De la verdad al castigo y del castigo a otra verdad

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Análisis de la función del discurso de verdad en el ejercicio del castigo y el carácter productivo de este ejercicio.

El título que encabeza este escrito sintetiza de manera suficiente el proceso que se sigue en este discurso, a saber, la constatación de que la sociedad para poder ejercer un castigo sobre los individuos o los grupos requiere que a la imposición de la fuerza le anteceda una verdad, construida desde los parámetros de la posibilidad del mismo castigo y en la plataforma del deseo y la necesidad de imponerse frente al otro; no obstante, el castigo no sólo es un ejercicio de represión y de violencia, al interior de sus mecanismos, sino que favorece la emergencia de identidades nuevas, de vínculos temporales y de mecanismos efectivos, en este sentido se aborda el carácter productivo que implica el poder de castigar.

¿Qué fundamento es posible encontrar en la tarea que emprenden los individuos al castigar?; a tenor de poder aducir más opciones se podrían mencionar tres:

Castigamos porque una divinidad nos ha solicitado ser mediadores de una coerción que hasta el momento ella misma no puede emprender de modo directo.

Castigamos porque tenemos el derecho de limitar a aquel que ha violado el pacto que se ha acordado para poder sobrevivir.

Castigamos por el mero deseo de eliminar lo que no piensa y actúa de manera homogénea y no es posible controlar.

La primera de ellas obedece a un discurso que ha atravesado distintas etapas de la historia, pues mientras la modernidad no generó la escisión entre estado y religión, el sistema penal de algunos gobiernos estaba unido a las narraciones religiosas que justificaban el poder de administrar los bienes, de imponer leyes y de sancionar delitos. No se trata de postular que ingenuamente la expectativa de una dirección trascendental fue el vector estrictamente utilizado en el gobierno de los pueblos, sino más bien de subrayar que la construcción de la verdad en los discursos que justificaban los castigos mantenía entre sus derroteros, metáforas, símbolos y misterios que sólo pueden legitimar su presencia desde un marco religioso totalitarista, dígase para esto tanto en la administración de la justicia de algunos imperios de la edad antigua, a la composición mitológica a la que eran inherentes, así como en la constitución del santo oficio en el siglo XV o en la persecución y condena ejercida por otras religiones coetáneas a la principal.

La aparición de una verdad que debe ser creída y respetada, y el indispensable discurso que la especifica y la interpreta del único modo correcto, parece ser de sobremanera tangible en este rubro en el que el sistema de creencias está unido al modo de gobierno. Foucault al exponer los principios externos que rigen un discurso  hace una diferencia que  es posible aplicar entre la primera justificación que se ha establecido en el ejercicio de castigar, con respecto a la segunda, esta diferencia se expone en El Orden del Discurso y consiste en distinguir un discurso que históricamente es tomado como el espacio que produce la verdad y el discurso que contiene la verdad, como una verdad externa.

 

En el siglo VI a.C. el discurso era una identidad que generaba respeto y terror, sus funciones comprendían tanto la prescripción de que sólo lo pronunciaba quien tenía derecho, entonces, constituía a la autoridad; también decidía la justicia, es decir, el discurso atribuía a cada individuo su parte en lo común; unido a esto profetizaba lo que al pueblo le sucedería y así disponía para que lo profetizado sucediera. En lo que era y en lo que hacía, residía en ese siglo la verdad de un discurso.

Es en este intervalo en el cual el discurso como espacio de aparición de lo verdadero, se desplaza a la rectificación de la no-verdad y la reconstrucción de su discurso, en un primer momento este traslado sólo es posible a través del cuerpo, cuerpo en la no-verdad, en el ocultamiento, lugar propio del castigo y, sin duda, el plano más convincente para marcar, de manera policromática y artística, la corrección y el ocultamiento de la verdad que ha ocasionado el crimen cometido. Los suplicios en el siglo XVIII muestran el poder de castigar, de hacer sufrir el cuerpo a modo de expiación, pero también según las formas del desfile y el espectáculo.

 

El cuerpo reúne dos ejercicios, tanto la aplicación de un castigo, como el lugar donde se obtiene rectificación del discurso de verdad. No obstante, cuando se ha logrado la confesión otra verdad debe ser revelada, la cual se esconde detrás de la intención del arrepentimiento de los condenados y la expiación de sus culpas.

 

El cadalso y la agonía son también lugar para anunciar la verdad, pero ahora por parte del poder soberano, el juicio de los hombres se ha unido al de Dios para mostrar la repugnancia del crimen cometido y ahora muestra la benevolencia del poder real al permitir salvar el alma del condenado. No importa quien pudiera ser la víctima principal de un crimen, el supuesto es que cualquier delito es un daño al soberano, pues la fuerza de la ley es la voluntad real; de allí que el poder de castigar no puede tener cohibiciones en el momento de aplicar una pena. De este modo se muestra cómo el suplicio tiene una función no sólo de índole judicial o penal, sino también política, pues el objetivo es mantener el sentido de superioridad del poder real, haciendo de la condena un ritual de sacrificio y potestad. Es un rito que raya en el exceso de la crueldad física, pero dado el planteamiento, ninguna medida puede ser escatimada.

Habría también que pensar en la posibilidad de que castiguemos, por el sólo deseo  de desterrar lo diferente y de aislarlo como un peligro al orden en el que es posible actuar y controlar. En el paso del castigo corporal a la aparición de la prisión el castigo será un acontecimiento oculto, sin necesidad de publicarse o exhibirse, pues lo que ahora marcará al preso es la misma condena, la certeza de ser sentenciado será un signo de repudio y exclusión, y no más la presentación de su cuerpo atormentado. De este modo lo que se anuncia ante el pueblo es el debate y la sentencia, pero la ejecución ni siquiera la cumple la misma justicia, sino que forma un aparato distinto para encomendarle esta tarea, pues se considera poco digno el acto de castigar. Con esto desaparece el suplicio y se trata de mantener una distancia prudente ante el cuerpo de alguien condenado, sin embargo, el cuerpo se asume como un instrumento que se priva de libertad para suspender de un derecho al condenado y hacerlo trabajar de modo obligatorio. En esta transformación el verdugo es sustituido por un grupo de especialistas que intervendrán en el acusado hasta llegar a la verdad que lo condujo al encerramiento, se trata de vigilantes, médicos, capellanes, psiquiatras, psicólogos y educadores.

Con base en estas necesidades el cuerpo deja de ser el objeto prioritario en el poder de castigar, dando lugar a la aparición de un objeto distinto, el alma,

es decir, se busca ejercer un castigo que repercuta en el pensamiento, en la voluntad, en las afecciones y en todo el interior de quien ha cometido un delito. Sin embargo, el alma es más un efecto en los cambios de las técnicas de control del cuerpo, en los modos en los que las relaciones de poder intervienen en él, que un objeto que hubiese permanecido oculto hasta que fuese necesario asumirlo.

Al referir las relaciones de poder a un objeto específico como el cuerpo se hablaría de una microfísica del poder, pues es poner en juego técnicas de poder a un nivel minúsculo pero multiplicado, más que la aplicación a un solo objeto es la atención a una red de relaciones, en la cual el poder lejos de poseerse se ejerce, no es la adquisición de un sector, sino el ejercicio dominante de posiciones estratégicas, que circulan también entre los dominados.

 

En la consideración de la verdad que produce el castigo, en su carácter productivo, además del sistema penal Foucault investigó también aquellas identidades que surgieron del difícil trato con lo anormal, ejemplo de esto son los tres tipos de individualidades restringidas por el poder psiquiátrico: los primeros tres objetos discursivos que Foucault presenta en la exposición de sus trabajos, constituyen cada uno la conjunción de los comportamientos extraños que desde el siglo XVII al siglo XX han producido actas, demandas y juicios desde diferentes ámbitos de la organización social; dichas agrupaciones se representan en los siguientes términos: el monstruo humano, el individuo a corregir y el niño masturbador. El primero de ellos retoma al individuo que, por su comportamiento,  reúne las siguientes características: ha violado tanto las leyes de la sociedad, como las mismas leyes de la naturaleza, aparece como un fenómeno en el acontecer ordinario, combina lo que es imposible con lo que está prohibido, su comportamiento interroga al sistema médico y al sistema judicial pues son actos que escapan a la prevención; habría que hacer mención del monstruo moral, en el sentido que lo retoma la literatura de fines del siglo XVIII al estilo de Sade. Los ejemplos de este objeto están en los siguientes comportamientos: la mujer de Sélestat que en 1817, tiempo en el que en Alsacia dominaba la hambruna, mató a su hija, la descuartizo, cocinó el muslo con repollos y se lo comió. El caso Papavoine, señor que asesinó en el bosque Vincennes a dos niños, pues creyó que eran descendientes de la duquesa de Berry; el caso de Henriette Corner, una mujer joven que era empleada en París y que le ofrece a los vecinos cuidar a su pequeña hija, de 18 meses de vida; Corner lleva a la niña a su habitación y con un cuchillo le corta el cuello. En general lo que se encuentra en el monstruo humano es la laguna de la razón, la imposibilidad de definir y catalogar el acto y, por lo tanto, desplazarlo al terreno de lo psiquiátrico, en el cual la adaptación se subleva al objetivo de excluir el peligro.

 

El segundo comportamiento es el llamado individuo a corregir, el cual  aparece en el siglo XVIII, tiene un marco de referencia menos vasto que el monstruo, mientras que éste se condicionaba hacia la naturaleza y la sociedad, el individuo a corregir, por otra parte, tiene como referencia a la familia. No obstante, el índice de frecuencia de estos actos son mayores que cualquiera de los tipos de las anomalías, se podría decir que se encuentra en el límite entre la incorregibilidad y la adaptación. Por otra parte, esta el llamado niño masturbador, el cual representa una figura nueva en el siglo XIX, teniendo como espacio de emergencia la propia familia, y de allí específicamente la cama y el cuerpo. En el siglo XVIII se presentaba como algo excepcional, por mantener un estatuto universal, no era perceptible; dos estrategias se utilizaron para detectar al onanista, la penitencia y la dirección de conciencia, la una y la otra están estructuradas como un modo de vigilancia al interior del individuo, desde el cual se pueden detectar las posibles conductas que prevén un descontrol y un peligro social. El penitenciario interroga y enjuicia al penitente de tal manera que no quede nada de lo que se ha hecho sin poderlo discutir, para después recibir cierta pena que supla los actos contrarios a la ley. El sacerdote tiene el poder de establecer la tarifa penitenciaria de acuerdo a su criterio, él solamente puede dar la absolución y de ese modo el perdón de los actos se reduce al poder de un individuo.

De este modo la genealogía de la anormalidad ha tenido como plataforma de su formación discursiva y como referente del ejercicio de poder estos tres objetos que en la historia fueron configurando un tipo especial de exclusión y de producción en las instituciones básicas y en los mecanismos más complejos; el anormal del siglo XIX debe a estos tres objetos, al monstruo humano, al individuo a corregir y al niño masturbador, los sistemas de vigilancia, de control y los procedimientos de adaptación y corrección que moldearán su identidad en los aparatos del castigo y la aparición de verdades.

La verdad que se produce desde el ejercicio del castigo implica un dispositivo, un diagrama en espiral, ya que por una parte, es circular al establecer una relación de interdependencia o mutuo desarrollo entre el saber y el poder, hasta considerar que se trata de un solo factor visto desde las diferentes posiciones que puede tener un observador; no obstante, la distinción que se hace al separar dichas nociones es una ficción producida por el círculo con el cual una relación de fuerza, el poder, constituye un campo de saber y, a la vez, un conjunto de discursos que refieren la realidad imponen un mecanismo de relaciones de fuerzas que lo hacen transformarse continuamente. Cabe añadir que el vínculo entre verdad y castigo posee varios haces de relaciones que lo abren al exterior de su dominio, esto quiere decir que, por una parte está abierto a lo que produce; así se da lugar a la emergencia de identidades, ya se trate de objetos de un discurso, de sistemas del conocimiento o regímenes de verdad, o de identidades individuales que refieren conductas de un grupo. Por supuesto que no existirá una intelección adecuada a un momento histórico, si no se ha empeñado en describir las redes que mantienen los micro-poderes y los discursos y regímenes que los justifican y los transforman. El ejercicio del castigo ha mostrado así la composición reticular en el funcionamiento del poder, en este espectro el discurso es un mecanismo de objetivación, y esto funciona según directrices específicas, pero también tiene un emplazamiento como instrumento de dominio, no es posible separar cuando ocurre el primer proceso y cuando se pasa al siguiente, por el contrario, pareciera que el mejor acercamiento es la descripción en círculo, pues el aumento de poder genera también la posibilidad de objetivar.

Vigilar y castigar ha sido en parte la fuente que ha sintetizado los elementos del vínculo entre verdad y castigo, pues el análisis maneja las relaciones de fuerza que según el saber del príncipe dieron pie a la figura del condenado, en este flujo circular de discursos y prácticas, se estudió el suplicio, la tortura y la confesión, pero también se pusieron sobre la mesa los discursos que construyeron la verdad del soberano, la red quedó abierta a la modificación en una reforma que escondía, a su vez, relaciones de fuerza y prácticas discursivas, esto conectó a la figura de cierto humanismo, que resultó acercarse más a prácticas económicas y procesos de individualización en el ejercicio de dominio. Frente a este esquema aparecieron formas del saber-poder como, el panóptico, la disciplina, el examen, la prisión, las ilegalidades o el delincuente, cada una de ella con un haz de relaciones propio y que, de algún modo, modifica el panorama general. En el caso de la disciplina es notorio el modo en el que se traslada el nivel microfísico a lo macrofísico, es decir, en un momento se analiza las relaciones de poder en los espacios en los que cada institución establece las normas de comportamiento y después se explica cómo toda la población se ubicó como sociedad disciplinaria, de manera que la normalización de las instituciones terminó por ser prioritaria ante los mismos códigos.

Los tres elementos, que al inicio de este discurso fueron presentados para describir el marco de legitimidad que nos ofrece el poder de castigar han resultado no sólo compatibles, sino también interdependientes en su desenvolvimiento social e histórico, de tal manera que el ejercicio del castigo contiene más que lo simplemente presentado a un población, a saber un mecanismo complejo, digno de un análisis laborioso que no presuponga una lógica unilateral en la aplicación de la penas, sino más bien la constitución del ejercicio del poder como una gráfica reticular de elementos heterogéneos y discontinuos cuya plataforma de acción es la composición de regimenes de verdad en constante transformación.

Si asumimos que el poder no es perceptible por sí mismo, sino por sus efectos, castigar concentra un ejercicio de poder, vértice de fuerza, de tal manera efectuado que mientras no se avance en el establecimiento de la correspondencia entre el nivel de la justicia y la empresa penal, no se logrará que el poder de castigar sea una pieza elemental  del dispositivo de control y de producción de marginalidades en la sociedad misma, espacio en el que se mantendrán las escisiones bajo el peso de la verdad que contiene todo castigo y el castigo que contiene toda verdad.

 

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