El filósofo francés sostiene que las propuestas y los deseos de los ciudadanos son fundamentales para buscar caminos políticos distintos al de la hegemonía norteamericana y que ser de izquierda, actualmente, consiste en manejarse con convicciones, resolver problemas concretos y saber dejar preguntas abiertas
El historiador de la cultura Jacques Barzun decía, no sin ironía, que para ser considerado un renacentista basta, en nuestros tiempos especializados, con ser un neurólogo que toca el violín, navega a vela y está más o menos al tanto de las últimas novedades editoriales. Si se abandona la pretensión de ser como los hombres del Cinquecento, Alain Badiou bien podría ser la versión contemporánea de un renacentista. Además de su influyente tarea como filósofo, es matemático, novelista y dramaturgo. Se interesa por la estética o el cine, la ciencia, el psicoanálisis o la política con el mismo rigor. Esta curiosidad es sin duda reflejo de sus postulados filosóficos, que consideran que hay cuatro “verdades” sobre las que se apoya la filosofía y sin las cuales ésta sería un mero formalismo: el arte, la ciencia, la política y el amor. “Militante sin partido”, es también un actor permanente en los debates sociales donde –sostiene– se juega nuestro devenir colectivo.
–¿Qué efectos tuvo en Francia la firme oposición a la intervención en Irak?
–Yo creo que, en primer lugar, inauguró un nuevo momento histórico en la relación entre Francia y Alemania. Es la primera vez que ambos países toman posiciones conjuntas que se oponen a la política norteamericana. Y es evidente que (Jacques) Chirac hubiera dudado mucho en presentar batalla en el Consejo de Seguridad de la ONU sin el respaldo alemán. A mí, en cuanto filósofo, lo que más me interesa, sin embargo, es el movimiento intelectual y espiritual que puede resultar de ese encuentro. Sobre todo en el contexto de la crisis de lo que llamaría las viejas nacionalidades. En los dos países hay una crisis de nacionalidad muy fuerte y creo que, frente a la construcción lenta y burocrática de Europa, esto puede ayudar, si no a una fusión, al menos a un trabajo en común. Francia y Alemania pueden mostrar que hay otras posibilidades que van más allá de seguirle los pasos a Estados Unidos y a una economía planetaria.
–Pero, ¿cuál sería ese camino?
–Lo que yo propongo no es la combinación de dos Estados, sino la creación de una figura, de un espacio nuevos. Aunque en un comienzo no sea más que una declaración de principios, un espacio así tendría efectos subjetivos muy fuertes. No es fácil, pero creo que hay que tener la valentía de hacerlo.
–¿No es contradictoria su propuesta con el proceso de integración de la Unión Europea?
–No creo que haya contradicción entre una cosa y la otra. No imagino una muralla Francia-Alemania. De hecho, imagino una iniciativa abierta a la que otros países podrían sumarse.
–Siendo la inmigración una fuente de recelo en Europa, ¿qué papel jugaría en el futuro?
–La inmigración es algo muy favorable. Imagine un obrero de origen senegalés: por un lado participa de la vida francesa; por otro, no forma parte de la antigua historia de la nacionalidad. Son europeos, europeos nuevos, un poco como los inmigrantes que hicieron los Estados Unidos o la Argentina.
–¿A lo que me refería es si estos aspectos positivos de la inmigración pueden ser asumidos sin conflictos por los europeos?
–Ese es un combate que, en términos filosóficos, yo llamo: “lo abierto”. ¿La idea de la UE es una concepción abierta o cerrada? Abierta quiere decir que los aportes extranjeros se consideren positivos. Ahora, siempre existen actos reflejos reaccionarios, asociados a la vieja nacionalidad de la que hablaba antes. En un nuevo espacio, la aceptación de los extranjeros va a ser mucho más simple.
–Para ser un intelectual crítico, suena bastante optimista.
–Soy optimista porque creo que las propuestas, la creación y las ideas existen y tienen poder. Si se tiene una idea, hay que expresarla y trabajar a favor de ella. Que ocurra finalmente lo que uno desea, en cambio, es algo que no puedo asegurar.
–La invasión de Irak, ¿es un momento crucial en ese cambio? ¿Qué piensa de este período de posguerra?
–Nunca creí en las razones que se dieron para esta guerra de invasión y siempre pensé que agravaría el estado en esa zona del mundo. En el fondo, sólo se trató de una simple demostración de fuerza. Pero siempre imaginé que iba a ser complicado porque es muy fácil destruir un Estado pero muy difícil fabricar otro.
–En su Etica (1993), usted realizó una dura crítica de lo que denominaba la ideología de los derechos humanos. ¿Es el de Irak un caso modelo?
–El tema de los derechos humanos –y déjeme decirle que mi postura está lejos de ser cínica al respecto– es de primera importancia. Pero eso difiere mucho de tener una policía internacional y militar autoproclamada. ¡Qué duda cabe!: Saddam era un criminal. Pero, ¿cuál es la situación de los derechos humanos hoy en Irak? Es desastrosa. Queda claro, en éste y otros casos previos, que los derechos humanos sirven de coartada para obtener el apoyo de la opinión pública. Creo que la época de las intervenciones en nombre de los derechos humanos está un poco terminada. Es una de las lecciones de esta invasión. La gente vio con sus propios ojos lo que significa la ocupación de un país por un ejército. También el tema de las imágenes fue muy importante. Durante la Guerra del Golfo, la política norteamericana consistió en suprimir las imágenes. Esta vez decidieron lo contrario, pero no fue por pura generosidad. En gran medida se vieron obligados a mostrarlas por la presión de la opinión pública.
–¿Podríamos decir que, para usar sus propios términos, el poder de lo subjetivo le torció el brazo a lo objetivo?
–Exactamente. Es una prueba de que las posturas subjetivas pueden ser no sólo una protesta moral. También tienen eficacia política.
–En la Argentina, la subjetividad tuvo un papel destacado en los comienzos de la crisis y hoy parece haber cedido espacio. ¿Cómo ve lo que sucede aquí?
–La Argentina está en un viraje de su historia política, está inaugurando un nuevo período. Cuando digo período no me refiero a la crisis, la caída de un presidente, nuevas elecciones? Todos esos son acontecimientos. Un período es algo mucho más prolongado. Y hacia dónde se dirigirá es algo que sólo podrá verse en una década. Los acontecimientos importantes son siempre un poco oscuros para los propios actores. Es natural que haya en un principio un fuerte sacudón subjetivo y que esto después se reduzca. Es el ritmo de la historia. De hecho, me parece que va a haber otras instancias parecidas. Lo importante es saber si esto se va a abrir a una nueva subjetividad general. Al menos, podemos decir que la Argentina comienza a abandonar sus viejas mitologías, como la de ser un país muy rico.
–En la Argentina volvieron a los primeros planos términos como ideología o izquierda. Usted proviene de ese ámbito, pero ¿qué significa hoy, a principios de este nuevo siglo, ser de izquierda?
–Desconfío de la palabra izquierda, como francés, porque me recuerda la izquierda oficial, la de los partidos. No soy de izquierda en ese sentido porque están demasiado comprometidos con los mecanismos de poder. Soy de izquierda, en todo caso, en el sentido más general. ¿Qué es ser de izquierda? Es estar convencido de que hay que crear un camino político y económico diferente del dominante. Es una convicción que se sostiene más allá de si las circunstancias son negativas o propicias. En ese sentido, diría que los partidos de la izquierda oficial franceses no son de izquierda: están resignados al orden establecido. Tampoco es la hipótesis de una revolución, una idea que se volvió turbia.
–En ese sentido, no parece haber un proyecto de poder.
–Sobre el poder, la izquierda sólo tenía ideas revolucionarias. Y la única forma conocida era el régimen de partido único. Esa forma mostró todos sus límites. Hoy es una hipótesis política muerta. Es algo que no puede entusiasmar a la gente. No habrá más revoluciones de ese tipo. La otra forma es la democrático-capitalista. No hay a la vista una tercera hipótesis. Por eso creo que se vive la etapa de construcción subjetiva de un proyecto nuevo que, a estas alturas, no puede presentarse como posibilidad de poder. Es de afirmación, de resolución de problemas concretos. Una de las grandes debilidades del comunismo era justamente la de presentarse como algo que tenía respuestas para todo. Hay que manejarse con convicciones y principios, tomar posición pero, a la vez, saber dejar las preguntas abiertas.