1.
La filosofía —en su nacimiento y en su historia— ha dado origen a las ciencias, nadie suele poner esto en duda, pero que una vez en marcha las ciencias amenacen de muerte a la filosofía no es tan frecuente escucharlo ni tan sencillo concederlo. Algo le ha sucedido a la filosofía que a ojos de las ciencias delata senectud u obsolescencia; tal es mi impresión, suficientemente compartida. Tengo mi hipótesis personal para explicarlo, naturalmente: las ciencias se ocupan de lo necesario, la filosofía se va quedando sin objeto. Ha pasado ya y con máxima probabilidad seguirá pasando. Sin objeto, la filosofía se aferra con todo a la existencia. Se diría que la filosofía ha sido, desde el principio, un pensar sin (mucho) objeto. No parece ser, la ciencia, el exclusivo destino de la filosofía: saber, y saber de verdad. ¿Nada más? No se sabe muy bien, desde el comienzo, qué objeto tendría pensar las cosas, o pensar las cosas con las que —es decir: las palabras— pensamos las cosas. Sí, un para qué hacer eso no está justificado por anticipado. La filosofía es en tal trance una insistencia un poco necia. Se descubre el para qué y ella pregunta qué significa (es decir: qué se pierde y qué se gana con) que algo sea “para qué”. Al infinito. Con esto quiero decir que la filosofía no puede agotarse —que es por otra parte lo que predominantemente ocurre— en y con las ciencias; las ciencias son algo así como las embotelladoras que acechan a unos pasos del manantial, ese que la filosofía, cual tímida ninfa, custodia.
Me resulta cada vez más evidente que la filosofía no llega a serlo si solamente es filosofía. ¿De qué trata ella? De lo que es, de lo que puede ser y de lo que debería poder llegar a ser. Entonces no es solamente una ciencia (una descripción neutra, fría, imparcial, de cómo es lo que es). Trata, desde Kant, de la cosa-en-sí, que al menos sabemos que no se agota en su aparecer. ¿Quién pretendería saber cosas que consisten en ser lo que no aparece? El filósofo, por supuesto. Se contentará con bautizarlo: será caos, magma, ser-en-cuanto-que-ser, multiplicidad pura… Nada cambia demasiado con ese nombre. ¿Y si la cosa-en-sí no es una cosa y menos dice que sí? No importa: o, mejor, no es lo único que importa. De los tres reinos tradicionales —alma, mundo, Dios—, la filosofía actual distingue tres estratos: lo que es, lo que aparece —y un estrato intermedio o de tránsito entre uno y otro. El ser no es lógico, pero lo que aparece sí. ¿Hay algo entre lo alógico y lo lógico? En lo real, ¿hay leyes como las hay para el pensamiento? Infinidad de problemas se han anudado y desanudado si se confunden o identifican estos estratos. Creo que es el caso de Hegel, con todas las mediaciones dialécticas que se hayan invocado para no incurrir en el pensamiento mágico.
Vayan por delante quince cuestiones (ontológicas) pendientes. Si el ser no es Dios, ¿qué diablos es (o ha sido) Dios? Si el ser no cambia, ¿cómo aparece a nuestros ojos en nuestros días? Si las matemáticas no sólo son cálculo, ¿piensan algo? Si el ser no cambia, ¿qué ocurre con lo que pasa? Si el ser es la vida, ¿dónde comienza y dónde termina? Si Dios es la Naturaleza, ¿admite alguna finalidad? Si el ser es la Idea, ¿puede contarse con ella? Si el ser es un orden, ¿basta con reacomodarlo? Si no hay ser sin lenguaje, ¿cómo hay lenguaje sin ser? Si el ser ocupa un espacio, ¿qué hay del otro lado? Si el ser no es lógico, ¿de qué habla el logos? Si el ser es innumerable, ¿qué quieren los números? Si el ser se retrae, ¿a quién le tiene miedo? Si el ser no es Dios, ¿por qué no se ha ido? Si el ser no se agota en su aparecer, ¿dónde guarda el resto?[1]
No ha sido agotado, para empezar por el principio, el sentido de la frase de Nietzsche: Dios ha muerto. No es una afirmación (o una profesión) de mero ateísmo. No dice que Dios no exista, dice que ha muerto, lo cual presupone que alguna vez ha estado vivo. ¿Cuándo? ¿Para quiénes? ¿Por cuánto tiempo? Si ha muerto, ¿quién puede dar cuenta de su vida? Y, para empezar, ¿cuál Dios? ¿El de Moisés, el de San Pablo, el de Galileo, el de Pascal, el de Kierkegaard, el de Hegel, el de Schelling, el de los albigenses? ¿El de Einstein, el de Lacan? ¿Figuras posibles de lo Mismo? La modernidad se ha encargado de decretar su muerte en un sentido profundamente ambiguo; es una proyección humana, y en tanto tal constituye un muerto perpetuo. En un sentido metafísico no existe, pero en uno psicológico es indestructible —aun y más estando muerto. Dios pertenece al horizonte humano, luego la religión no puede desaparecer.
Debo declarar que esta posición me parece menos insostenible que truculenta. Dios está muerto, pero he aquí que muerto adquiere y detenta su figura más poderosa y duradera. Dios —al igual que los aborígenes de América— funciona mucho mejor muerto que vivo. ¡Menuda paradoja! ¡Genio del cristianismo! Ello no obstante, el filósofo (Alain Badiou, por caso), otorga a este acontecimiento un valor literal: Dios (ya) no está entre nosotros. No vive aquí, no vive ahora, no vive más. Se acabó la edad del Señor. “En este sentido”, advierte en su Breve tratado…, “hay que declarar que la religión ha muerto, y que incluso en los casos en que se muestra con toda la extensión aparente de sus poderes, no lo hace sino como síntoma particular de una conmemoración en la que la muerte es omnipresente. Lo que subsiste no es ya la religión, sino su dramaturgia”.[2] Una dramaturgia que no ha perdido —tal vez al contrario— toda su violencia.
Así que Dios ha muerto pero no se sabe cómo entender o recibir esta buena/pésima noticia. Es buena si se admite que Dios (es decir, la religión) no es la única fuente de sentido; es mala si se reconoce que Dios es aquello por lo cual la muerte puede ser convertida en algo “positivo”. Si Dios mismo ha podido morir por nosotros, ¿tiene menos sentido dar la vida —mía o de mi prójimo o del extraño— por Él? El humano es el único animal que sabe que lo habita la muerte: clave de su pervivencia. La muerte deviene, —a Dios gracias— un medio, un arma, un instrumento, una herramienta capaz de asegurarnos la consecución de un propósito, a saber, lo que podría garantizar la verdad del sentido que es posible asignar a la vida. Hacer de la muerte un medio —el medio— es exactamente lo mismo que hacer de la vida un medio de otra cosa: de la vida eterna, que aparece ahora como una palabra impresa en la frente de su contrario, la muerte perpetua.
Pero Badiou, me parece, va a otra parte. Quiere hacer de la muerte de Dios un factor de liberación. Distingue para ello un Dios vivo (el de la religión, que es violento) y un Dios muerto, que es el de la metafísica, el de la filosofía; el Dios de los filósofos es el arma letal que será utilizada contra el Dios de los creyentes. Lo dice de un modo no poco subyugante: “Y es que el peligro religioso estriba en hacer de Dios un ser viviente con el que intentamos vivir, y al vivir con él producir un sentido de la vida total, incluyendo la muerte”.[3] Se comprende que el Dios de la filosofía es un Dios absolutamente conceptual: un operador lógico, una hipótesis, un postulado de la razón. Si no funciona, pues se elimina y se busca otro, punto. ¡Qué desfachatez si ese “operador lógico” es vivido como la condición misma de la salvación y la vida eterna! ¿Quién tiene el atrevimiento de declarar su muerte?
Declarar que Dios está muerto es un insulto para los creyentes, pero decirles en su cara que ellos mismos son sus asesinos constituye una auténtica genialidad. Que es lo que hace Nietzsche.
A todas luces, Badiou no va tan lejos. Le basta observar que Dios exhibe una faz teórica y una faz práctica, y que una tiene el poder (e incluso el deber) de desactivar a la otra. La apuesta no puede ser más diáfana: que el Dios metafísico pueda existir o no existir es siempre preferible a la aceptación ciega de la vida-y-muerte del Dios moral. Lo que hace el filósofo es justamente desdramatizar la elección; Dios está bien muerto y no por ello nos vamos a lanzar de cabeza al abismo de la desesperación, gesto teatral donde los haya (y que por otra parte es lo propio de los integrismos contemporáneos). Es que otorgar sentido a la existencia ya es un asunto natural, no sobrenatural. Esa es nuestra irrenunciable modernidad, que comenzó desde bien temprano con la filosofía griega. Pues el de Aristóteles es un Dios que nació —motor inmóvil— benditamente muerto. Es un anuncio de la ley de gravitación universal formulada por Newton; las cosas se mueven —se caen— porque una fuerza mayor las somete a su dominio —y nada más. La pregunta metafísica se viene abajo: ¿por qué el ser y no, mejor, la nada? Quién sabe, pero nunca porque Dios así lo quiere o así lo quiso. El Dios de la metafísica existe —si existe— como fruto de una comprobación racional; el de la religión depende de un “encuentro”, de un impacto de tal magnitud que transforma de pies a cabeza al inocente que con tamaño ser se tope.
Así que realmente no importa si Dios “ha muerto” porque el Dios de la filosofía —de Aristóteles a Heidegger— ha estado bien muerto desde el principio. El Dios de la metafísica es un robot mientras que el de la religión es un zombie o un engendro del Dr. Frankenstein. ¿Quién es más peligroso? Eso ya ni se pregunta.
Con todo, queda un resto. Al de la religión haremos bien en llevarle sus coronas; al de la metafísica podríamos seguirlo recomponiendo o descontinuarlo sin necesidad de pompas fúnebres. Pero hay otro Dios que a mí me da por imaginar como lo otro de Dios: el “Dios de los poetas”, bautiza Badiou pensando en Hölderlin. Un Dios que no es ni el metafísico —garante del sentido inteligible del mundo— ni el religioso —responsable último del sentido último de la existencia de todo—, sino una entidad intermediaria cuya fuerza consiste o se verifica en el movimiento de su retirada. Es una “hipótesis” que rinde cuenta del desencanto del mundo, y que le asigna a ese Dios en desbandada una función reconstructiva. ¿Cómo pensar su ausencia? ¿Qué corresponde al humano hacer en el trance de su retirada? El filósofo propone un pathos que se aparta del duelo por el Dios Muerto y también del mero juego especulativo de la metafísica normal; la actitud (pensante) que corresponde a la ausencia/retirada del Dios-de-los-poetas (que a mí me parece que en realidad da nombre a lo sagrado) es la saudade… “Es una relación nostálgica en sentido estricto, es decir, la que considera desde la melancolía las posibilidades de un reencantamiento del mundo por el improbable regreso de los dioses”.[4] En esto es muy agradable concordar: la muerte de la religión de la muerte-de-Dios y el abandono de la hipótesis metafísico-teológica abre sitio a un reencantamiento pensante que encuentra sus adelantados en los poetas a-teológicos. Hölderlin, desde luego, pero también Pessoa y Vallejo, Char y Bonnefoy, Larbaud y Leopardi, Pavese y Calvino, Pizarnik y Plath —y cerremos aquí la lista.
Considero que no es que existan poetas a-teológicos, sino que toda la poesía (o todo el arte) no sólo admite, sino que exige una lectura y una aproximación ateológica. Pero la posición de Badiou es rabiosamente moderna: no hay marcha atrás. Me temo que se está tomando demasiado a pecho la noción del retorno. No es una “marcha”, es un paso atrás. Lo exige el movimiento mismo de desencantamiento, que yo también estimo irreversible e irrenunciable. Badiou supone que lo de Heidegger (y, con él, lo de Nietzsche) es un retorno —romántico, es decir: reaccionario— al mundo griego. Su dictamen es estentóreo: “Se trata de acabar con toda suerte de promesas”. No creo que se pueda discrepar de ello; sí creo que la apertura a lo sagrado es perfectamente actual, sin esperar un retorno de los dioses o de los brujos o los espíritus propiciatorios o los chamanes cibernéticos. La lucidez es ahora.
El filósofo rechaza al Dios-de-los-poetas porque presupone en su deseo una angustia ante la finitud. Sólo el reencantamiento nos daría oriente en este mundo dejado de la mano de Dios. De acuerdo, pero no es verdad que lo sagrado vehicule necesariamente una promesa de redención o la garantía renovada de una salvación; es, por el contrario, una afirmación incondicional de nuestra finitud, que por el poema —por lo sagrado— ha quedado privada de su condena moral. Abandonar, como pide Badiou, “el motivo de la finitud” resulta un gesto teatral que provoca lo que pretende evitar: se trata precisamente de afirmarlo sin condiciones, no de cerrar los ojos a su factualidad.
Por lo demás no encuentro nada qué oponer a su propósito: “El imperativo del poema estriba hoy en día en conquistar su propio ateísmo”. ¿Tendríamos que desechar la poesía de Vallejo cuando utiliza la palabra “Cristo” o la de cualquiera otro que, como Artaud o Bataille, continúa invocando a Dios? El ateísmo no se circunscribe al destierro de las palabras de la tradición —religiosa o metafísica—, sino, evidentemente, al desmontaje radical de su gramática. Y lo mismo hay que decir respecto de la filosofía. Mi sospecha básica, que aquí sólo esbozaré, es que el de Badiou, como el de Zizek o el de Onfray, como el de Vitiello o Nancy o Agamben, es, para llamarlo por su verdadero nombre, un ateísmo insuficiente.
Porque el problema no es que seamos ateos, sino que sea tan difícil serlo suficientemente.
2.
La filosofía no puede caminar sin su historia, pero tampoco puede limitarse a simplemente recorrerla. Quizá ya todo ha sido pensado, o intuido, o vaticinado, pero lo que ocurre justamente ahora —este ahora que viene sin avisar y se va sin promesa de retorno— subsiste como residuo sólido: el presente siempre está por decidirse, es decir, por pensarse. La filosofía existe en estado sólido —en su historia— y en estado líquido —en su reconstrucción—, pero también en estado gaseoso, en el predicamento de pensar el presente. El presente es así el desafío permanente planteado a la filosofía, que en tal condición ni puede desaparecer —a pesar de la no poco desleal competencia de las ciencias— ni ha de resignarse a repetir o reformular lo ya pensado. Si el presente es inédito, la filosofía no tiene por qué ser sólo una reedición. De hecho, hablar de algo como el presente hace presentir la presencia de algo como la filosofía; tan sólo ante una mirada filosófica lo que es se presenta y se despliega como presente.
En este sentido, el presente no puede pensarse como una pantalla que la filosofía encontraría frente a sí y que bastaría describir con objetividad, minucia y rigor, porque la pantalla es posible únicamente en la asunción de una perspectiva filosófica; la pantalla es el presente que recorta y encuadra el espectador convertido en filósofo. El presente es inédito, según decíamos, pero resulta que quien lo edita es precisamente la filosofía. ¿Cómo es esto?
Que lo que es exista en el tiempo implica que no se presenta de golpe y tampoco de una vez por todas. Que exista un o el presente implica que existe para una o la conciencia. Aquí comienza y aquí toca fondo el problema. Hay filosofía —y la seguirá habiendo— si y mientras algo —nuevo, inédito— se presente. Qué se pueda o qué no se pueda hacer ante o con ese presente dará lugar o bien a una ciencia o bien a una más viva, profunda y creativa estupefacción.
Tal vez este sea el punto de quiebre de la filosofía: allí donde retrocede, se enrosca, comienza una resaca; si continúa avanzando, se enfriará: será bautizada con un nombre de preferencia griego terminado en logía, grafía o nomía. En lugar de filosofía, ¿llegará el día de la sofiatría (iatros=curación)? Dejando a un lado dudosos best sellers como los de Lou Marinoff, ¿qué es lo que mientras tanto corresponde: elogiarla o defenderla? Lo primero se impone si nada serio la amenaza; lo segundo, si se perciben severos indicios de declinación. ¿Qué es lo que está teniendo lugar en nuestro presente?
Ambas cosas, sin lugar a equívocos. El primer gesto —el elogio— ha sido dramatizado o escenificado por muchos, y uno de los últimos, Gilles Deleuze; el segundo —la defensa— encuentra en Alain Badiou uno de sus penúltimos valedores.[5] ¿A qué imagen de la filosofía responden uno y otro? El elogio se profesa de una propuesta saludable; la defensa se articula como un tratamiento de choque. ¿Cómo se encuentra la filosofía en nuestro presente: rozagante y segura de sí o débil, fodonga y menesterosa? ¿Las dos cosas al mismo tiempo? ¿Puede presentarse sana y enferma, amenazada y autosuficiente a la vez? No es tan difícil hallar la respuesta; sí, prácticamente en todos los momentos de su historia la filosofía se ha enfrentado a traiciones, tergiversaciones e instrumentaciones de la más variada índole.
Por ejemplo, y por sólo hacer mención a un elemento, Deleuze no ha tenido más remedio que remitirse a Kant; los humanos fluimos en tres registros (también nos encharcamos en ellos): sensación, operación y pensamiento. Irreductibles, pero interconectados. A cada facultad le corresponde su territorio espiritual: arte, ciencia, filosofía; a cada una su campo y su lógica. ¿Estas propiedades pertenecen al ser humano, o lo son también de lo real? ¿Qué tienen que ver con lo real? A juicio del filósofo, lo real originario es caos, indeterminación, multiplicidad, devenir, desorden, infinitud. Los humanos le oponemos una ley, una arquitectura, una estabilidad; pero es para poder sostenernos en medio del caos, no para anularlo: se trata de artificios. Esto real es aquello que los humanos tenemos siempre y en cada momento por sentir, por imaginar, por entender, por pensar.
La de Badiou sería por su parte una filosofía panfletaria, una filosofía “de la calle” si no ofreciera un lado completamente serio y abstracto, expuesto y defendido en un par de libros aparecidos uno a fines de los 80 (El ser y el acontecimiento) y el otro (Las lógicas de los mundos) recién en 2006. Con todo, la suya es una filosofía inocultablemente militante: el fervor maoísta se manifiesta a la menor provocación. Hacía en verdad mucho tiempo que no leía, desde la filosofía “normal”, una defensa tan entusiasta de la revolución (que Badiou llama “el despertar de la Historia”). ¡La bestia no ha muerto, sólo está dormida! Es la masa —no la clase, craso error de Marx— lo único capaz no sólo de resistir sino de vencer en última instancia el poder maligno del Capital y del Estado, que son los auténticos delincuentes sociales, los villanos de la Historia. Uno puede compartir este fervor, o puede lamentarlo, pero ¿es filosofía?
Volvamos al Breve Tratado… Coincido plenamente con Badiou en su punto de partida: no hay filosofía posible mientras Dios exista y amenace a los hombres con Su Vida. Es a partir de la muerte de Dios (en sus tres acepciones) que comienza a ser posible (otra vez) volver a pensar. Según el veredicto del filósofo, bendito sea Dios, que ya por fin nos dejó en paz.
En paz con nuestras guerras y nuestros dolores de parto. Vivimos en pleno desencanto y a la vez vivimos encantados con la erosión de lo sagrado, de lo divino, de lo santo, de lo mágico y de lo místico. Hemos llegado al extremo de la banalidad y de allí no merece la pena saltar a ningún trasmundo: todo está aquí-y-ahora, todo es de una rencorosa actualidad. El apocalipsis ya ha tenido lugar: lo que resta es el hueso duro de roer de lo político; lo que falta es comprender y afirmar este desmantelamiento de la trascendencia; lo que necesitamos es dejar de extrañar al Dios muerto de los creyentes, al Dios Motor Inmóvil de los filósofos y al Dios Venidero de los poetas: todos ellos son igual de nefastos. No precisamos vivir la muerte de Dios sino la muerte del más allá de la vida. En un mundo desdivinizado todo es (y está) presente: no hay más. ¡A volar, sombras, tinieblas y espectros! La lucidez, ahora mismo.
Dedicados a la triple destrucción de los dioses, podemos decir desde este instante, nosotros, habitantes de la morada infinita de la Tierra, que todo está aquí, siempre aquí, y que, en la banalidad igualitaria sólidamente percibida, firmemente declarada, el recurso del pensamiento está en lo que nos sucede, aquí. Aquí está el lugar del devenir con las verdades. Aquí somos infinitos. Aquí es donde no se nos ha prometido nada, excepto la posibilidad de ser fieles a lo que nos sucede.[6]
No podría estar más de acuerdo. Pero nosotros… ¿Quiénes? ¿Cómo asegurar que seamos habitantes y no propietarios de la Tierra? Mucho me temo que en esta pequeña diferencia anide alguna forma siniestra del Dios por todos nosotros tan temido. En serio, ¿a quién apunta ese nosotros aparentemente tan inmediato y tan obvio? ¿Los modernos, los escépticos, los actuales, los liberados de traumas y tutelas arcaicas, los hombres (y mujeres) nuev@s, los redentores del presente? ¿Cuáles nosotros, los vivos? ¿Nosotros los escritores, los filósofos, los profesores, los intelectuales? Preocupa desde luego determinar ese nosotros, que tiene la sublime tendencia a cristalizar en iglesia, en estado, en ejército, en vanguardia, en carne de cañón o en punta de lanza. ¿O se refiere a cualquiera, a cualquiera… de nosotros, los humanos? ¿La multitud, la masa, la totalidad?
Con alegría hay que aceptar que el destino de toda situación sea la infinita multiplicidad de los conjuntos, que ninguna profundidad pueda establecerse jamás en tal multiplicidad, que la homogeneidad de lo múltiple venza ontológicamente al juego de las intensidades. Y que, por consiguiente, abandonado el anclaje en toda finitud, habitemos en el infinito como en nuestra morada absolutamente anodina. Y aceptemos que, de este modo, cuando en el azar de un acontecimiento una verdad cualquiera nos arrastre en pos de la inacabable infinitud de su trayecto, la búsqueda de sentido se reduzca para nosotros únicamente en la tarea de cifrar esa infinitud.[7]
Alabado sea nuestro desencanto, pródigo en maravillas banales y en triunfos anodinos. Avatares de la democracia. Comprendemos ahora por qué Sartre tiene razón contra Heidegger: la profundidad se revela como la superficialidad del hombre común, como la pragmática sabiduría del hombre mediocre. Muerto Dios, ¿qué problema nos queda por resolver que la inteligencia y la buena voluntad no erradiquen? A esta hybris de la medianía habría que empezar a acostumbrarse: es la tarea que compete a los deudos del Dios de la Tradición. Compañeros, díganme dónde firmo; yo también pertenezco al club de los asqueados de nuestra historia (sagrada). Tan sólo perdóneseme no estar muy seguro de mí y bastante menos del nosotros.
No estoy seguro de muchas cosas pero en este momento tengo en mente la posibilidad o la necesidad de que exista un paso o un puente franco del yo al nosotros, como soñó románticamente Hegel y su generación, y de que, dado el caso, este nosotros no desemboque en una nueva y con certeza más siniestra deificación.
Se me permitirá a este respecto un breve excurso a partir del diktum de Durkheim: “Los dioses son los pueblos pensados simbólicamente”.[8] Lo sagrado es la imagen de lo social en la conciencia de sus miembros. Y la imagen de lo social no es, para Durkheim y para la sociología de él derivada, otra cosa que el poder. Poder de prohibición, poder de sometimiento: lo sagrado, desgajado radicalmente de la vida ordinaria o profana, simboliza, encarnándose en figuras, en gestos, en signos o, de manera privilegiada, en el entusiasmo de la fiesta, ese poder de interdicción que permite a los individuos construir —y participar de— una vida común. Lo social, no obstante, es menos un artificio ideado por individuos preexistentes que la substancia de los mismos; lo social no se halla sobre-puesto a los sujetos sino que recibe un estatuto ontológico pleno: es una realidad sui generis: “Si la religión ha engendrado todo lo que hay de esencial en la sociedad, la idea de sociedad será entonces el alma de la religión”.
La religión no es una institución entre otras varias que en toda sociedad se hacen posibles, sino el molde de todas ellas: origen y modelo. Pues de lo que se trata es de garantizar la prevalencia de la conciencia colectiva sobre la conciencia individual, y ello no se logra más que al precio de cortar lo real en dos secciones mutuamente excluyentes: sagrado y profano configuran una polaridad sin la cual ninguna institución deviene viable. Separar para conjuntar: tal es el mecanismo básico de las estructuras religiosas, cuya definición canónica rezaría así: “Una religión es un sistema solidario de creencias y de prácticas relativas a cosas sagradas, es decir, separadas, prohibidas, creencias y prácticas que unen en la misma comunidad moral, llamada Iglesia, a todos los que se adhieren a ella”. Puede advertirse hasta dónde lo social ocupa un espacio de centralidad en esta concepción: es al mismo tiempo causa, contenido y finalidad de lo religioso, cuya función, a su vez, remite a la necesidad de administrar lo sagrado. Conceptos clave en esta construcción son, ellos mismos, extraídos de un contexto propiamente mágico: mana, esa energía misteriosa percibida por las tribus de la Polinesia, y tótem, la pertenencia cultual a una fuerza identificatoria segregada del resto, palabra en uso entre los indios iroqueses. Lo sagrado es un traslado de potencia, un poder social transferido: a través de ello el mana, esa especie de electricidad estática permanente, se descarga como un rayo en las figuras y en los símbolos totémicos. No podrá negarse cierta eficacia mágica en esta representación teórica de los hechos religiosos, eficacia que sin embargo nos resulta a esta hora un tanto recargada.
La estrategia de Durkheim —y se me concederá traerla a cuento por el optimismo de Badiou— es claramente organicista, si por ello entendemos un esfuerzo por restituir la inmanencia de lo sagrado en un mecanismo que exige simultáneamente su trascendencia: invención de lo social, lo sagrado está situado fuera de su inmediatez. Pues lo que está en juego en estas peripecias simbólicas y energéticas no es otra cosa que la supervivencia o, en términos apropiados a su objeto, la salvación: “En la religión hay algo eterno, destinado a sobrevivir a todos los símbolos particulares de los que, en forma cambiante, se rodea el pensamiento religioso”. La finalidad última de la religión es garantizar y reproducir una experiencia (individual) de la salvación (social) —pues sólo es esta última la que puede perdurar. Estrategia contra la muerte, la religión sostiene a las sociedades más allá de la extinción irremediable de sus componentes. Ahora bien, si el funcionamiento de los grupos sociales pone necesariamente en práctica un complejo sistema de interdictos y prescripciones, sistema al cual apunta toda la producción simbólica de lo sagrado, resulta en consecuencia inimaginable una cultura desprovista de religión: la secularidad es un extravío. A fin de cuentas, si el poder, entendido como capacidad de subordinación, es inherente a lo social, la religión será su privilegiado modo de articulación. El pensamiento científico (y político) no es otro que una forma más perfeccionada del pensamiento religioso. Más aún: el papel de la racionalidad técnica, o la argumentación lógica y su libre discusión pública y democrática, aparecen desde esta perspectiva como una excrecencia intelectual que no sólo no contribuye a la cohesión del grupo sino que directamente le amenaza; puede decirse entonces que hay sociedad en la medida en que haya sacralidad, y que hay sacralidad solo en la medida en que sirva como sustento de la socialidad.
Esta preeminencia absoluta de la dimensión social equivale a una sacralización, por más que se quiera simplemente teorética, de lo social mismo. Al elevarse al medio simbólico, los hombres y sus relaciones se transforman en personajes de una historia-modelo. Proceso de transfiguración, queda no obstante sin ser explicada la necesidad de establecer un orden sagrado para mantener la vigencia de un orden de prohibiciones. ¿Es necesario lo sagrado para legitimar la prohibición, o la prohibición genera por su parte un orden sagrado? Lo que siempre permanece oscuro es el sentido de esta transferencia del poder social a un ámbito escindido de las experiencias y actividades cotidianas; parecería una descomunal mistificación orientada exclusivamente a lograr la obediencia inapelable de los súbditos, un exorcismo de la posibilidad de imaginar otro tipo de vínculos. Lo sagrado como parálisis de la imaginación, como fijación absoluta del mundo.
Tampoco parece otorgársele importancia religiosa a la percepción y la vivencia de los fenómenos de la naturaleza. Su carácter es meramente pasivo, receptáculo inerme de un poder social que le asigna dimensión, utilidad, sentido. Pero existen multitud de testimonios, en el seno de diversas tradiciones religiosas, del carácter poderosamente activo de la naturaleza: potencia al mismo tiempo regular e impredecible, el mito intenta a su modo explicarla y el rito aplacarla. En este sentido, más que un poder social sacralizado, es más fácil quedarse con la impresión de que existe un orden sagrado debido a que la sociedad constituye un orden extremadamente frágil y subalterno, algo constante o cíclicamente amenazado, interior y exteriormente, por la desintegración. Con lo sagrado intentaría formalizarse un ámbito radicalmente excluido, colocado a salvo de esa amenaza, y su contenido sería mucho menos el poder de la comunidad que aquello que a sus ojos es lo más expuesto, lo más delicado, lo más impotente. Si el mana designa esa especie de fuerza anónima es precisamente porque lo social —el pueblo, la masa, la clase, la multitud: la “voluntad general”— no posee ni dispone de la fuerza suficiente para hacerse obedecer. Lo sagrado arroja al individuo a una exterioridad que le hace cobrar conciencia de la fragilidad de sus lazos sociales, de la convencionalidad interesada de sus representaciones ideales, de la condición fundamentalmente insalvable de eso que le mantiene con vida. Lo sagrado, menos que un poder social transferido, sería un dique interpuesto por individuos y colectividades para intentar, casi siempre con un éxito irregular y relativo, proteger eso que no puede ser sino su radical y constitutiva debilidad.
Desde esta perspectiva, la encomienda del filósofo neo-moderno en el sentido de destruir por partida triple a los dioses sin renunciar a la multitud insurgente queda gravemente comprometida. La muerte de Dios se transmuta inexorablemente en un despertar de la Historia: “Si se diera un despertar de la Historia”, afirma Badiou en otra parte, “no habría que buscarlo por el lado del conservadurismo bárbaro del capitalismo ni del encarnizamiento de todos los aparatos estatales para mantener su ritmo frenético. El único despertar posible es el de la iniciativa popular, allí donde arraigará la potencia de una Idea”.[9] El pueblo y el mana articulados en su nuevo (pero muy arcaico) tótem. Se me permitirá la desconfianza: del Dios Muerto al Nosotros Ideal, ¿ha emergido algo realmente nuevo? ¿Es un verdadero acontecimiento, un acontecimiento de verdad?
En breve, de lo que dudo es de la existencia de un sujeto dotado del poder de producir un acontecimiento y de que la misión de la filosofía o del pensamiento sea fundamentalmente la transformación del mundo. En el caso de nuestro filósofo, por eludir la nostalgia se produce una fuga hacia la utopía (y juro que no sé cuál es peor); así, la filosofía se justifica con una máxima:
“Acontecimiento” designa esto, sin lo cual toda esperanza está perdida y la filosofía [sería] un vano juego: Hay otra cosa que eso que hay.[10]
Lo que es, no es todo. Una frase que en los años sesenta Adorno hará valer, como un dardo envenenado, contra un Popper claramente obtuso y rebasado. Insisto en mi acuerdo. Pero, vamos, no estoy seguro de que ese faltante o ese sobrante, no doy mi brazo a torcer admitiendo sin examen que ese defecto o ese exceso del ser correspondan a un “nosotros” —cualquiera que sea, aristocrático o banal, democrático o existencial— administrarlo.
Habitar no es administrar, de eso sí (creo que es lo único) puedo dar fe.
Notas:
[1] Alain Badiou, Breve tratado de ontología transitoria, tr. T. Fernández Aúz y B. Eguíbar, Gedisa, Barcelona, 2002, cfr. índice.
[2] Ibíd., p. 14.
[3] Ibíd., p. 15.
[4] Ibíd., p. 19.
[5] Vid. Mercedes Allendesalazar, “Gilles Deleuze y Alan Badiou: elogio y defensa de la filosofía”, en Moisés González García, Filosofía y cultura, Siglo XXI de España, Madrid, 1992, pp. 581 y ss.
[6] Breve tratado… op. cit., p. 22.
[7] Ibíd., p. 21.
[8] Cfr. Emile Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, tr. S. González Noriega, Alianza, Madrid, 1993.
[9] Alain Badiou, El despertar de la Historia, tr. P. Betesh, Nueva Visión, Buenos Aires, 2012, p. 21.
[10] Alain Badiou, “Escribir lo múltiple”, en El balcón del presente. Conferencias y entrevistas, tr. S. Bercovich y Fr. Ben Kemoun, Siglo XXI, México, 2008, p. 18