F. Nietzsche: filosofía y estética de la existencia

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F. Nietzsche: filosofía y estética de la existencia

“La relevancia que tiene un filósofo para mí está en función directa de su capacidad para ofrecerme un ejemplo.” [1]

No todo hombre es filósofo ni todo filósofo es un pensador cuya producción intelectual es traducción de su propia situación existencial, como es el caso de Friedrich Nietzsche. Si como afirmó Fichte “Cada uno sigue su propio carácter en la elección que hace de su filosofía”, los que recurrimos a él lo hacemos porque su pensamiento llega al tejido inmediato de la vida, porque su pensamiento no es la búsqueda de una verdad absoluta sino, como señaló en Ecce Homo, un testimonio de sí mismo. Si hay un legado importante de Nietzsche para la filosofía actual es la comprensión de las ideas como medio para hacer de la escritura un síntoma  y el espejo de uno mismo, y es que para el pensador la labor filosófica – esa “vida voluntaria en el hielo y en las altas montañas –búsqueda de todo lo problemático y extraño que hay en el existir, de todo lo proscrito hasta ahora por la moral”[2] es el cuidado práctico del yo, una llamada del individuo al individuo que va de la razón al cuerpo y del cuerpo a la razón como una misma cosa, un deseo de sabiduría para esculpir una personalidad propia a través de un discurso que, como dijo Alcibíades del de Sócrates, “muerde el corazón como una víbora” y provoca un estado de posesión, un delirio filosófico. Nietzsche es contundente al respecto:

Nosotros, los filósofos, no somos libres de separar el cuerpo del alma, como lo hace el  pueblo; aún menos libres para separar el alma del espíritu. No somos ranas pensantes ni aparatos de objetivación o de registro, con las entrañas heladas –nosotros continuamente tenemos que parir nuestros pensamientos desde nuestro dolor y proveerles maternalmente de todo cuanto hay en nosotros de sangre, corazón, fuego, placer, pasión, tormento, conciencia, destino, fatalidad. Vivir –ello significa para nosotros transformar continuamente todo lo que somos en luz y en llama, también todo lo que nos hiere. Simplemente no podemos hacer otra cosa.[3]

 A Nietzsche no se le comprende si sólo se considera lo que ha puesto por escrito, si se apela a una sinopsis simple de los contenidos. Su aguda sensibilidad para el discurso indirecto no nos permite valorar su producción textual desde cánones literarios, filosóficos o filológicos; según Peter Sloterdijk, uno de sus intérpretes más brillantes, la singularidad de sus escritos radica en que en ellos se desarrolla una acción teatral literaria –una autodramatización- que transforma sus temas en problemas filosóficos de gran envergadura, por lo que definir a Nietzsche como filósofo es ya de por sí problemático: cuando siendo aún un joven filólogo escribió  “Ciencia, arte y filosofía crecen  ahora simultáneamente en mí hasta tal punto que, en cualquier caso, engendraré centauros”, Nietzsche rompió las cadenas de los tópicos usuales de la especialidad para exponer lo propiamente existencial, en el marco, dirá Sloterdijk, de una existencia íntegra en la que el conocimiento y la autoexpresión están estrechamente ligados. ¿Qué es lo que hace a Nietzsche actual como para que las advertencias contra su doctrina vuelvan a ser relevantes? ¿Por qué su nombre irrumpe cuando se trata de comprender las dudas del mundo moderno y de descubrir las ambivalencias de nuestro presente y hasta de nuestra propia existencia? Precisamente porque mientras más se diseccionan sus textos más elusivos nos parecen, porque “Cuanto más persistentemente se les intenta conquistar por la comprensión, tanto más fría es la mirada que lanzan a sus suprasensibles pretendientes” [4]

 

Nietzsche es ya un clásico, pero de un clasicismo salvaje que deja atrás a los “administradores profesionales del sentido” y se rebela frente al estatuto oficial de su pensamiento. Sus exigencias para con el hombre, su ajuste de cuentas con la época y su gran proyecto cultural han marcado, para quien se ha aproximado a su pensamiento, la manera de comprender el papel del filósofo y la filosofía. Después de leer a Nietzsche resulta difícil creer que la tarea filosófica pueda carecer del martillo, que no sea una actividad destructiva que lleva en sí un vital elemento de creación, de crítica a nuestro entorno histórico y, más aun,  el encuentro con la propia singularidad. Si como afirmó Fichte “Cada uno sigue su propio carácter en la elección que hace de su filosofía”, los que recurrimos a él lo hacemos porque su pensamiento llega al tejido inmediato de la vida, porque su pensamiento no es la búsqueda de una verdad absoluta sino, como señaló en Ecce Homo, un testimonio de sí mismo. La filosofía nietzscheana es una autoexposición,  una narrativa que se sabe a sí misma simulacro y que, a sabiendas de su carácter ficticio y vital, desintegra sus propios puntos de vista antes de que éstos se conviertan en conceptos restrictivos de la vida.

 

Ser original en la interpretación de Nietzsche no es una tarea fácil, sobre todo si atendemos a lo que James Porter, uno de sus más recientes y brillantes intérpretes, opina:  el carácter laberíntico de su filosofía nos ha llevado a rodear a Nietzsche de “mitos interpretativos”,  los cuales han servido para tratar de atrapar y fijar su pensamiento de una forma más manejable: mitos acerca de su relación con el clasicismo o el romanticismo, acerca de su lugar en la lucha decimonónica entre humanismo e historicismo, o sobre sus visiones sobre la religión, la filosofía y el arte así como sobre lo irracional en la antigüedad clásica. En realidad, traicionamos a Nietzsche cuando intentamos fijarlo, cuando intentamos hacer de su pensamiento laberíntico una línea recta. Nietzsche es muchos nietzsches y me parece que su reconstrucción de la antigüedad clásica como una filosofía del arte de vivir es fundamental para acercarlo a nuestra propia existencia. Si partimos de la idea de que la meta-reflexión de Nietzsche sobre Grecia es una forma de interpretarse a sí mismo y de promover una nueva narrativa, la pregunta sobre si su interpretación del helenismo es correcta o no se convierte en una cuestión secundaria. Aquí de lo que se trata es de reconocer a Nietzsche como pensador trágico: no  buscar al “Nietzsche correcto o verdadero”, sino uno que nos ayude a comprender nuestro propio presente y a armar nuestra propia vida, de ahí la variabilidad de interpretaciones posibles.

 

A Nietzsche hay que sacarlo del aula para tomar de él lo más radical: su propuesta para vivir de una forma filosófica. Como crítico de la tradición occidental, de su herencia cultural, de su propia época y de sí mismo como parte de ésta es una figura clave para la comprensión de la modernidad no sólo por ser un intérprete de ella sino porque el aspecto artístico de su obra no se reduce a una cuestión de estilo sino de perspectiva: como la vida y el arte, la filosofía no es un objeto estético acabado sino una experimentación constante donde los conceptos se revelan como problemáticos.

El eremita no cree que nunca un filósofo –suponiendo que un filósofo haya comenzado siempre por ser un eremita- haya expresado en libros sus opiniones auténticas y últimas: ¿no se escriben precisamente libros para ocultar lo que escondemos dentro de nosotros? –más aún, pondrá en duda que un filósofo pueda tener en absoluto opiniones ‘últimas y auténticas’, que en él no haya, no tenga que haber, detrás de cada caverna, una caverna más profunda todavía –un mundo más amplio, más extraño, más rico, situado más allá de la superficie, un abismo detrás de cada fondo, detrás de cada ‘fundamentación’. Toda filosofía es una filosofía de fachada –he ahí un juicio de eremita: ‘Hay algo arbitrario en el hecho de que él permaneciese quieto aquí, mirase hacia atrás, mirase alrededor, en el hecho de que no cavase más hondo aquí y dejase de lado la azada, -hay también en ello algo de desconfianza’. Toda filosofía esconde también una filosofía; toda opinión es también un escondite, toda palabra, también una máscara.”[5]

 

Hablemos del pensador alemán desde la  puerta de acceso que retoma al Nietzsche de la revolución estética: el  que concibe la vida como una obra de arte y a la filosofía como un arte de vivir, el que se ha desprendido de los ideales juveniles y que sustituyendo la gravedad del mito trágico por la imagen del filósofo risueño, en un clima de ligereza y alegría mediterráneas, se alinea con la ilustración antigua para hacer de la filosofía un asunto de liberación práctica, de arte de la vida, de cuidado del propio yo. No se trata de negar o desplazar los conceptos –o más bien metáforas- que hicieron famoso a Nietzsche sino de redimensionarlos, de sacarlos de su sobrevaloración como la totalidad de su pensamiento, en el marco de otro paradigma interpretativo que retoma incluso lo que Nietzsche defendió para sí mismo: la concepción del filósofo como creador de una visión del mundo, que vive cotidianamente su pensamiento, que lo articula con su cuerpo, que esculpe conjuntamente  sus pasiones y sus producciones teóricas. Con esto, podemos reubicar a Nietzsche en el potencial  de una filosofía hedonista: materialista –es decir, antimetafísica e inmanente-, sensualista, existencialista, pragmática, atea, corporal y encarnada. Para ello, resulta fundamental hacer una metarreflexión sobre la reinvención que Nietzsche hizo tanto de la Grecia antigua como del movimiento helenísitico: su reinterpretación del mito trágico, de Dionisos, de Heráclito, -la cual ha sido también convertida ya a lo largo de la tradición en mito interpretativo, del cual la salvan pensadores como Peter Sloterdijk y James I. Porter- y del materialismo de Demócrito como aquel que prepara la expulsión de los dioses, y al que Nietzsche va a acceder vía la Historia del materialismo, de Albrecht Lange. Famoso es el Nietzsche que se vuelca desde dentro contra el occidente judeocristiano, que propone un paradigma pagano para un mundo reconocido esta vez como absurdo, que defiende para el hombre los ideales heroicos y subversivos del hombre antiguo, dionisiaco, y que hace del arte la justificación de la existencia una vez que Dios, el máximo sujeto de la historia, ha muerto… Y también hay otro Nietzsche que acompaña al primero, que lucha contra la moral del rebaño en la reexperimentación de la ética epicúrea para responderse a si mismo cómo viven los espíritus libres, desde una contemplación sosegada y tranquila de la naturaleza que permite, en su razón laica, reconocer los bienes verdaderos y el rechazo de las metas falsas. En Humano demasiado humano, La Gaya ciencia y Aurora no acercamos a un Nietzsche para el cual quedan fuera, al menos en un periodo de su obra, interrogantes últimas que resultan insignificantes para la vida práctica, defendiendo tanto con la ilustración de la antigüedad tardía como con la moderna y el escepticismo a la Montaigne, la renovación de determinadas formas de moral: un inmoralismo que intensifica la responsabilidad del individuo en una forma de vida ilustrada, esto es, autoconsciente, reflexiva y hedonista.

Al leer a Nietzsche desde la filosofía como sabiduría de vivir, la muerte de dios, el nihilismo, el eterno retorno, el superhombre, pueden ser apreciados con una luz que Nietzsche quiso más jovial y que nos lleva a preguntarnos no sólo qué quiso decir a nivel teórico con la muerte de dios, por ejemplo, sino qué implica vivirla, cómo vivirla: desde los ideales epicúreos, con serenidad, asumiendo la ausencia de valores definitivos y metanarraciones, para retirarnos a un jardín cuyo objetivo es una forma de vida basada en la reflexión, en la minimización de las necesidades; el nihilismo cambia de tono y ya no lo apreciamos como un evento desesperante sino como la aceptación  de la vida tal cual es desde una perspectiva materialista que abona el  terreno para extraer de los más pequeños motivos la máxima alegría de vivir. El superhombre es entonces aquel que logre un trabajo en si mismo que le libere de los dualismos, del miedo a la muerte, a los dioses, al sufrimiento, a las supersticiones metafísicas: es  aquel que elige vivir junto al Vesubio, pero también el que se ocupa de sí mismo y de su círculo de amigos en un estado libre de inquietud. De este modo, el proyecto cultural que Nietzsche tiene para occidente, a partir de la proclamación de la muerte de dios, es también la superación del judeocristianismo con un experimento vital –no sólo intelectual- que se intenta desarrollar a partir de la apropiación de aquellas antiguas doctrinas filosóficas -Epicuro, Lucrecio, Epicteto, entre ellos- que exhortan a la autoliberación y a la autoformación, colocando al hombre en el centro de su visión. Habrá pues que reubicar la filosofía de Nietzsche en una elección de vida y en una opción existencial: una promesa de la liberación de la culpa y de que la dicha puede ser alcanzada durante la vida humana y con medios humanos. Y esta es la tarea de la filosofía que Nietzsche busca rehabilitar: su capacidad para transformar una vida marcada por el sufrimiento, la enfermedad y la muerte –como lo es la vida humana- en la afirmación de la misma tal cual es, pensando para vivir y viviendo para pensar, a pesar de todo. Este instinto está fuertemente relacionado con el arte de vivir, con la relación entre filosofía y sabiduría, con la asimilación del hombre a la naturaleza y al carácter conjunto de la vida. Muere Dios, esto es, mueren lo inmaterial, la verdad objetiva, el fin superior, la razón antropocéntrica, el hombre como creatura. Muere el hombre y, sin embargo, lo que resta de él se alegra porque sobre sus hombros ya no pesan la culpa ni el propósito. No se disuelve, se transforma venciendo a dios y a la nada, venciendo al verdadero nihilismo: el del monoteísmo judeocristiano y la negación del mundo.

Es el Nietzsche filósofo de la vida el que hoy me parece más actual, precisamente porque el tema sobre la relación entre filosofía y vida es un clima intelectual hoy en día, basta con asomarse a las mesas de novedades de las librerías para darse cuenta de que se considera nuevamente a la filosofía como una instancia que puede ayudarnos a bien vivir, aunque claro está que, como advirtió Albrecht Lange “no basta la instrucción para transformar masas de hombres en filósofos”[6]

¿Para qué Nietzsche hoy? Pienso que porque constantemente perdemos nuestra propia brújula existencial. El movimiento es doble: Nos damos cuenta que estamos perdidos, experimentamos un sentimiento de errancia que nos atormenta. Como subrayó Camus, a la vuelta de cualquier esquina de pronto nos encontramos con el absurdo, como un asaltante surgido de quien sabe que escondite. Al mismo tiempo y casi inevitablemente ese asaltante es reconocido como una presencia de la que no se puede escapar… y entonces, si uno asume esto como un salto filosófico, el absurdo se convierte en una pasión desgarradora, en la búsqueda incansable de pequeños sentidos frente a la aceptación de la ausencia de un sentido total. Probablemente cuando la experiencia vital –y no sólo los libros- llevan a aquel que piensa y pregunta a poner en crisis los hábitos perceptivos, los automatismos y convicciones socialmente útiles, hace suyas lo que Jaspers identificó como origen del pensar filosófico: las situaciones límites de la existencia, y no porque las viva continuamente en carne propia como si su vida fuera una permanente tragedia, sino porque al reconocerlas como parte de su ser en el mundo comprende que su existencia –y por supuesto la razón- va trepada, como aseveró Schopenhauer, en  una barca que navega sobre el mar enfurecido. Esta imagen de la barca sobre el mar enfurecido bien puede relacionarse con la experiencia de la muerte de dios que Nietzsche define en algunos momentos como nihilismo. Y también puede ubicarse en las órbitas vacías que el universo muestra al hombre cuando éste busca la mirada de dios, que Richter describe en su Sueño. Tanto el nihilismo de Nietzsche, anunciado por el loco en la plaza pública, como el absurdo de Camus, como el cielo desierto de Richter son figuraciones del universo del sinsentido y de la soledad metafísica del hombre. La pregunta es si este mundo vacío –  descrito por Jorge Juanes como un doble desarraigo: hacia arriba –hacia los dioses- y hacia abajo –hacia la tierra- es necesariamente una razón para renunciar a la vida. ¿Qué hay frente a la lógica del terror que plantea la muerte de dios? El arte, pero el arte entendido como nueva comprensión de  la filosofía: como estética de la existencia. Yo no creo que pueda haber medias tintas en esta cuestión de vivir filosóficamente, de hacer filosofía en la medida en que se asume un poder plástico del hombre para transformarse a sí mismo, para darse un sentido propio, para gozar simplemente de la existencia. Y yo me preguntaría con Nietzsche si “¿Desaparece el filosofar una vez alcanzada la plenitud de vida? NO: el verdadero filosofar comienza justamente ahora. Su juicio sobre la existencia afirma más porque tiene ante sí la consumación relativa, todos los velos del arte y todas las ilusiones.” [7] Más aún, “La intención del arte y de la filosofía son la misma: la propia transfiguración y redención”[8]

Pero ¿Qué es esto de “transfigurar”, de “redimir”? Es, después de haber matado a Dios, volverse similar a éste. Es apropiarse los atributos del dios asesinado, convertirse en poeta: es decir, hacer de la pérdida la apertura de nuevas posibilidades para la existencia humana. Transfigurar y redimir implican desde el pensamiento del nihilismo una reapropiación del mundo como poesía originaria de la humanidad, hacer arte con la propia vida, asumir la fuerza propia de la cual brota la posibilidad de dar formas. El arte no se reduce en este sentido a las bellas artes, su afán es mucho más amplio: es necesidad y lucha por la vida. Como señala Nietzsche, “El hombre bello, sano y moderado, el hombre activo, crea a su alrededor la belleza como un reflejo de su persona.” La filosofía, al menos en el sentido que yo defiendo, es arte, pero comprendido como arte de vivir, es decir: Filosofía es estética de la existencia.

No hay excusas. La filosofía, de entre sus posibilidades, debe ser auto-escritura, configuración de nuestra propia medida.  Frente a la generalidad, el filósofo puede pasar por un ser errático, incluso por un ateo insobornable, por un excéntrico, pero todas estas etiquetas –bellas, por cierto- resultan de que el filósofo no es, en el mejor de los casos, un hombre que reproduce las doctrinas de la muchedumbre. Y no debería serlo precisamente porque su vida filosófica es al mismo tiempo -sin que esto quiera decir que es “un desapegado de la mundanidad”, y muy por el contrario-  la expresión de un pensamiento propio que no se produce elevándose por encima de las cosas mundanas sino sumergiéndose en el mundo para poder pensar lo que piensa.  La transvaloración nietzscheana propone para hacernos cargos de nosotros mismos –me parece que el resultado legítimo de la muerte de dios- implica de algún modo comprender la filosofía como una actividad… si es así, habría que reescribir entonces su historia. Académicamente –es decir, institucionalmente (hagamos justicia a Platón)- se nos ha enseñado la  historia de la filosofía como sustituto de la filosofía misma. El problema no radica sólo ahí: esta historia de la filosofía ha sido transmitida también por los obreros del gremio como una historia que no debe poner a prueba las certezas de la secta.

Para Michel Onfray, uno de los más actuales defensores de la filosofía como actividad vital, la filosofía debe someter su propia historia al fuego cruzado de un trabajo crítico que explique por qué ésta se ha narrado desde los mismos autores, los mismos textos de referencia, los mismos olvidos y ficciones. El proyecto de este francés es interesante por su contenido, pero, definitivamente me parece que hay  que fundar su lectura en un autor fundamental: Pierre Hadot, cuya lectura nos permite ubicar a Nietzsche en una línea de pensamiento que viene desde la antigüedad griega. Michel Onfray desarrolla una valiosa genealogía de los pensamientos dominantes y de las doctrinas alternativas… y vende mucho, pero tomarse en serio el tema que divulga debe llevarnos a los mejores.

Los distintos tonos y afectos del pensamiento de Nietzsche y Hadot se unifican cuando se trata de construir la filosofía como una ejercitación del pensamiento, de la voluntad y del ser entero. Ya sea como relectura y revaloración del materialismo, como laboratorio de uno mismo o como método de progresión espiritual, ambos autores apuntan a un solo proyecto, al que llamo –retomando a Karl Löwith- un trabajo sobre “la reaparición de la antigüedad griega en el pico de la modernidad”. Desde mi punto de vista, esto es un evento de vital importancia y no puede soslayarse, en bien de la filosofía actual y más aún, en nombre del individuo que cada filósofo es y de su obra como producto de su experiencia. Se trata no sólo de renovar y recontar la historia de la filosofía –lo cual, como he señalado antes, me parece más un efecto de la transvaloración nietzscheana- sino de traslapar y convertir a esta misma en cultura, con la práctica bélica de las cuatro consideraciones intempestivas que Nietzsche escribió para dar batalla al espíritu patriótico, a la opinión pública y al imperialismo de los grandes relatos. Es con  los filósofos materialistas que recorren la filosofía occidental; con los estoicos y epicúreos, cínicos y escépticos, alineados con los enciclopedistas franceses; con Sócrates e incluso las escuelas socráticas mayores leídas a la luz de la filosofía como ejercicio espiritual, que respectivamente Nietzsche –y actualmente Pierre Hadot- hará de la filosofía antigua la punta de lanza una teoría crítica y de una liberación práctica. Resulta loable el intento de tejer sus distintas perspectivas para hablar de la filosofía como una aristocracia e ideas independientes, de cómo la filosofía vivida auténticamente no sólo disipa para uno mismo el caos mitológico y fanático de la muchedumbre sino que abre el camino hacia concepciones del universo más claras que permiten, frente a la tragicidad de la existencia humana, alegría y ligereza mediterráneas, es decir, la conformación del filósofo como espíritu libre, aquel que aprende a mentir en sentido extramoral para dar pequeños sentidos a una vida que se escapa, que obedece la ley de gravedad que lo sujeta a la tierra y transforma su propia vida en un triunfo literario

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Frey, Herbert, “La sabiduría de Nietzsche: El espíritu libre a la búsqueda de un nuevo arte de vivir”, en La sabiduría de Nietzsche. Hacia un nuevo arte de vivir, UDLA/Porrúa, México, 2007.
Hadot, Pierre,  ¿Qué es la filosofía antigua?, F.C.E., México, 1998.
Lange, Albrecht, Historia del materialismo, en http://www.filosofia.org/mat/hdm/
4.     Löwith, Karl, Nietzsche´s philosophy of the Eternal recurrence of the Same, London, University of California Press, 1997.
Nehamas, Alexander, El arte de vivir. Reflexiones socráticas de Platón a Foucault, Pre-Textos, Valencia, 2005.
Nietzsche, Friedrich: La vida como literatura, Turner, Madrid, 2002.
——–, Aurora, Alba Editorial, Barcelona, 1999.
———, Ecce Homo, Alianza Editorial, Madrid, 2000.
———, El libro del filósofo, Taurus, Madrid, 2000.
———, La ciencia jovial, Biblioteca Nueva, Madrid, 2001.
——–, Schopenhauer como educador, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000.
Porter, James I., The Invention of Dionysus: an Essay in the Birth of Tragedy, Camden House, London, 2004.
Sloterdijk, Peter, El pensador en escena. El materialismo de Nietzsche, Pre-Textos, Valencia 2000.

Citas Bibliográficas

 


[1]  Nietzsche, Friedrich, Schopenhauer como educador, p.39.
[2]  Nietzsche, Ecce Homo, p. 18
[3]  Nietzsche, La ciencia jovial , p. 66
[4]  Sloterdijk, El pensador en escena, p.. 25
[5]  Nietzsche, Más allá del bien y del mal, pfo. 289
[6]  Lange, Historia del materialismo,: p. 71
[7]  Nietzsche, El libro del filósofo, pgfo. 18
[8]  Nietzsche, El libro del filósofo, pgfo 24