Rousseau y la vía de la interioridad

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Rousseau

Afirma Rousseau al inicio del segundo Discurso que el objeto de su estudio versa sobre el hombre en su estado de naturaleza, desligado de cualquier consideración teológica o racional. Los dos Discursos junto con el Discurso sobre la economía política publicado posteriormente en 1755 se enmarcan dentro del intento rousseauniano de diagnosticar el mal que padece la sociedad. Se trata de una Terapéutica que intenta en primer lugar descubrir el mal para posteriormente, en obras tales como El Emilio o El Contrato Social, aplicar el remedio necesario, entendido en la obra de Rousseau como Reforma. La finalidad de ambos Discursos es claramente práctica. Afirma Rousseau: “Nosotros tenemos físicos, geómetras, químicos, astrónomos, poetas, músicos, pintores: sin embargo, no tenemos ciudadanos”.[1] Sin el estudio atento de este estado natural del hombre no seremos capaces de “separar en la actual constitución de las cosas lo que la voluntad divina ha hecho de lo que las artes humanas han pretendido hacer”[2] y por lo tanto no seremos capaces de evitar los males presentes surgidos precisamente por la ausencia de verdaderos ciudadanos.

Es interesante considerar en primer lugar la pretensión de Rousseau de distinguir “lo que la voluntad divina” ha realizado en el hombre. Podríamos preguntar en qué sentido hay que entender esta alusión tanto a Dios como a la sintonía que se busca tener con su voluntad. En qué sentido para Rousseau el punto de vista teológico resulta determinante en relación al conocimiento del hombre. No es necesario abundar en ejemplos para mostrar la importancia que para Rousseau tiene el tema de Dios. Señalemos sólo algunos hechos relacionados con este tema ocurridos entre los años en que publica los dos Discursos. En julio de 1754 en una reunión social Rousseau , ante un comentario irónico de uno de los asistentes, dirá: “Si es una bajeza permitir que se hable mal de un amigo ausente, es un crimen permitir que se hable mal de Dios que está presente. Y yo, Señores, creo en Dios”.[3] Ciertamente uno de los acontecimientos más reveladores e importantes en estos años en la vida de Rousseau es su reintegración a la iglesia calvinista. El primero de agosto de 1754, buscará Rousseau dar un testimonio real de su reforma moral y religiosa a aquella Europa, según él, enceguecida en sus vanos razonamientos. En efecto, ese día Rousseau será acogido nuevamente en la Iglesia Calvinista de Ginebra, recobrando ante sus ojos el título de ciudadano. En 1756, en la Carta a Voltaire sobre la Providencia afirmará: “Creo en Dios con más fuerza que en ninguna otra verdad, porque creer y no creer son cosas que no dependen de mí”.[4] Sin embargo, estas alusiones a Dios y su adhesión al calvinismo necesitan entenderse bajo algunas consideraciones. La noción rousseauniana de Dios no encierra algún tipo de subordinación de voluntad ni de razón a los contenidos doctrinales de Iglesia alguna. El carácter intimista del calvinismo, su pretendida inmediatez en la relación entre el hombre y Dios desembocará finalmente en la identificación de la divinidad con “la voz de la naturaleza”. La religión formal entendida como aquella encargada de interpretar adecuadamente la revelación sobre el origen y el fin de la creación quedará suplantada por este nuevo lenguaje acaecido en el interior del hombre. Con justicia señala Taylor que esta vía abierta por la interioridad representa la trasposición del pensamiento rousseauniano al Deísmo del S. XVIII.[5]

El carácter absoluto que comienza a adquirir esta voz o “grito de la naturaleza”[6] no sólo hará inválida la pretensión de la religión de determinar la adecuada comprensión de lo creado, sino también hará inválida toda pretensión racional de demostrar o esclarecer el origen y el fin del hombre. La resistencia de Rousseau a la auto-transparencia de la razón será clara a lo largo de los Discursos. Tal resistencia puede ser explicada desde dos perspectivas. La primera ligada al carácter limitado e incierto del conocimiento humano. La segunda ligada al juicio moral surgido en relación a las ciencias. Para Rousseau el conocimiento humano no puede ufanarse de nada puesto que es incapaz de conocer la verdad. La admiración por Sócrates expresado en su Primer Discurso es por ello comprensible.

Sócrates

He allí al más sabio de los hombres según el juicio de los dioses, y el más sabio de los atenienses según el sentir de la Grecia entera, Sócrates, haciendo elogio de la ignorancia!. ¿Creen que, si resucitara entre nosotros, nuestros sabios y artistas le harían cambiar de opinión?. No, señores: este hombre justo continuaría despreciando nuestras vanas ciencias.[7]

El llamado a oír la voz de la naturaleza era ya la opción por una vía distinta a la de la razón moderna y una crítica implícita a ésta. Sin embargo, no puede desestimarse en este punto la actitud fideísta condicionada por el calvinismo así como la relación de Rousseau con los escépticos, específicamente con Charron, para quien la naturaleza y la existencia de Dios no podían ser alcanzadas por la debilidad de nuestro entendimiento y la incomensurabilidad divina.[8]

Sobre esta última consideración hay que precisar que la coincidencia con los escépticos debe entenderse antes que como opción por la duda en tanto estado habitual del conocimiento, como conciencia de la limitación de la razón en favor de un conocimiento seguro y cierto vinculado con la interioridad. Dice Rousseau en la Profesión de fe del Vicario Saboyano:

[…] yo sentía poco a poco oscurecerse en mi espíritu la evidencia de los principios y, reducido en fin a no saber ya qué pensar, llegué al mismo punto en que ahora os encontráis (…) Me hallaba en esas disposiciones de incertidumbre y de duda que exige Descartes para el descubrimiento de la verdad. Ese estado no está hecho para durar mucho, es inquietante y penoso; en él no existe sino el interés del vicio o la pereza de alma que él nos deja. No tenía el corazón lo bastante corrompido para congratularme con ello.[9]

La segunda perspectiva que explicita la negativa de Rousseau a la transparencia de la razón está ligada al juicio moral que realiza de las ciencias. En el Discurso sobre las ciencias y las artes se realiza repetidas veces esta crítica. Dice Rousseau: “Las sospechas, las desconfianzas, los temores, la frialdad, la reserva, el odio, la traición, se ocultarán bajo este velo uniforme y pérfido de delicadeza, bajo esta urbanidad tan alabada, que debemos a las luces de nuestro siglo”.[10] Más adelante dirá: “Pueblos, sepan que la naturaleza ha querido preservarles de la ciencia, como una madre sustrae un arma peligrosa de las manos de su hijo(…) Los hombres son perversos; serían peores si hubieran tenido la desgracia de nacer sabios”.[11]

Si la religión ni la ciencia son capaces de responder por el carácter originario del hombre, cómo será posible aproximarnos a él. El segundo Discurso señalará un camino decisivo para comprender tal intento. Se plantea aquí una consideración hipotética del estado natural del hombre. Este sujeto se manifiesta en “un estado que no existe ya, que quizá no ha existido (y) que probablemente no existirá jamás”.[12] Por este motivo el segundo Discurso no pretende narrar un acontecimiento histórico sino suponer la condición original del hombre. “Comencemos por apartar a un lado todos los hechos, por que no afectan a la cuestión. No hay que tomar las investigaciones en las que se puede entrar sobre este tema por verdades históricas, sino únicamente por razonamientos hipotéticos y condicionales”.[13] Rousseau antepone a la aparente evidencia de la realidad histórica e incluso a la fe, una hipótesis sobre el hombre. Dirá en el “Exordio” al segundo Discurso:

[…] es evidente, por la lectura de lo Libros Sagrados, que el primer hombre, por haber recibido inmediatamente de Dios luces y preceptos, no se hallaba en ese estado, y uniendo a los escritos de Moisés la fe que todo filósofo cristiano les debe, hay que negar que, aun antes del diluvio, los hombres se hayan encontrado nunca en el puro estado de naturaleza,[14]

“[pero a pesar de ello] la religión (…) no nos prohíbe formar conjeturas, deducidas de la sola naturaleza del hombre y de los seres que lo rodean, sobre lo que hubiera podido llegar a ser el género humano si se le hubiera dejado abandonado a sí mismo”.[15]

Rousseau hace un llamado para pensar al hombre desde sí mismo. Ninguna otra instancia puede atribuirse tal derecho a riesgo de desnaturalizar tal conocimiento. Ni siquiera la instancia de la fe, como se ha afirmado en el texto anterior. No se trata en el caso de Rousseau de un inicio entre otros. Si es que no quiere reducirse a un discurso puramente subjetivo o arbitrario y por el contrario pretende ser un “lenguaje que convenga a todas las naciones”, el planteamiento debe iniciarse desde esa universalidad anhelada. La pregunta que surge es la siguiente: ¿dónde encontrar tal universalidad sin traicionar la individualidad de aquel que está llamado a buscarla? Parecería una contradicción abordar esta dimensión interior, entendida como una morada en donde resuena la voz de la naturaleza, a partir de la generalidad y abstracción de una hipótesis. ¿Quién habla en la descripción del primitivo? ¿Cómo seguir hablando en primera persona si lo que buscamos es el lenguaje del “hombre en general”? El mismo Rousseau ha señalado que tales razonamientos “hipotéticos y condicionales” son semejantes a los que realizan los físicos en relación al origen del mundo. Sólo se podría comprender una alusión a la Física si es que situamos tales hipótesis dentro de un modelo tal que vincule lo universal y lo particular sin pretensiones de adecuación ni de certeza absoluta, y que a la vez sea manifestación de aquella fuerza vital de universo. Esta alusión a la física puede ofrecernos algunas luces para comprender el intento de Rousseau en el segundo Discurso. Tanto en Biología como en Física vemos a Rousseau mantenerse en posturas conservadoras, por no decir anacrónicas, de su tiempo[16]. Su conservadurismo estaba ligado a las así llamadas tesis “Fijistas”. En el caso de la Biología sostenía Rousseau la imposibilidad de que la materia se mueva y transforme por sí misma. Esta afirmación se enfrentaba a las tesis materialistas de D’Holbach y Diderot quienes sostenían la eternidad y autonomía de la materia.

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Para Rousseau la transformación y conservación de la materia queda reservado exclusivamente a Dios, Creador del Universo. En el caso de la Física, que es el punto que más nos interesa, la postura Fijista iba de la mano con una visión ocasionalista del cosmos. El movimiento no es inherente a la materia. Todo cuerpo permanece en reposo, a menos que haya causas externas que modifiquen su original estado. Cada movimiento particular será entonces la ocasión para que la acción de Dios se manifieste a través de la energía depositada en el mundo desde la creación. El movimiento puntual de un cuerpo no sería otra cosa que la conjunción de lo particular-creado con lo universal-Creador. Tal conjunción implica a la vez el desbordamiento en el objeto movido de una acción que lo sobrepasa infinitamente. Es en cada movimiento que se comprueba la imposibilidad de la adecuación y por tanto la negativa a una evidencia que la metodología científica cree poseer. Por ello mismo esta visión del cosmos sólo puede ser enunciado como una “hipótesis”. Este es el modelo físico que al parecer tendría en mente Rousseau en el segundo Discurso. Al final del “Exordio” dirigiéndose a todos los hombres dice:

!Oh, tú hombre!, de cualquier religión que seas, cualquiera que sean tus opiniones, escucha. He aquí tu historia tal y como yo he creído leerla, no en los libros de tus semejantes que siempre son falaces, sino en la naturaleza, que nunca miente. Todo lo que provenga de ella será verdadero. No habrá de falso más que lo que, sin querer,habré mezclado de mi cosecha.[17]

No es la generalidad impersonal y desencarnada lo que se manifestará en este Discurso. Tampoco el individuo imperfecto Rousseau, sino el hombre originario que hay en él, aquél que ha sido capaz de oír la voz de la naturaleza, el que ha tenido la virtud de remitirse a su interioridad y sintonizar con la voz universal de la Humanidad. Por ello puede seguir hablando en primera persona, al tiempo que habla en nombre del Hombre universal, y afirmar que su planteamiento es una “hipótesis” en tanto imposibilidad de autofundamentarse y en tanto enunciación de una generalidad que finalmente habla en la dimensión particular de su interioridad. Será preciso despojar al hombre “de todos los dones sobrenaturales que haya podido recibir, y de todas las facultades artificiales que no haya podido adquirir más que por largos progresos; considerándolo, en una palabra, tal como ha debido salir de la mano de la naturaleza”.[18]

Veamos cómo se muestra este estado natural del hombre a partir de la vía de la interioridad. Tres son las características de este hombre natural que Rousseau se encargará de explicitar en la primera parte del Discurso sobre el origen de la desigualdad: la soledad, la fuerza y la inocencia. Hay que decir que todas estas características se dan en un estado en donde la reflexión aún no existe. En efecto, la razón no es una facultad innata a partir de la cual se funda toda sociedad sino que surge y se desarrolla gracias a la sociabilidad. Por lo tanto no es lo social aquello que se constituye como una condición intrínseca al hombre natural o ‘salvaje’. Tal dimensión se identificará con su ser solitario.

Dice Rousseau:

[…] en este primitivo estado, no teniendo ni casa, ni cabañas, ni propiedad de ninguna especie, cada uno se alojaba al azar, y a menudo por una sola noche; los machos y las hembras se unían fortuitamente según el encuentro, la ocasión y el deseo, sin que la palabra fuera necesaria…[19]

Como se ve incluso el lenguaje puede entenderse desde esta situación de soledad. Dice Rousseau: “El primer lenguaje del hombre, el lenguaje más universal, el más enérgico, y el único del que tuvo necesidad, antes de que hubiera que persuadir a los hombres reunidos, es el grito de la naturaleza”.[20] No hay interlocutores porque cada uno vive ocupado en sí, atendiendo por su propia conservación. Esa es la razón, por otro lado, por la que el hombre se hace más fuerte y menos vulnerable a los peligros de la naturaleza. Precisamente su debilidad aparece “cuando es dependiente”,[21] cuando su fuerza es sustituida por los instrumentos que va creando. Antes de ello lo único que puede conocer es su cuerpo o la experiencia ganada en ese estado de fusión con la naturaleza. Precisamente esta identificación con el entorno constituye aquella condición que caracteriza al “buen salvaje” haciéndolo incapaz de distinguir el bien del mal. “… los salvajes no son malvados precisamente por que no saben lo que es ser buenos, porque no es ni el desarrollo de luces ni el freno de la ley”. Tal era el estado de bondad originaria al que Rousseau se quiere remitir hipotéticamente, por ello dice que “… el estado de naturaleza, donde el cuidado por nuestra conservación es el menos perjudicial para la del prójimo, (…) es por consiguiente el más adecuado para la paz y el más conveniente para el género humano”.[22]

Tanto la soledad, la fuerza como la inocencia describen el estado de un hombre referido a sí, casi fusionado con su entorno, irreflexivo, amoral, mudo, sin otra vinculación con lo externo salvo la conmiseración o la piedad que se manifiesta en la dimensión instintiva. Por ello la autonomía y autoconservación guardan a los ojos de Rousseau un valor ético fundamental en el estado natural del hombre. El origen de la injusticia y del mal se identificará precisamente con el instante en que se pierde tal fusión con la naturaleza, tal autonomía y autoconservación. Dice Rousseau:

El primero a quien, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir ‘esto es mío’ y encontró gentes lo bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. !Cuántos crímenes, guerras y asesinatos, cuántas miserias y horrores hubiera ahorrado al género humano el que, arrancando las estacas o rellenando la zanja, hubiera gritado a sus semejantes!: ‘!Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie’.[23]

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Se trata finalmente de identificar el origen del mal en un movimiento producido en la voluntad del hombre. Si no hay la pretensión de narrar un hecho histórico resulta válido interpretar esta idílica narración como un hecho acontecido en el corazón del hombre. Resulta por ello sugerente aproximarnos al origen de la sociedad civil desde la distinción realizada por Rousseau entre el amor de sí y el amor propio. Esta distinción aparece precisamente situando el problema en la dimensión interior apuntada en todo nuestro trabajo. Dice Rousseau en una nota al segundo Discurso:

No hay que confundir el amor propio con el amor de sí mismo; dos pasiones muy diferentes por su naturaleza y por sus efectos. El amor de sí es un sentimiento natural que lleva a todo animal a velar por su propia conservación y que, dirigido en el hombre por la razón y modificado por la piedad, produce la humanidad y la virtud. El amor propio no es más que un sentimiento relativo, facticio y nacido en la sociedad, que lleva a cada individuo a hacer más caso de sí que de cualquier otro, que inspira a los hombres todos los males que se hacen mutuamente, y que es la verdadera fuente del honor.[24]

Siguiendo la tradición cartesiana Rousseau mantiene la idea de que el hombre es un compuesto de alma y cuerpo, un ser escindido. Antes que Descartes es Pascal quien influiría decisivamente, según Taylor y Deprun, en toda la obra de Rousseau. La conocida frase de Rousseau del Emilio “el hombre nace bueno, la sociedad lo corrompe” debe por tanto contrastarse con la teoría de los dos amores ya mencionada. En efecto, el origen del mal sería un problema de la voluntad y por tanto de la libertad del hombre. De allí se desprende la visión profundamente trágica que Rousseau mantenía respecto al devenir de la historia: si por un lado, la religión como escucha atenta a la voz de la naturaleza nos transporta a la condición original, pura y amoral del ser humano,[25] ella se torna irreconciliable con el proceso abierto por la ciencia, expresión del amor propio, cuya naturaleza consistía en identificarse con la obra humana y en crear un sistema de intereses que guiará a la sociedad a su inexorable autodestrucción.

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Bibliografía

 

A. Ravier, Le Dieu de Rousseau, en: Archives de Philosophie, n. 41, año 1978.

J.J. Rousseau, “Discours sur les sciences et les arts”, en: Du contrat social et autres ouvres politiques, Ed. Garnier, Paris, 1975.

J.J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, Ed. Alhambra, Madrid, 1986.

J.J. Rousseau, Ensoñaciones de un paseante solitario, Alianza Editorial, Madrid, 1979.

Charles Taylor, The Sources of the Self: The Making of the Modern Identity, Cambridge University Press, Cambridge, 1989

María José Villaverde, Rousseau y el pensamiento de las luces, Tecnos, Madrid, 1987.

Citas

[1]Rousseau, J.J. “Discours sur les sciences et les arts”. En: Du contrat social et autres ouvres politiques. Paris: Ed. Garnier, 1975. p. 20.

[2] Rousseau, J.J. Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. Madrid: Ed. Alhambra, 1986. p.62.

[3] Rousseau, J.J. “Conseils à un curé”, en : Oeuvres completes (O.C.) III, pp. 1260. Citado por Ravier, A.: « Le Dieu de Rousseau ». En : Archives de Philosophie, n.41, año 1978, p. 364.

[4] Rousseau, J.J. “Lettre à Voltaire” (O.C. IV, pp. 1070-1071). Citado por Villaverde, María José en: Rousseau y el pensamiento de las luces, Madrid: Tecnos, 1987, p. 43.

[5] “But what is more relevant to my immediate purpose is the way that Rousseau transposes this way of thinking to integrate it into Deism”. Taylor, Charles. The Sources of the Self: The Making of the Modern Identity, Cambridge: Cambridge University Press, 1989, p. 357.

[6] Rousseau, J.J. : Discurso sobre el origen…, op. cit., p. 92.

[7] Rousseau, J.J. “Discours sur les sciences…”, op.cit., p. 10

[8] Cf. Villaverde, María José. Rousseau y el pensamiento de las luces. op. cit. p. 64

[9] Rousseau, J.J. Emilio p. 308.

[10] Rousseau, J.J. : “Discours sur les sciences…” op. Cit. p. 5 “Les soupçons, les ombrages, les craintes, la froideur, la réserve, la haine, la trahison, se cacheront sans cesse sous ce voile uniforme et perfide de politesse, sous cette urbanité si vantée, que nous devons aux lumières de nôtre siècle”.

[11] Rousseau, J.J. : ibid. p. 11-12.

[12] Rousseau, J.J. Discurso sobre el origen de la desigualdad, op.cit. p. 57.

[13] Ibíd. p.68

[14] Ídem.

[15] Ídem.

[16] Villaverde, María José, Rousseau y el siglo de las luces, op. cit., p. 30 ss.

[17] Rousseau, J.J., Discurso sobre el origen… op. cit. . p. 68-69.

[18] Ibid. p. 71.

[19] Ibid. p. 91.

[20] Ibid. p. 92.

[21] Ibid. p. 101.

[22] Ibid. p. 100

[23] Ibid. p. 119

[24] Ibíd. p. 201. Nota “o”.

[25] Dice Rousseau en uno de sus últimos escritos: “Bien está haber cortado el mal, pero eso es haber dejado la raíz. Porque esa raíz no está en los seres que nos son ajenos, está en nosotros mismos y ahí es donde hay que trabajar para arrancarla por completo”. En: Ensoñaciones de un paseante solitario. Madrid: Alianza Editorial, 1979. Paseo VIII , p. 130.

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