El ser del hombre y la situación vital: una apología de la unidad

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El ser del hombre y la situación vital: una apología de la unidad

Todo deja su huella en el hombre. […] Pero el hombre también es impresor.

 Eduardo Nicol, Crítica de la razón simbólica

 

Muchos han sido los intentos de encontrar rasgos exclusivos y diferenciales del hombre, constitutivos de su ser, que acaso nos proporcionen una clave de interpretación del mismo. No sólo en la tradición filosófica, también en la literaria e inclusive en la intimidad del diálogo con uno mismo se ha tratado de responder una y otra vez a la pregunta ¿qué es el hombre? Pero, ¿cómo sustantivar, de-limitar o definir al ser que siempre muta, al ser que en cada ejemplar existencial es diferente? Dicho rápidamente, ¿cómo definir al ser humano si cada hombre es diferente? Bajo estas condiciones, la pregunta pareciera que sólo se podría responder desde dos perspectivas: o hacer una abstracción de las diferencias concretas de los individuos para poder atisbar algunas notas distintivas del ser humano o llanamente declarar que todos los hombres somos diferentes.

En el ámbito filosófico hay una larga tradición que ha tratado de depurar al hombre para encontrar en qué consiste su ser. Depurarlo de sus accidentes para dejar su esencia, convertirlo en una razón abstracta, pura, para analizarlo como sujeto de conocimiento, reducirlo a alguno de sus rasgos distintivos como el lenguaje, la razón o el cuerpo. Pero ello no hace falta: la pureza del ser humano no está en un prístino lugar de su anatomía, ni física ni psíquica, que se encuentre tras mucho indagar. El problema de despojar al hombre de cierta “parte” de su ser es que, al realzar o enfatizar solo uno de sus rasgos constitutivos, existe el peligro de excluir todo eso otro que no se realza o atiende. ¿De dónde viene la autoridad para enfatizar no éste sino aquél rasgo del ser humano? En ese enfatizar se juega la interpretación del mundo. Como vemos, la dificultad a la que nos enfrentamos es cómo serle fiel o hacerle justicia a cada hombre concreto, esto es, tomar en cuenta las infinitas diferencias existenciales al formularnos la pregunta qué es el hombre. Con otras palabras, la dificultad es ¿cómo conjuntar lo “genérico” del hombre con la concreción existencial?

Es necesario aclarar este punto. Hablar de género humano significa verlo como una mera agrupación de individuos en una clase. Bajo esta perspectiva el género humano sería la clase de los entes que son siempre diferentes. ¿Pero es esto en realidad así? Aun cuando se pudiera hacer una biografía de cada diferente individuo de la clase, empresa por demás inabarcable, ¿bastaría agrupar las diferencias individuales en un conjunto para mostrar qué es el hombre? Definitivamente no. El concepto “género humano” se queda corto para designar lo que es el hombre porque lo generaliza, agrupándolo bajo una distinción homogénea. Pero en realidad no existe el hombre general, existen los seres humanos particulares y una forma de ser común. Y ésta es la clave: cuando nos preguntamos por el ser humano no preguntamos por el conjunto abstracto, sino por la particularidad común.

Cuando vemos a otro ser humano nunca hay duda de que sea un ser humano: aun el más “extraño” de los hombres nos es siempre familiar. Familiaridad y género son dos ideas muy diferentes. La primera indica un vínculo que une, cohesiona a los individuos, siempre diferentes. En el segundo se trata de una agrupación cuyo criterio de con-junción es distinguirse de los que no son de su “clase”. Pero con-juntar no es unir; es juntar lo disperso. Desde una perspectiva que sólo atiende al género o a la “clase” humana, las diferencias “internas” en realidad no importan, sino las distinciones “externas”: el punto es qué los distingue de los demás (grupos, géneros, clases) a todos los agrupados, en general, por igual. Para distinguirse, como género, hay que homogenizar e igualar las diferencias al interior: su “unidad” le viene a partir de lo que no se es. Mientras la fuerza del género es la igualdad, la homogenización que se antepone a lo que no es él, la de la familiaridad es la vinculación de los diferentes. Pero familiaridad y género no están en el mismo plano semántico. Con familiaridad se apela a un modo de relación, con género se designa una colectividad. ¿Cómo designar al tipo de colectividad donde se da la relación de familiaridad?

Decíamos que aun el más extraño de los hombres nos es siempre familiar. Nos es familiar porque hay un vínculo inmediato con él de reciprocidad, aunque simultáneamente notemos su extrañeza, su diferencia: siempre vemos al otro hombre en su particularidad común. Lo común entonces es que cada hombre, en su más concreta individualidad, está siempre relacionado con los otros de manera vinculante. Y es por esta necesaria vinculación, común a todos los hombres particulares, diferentes, que se logra la unión, la unidad. A esta unidad le llamamos comunidad. La comunidad en y por las diferencias logra su cohesión: no es la igualdad la que nos hace a todos hombres, sino la diferencia vinculante. No es, por tanto, equivalente decir “todos somos iguales” a “todos somos los mismos”, ni decir somos el género humano a somos la comunidad humana. Como magistralmente dice Eduardo Nicol:

En el hombre, la forma común de ser, que se conceptuaría como “género humano”, sólo aparece en las diferencias. [Pero][…] No existe el  género humano. […] La relación de un ente con otro ejemplar del mismo género, y la de ambos con géneros distintos, se pueden representar en términos genéricos cuando son uniformes e invariables. […] En ciencia del hombre, el concepto lógico de género se sustituye con el concepto ontológico e histórico de comunidad.[1]

Hasta aquí hemos ganado algunas claves para reconsiderar la pregunta por el ser humano: la necesaria implicación entre las diferencias y la mismidad del hombre. Con esto ya se ha trazado un camino y, como se ha dejado ver, el interlocutor que nos acompañará en el mismo será el filósofo catalán-mexicano. Abrimos aquí, pues, un pequeño paréntesis para presentar el punto de partida nicoliano sobre este tema.

 

Decíamos al comienzo del texto que en la tradición filosófica muchos autores han despojado al hombre de sus cualidades y atributos para responder a la pregunta por el hombre. Eduardo Nicol, a contra corriente de varias tradiciones filosóficas absolutistas y relativistas, no trata de “purificar” al hombre para encontrar su ser, pero tampoco renuncia a apostar por una respuesta con raigambre ontológica. La pregunta por el ser humano, para Nicol, no se reduce a atender los rasgos distintivos del ser humano sino, decisivamente, a su integridad ontológica.

Si algo podría caracterizar el sistema filosófico de Eduardo Nicol es el impulso vital de lograr una filosofía de la unidad. Con esta preocupación o, mejor dicho, ocupación vital, ya desde su primera obra nos lega un intento por recuperar la “unidad perdida” del ser humano.  En la Psicología de las situaciones vitales Nicol presta minuciosa atención al carácter dinámico vital del ser humano: en contra de las posturas uniformantes del ser humano de la Psicología de aquella época y de los idealismos filosóficos que, derivados de atender al dinamismo meramente mental del sujeto, lo aislan, Nicol recobra la individualidad de las experiencias vitales:

No bastaba encontrar la fórmula de comprensión unitaria de todos los rasgos que pudieran proponerse como cardinales en el comportamiento humano, era todavía necesario salvar el aislamiento de ese sujeto que ya parecía completo y restituirle esa parte de su integridad vital que es “lo otro”.[2]

Vemos entonces que si hemos de atender al ser humano en su integridad, en su unidad, habría que superar el aislamiento que ciertas posturas filosóficas nos han legado. El ser humano no vive aislado, ¿cómo es entonces que se le desvinculó al yo, en un intento de su interpretación, de lo que no es él, del tú y de los otros? Dice Nicol: “El ser que yo soy sólo puede existir integrándose con lo que él no es.  […] No tengo otra manera de existir sino en y con y por y para el ser que yo no soy, y que está implicado en la mismidad del yo.”[3]

En la apuesta por re-integrar de manera radical al ser humano en su unidad, Nicol nos ofrece una categoría clave: la situación vital. Pero primero entendamos bien a qué nos referimos con re-integrar. ¿No acabamos de decir que el hombre es unitario, íntegro y que nunca está aislado? ¿Cómo entonces  decimos que Nicol busca re-integrar lo que, de por sí, ha estado siempre integrado? ¿No es ésta una empresa fútil? Nos atrevemos a decir que, muy al contrario, es una empresa revolucionaria. Porque de lo que hablamos aquí no es de una mera interpretación literaria del ser humano, sino de una ontología. Repensar y replantear al hombre como ontológicamente íntegro responde a la necesidad vocacional de enfrentar las teorías del hombre “aislado” o “depurado” que han derivado en la vivencia de un hombre escindido.

Con lo dicho hasta ahora, vemos que la pregunta por el ser humano remite indefectiblemente a lo transubjetivo si nos atenemos a la manera más fiel en que se nos presenta cada ser humano. Para expresar esta constitutiva relación del individuo humano con lo que no es él mismo, Nicol utiliza la categoría “situación vital”. El hombre no vive aislado, vive en situación. Como bien nos indica Nicol, también las cosas están en situación, esto es, situadas: ubicadas espacial y temporalmente. Vemos que espacialidad y temporalidad son las condiciones de todo situar. Ahora bien, la situación en la que está el humano no se ve condicionada meramente por la literal ubicación del sitio. El ser humano vive su situación: su situación no es un punto en el tiempo y una coordenada en el espacio; es tiempo y espacio vividos. De ahí que la categoría a utilizar sea no sólo la de situación, sino la de situación vital. Con ella, Nicol rescata la concreción de la vivencia de la temporalidad y la espacialidad como datos inmediatos de la experiencia. Ya desde aquí vemos el carácter concreto, inmanente, fenomenológico de la filosofía nicoliana, en pugna contra todo idealismo y tradiciones que ponen preeminencia en la razón pura, que escinden al pensar del ser y al juicio de la acción. El ser humano no vive en un tiempo y lugar puro, formal, homogéneo, abstracto; vive en el aquí y en el ahora.

El aquí y el ahora, la vivencia de la espacialidad y la temporalidad en la concreción de cada experiencia, forman una unidad para Nicol. Por muy parecido que suene esto a la recuperación del carácter yoico de la experiencia realizada por Husserl en sus Meditaciones cartesianas y escritos posteriores sobre la intersubjetividad, vemos aquí un punto crucial donde ambas posturas se distancian. Para Husserl el tiempo es más fundante que el espacio, porque todo lo percibido se da en un flujo constante de la conciencia. La vida, para Husserl, es un proceso constante de auto-temporalización de la conciencia.[4] Para Nicol, en cambio, retomando a la vez que asumiendo una postura crítica frente a la teoría de la durée bergsoniana, “la temporalidad no se da nunca como una experiencia pura, sino que implica la espacialidad. O sea que el espacio nace cualificado.”[5] El aquí y el ahora, como experiencias inmediatas-vitales del yo, se co-implican; hay una doble relatividad del espacio y el tiempo. En la situación vital no sólo el tiempo funda –o, mejor dicho, cualifica– al espacio, también el espacio al tiempo. Dice Nicol: “Ningún aquí es siempre el mismo, pues depende de lo que yo experimento ahora. Igualmente el ahora depende del aquí. En suma, la situación vital depende de estas dos posiciones espacio-temporales conjuntas, constantes y variables”.[6]

El yo es un núcleo viviente de su situación: es afectado por ella, pero también la afecta. Es por ello que a la situación vital, como categoría que permite comprender a cada una de las situaciones particulares del humano, no la determina unívocamente el lugar geográfico ni la época histórica de ubicación. El estar en situación vital no es una mera posición, sino una forma de ser. Y esto porque la situación vital no es mera exterioridad, no se designa con ello al mundo que rodea al yo, sino al mundo (a todo lo que no soy yo) con el que hay una múltiple, recíproca, multívoca, pero siempre permanente vinculación e interrelación activa. Exterioridad e intimidad son correlativos.

El yo, entonces, que vive en situación no sólo recibe impresiones “externas”, sino que el yo “responde”. Pero la respuesta del hombre no es una mera reacción o un mero movimiento de trans-formación de un estímulo, pues, como hemos visto, la relación con el tiempo y el espacio es siempre multívoca, diferenciada no sólo por la ubicación, sino por la forma de estar cada quien en situación. La respuesta, pues, no es nunca uniforme, sino un auténtico acto, es un imprimir de sí mismo en lo dado. Habla Nicol, siguiendo a Gabriel Marcel, de una “receptividad o disponibilidad vital para integrar en la propia existencia los acontecimientos, y hacer experiencia de ellos. […] La receptividad es una capacidad positiva”.[7] La situación vital cambia, no sólo el yo. La situación vital no es mera exterioridad, sino la dialéctica entre lo exterior y lo íntimo, lo extraño y lo familiar. Es por ello que ocupar un mismo lugar no implica ya siempre estar en la misma situación vital. Cada situación vital, en sentido estricto, es nueva, única porque “cada sujeto la vive de manera diferente, […] aunque ocupe el mismo lugar”. [8]

Decíamos que el ser humano imprime algo de sí mismo en lo dado: actúa, no sólo se mueve o reacciona unívocamente. A esta capacidad de actuar “con sentido”, que no es lo mismo que la capacidad de moverse, Nicol la llama espíritu. Pero el espíritu no está aparte del cuerpo, como muchas veces se concibe gracias a un legado de la metafísica dualista que escinde al hombre.[9] Como hemos visto, una clave de interpretación de la filosofía nicoliana es apelar a la unidad. El espíritu, por tanto, es enteramente localizable en la experiencia inmediata del ser humano, en su unidad: está ahí, no junto-con el cuerpo, sino “a flor de piel”. En realidad, para Nicol no hay cuerpo humano, hay ser-humano. Porque un cuerpo simplemente está, no cualifica su situación vital; no se arraiga ni se vincula con lo que él no es. Como bellamente dice Nicol: “Es el espíritu y no el cuerpo el que arraiga en la tierra del lugar.”[10]

¿Qué pasa, pues, cuando se des-vitalizan las relaciones espacio-temporales del ser humano, esto es, cuando pierden su literal concreción espacial y temporal, su arraigo, su historicidad? La homogenización del tiempo y del espacio, la descualificación del aquí y el ahora no nos son ajenos en el ajetreo del mundo moderno. Pareciera que el estar ya es mera ubicación temporal-espacial.  ¿Cómo han trastocado la aparente ubicuidad y la premura de las situaciones vitales modernas a la forma de ser del ser que se vincula, se arraiga y actúa? ¿Qué pasa cuando se está, pero no se es? Ya Nicol anunciaba que “todo  lugar es sagrado, si en él radica un hombre. Y un hombre –un hombre cabal– radica siempre, echa siempre raíces en algún lugar. Si es un desarraigado es casi un puro cuerpo.[11] El problema es que el desarraigado de espíritu está en un lugar como si fuera una mera ubicación topográfica, pero “sin conciencia de su participación en el establecimiento de un orden vinculatorio.”[12] El punto es el concebirse vinculado.

A modo de conclusión podríamos decir que la teoría de las situaciones vitales rescata al ser humano en su unidad. Eduardo Nicol, ya desde su primera obra, nos invita a pensar la relación intersubjetiva y, en general, la relación transubjetiva, en términos de vinculación, pero no como un dilema, sino como un hecho: el yo, el tú y la realidad en un nexo indisoluble. Este cambio de perspectiva es crucial pues no es lo mismo concebirse dentro o desde un todo íntimamente conectado, a concebirse como un sujeto que se relaciona con el mundo que está fuera de él. Cierto es que esta teoría se enfoca en el análisis del ser humano como individuo y sus relaciones vitales, pero no se trata de una mera postura antropológica. La teoría de las situaciones vitales nos lleva a la siguiente implicación metafísica: no es lo mismo saberse adherido, vinculado al ser, a concebirse, de entre la suma de todos los entes, solo un ente más. La pregunta que surge aquí es si hay sólo una forma o modo de adherencia. Responder esta pregunta, empero, escapa a los límites del presente trabajo. Quede, pues, sólo atisbado el camino del preguntar con la siguiente cita del filósofo del yo y el tú, del cambio y la permanencia, de la historia y la idea del hombre, de la verdad y el ser, de la expresión y el ser, en suma, del filósofo de la unidad dinámica:

La razón es una forma de adherencia al ser, tan apegada como las formas emocionales y místicas. La religatio es inherente al acto de razón. La vivencia religiosa no es más que una variante especial de religatio: la vinculación con esta índole especial del ser que es lo divino. Pero hablamos del ser desde el ser. Hablar es ser: luz y tiniebla.[13]

¿Cómo es esta religatio con el ser desde el ser? Religatio es vínculo y vínculo es símbolo. Acaso haya aquí una luz.

Bibliografía

1. Eduardo Nicol, Psicología de las situaciones vitales, 2ª. ed., fce, México, 1989.
2. ——, La idea del hombre, 2ª. ed., fce, México, 2012.
3. ——, Metafísica de la expresión, 2ª ed., fce, México, 2003.
4. ——, Crítica de la razón simbólica. La revolución en la filosofía, fce, México, 2001.
5. Antonio Zirión, “El sentido de la fenomenología en Nicol”, en Juliana González y Lizbeth Sagols (eds.), El ser y la expresión. Homenaje a Eduardo Nicol, ffyl- unam, México, 1990.

 

Notas


*Las imágenes que acompañan este ensayo son del artista Bryan Olson y fueron seleccionadas por  el equipo de redacción de la revista Reflexiones Marginales. Para obtener más información sobre el artista puede visitar su página web: http://www.bryanolsoncollage.com/

 

[1] Eduardo Nicol, La idea del hombre, 2ª ed., p. 23.
[2] Eduardo Nicol, Psicología de las situaciones vitales, p. 17.
[3] Eduardo Nicol, Metafísica de la expresión, 2ª ed., p. 108.
[4] Esta sutil pero radical diferencia se debe en última instancia a la manera en que ambos autores entienden a la fenomenología. Mientras para Husserl la fenomenología es la ciencia de las vivencias de las conciencia, para Nicol es el método de atenerse a lo dado, a la evidencia fenoménica del ser. Ya desde esta distinción se aprecian grandes implicaciones ontológicas diferentes entre ambos autores: en Nicol el ser está a la vista, no es necesario “poner entre paréntesis” la realidad para llegar al ser. Es por esto que Nicol, como se verá más adelante, no separa la vivencia del espacio de la del tiempo. Sin embargo, valdría la pena revisar más detalladamente si la acepción nicoliana de la epojé husserliana hace justicia a la intención filosófica del pensador alemán. Vid. Antonio Zirión, “El sentido de la fenomenología en Nicol”, pp. 87-97.
[5] Eduardo Nicol, Crítica de la razón simbólica, p. 94.
[6] Ibídem., p. 95.
[7] Eduardo Nicol, Psicología de las situaciones vitales, p. 146.
[8] Ibídem, p. 109.
[9] Nicol hace una crítica a la tradición metafísica de la ocultación del ser que, según su interpretación, se puede rastrear desde Parménides. Como ya se dijo en una nota al pie anterior, Nicol defiende la postura de la fenomenicidad del ser: El ser está a la vista, hay ser; el ser no está oculto. Apegado a esta tesis, Nicol  apuesta por la “recuperación” inmediata de la presencia del otro. Tenemos en esta temática como interlocutor paradigmático en el corpus del filósofo catalán la filosofía de la percepción de Merleau-Ponty. El problema, según la interpretación nicoliana, es que el filósofo francés homologa la presencia del otro al cuerpo. Pero para Nicol la presencia no es mera corporalidad, es expresividad. De ahí su metafísica de la expresión. Valdría la pena revisar, empero, si el concepto de cuerpo merlau-pontyano, entendido como conciencia encarnada, conlleva en efecto –o no– a dicha homologación denunciada por Nicol.
[10] Eduardo Nicol, Psicología de las situaciones vitales, p. 112.
[11] Ibídem, p. 112.
[12] Eduardo Nicol, La idea del hombre, 2ª ed., p. 11.

[13] Ibídem, p. 125.