La pintura y el espejo

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El espacio en Velázquez y Manet desde la mirada de Foucault

Foucault en una entrevista publicada por la revista “Herodote” expresa: “Será necesario hacer una crítica de la descalificación del espacio que ha reinado hace varias generaciones […] el espacio es lo que estaba muerto, fijado, lo no dialéctico, lo inmóvil. Por el contrario, el tiempo era lo rico, fecundo, vivo, dialéctico.”i Con ello el pensador sugiere que en el análisis del poder existe una demanda por ir más allá del examen del tiempo e introducirse a estudiar, en un primer momento, a la geografía como instrumento que coadyuva en la transformación de los discursos en relaciones de poder.ii

El territorio sobre el que la soberanía actúa se caracteriza por una arquitectura jerárquica y funcional de los elementos. Sobre este punto Santo Tomás define en su obra “La monarquía” que el rey ha de fundar su ciudad bajo un clima agradable, con una naturaleza que nutra de los materiales necesarios las necesidades de los hombres y ordenado conforme al modelo de Dios.iii En este sentido la lectura que Foucault hace de “La Métropolitée” de Alexandre Le Maîtreiv le permite reconocer las tres jerarquías principales del Estado: los campesinos, los artesanos y el soberano con los funcionarios a su servicio; todos ellos colocados geométricamente en forma de anillos alrededor del centro. El orden señalado no solamente refiere jerarquías, sino también belleza y la ornamentación del territorio circular: el lugar más olvidado y deslucido es el campo; más procurado pero vulgar es el artesanal; por último, la gala, decoración y perfección se encuentran en la capital, símbolo del orden, la educación y la moral de la soberanía: en el centro se da lugar a los más reconocidos y prestigiados oradores sagrados, académicos y comerciantes. El objetivo de La Maître, señala Foucault, es aludir a la relación íntima que debe guardar el soberano con la geografía sobre la que gobierna.

Este ordenamiento arquitectónico denota la sacralización soberana del espacio, la cual se ve reconfigurada a partir del re-descubrimiento de Galileo, no aquel que dice que el planeta gira en torno al sol, sino el de “haber constituido un espacio infinito e infinitamente abierto”.v De esta manera en el siglo XVII la extensión termina por sustituir a la localización específica de los reinos, con lo cual se piensa al espacio no como un vacío en el cual se colocan cosas y sujetos, sino que se trata de un conjunto de relaciones que precisan emplazamientos provisionales o limitados, tal es el caso del tren, una casa o el cementerio. Entre estos emplazamientos existen otros espacios que a la vez que se comunican con los otros también se muestran contradictorios. En un primer caso se encuentran las utopías, espacios sin un lugar en la realidad donde los hombres viven idílicamente. Los segundos, que no abandonan del todo a la utopía, son lugares localizables pero que al mismo tiempo se encuentran fuera de todo lugar, tales son las heterotopías. El lugar utópico y heterotópico en que piensa Foucault es el espejo.

En el espejo me veo donde no estoy, es un espacio irreal que se abre virtualmente tras la superficie; estoy allá lejos, allí donde no estoy, soy una especie de sombra que me da mi propia visibilidad, que me permite mirarme allí donde estoy ausente: utopía del espejo. Pero es igualmente una heterotopía, en la medida en que el espejo realmente y en que posee, respecto del sitio que yo ocupo, una especie de efecto de remisión; desde el espejo me descubro ausente en el sitio en que estoy, ya que me veo allá lejos.vi

El espejo es un lugar que por un momento alberga la mirada de quien se busca en un espacio inexistente y real que le permite, desde la virtualidad, reconstruirse a sí mismo por su propia mirada. Sin embargo el problema del lugar que no es lugar se complica cuando se representa en la pintura, el espejo que es representación, tal vez que ha dejado de ser heterotópico y que parece desplazar de la utopía al espectador.

El cuadro de Velázquez popularmente conocido como “Las Meninas”,vii es pintado hacia 1656, cuando la relación entre verdad y representación se basaba en la repetición de la identidad y la semejanza, la cual, explica Foucault: “permitió el conocimiento de las cosas visibles e invisibles, dirigió el arte de representarlas […] La pintura imitaba el espacio. Y la representación –ya fuera fiesta o saber– se daba como repetición: teatro de la vida o espejo del mundo […]”.viii

En la obra aparece el pintor que lanza una mirada, tal vez la primera o la última, al modelo que aparece frente a él. Con su mano izquierda sostiene la paleta con los colores con que habrá de obedecer a su vista que contempla “el gesto suspendido”,ix y que será plasmado en el lienzo que se niega a la mirada del espectador, así como el objeto que Velázquez obliga con su mirada a mantenerse inmóvil. El espectador que ahora se posa frente al cuadro y que es atrapado por el autor, tal como un punto ciego, mira el lienzo y se sabe incapaz de reconocerse, reconstruirse a partir de la pintura. Sin embargo a pesar de no mirarse sabe que es alguien pues ha sido tocado por la mirada del artista, o como dice Sartre, la mirada es un intermediario que conduce de mí a mí mismo.x Se puede pensar que uno mismo es el objeto a representar y que probablemente nuestro gesto sea la representación en la tela del bastidor, pero no es posible saberlo, pues la tela se niega a dar a conocer su contenido. En palabras de Foucault:

El alto rectángulo monótono que ocupa toda la parte izquierda del cuadro real y que figura el revés de la tela representada, restituye, bajo las especies de una superficie, la inviabilidad en profundidad de lo que el artista contempla: este espacio en el que estamos, que somos […] este lugar es simple, vemos un cuadro desde el cual, a su vez, nos contempla un pintor […] El pintor sólo dirige la mirada hacia nosotros en la medida en que nos encontramos en el lugar de su objeto. Nosotros, los espectadores, somos una añadidura. […] a la inversa, la mirada del pintor, dirigida más allá del cuadro al espacio que tiene enfrente, acepta tantos modelos como espectadores surgen; en este lugar preciso, aunque indiferente, el contemplador y el contemplado se intercambian sin cesar.xi

La pregunta que surge es: ¿el espectador ve o es visto? Si es el espectador el que contempla, ¿qué tanto observa de la antigua habitación del príncipe Baltazar Carlos? Lo que tiene frente a sí el espectador es a la infanta Margarita acompañada, a la derecha, de Doña Isabel de Velasco, a la izquierda de Doña María Agustina Sarmiento, quien apenas logra agacharse y permite que la mirada que proviene del afuera acceda a la pared del fondo. Allí aparecen, entre la oscuridad, dos pinturas que se refieren al poder de castigar y el miedo: “Minerva y Aracné” de Rubens y “Apolo y Pan” de Jordaens, debajo de ellos se encuentra el espacio utópico-heterotópico: el espejo en el que se reflejan Felipe IV y su esposa Mariana. Sus figuras obligan al espectador, hasta entonces ubicado en el centro por la mirada de Velázquez y hasta la de la infanta Margarita, a desplazarse a la derecha, incluso subir un poco; entonces la luz comienza a bañar la estancia, las paredes se mueven y el cuadro se reconfigura. No obstante la representación de los reyes (lienzo) y los monarcas que se encuentran fuera del cuadro (objeto al que todos miran como una escena) es persistentemente invisible para el espectador.

La mirada de Velázquez, la del espectador y la de los reyes se conjuga en el objeto que no está sino en el reflejo del espejo. Lo invisible sí está representado. Esto es lo que llama Foucault la representación pura, en la que el objeto representado no es visto más que por la representación misma. Aunque, advierte Foucault, la ficción de las imágenes como el espacio “consiste […] no en hacer visible lo invisible, sino en hacer ver hasta qué punto es invisible la invisibilidad de lo visible”.xii Las miradas son invisibles de un lado y otro. El pintor no se ve a sí mismo pintar, las Meninas y los otros personajes no se ven a sí mismos en su hacer, los reyes no son vistos por ningún espectador, solamente son presentados por el espejo que refleja desde lo invisible a sus modelos.

Este espacio es la única representación visible, pero que a todos pasa desapercibida. Siendo el espejo el doble perfecto no encuentra el objeto que representa, es decir, no ve lo visible sino lo invisible. La obra que vemos no solamente provoca la invisibilidad del objeto representado, sino que la puerta junto al espejo, donde no se sabe si entra o sale José Nieto, permite apreciar que él es el único que ve la escena de frente, pero a la vez nos deja ver el interior, o el exterior del interior, lugar por el que entra la luz y que sirve de punto de fuga a la mirada expectante.

Esta representación de la representación clásica ha eliminado el objeto del que se busca la semejanza, es el sujeto también el que ha sido desplazado del espectáculo que ha terminado de desplegar todo su volumen anamórfico en la verdad dada por la repetición de la representación. El espejo en el que paradójicamente, dice Searle,xiii se reflejan los soberanos, es el espacio que reubica al sujeto-espectador, quien además de no reconocerse en éste, su ausencia, como menciona Foucault al respecto del pintor Pacheco, permite que la imagen salga del cuadro, que el objeto a representar se encuentre en el afuera.xiv El problema de la representación toma otro camino cuando Foucault se interesa por el imperio de la luz de Manet. Este pintor impresionista desafió los elementos propios al Quattrocento como la tridimensionalidad del cuadro, el lugar fijo del espectador o la luz que entra por una ventana;xv al contrario de Velázquez las obras de Manet no presentan profundidad o puntos de luz interior.

El pintor francés, por medio del primer plano, solamente le permite la dimensión a los personajes que están incluidos al interior del lienzo, pero está negado a la mirada de los espectadores que desde fuera ya no tiene un punto privilegiado para ordenar el cuadro y mirar la obra. Al afuera solamente le está permitido el paso a la luz, por ello el espectador mantiene la incertidumbre de saber sobre el cuadro, no puede argumentar o elaborar un discurso alrededor de los objetos que se arrebatan al mundo por parte de la pintura. Cuando Manet no representa la distancia en el cuadro ejerce una violencia a la percepción de quienes ven la tela; esto quiere decir que la profundidad, por ejemplo, es primero intelectual antes que perceptiva, por ello no se trata de una representación basada en la mímesis, más bien es la obra suspendida en la que también el pintor está atrapado.

En la obra “Un bar aux Folies Bergère” que data de 1880, el pintor Manet por vez primera utiliza un espejo, en ella no aparece el pintor, el espectador se ausenta y la perspectiva de la escena se nos muestra violenta. Siguiendo la descripción de Erika Bornay se hace evidente que

la horizontalidad del espejo (según revela el borde del mismo que, a modo de marco dorado, discurre en paralelo a la barra), el reflejo de la figura de Suzon, situada de espaldas, no puede ser visible, ya que lo ocultaría la estricta frontalidad de su cuerpo, el cual, al margen de toda lógica, aparece a un lado, en forma levemente oblicua y atendiendo a un cliente que se halla fuera de campo del espacio “real”.xvi

No existe una relación sensata entre la mujer, los reflejos de los personajes, las fuentes de luz y el espejo. Si la luz entra de lleno desde afuera, donde se supone están los comensales, antes un cliente, no tendría por qué estar tan iluminada la dama; por otra parte el reflejo de ella, el bar y el cliente no son acordes a la perspectiva tridimensional que busca el espectador. Asimismo la mirada de Suzon no ubica un lugar privilegiado, ve hacia otro lugar, tan vez una botella, quizá observa al parroquiano. Ni el pintor ni el espectador son incluidos en la tela, cualquiera de ellos obstruiría tanto el paso de la luz como el lugar que según el reflejo del espejo ocupa un visitante.

Al contrario del Quattrocento que se olvidaba del material y fijaba en la tela tres dimensiones para plasmar la representación de un objeto, incluso definía el lugar donde el espectador podía ver composición del cuadro adecuadamente como en “Las Meninas”, Manet define el cuadro-objeto como un material lleno de colores que se ilumina desde el exterior, esto es, da autonomía al lienzo, deja que la luz que viene de fuera lo ilumine, eliminando la perspectiva para quien quiere mirar. No hay lugar fijo para la mirada contemplativa ni copia fiel de la realidad; la tela aparece como un lugar en que el espacio es reducido a sus formas más simples, puras y materiales.xviiLa obra por tanto niega la mirada desde el interior del cuadro, la mímesis del objeto, la percepción de la distancia y el lugar del espectador.

La pintura-objeto de Manet al desapegarse de los cánones estéticos institucionales o a la majestuosidad de la representación del poder soberano, provoca desilusión y sensación de fealdad.xviii Pero es este proceder el que Bataille identifica como una insubordinación a la intelectualización del arte, aquel que representa la vida monárquica, lo sacro o el poder soberano; los trazos de Manet no representan sino la vida común del París moderno: una escena en un bar de la época que poco o nada significa y por tanto obliga al espectador ausente a guardar silencio. A decir de Bataille: “Manet fue el primero en apartarse resueltamente de los principios de la pintura convencional, al representar lo que realmente veía, y no lo que hubiera debido ver”.xix Se trata del artista que pinta en el lienzo el sin–sentido de la idea, el paisaje o la persona; objetos que obligan a no–saber de ellos, que dificultan elaborar un comentario reiterativo por parte de un sujeto que pretende descifrar lo que el cuadro quiere decir.

Ya Panofsky, aclara Foucault, da cuenta de que la soberanía del discurso planteado por la iconografía clásica no termina por atrapar el festín que existe entre lo visible, lo decible y lo tangible. La pintura–objeto de Manet es una muestra del encabalgamiento dado entre la forma y el lenguaje silencioso a partir del espacio de la tela que franquea los límites del discurso interpretativo y los de la representación clásica.

Flaubert denuncia en “La tentación de San Antonio”xxque el mundo de lo imaginario no se halla más en el corazón o en la mente de aquel que cierra los ojos, sino en el documento y el libro. Todas las ideas exactas, ya dichas y comentadas conforman volúmenes de información minuciosa que se reproduce constantemente y cuyo rumorinsistente transmite lo que una sola ocasión se dio. “La verdadera imagen es conocimiento”,xxi afirma Foucault, y es que la imaginación no es un contrapeso a la razón, más bien se extiende entre el comentario que se repite a lo largo de los libros contenidos en la biblioteca. El libro escrito por Flaubert quiere ser el espacio heterótopico donde otros libros existentes o imaginados, comentados o desplazados converjan hasta que ardan en llamas sus hojas.

De manera similar Manet, a través de sus lienzos, guarda una nueva relación con la pintura de Velázquez, siendo el espejo el pretexto para re-inventar la relación con el pasado renacentista. En lugar de biblioteca, es el museo donde las pinturas se repiten y refieren entre sí a través del camino verdoso de la historia, pero que en la tela misma encuentra la materialidad en que se manifiesta la soberanía de la luz. Expresa Foucault: “Flaubert y Manet han hecho existir, en el arte mismo, los libros y las telas”.xxii

El interés de Foucault por la obra de Manet lo llevó a escribir abundantemente sobre lo que consideró una revolución para toda la pintura del siglo XX, pero que, según afirmó Deleuze en el Encuentro Internacional de 1988,xxiii fue destruido por su autor. Al parecer Foucault decidió negarle a su texto un espacio heterotópico para ubicarlo definitivamente en la utopía y por tanto dejar al lector la pretensión de mirar y decir lo invisible y lo indecible.

i Michel Foucault, “Preguntas a Michel Foucault sobre Geografía”,Estrategias de poder, p. 320. “Il y aurait à faire une critique de cette disqualification de l’espace qui a régné depuis de nombreuses générations […] L’espace, c’est ce qui était mort, figé, non dialectique, immobile. En revanche le temps, c’est riche, fécond, vivant, dialectique”. M. Foucault, « Questions à Michel Foucault sur la géographie » Dits et éctris II, p. 34.

 

ii Dès lors qu’on peut analyser le savoir en termes de région, de domaine, d’implantation, de déplacement, de transfert, on peut saisir le processus par lequel le savoir fonctionne comme un pouvoir et en reconduit les effets”. M. Foucault, op. cit., p. 33.

 

iii Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles y Salomón, precisa la conducta del monarca debe basarse de acuerdo al orden divino: “Hay que subrayar de modo general dos obras de Dios en el mundo. Una por la que se formó el mundo, la otra por la que lo gobierna ya formado. El alma tiene estas dos obras en el cuerpo. Porque primero el cuerpo se firma por una fuerza del alma, después el cuerpo se gobierna y se mueve por el alma; lo segundo pertenece evidentemente con más propiedad a la tarea del rey. Por eso el gobierno pertenece a todos los reyes y precisamente se toma el nombre de rey de la administración del gobierno”. Santo Tomás de Aquino, La monarquía, p. 65.

 

iv M. Foucault, Seguridad, territorio, población, pp. 29-33.

 

v M. Foucault, “Espacios diferentes”, Estética, ética y hermenéutica, p. 432. “[…] mais d’avoir constitué un espace infini, et infiniment ouvrent […]”. M. Foucault, “Des espaces autres”, Dits et écrits II, p. 1572.

 

vi M. Foucault, “Espacios diferentes”, op. cit., p. 435. “Dans le miroir, je me vois là où je ne suis pas, dans un espace irréel qui s’ouvre virtuellement derrière l surface, je suis là bas, là où je ne suis pas, une sorte d’ombre qui me donne à moi-même ma propre visibilité, qui me permet de me regarde là où je suis absent: utopie du miroir. Mais c’est églement une hétérotopie, dans la mesure où le miroir existe réellement, et où il a, sur la place que j’occupe, une sorte d’effet en retour; c’est à partir du miroir que je me découvre absent à la place où je suis puisque je me vois là-bas”. M. Foucault, “Des espaces autres”, op. cit., p. 1572.

 

vii Originalmente llamado “Cuadro de la familia real que representa a la infanta Margarita con sus damiselas de honor y una enana”, luego titulado “La familia de Felipe IV”.

 

viii M. Foucault, “La prosa del mundo”, Las palabras y las cosas, p. 26.

 

ix M. Foucault, “Las Meninas”, op. cit., p. 13.

 

x Jean Paul Sartre, “La mirada”, El ser y la nada, p. 335.

 

xi M. Foucault, “La prosa del mundo”, op. cit., p. 14.

 

xii M. Foucault, “Reflexión, ficción”, El pensamiento del afuera, pp. 27-28.

 

xiii John Searle, “Las meninas y las representaciones paradójicas de la representación pictórica”, Otras Meninas, pp. 103 y ss.

 

xiv M. Foucault, “Las Meninas”, op. cit., p. 18.

 

xv Michel Baxandall, Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento, pp. 48-55.

 

xvi Erika Bornay, Historia universal del arte, p. 325.

 

xvii “[…] et c’était là sans doute la condition fondamentale pour que finalement un jour on se débarrasse de la représentation elle-même et on laisse jouer l’espace avec ses propriétés pures et simples, ses propriétés matérielles elles-mêmes”. M. Foucault, La peinture de Manet, p. 47.

 

xviii “Manet a été indifférent à des canons esthétiques qui sont si ancrés dans notre sensibilité que même maintenant on ne comprend pas pourquoi il a fait ça, et comment il l’a fait. Il y a une laideur profonde qui aujourd’hui continue à hurler, à grincer”. M. Foucault, “À quoi rêvent les philosophes”,Dits et écrits I, p. 1574.

 

xix George Bataille, Las lágrimas de Eros, p. 194.

 

xx Cf. Gustave Flaubert, La tentación de San Antonio.

 

xxi M. Foucault, “Sin título”, Entre filosofía y literatura, p. 219.

 

xxii Ibid., p. 221. “Flaubert est à la bibliothèque ce que Manet est au musée […] Flaubert et Manet ont fait exister, dans l’art lui-même, les livres et les toiles”. M. Foucault, “Sans titre”, Dits et écrits I, p. 327.

 

xxiii Cf. E. Balbier, Michel Foucault, filósofo, pp. 155-163, apaud Rodrigo Hugo Amuchástegui, Michel Foucault y la videoespacialidadAnálisis y derivaciones. Facultad de Filosofía y Letras-Universidad de Buenos Aires, 2008, pp. 176, 190.

 

 

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