En el cuerpo de Damiens: el suplicio como escritura del poder

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Para Michel Foucault la historia está constituida por discontinuidades, pequeñas fisuras en las condiciones de posibilidad del saber que desplazan el orden de las cosas. En su texto Las palabras y las cosas, nos aproxima a su proyecto de análisis sobre la experiencia del orden, más que como una historia de continuidad y progreso, como un estudio arqueológico que muestra dos cortes mayores en la episteme de la cultura occidental: la que inaugura lo que el autor llama la época clásica, hacia mediados del siglo XVII, y la que aparece a principios del XIX, marcando el comienzo de nuestra modernidad.

La experiencia del lenguaje fue uno de los aspectos culturales atravesados por estas rupturas. La mutabilidad en las nociones de lenguaje y escritura abrió nuevas condiciones de posibilidad para pensar los pensamientos de otro modo.

La episteme del s. XVI piensa al mundo como un entramado uniforme de signos que se corresponden unos a otros, y a la naturaleza como “un tejido ininterrumpido de palabras y de marcas, de relatos y de caracteres, de discursos y de formas”.

El mundo es, en sí, un lenguaje predispuesto a ser interpretado pues, si todas las cosas están signadas, sólo es necesario buscar su semejanza para ponerlas a dialogar.  El mundo de los signos tiene una gramática, una sintaxis que los liga, haciendo de ellos un lenguaje donde naturaleza y palabras forman un gran texto único.

En este orden de las cosas, la escritura se considera como un “estigma sobre las cosas” que no se agota en el nivel formal de las marcas sino que tiene una equivalencia triple en tanto remite a otras dos formas de discurso: el comentario —que rehace las ligas de los signos— y el texto —donde los signos se inscriben como contenido—. Este triple valor de los signos del lenguaje encontrará un nuevo orden binario a partir del siglo XVII y hasta el XIX, cuando la época clásica defina los signos como el enlace de un significante y un significado, reconsiderando al lenguaje y a la escritura como fuera del mundo, rompiendo el sistema de semejanzas y abriendo el umbral de la representación. Se trata de “la desaparición de la capa uniforme en la que se entrecruzaban indefinidamente lo visto y lo leído, lo visible y lo enunciable el momento en que] las palabras y las cosas van a separarse”.

 

Don Quijote es el personaje que encarna el quebrantamiento del lenguaje infinito y la aparición de las identidades y las diferencias. El ingenioso hidalgo vaga por el mundo buscando analogías entre la realidad y los libros de caballería que ha leído, forzando una continuidad entre los textos y la realidad a la que se enfrenta. Pero como el sistema de semejanzas se ha colapsado, el personaje de Cervantes debe agregar la realidad a los signos vacíos del relato pues “la verdad de Don Quijote no está en la relación de las palabras con el mundo, sino en esta tenue y constante relación que las marcas verbales tejen entre ellas mismas. La ficción frustrada de las epopeyas se ha convertido en el poder representativo del lenguaje”.

 

Ya no existirán más las cosas marcadas que pacientemente esperan ser leídas, ahora, los signos surgirán en el momento mismo del conocimiento, en el instante en que se relacionen dos elementos previamente conocidos. Sólo el loco —que es Don Quijote— y el poeta, mantendrán cierta relación con la semejanza. El poeta seguirá buscando por debajo de las representaciones cotidianas “los parentescos huidizos de las cosas, sus similitudes dispersas”.

 

 

El suplicio

El aparato judicial no fue ajeno al desplazamiento de las epistemes. Antes de que en el siglo XVII la semiótica de los castigos diera un giro, al apoyarse en una nueva tecnología de la representación que sustituyó la semiotécnica punitiva por una nueva política del cuerpo,

el suplicio judicial, entendido como ritual político, se había instaurado como el poder manifestado bajo un complejo aparato significante en el que se funda al cuerpo como territorio del castigo o espacio del discurso. Tal es el caso del suplicio, minuciosamente detallado en Vigilar y castigar, de Robert François Damiens, condenado por el atentado fallido contra la vida del rey Luis XV. Damiens fue sentenciado a muerte el 2 de marzo de 1757; su tormento muestra que el suplicio no es una aplicación bárbara de la ley sino una técnica especializada cuyo objetivo es la fina distribución del dolor, descrita así por las fuentes consultadas por Foucault:

Una vez sobre el cadalso debían serle “atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con que cometió dicho parricidio, quemada con fuego de azufre, fundidos juntamente, y a continuación su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento.

 

 

El suplicio producía entonces un texto legible, cerrado en sí mismo, donde las marcas y lo que designaban tenían la misma naturaleza; formaban una sintaxis que consolidaba un texto producido en tres niveles. Por un lado, el cuerpo del condenado se signaba a semejanza de la escritura china, desplegándose en el espacio como un ideograma que “no reproduce en líneas horizontales el vuelo fugaz de la voz; [sino que] alza en columnas la imagen inmóvil y aún reconocible de las cosas mismas”.

Por otro lado, ocurría una elaborada construcción de texto escénico que debía ser leído a partir de las similitudes entre lo microcósmico y lo macrocósmico, como el signo de lo macro representado a pequeña escala, para ser interpretado por el pueblo, surgiendo entonces el tercer nivel de escritura como marca de la imagen indeleble del horror en la memoria de los observadores: la imagen construida durante un juego de representaciones en el que tanto escenario, personajes y trama edifican una poética de la verdad que puede leerse como un texto escénico con ciertas dosis de teatralidad.

 

Las huellas de lo teatral

Si la teatralidad es otra de las formas en que los signos se entrelazan constituyendo el acontecimiento como escritura, ¿cuál es la especificidad de lo teatral?, ¿pertenece al arte o se expande por otros ámbitos de la vida?, ¿cuando hablamos de lo teatral nos referimos al personaje, al actor, la ficción, el espacio o el cuerpo?

Más que ser un producto terminado, el teatro es el proceso mismo que se abre en el umbral de lo representado. Proceso en el que teatralidad y representación adquieren un valor diferencial pues, aunque en la teatralidad siempre hay representación, en la representación no siempre hay teatralidad.

Para que el efecto teatral se lleve a cabo es preciso descubrir que hay algo detrás del disfraz, desenmascarar a la representación como representada. Con la actuación del travesti, el teórico teatral Óscar Cornago ejemplifica el mecanismo semiótico de la representación. Un hombre que representa a una mujer divide el espacio en dos: el espacio visible (donde están los signos de lo femenino) y el espacio oculto (el del hombre-actor). Se podría confundir el plano oculto con el significante y la feminidad visible con el significado, sin embargo, algo muy distinto ocurre en la escenificación donde sólo lo femenino participa de la relación significado-significante mientras el ser-hombre que está oculto, funciona como propulsor de esa tensión que surge procesualmente entre lo velado y lo manifiesto:

No se trata de representar lo femenino sino de representar que se representa el ser-mujer. Asistimos a una presentación de la representación. […] La verdad semiótica en la primera representación queda desvelada como un engaño al lado de la verdad preformativa de la teatralidad […] Su realidad es la realidad del proceso de representación. Entre uno y otro se juega esa distancia desestabilizadora, que produce una especie de vértigo en el que mira.

 

 

Es necesario que el disfraz se haga evidente y posibilite una tensión entre lo que se presenta y lo que se imagina pues, si el disfraz pasara desapercibido ocurriría una representación sin la presencia de la teatralidad. Lo teatral ocurre, sobre todo, por la mirada que teatraliza, que descubre el vacío entre el funcionamiento de las dos capas. En las ceremonias, por ejemplo, está siempre presente el elemento representativo pero los grados de teatralidad son movibles; los signos están ahí para ser leídos en varios sentidos, abriendo el espacio poético de la verdad. La teatralidad evidencia la representación sacando a la luz una nueva capa de la verdad como acto preformativo. La verdad en lo teatral ocurre en el vacío provocado por la tensión, lo verdadero no es ya el ser mujer, ni lo representado, “su verdad es su ser como juego, fingimiento disimulo, […] como la realidad del proceso de representación que está teniendo lugar; lo otro —la representación— es el resultado de este mecanismo”.

 

En el escenario de la ceremonia judicial habrá de inscribirse el cuerpo del condenado que, a través del mecanismo poético de la teatralidad, producirá la verdad a la luz del día.

 

La producción de verdad

Como es propio de las fiestas, el día de los rituales judiciales interrumpía el tiempo del trabajo, las tabernas se abigarraban y se abría un espacio de transgresión que posibilitaba insultar al gobierno, agredir al verdugo o enfrentarse a los soldados. El escenario del suplicio se extendía por las calles donde el condenado era exhibido con los signos que el poder había puesto sobre él, mientras el pueblo lo acompañaba hasta el pie del cadalso donde se leía y ejecutaba la sentencia.

La construcción del cadalso como escenario funcionaba a su vez como un elemento de la trama: ya fuera el corte de algún miembro —como manos o lengua—, lengua taladrada, azotes, suspensión con cadenas, muerte por hambre, extirpación de las entrañas al cuerpo vivo, baños en calderos hirvientes, muerte por decapitación, descuartizamiento, ahorcamiento, descoyuntura, quema del acusado vivo o desmembramiento por cuatro caballos: todo estaba dispuesto para el ritual de la aparición de la verdad.

La verdad se producía, dentro del mecanismo de lo teatral, como una forma de tensión escénica. En oposición al carácter secreto de las investigaciones del tribunal, el ritual del castigo funcionaba como espectáculo de marcación de las víctimas. Espacio escénico donde el cuerpo y sus personajes mostraban el espectáculo del poder soberano como la compleja manifestación del cuerpo político entendido como el “conjunto de elementos materiales y de las técnicas que sirven de armas, de relevos, de vías de comunicación y de puntos de apoyo a las relaciones de poder y de saber que cercan los cuerpos humanos y los dominan haciendo de ellos unos objetos de saber”.

 

En esta elaboración escénica de la verdad, había una perfecta desproporción entre el verdugo y el condenado, una asimetría que revela el poder del soberano de destruir el cuerpo del condenado. El rey fungía como soporte de la ley, tenía el poder soberano del perdón, y jugaba un papel móvil entre lo visible y lo intangible de la representación que el verdugo hacía de la fuerza real.

Más que el condenado, es su cuerpo el sitio significativo, el espacio donde recaen los signos del poder que manifiestan el “menos poder” del delincuente frente al “más poder” del rey. En el llamado suplicio de Massola, por ejemplo, el condenado estaba muerto pero el ritual de descuartizamiento y exposición pieza por pieza se realizaba sobre su cadáver: la importancia radica en las marcas-vindicta, en la escritura del poder sobre el cuerpo culpable. En el ritual político de los suplicios se manifiesta el poder soberano que ha sido atacado. Cualquier crimen que se cometa en el reino es un ataque frontal al rey, quien mediante el castigo debe instaurar un orden que, más que restablecer la justicia, reactiva el poder.

 

Es durante la escritura en escena del castigo que ocurren dos desdoblamientos simultáneos: primero, el cuerpo del rey se desdobla en el verdugo pero, también, el poder excedente sobre el cuerpo del condenado produce el desdoblamiento del alma. Para Foucault “[el alma] nace más bien de procedimientos de castigo, de vigilancia, de pena y de coacción […] es el elemento en el que se articulan los efectos de determinado tipo de poder y la referencia de un saber, el engranaje por el cual las relaciones de saber dan lugar a un saber posible, y el saber prolonga y refuerza los efectos del poder”.

Más que ser un sujeto de castigo, el hombre y su alma nacen de estos procedimientos para los que el alma del pueblo está destinada a reforzar los efectos del poder. En su cuerpo, operaba otra forma de inscripción corporal: la inscripción en la memoria de la imagen de lo terrible. Pues aunque el pueblo asumía un papel político activo como testigo de validación de las condenas de los inculpados, y tenía la posibilidad de salvarlos en un arranque de simpatía, simultáneamente, debían ser cuerpo pasivo, aprisionado por los terrores del alma. Como afirma Foucault:

La ceremonia penal, con tal de que cada uno de sus actores represente bien su papel, tiene la eficacia de una prolongada confesión pública. […] Garantiza la articulación de lo escrito sobre lo oral, de lo secreto sobre lo público, del procedimiento de investigación sobre la operación de la confesión; permite que se reproduzca el crimen y lo vuelve sobre el cuerpo visible del criminal.

 

 

Al igual que el proceso teatral, el suplicio abre un espacio de producción de verdad donde se articulan significados disímiles a través de la tensión, haciendo posible, por un instante, la aparición de la unión social en un solo cuerpo. La agonía del supliciado expresaba una verdad de acto que, al relacionar la pena con el crimen, invocaba una poética simbólica como la creación en escena de una imagen: se taladra la lengua de los blasfemos, se quema a los impuros, se corta la mano que dio muerte; a veces, se duplica el suplicio en el lugar del crimen y con algunos de los objetos utilizados. Es la lógica poética que Giambattista Vico propuso en Ciencia Nueva

al equiparar las ficciones poéticas con verdades filosóficas

 

…con la única salvedad de estar enunciadas o vestidas con imágenes poderosas y no con términos abstractos. El lenguaje que surge de la unión de la mente y del cuerpo, de ese sentir las cosas del cuerpo, es el lenguaje poético organizado en una metafísica no razonada, ni abstracta sino sentida e imaginada por los hombres y que cronológicamente se presenta anterior al corpus teórico del saber filosófico.

 

 

Se trata de la repetición del crimen y su anulación en el mismo acto; la producción de verdad y su castigo. “Dos rituales a través del cuerpo”, donde el acusado representa el papel de “colaborador voluntario” al articular la confesión del crimen que lleva inscrita sobre su cuerpo y la confesión oral que es condición necesaria para la ejecución de la pena. Si el acusado no confiesa el crimen a pesar de los tormentos, deberá declararse su inocencia, es por esto que “el tormento produce ritualmente la verdad”

al mostrarse como confluencia entre el juicio de los hombres y el de Dios: como el teatro del infierno que anticipa las penas del más allá.

Esta producción de verdad a través de la confesión hablada produjo otra forma textual: el discurso del patíbulo. Este tipo de texto, que nació de la obligación de los condenados de tomar la palabra y confesar su crimen para atestiguar la justicia de su sentencia, comenzó a reproducirse enalteciendo las acciones de los condenados y deslizándose hacia el registro de épica heroica donde los discursos se convirtieron en literatura de glorificación hacia el acto criminal.

De la misma forma que en el discurso del patíbulo ocurre una inversión en el papel del supliciado —de criminal a héroe—, la desaparición de los suplicios se empata con la transformación de la percepción del espectáculo como restablecimiento del orden, a su consideración como un acto de barbarie donde ya no se distingue claramente entre la venganza cometida por el cuerpo del poder y el acto criminal. Incluso, el suplicio llega a considerarse como un acto de mayor crueldad en la medida en que su legitimación borraba cualquier rastro de culpa.

 

La reforma judicial

De esta protesta contra los suplicios surge una reforma judicial punitiva que desplaza las marcas-vindicta hacia una nueva noción de justicia, basada no en la venganza sobre el cuerpo del supliciado sino en un castigo cimentado en la nueva tecnología de la representación. El teatro del castigo deberá dispersarse en “mil pequeños teatros”, donde las marcas se intercambien por los signos; en una abstracción legal que instaure a un sujeto jurídico que tema cometer un acto ilegal porque cada ilegalidad está cifrada con un signo punitivo, en un Código donde “los castigos sean una escuela más que una fiesta; un librero siempre abierto antes que una ceremonia […] donde poder consultar a cada instante el léxico permanente del crimen y del castigo”.

 

Que el crimen aparezca como una desdicha y no como literatura heroica. Que se abra el umbral que deje atrás la tragedia y dé principio a “siluetas de sombra, voces sin rostro, entidades impalpables. El aparato de la justicia punitiva debe morder ahora en esta realidad sin cuerpo”,

en una nueva teatralidad que es la representación del teatro desdoblado: teatro dentro del teatro.

De esta forma, y en unas cuantas décadas, la práctica europea de los suplicios se desvanece hasta su desaparición generalizada alrededor de 1830-1848. La nueva abstracción sistematizada del discurso de la ley nos hace saber que “el Código que enlaza las ideas, enlaza también las realidades” y que el texto se une con los actos en formas novedosas.

 

Si la episteme del s. XVI pensó al mundo como un gran texto único predispuesto a ser leído bajo la figura de la semejanza, la ceremonia del castigo participa de este tejido de signos (marcas, discursos, relatos) donde la representación está construida para que la mirada teatralizadora del espectador, desvele el disfraz y la verdad teatral acontezca bajo la forma de una poética preformativa que se erija como creación de una verdad a la manera que Vico la entendía.

Para Foucault el lenguaje ocupa el punto central en la relación que los saberes tienen con el hombre. Hay una correspondencia entre el quiebre de la episteme que permitía el suplicio, a la idea de abstracción jurídica que se corresponde con el desplazamiento del concepto de escritura. Más allá de estar sometido a ciertos principios, el hombre es producto de ellos. Es una invención reciente que ha sido fabricada de acuerdo con ciertas tácticas de poder, ciertos mecanismos de las fuerzas y de los cuerpos, de mecanismos semióticos en los que ocurren desdoblamientos. Más allá de ser meras representaciones, el hombre es producto de estos desdoblamientos provocados por la representación y por un juego de signos que define los anclajes del poder: “El hombre no se constituyó sino por el tiempo en que el lenguaje, después de haber estado alojado en el interior de la representación y como disuelto en ella, se liberó fragmentándose”.

Pensamos sobre un orden relacional, en cuya fluctuación, la verdad aparece como “el efecto de una disposición del saber que determina históricamente los criterios de validación científica de un discurso”.  Un orden que posibilita una fijeza temporal sobre un suelo en realidad móvil. Móvil como la relación entre el hombre y el lenguaje; entre la literatura, el estudio de la lengua y la inestabilidad de los signos que hace que el hombre y el lenguaje se entrecrucen, se omitan, se toquen o se desconozcan.

El texto del pensamiento ha compuesto la propia figura del hombre en los “intersticios de un lenguaje fragmentado”,

pero ahora sabemos —Foucault nos lo ha hecho saber— que más allá de la viabilidad de responder a ciertas cuestiones, el hecho de plantearlas abre, sin duda, la posibilidad de un pensamiento futuro.