normatividad impuesta como por la suspensión de dicha normatividad, con la finalidad de acabar con la situación objetiva que obligó al cuerpo político a suspender las garantías individuales (en las democracias de corte liberal) en nombre de la salvaguarda del “Estado de derecho”. El hecho de que esta situación objetiva sea vista por el Estado de Israel como un problema de asentamientos poblacionales y no como un problema de derechos políticos o del sistema de las relaciones de poder que sustentan sus prácticas de vasallaje, nos permite comprender porqué los decretos de emergencia con fuerza de ley han comenzado a suplantar el derecho que se practica en situaciones de paz. El contexto altamente militarizado de Israel se conserva en función del enemigo que se debe aniquilar, el problema es que las poblaciones que habitan en la Franja de Gaza sigan siendo percibidas como un enemigo y no como un posible interlocutor para lograr una paz estable en el conflicto armado de medio oriente. Sin duda la radicalización de ciertas posturas árabes (que no son representativas de la mayoría de quienes predican el Islam) han dificultado la tarea de elaborar una política que ponga fin a las exclusiones de que son objeto; por otra parte, el hecho de que el Estado de Israel siga encontrando en ello un pretexto para perpetuar la visión indiscriminada de estas comunidades como un ejemplo de “terrorismo” instaura el marco que ha estabilizado el contexto de injusticia que padecen los habitantes de ambas partes sobre el territorio de la Palestina histórica; y

Finalmente, el desarrollo de tecnologías específicamente diseñadas para dar la muerte: esto esla eventual gestión necropolítica de las poblaciones que habitan en Gaza y cuya diferencia es reducida a la oposición entre amigo y enemigo, de cuya destrucción depende la seguridad de la hegemonía ashkenazi, según el conocido argumento de Israel. Este ejercicio, que acompañó las campañas de limpieza étnica tras el Plan Dalet, supone la introducción de una racionalización del territorio y de las poblaciones nativas similar a las empleadas por los europeos en sus guerras de colonización.

Ante este problema estructural a la organización política en la era de los acuerdos, ¿valdrá la pena indagar sobre otro modelo

, esta vez no excluyente, para pensar a la democracia y su política emancipatoria? Toda vez que estos crímenes en contra de la Humanidad relanzan una vieja interrogante ilustrada, contamos con la oportunidad de preguntarnos nuevamente por la conformación de una democracia más allá de la ciudadanía y de sus modos restrictivos (Derrida). Ya Hannah Arendt (aunque de forma insatisfactoria) postuló una aporía propia de las formaciones estatales modernas; el refugiado y el apátrida eran dos de las figuras extremas de lo humano a partir de las cuales era posible señalar las insuficiencias de los derechos del hombre, de su doctrina y de su gestionamiento identitario y excluyente; precisamente, porque esta teoría, en sus distintas versiones, no consideraba al “género humano” excluido de la ciudadanía dentro de su marco de pensamiento y acción, alejándolo del campo político y legal. Arendt propuso entonces un nuevo objeto de reflexión: el problema de un “derecho a tener derechos”, que ha sido leído desde diversas posturas.

Pero si este “derecho a tener derechos” requiere de la ciudadanía para ser realizado, entonces conservamos la misma aporía que hemos cuestionado a lo largo de este breve ensayo; a saber: que aunque el género humano sea comprendido dentro del marco normativo de la ciudadanía, en los momentos extremos ésta última se ha mostrado insuficiente para regular y normar los casos donde las poblaciones han visto que su pertenencia al Estado-nación peligra debido justamente a las políticas de los estados que las excluyen de la ciudadanía. ¿Cómo pensar, en consecuencia, esta circunstancia de la biopolítica contemporánea? En principio, haciendo una crítica de las aporías del marco normativo y describiendo los mecanismos que componen al biopoder en su administración poblacional. Otra manera de llevar a cabo esta labor, será plantear una crítica de los consensos normativos y de sus supuestos teóricos, desde un pensamiento de la diferencia en oposición a los imperativos identitarios que, en lo regional como en lo global, siguen acompañando los ejercicios estatales que se integran al aparato como medidas gestionarías únicamente. El problema, como en otras ocasiones, es un problema del sistema que sustenta las relaciones de poder vigentes, jerárquicas y autoritarias; las cuales excluyen de la discusión la posibilidad de establecer desacuerdos regulados democráticamente.

 

3.

Recientemente, apenas en 2004 -dos años antes de su muerte-, Jacques Derrida insistía en que aquello que distingue la idea de la democracia de las demás formas de gobierno es que la democracia es el único sistema político (modelo sin modelo la llamaba el argelino-francés) que acepta su propia historicidad, es decir, su propio devenir y en consecuencia su autocrítica. La historicidad que conforma la idea de la democracia hace que esta nunca sea idéntica a sí misma; esto es, que la democracia se encuentra trabajada por la diferencia y por lo tanto difiere de sí misma por vocación. De manera radical podemos afirmar que la democracia no es una forma de gobierno; esto es que su tipificación siempre es errática en la medida en que su realidad misma está todavía por ser inventada: ningún juicio puede saturar su significado, ninguna hegemonía apropiarse de su sentido. Pero no se trata solamente de una incertidumbre de sus fundamentos. La democracia siempre está por venir; es una promesa y en nombre de esa promesa siempre es posible criticar aquello que se presenta como democracia de hecho.

En nombre, pues, de la democracia por venir es preciso criticar todas las formas de exclusión y de dominación que conforman las injusticias del mundo globalizado, y es posible realizar esta crítica incluso incondicionalmente, como un pensamiento indispensable para la idea de verdad. Esta crítica habrá de incluir, sin duda, su genealogía desde el pensamiento griego; genealogía que, por lo demás, se encuentra ligada a conceptos de los que la democracia por venir procura librarse: por ejemplo el concepto de autoctonía, de nacimiento en suelo nacional, de pertenencia por el nacimiento, el concepto de territorio y el concepto mismo de Estado. Quien naciera en El-Biar, Argelia, decía entonces: “No tengo nada en contra del Estado, no tengo nada en contra de la ciudadanía, pero me atrevo a soñar con una democracia que no esté simplemente ligada al Estado-nación y a la ciudadanía.”

Condición de una universalidad más allá del cosmopolitismo -de tintes todavía eurocentristas- el por venir de la democracia exige una problematización de los conceptos de ciudadanía, de Estado-nación y de derechos humanos tal como han sido elaborados por el esencialismo y por los poderes de facto. Estos han formado parte constitutiva de los abusos de la democracia y de los autoritarismos que se llevan a cabo en su nombre, por la fuerza armada o por las prácticas coloniales. Por lo tanto una democracia por venir “que no está ligada a un Estado-nación, que no está ligada a una ciudadanía, que no está ligada a una territorialidad” convoca a unir esfuerzos para pensar lo humano tal como lo conocemos después de las catástrofes que conforman la historia política de occidente. Pues, según Derrida, es a partir de lo humano en sus nuevas figuras jurídicas y políticas que las Humanidades por venir y el lugar de la Universidad encuentran su función precisa. Con el arribo de conceptos singulares como “crimen en contra de la humanidad” se inaugura un nuevo horizonte de interrogaciones sin condición y de aporías que debemos examinar colectivamente. La estructura, diríamos hiperbólica, de estos conceptos obliga y convoca a una figura que no está enteramente presente y que no se realiza en la historia de manera cabal, pero que se anuncia por medio de estas huellas adelantadas: precisamente la figura de la humanidad, su idea y su horizonte son lo que todavía no hemos pensado con el rigor que ello amerita.

El hecho de que algo así como un “crimen en contra de la humanidad” pueda ser denunciado en tribunales internacionales es muestra de que las políticas estatales no sólo afectan a una población específica, que sería la portavoz de su denuncia y su víctima propiciatoria. Cuando anunciamos un crimen en contra del género humano, la fuerza performativa de su postulación pone en juego a un espectro que, aquí y ahora, convoca a todas las generaciones presentes, pasadas y por arribar, a juzgar en nombre de la “humanidad” a esos criminales que la dañan y la laceran históricamente. La fuerza de esta llegada desde lo por venir trae consigo a la justicia de su mano. Más allá de todo skatón o de toda teleología, la democracia por venir y su humanidad justiciera son un acontecimiento que, aunque de maneras imperfectas y siempre problemáticas, comenzamos a testimoniar en nuestros días. Y en este contexto es importante reflexionar sobre la condición biopolítica de los crímenes contra la humanidad

.

Pues la paradoja de que el estado de privación de la ciudadanía también sea producido por los medios de la política es sin duda el aspecto más negativo del biopoder. A pesar de ello la actual lógica democrática de la configuración de un demos, así como el establecimiento de una frontera que defina los límites de la ciudadanía y el ejercicio de los derechos, parecen irrenunciables al tiempo que se muestran insuficientes para responder adecuadamente a la exclusión de las poblaciones del marco jurídico y su expulsión al género humano, intervenido como sabemos por relaciones de poder. Esta es la aporía que enfrenta el liberalismo actual, ya que sin la vinculación entre los derechos y la democracia tendríamos derechos humanos pero no la posibilidad de ejercerlos. Sin duda la solución no será substituir la garantía del ciudadano por la garantía del refugiado; en todo caso la estrategia a seguir será convertir a los segundos en ciudadanos de un país, pues sólo en esa medida tendrán derechos de protección.

Pero, apropiándonos de la fuerza de la coyuntura, podemos preguntarnos si es del todo claro que los derechos del hombre sean derechos del ciudadano, ¿puede ocurrir a la inversa?, ¿qué serían los derechos humanos sin la garantía de la ciudadanía, de la pertenencia al Estado-nación?, ¿qué los torna indisociables?, ¿acaso una naturaleza humana como querría el esencialismo?, ¿o más bien son una invención genealógica, como nos inclinamos a creer? Quisiera declarar este un problema indecidible

sobre el que debemos reflexionar. Por ahora una democracia del género humano parece lejana y es utópica, pero tiene visos de porvenir en la medida en que las fronteras de la ciudadanía han comenzado a abrirse a través de los nuevos saberes y las tecnologías biogenéticas. Cuestiones como cuándo y dónde comienza o termina la vida, los medios y los usos legítimos de la tecnología reproductiva, así como el debate acerca de si la vida debe ser pensada como una célula o como un tejido son cuestiones que tienen una injerencia explícita en los debates sobre los derechos reproductivos y las libertades sexuales; pero también sobre la administración poblacional. Diríase que la política moderna finalmente ha puesto en entredicho el carácter del hombre en tanto que ser viviente.

   Frente a la urgencia universal de la memoria –urgencia que monta un escenario de convulsión donde los estados, en un espectáculo patético y con frecuencia despolitizador, se acusan de perpetrar o haber perpetrado crímenes en su contra- cabría sostener que de la promulgación de los derechos reproductivos depende que le restemos poder al ejercicio de la soberanía. Hemos tratado detenidamente el ejemplo de Palestina, pero pocas veces se describe al dispositivo necropolítico como un elemento constitutivo de todos los casos de feminicidio en México y en el mundo; sin embargo su instrumentación también ha perdurado en la muerte de las víctimas de abortos clandestinos. Se trata del problema de una gestión poblacional que elimina la alteridad de género de los planes de higiene pública, implementando una administración diferenciada y selectiva de la muerte que toma a una parte de la población como el objeto de su necropolítica de género. Por tanto es preciso decir que la falta de los derechos reproductivos, y entre ellos el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo, es una perpetuación del feminicidio indirecto, solventado por la impunidad estructural del propio Estado que, mediante la prohibición y la criminalización del aborto, hace posible, reproduce y tutela la instrumentalización de la política de la muerte feminicida

.

Otro escenario, distinto al de las políticas del perdón a los Estados por crímenes cometidos en el pasado, puede dibujarse a través de una nueva Declaración de los Derechos del Hombre que, tras los pasos de Asja Armanda y Catharine MacKinnon, visibilizara, hiciera públicos y corroborara los procedimientos de la violencia feminicida como un crimen de soberanía en contra de la humanidad misma y no sólo de una parte de ella. El sujeto de este derecho en contra de la violencia letal serían las mujeres, pero también ese espectro o ese reaparecido que convocamos bajo el nombre de humanidad o género humano; el cual, al establecer una inyunción que fuerza y produce tradiciones de la justicia, nos exige y obliga a comprometernos aquí y ahora a tomar cartas en el asunto. Como todo espectro, esta humanidad complica la división del tiempo de la metafísica presentista: el género humano mismo está porvenir; sin embargo, las inyunciones del espectro tienen una fuerza performativa similar a la promesa, capaz de hacer sentir sus efectos aquí y ahora, provenientes de lo que aún no es para modificar el presente; ensayando –y efectuando- lo imposible.

La fuerza ilocutiva y perlocutiva de esta deuda y esta responsabilidad incalculables con el por-venir de la humanidad y con la humanidad porvenir nos exigen, por adelantado, que la declaración del derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo, y a conseguir una vida libre de violencia, sea un derecho humano más allá de las fronteras nacionales, unipolares o globales. Esto es: un derecho humano en tanto que derecho de la especie. Las mujeres serían la parte sin parte

de esta humanidad que, para decirlo en el vocabulario del viejo Kant, nunca satisface su idea con un referente empírico pero que regula y orienta nuestra vocación hacia la justicia, de cuyo significado ningún discurso hegemónico puede apropiarse

. Declarar la violencia feminicida como un crimen en contra del género humano en tanto que género reclamará sin duda su regulación a través de organismos internacionales y, quien sabe, tal vez dé lugar a una democracia del género humano más allá de las restrictivas formas que asume la ciudadanía contemporánea.

Sin duda no habrá por venir de la democracia ni de la justicia sin esta clase de paradojas. Por ello cada vez resulta más indispensable criticar la hegemonía del patriarcado y sostener que ninguna defensa de la vida, sean cuales sean los motivos que la impulsan, podrá imponerse sobre la injusticia de que miles de mujeres sigan muriendo por la falta de derechos. Perpetuar esto será perpetuar el feminicidio de manera sistemática.

Por ello ¡Un nuevo espectro recorre la tierra: el espectro de la Humanidad!

 

Bibliografía consultada:

 

Theodor W. Adorno, Minima moralia. Reflexiones desde la vida dañada, Ed. Akal, España, 2004.

Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida I, Ed. Pre-textos, España, 2006.

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Páginas electrónicas:

Mbembe, Achille, “Necropolitics”, [Citado el 14 de septiembre de 2009] Disponible en la WWW: <http://www.jhfc.duke.edu/icuss/pdfs/Mbembe.pdf>.