El espacio intermedio

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El espacio intermedio

La lectura como prolongación del juego

 

No dudo de que la campaña que fomenta leer 20 minutos al día sirva. De hecho varias escuelas han adoptado esta estrategia. Los padres leen junto con sus hijos, se preocupan por llegar a la cuota establecida. El problema es que estamos partiendo de la concepción de la lectura como un deber ser y no como un placer. Veinte minutos al día genera un hábito; pero para lograr que un niño establezca un vínculo duradero con los libros, hay que profundizar y tomar en cuenta sus procesos internos. En el fomento a la lectura aplica también lo que escribe Bettelheim[1] sobre la literatura infantil: ésta debe relacionarse de manera simultánea con todos los aspectos de la personalidad del lector. Consciente e inconsciente. Si no ampliamos nuestra perspectiva, corremos el riesgo no sólo de generar rechazo y confusión en los niños sino de alienarlos de algo que en realidad les es natural.

Para Winnicott, la experiencia cultural comienza en el instante en el que la vida se manifiesta por primera vez como juego.[2] La creatividad, la imaginación, la posibilidad de enfrascarnos con una lectura se generan en una dimensión intermedia entre la subjetividad y el medio ambiente: ese espacio transicional que nace cuando logramos la constancia objetal volviéndonos capaces de simbolizar. Como plantean Isenberg y Jacob,[3] el juego provee al niño con las herramientas necesarias para poder avanzar en su desarrollo figurativo y la alfabetización. Los niños son cuentacuentos innatos; incluso antes de saber leer y escribir. Ellos cuentan historias jugando. Crean metáforas intentando abarcar al mundo y revelarlo. Desplazan significados de un objeto conocido a otro nuevo para comprenderlo. Repiten una y otra vez una palabra dándole distintas entonaciones.[4] Diseccionan cada frase ensayando múltiples significados, tal y como descubrió Rachel Hirsch Weir al grabar los soliloquios de su hijo de dos años:

What color — What color blanket — What color mop — What color glass…. Not the yellow blanket — The white…. It’s not black — It’s yellow … Not yellow — Red…. Put on a blanket — White blanket — And yellow blanket — Where’s yellow blanket…. Yellow blanket — Yellow light…. There is the light — Where is the light — Here is the light / (Qué color – qué color de cobija – qué color de trapeador – qué color vidrio… No la cobija amarilla – Blanco… No es negro – Es amarillo… No amarillo – Rojo… Ponte la cobija – Cobija Blanca – Y cobija amarilla – Dónde está la cobija amarilla… Cobija amarilla – Luz amarilla… Ahí está la luz – dónde está la luz – Aquí está la luz)[5]

Somos seres metafóricos. Nuestra existencia es un texto en otro texto, diría Geertz.[6] Las interacciones humanas —desde esta perspectiva— siguen un proceso similar al de la lectura. Conforme nos vamos apropiando del lenguaje, vamos enriqueciendo la narración de nuestra vida. El lenguaje nos delimita, nos hace ver que hay un otro. Un . Las historias que leemos, nos plantean la posibilidad de aprender sobre un tema determinado. Como padres, tíos o maestros nos asombramos de que nuestros hijos, sobrinos o alumnos pidan leer un mismo cuento una y otra vez. Hasta la náusea, dirían algunos.

            ¿Qué caso tiene escuchar la misma historia tantas veces?

Pero no es la misma historia: con cada lectura, el texto se desdobla permitiendo que el niño explore situaciones, impulsos y emociones que en otro contexto resultarían demasiado amenazantes: “La ‘verdad’ en los cuentos de hadas es la verdad de nuestra imaginación”.[7] El lobo, la bruja y la muerte acotados por las metáforas.

Los niños aprenden de los cuentos a través de la identificación y catarsis. Elaboran información no sólo a nivel consciente sino inconsciente. Por eso las historias aleccionadoras, que explican todo sin dejar mucho espacio a la interpretación, no suelen atraerles tanto:[8] Los silencios, los pequeños vacíos en un relato, dan el espacio necesario para la reconfiguración. Es decir, que el lector se apropie de la narración y la internalice. Hay que dejar que los niños entren a las historias por donde quieran. Sus preferencias indican en qué momento están. Forzarlos a leer algo sin tomar en cuenta sus gustos y necesidades es una agresión. Es la negación al placer en la lectura y, tal vez, un acto de dominio solapado. Durante las pláticas que he dado en ferias y escuelas, se me han acercado muchos adolescentes a contarme que ellos en realidad no son lectores. Profundizando en algunas de estas conversaciones, sin embargo, ha resultado que varios de ellos son ávidos lectores de cómics y novelas gráficas de gran calidad. Sin embargo, no la consideran como lectura por dos razones: les gusta y no es una actividad validada por los adultos que los rodean.

Un relato, pues, nos atrapa porque en sus metáforas refleja al objeto de nuestro deseo. La lectura tiene en sí algo de ominosa: En ella identificamos aspectos de nuestro inconsciente que nos asustan pero fascinan. A la par que acompañamos a un personaje en sus aventuras, realizamos una inmersión en nuestro inconsciente. Es el viaje del héroe propuesto por Campbell. Jugando-leyendo, los niños cruzan el umbral y descienden al inframundo en busca del conocimiento.[9] El texto es una madeja de hilo que los trae de vuelta al mundo real. En cada historia morimos y renacemos. Y muchas veces, por eso, al cerrar el libro sentimos que no hemos regresado del todo. Incluso, nos entra un poco de melancolía porque intuimos que ya no somos los mismos. Porque después de viajar en el vientre de la ballena cósmica, nada puede ser igual.


[1] Bettelheim, Bruno. “Psicoanálisis de los cuentos de hadas” (2013) Madrid: Crítica, 448 pp.

[2] Winnicott, D. W. “Playing and Reality” (2005) Nueva York: Routledge, p. 214.

[3] Isenberg, J. & Jacobs. E. Literacy and symbolic play: A review of the literature en

“Childhood Education”, vol. 59 (4) (1983), pp. 272-276.

[4] Si en lugar de intentar hacerles aprender rimas de memoria, retomáramos este aspecto lúdico del lenguaje, sería más sencillo que muchos niños se acercaran a la poesía.

[5] Hirsch Weir, Ruth. “Language in The Crib” (1970), La Haya: Mouton, p. 216.

[6] Geertz, Clifford. “The Interpretation of Cultures” (2000). Nueva York: Basic Books. p. 471.

[7] Bettelheim, Bruno. Op. cit.

[8] Ídem.

[9] Campbell, Joseph. “El héroe de las mil caras: Psicoanálisis del mito” (2000), México: Fondo de Cultura Económica. 370 pp.