“Excepción cultural”, políticas nacionales y globalización: factores de democratización y de promoción de lo contemporáneo

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Este artículo examina la crisis de la “excepción cultural” en el momento de la controversia del GATT (General Agreement of Trade and Tariffs), en el año 1993, y sus consecuencias en Francia y en Europa. Analiza la movilización diplomática y pública suscitada por el acontecimiento así como la evolución semántica del término “excepción” hacia el de “diversidad”. Presenta los argumentos avanzados por los dos campos, los excepcionistas y los librecambistas, y desmonta sus mecanismos implícitos confrontándolos a la realidad de las políticas culturales, tanto del lado europeo como del lado norteamericano. Plantea que la crisis de la excepción cultural tuvo como consecuencia positiva, además de la toma de conciencia del peso de identidad de las obras fílmicas y audiovisuales, la promoción de lo contemporáneo y una democratización creciente de las industrias culturales en Europa.

El artículo examina las estrategias futuras para la preservación de la diversidad cultural dentro del contexto de la globalización y de los avances tecnológicos. Entre estas estrategias las más fructuosas son aquellas que apuntan a resolver las tensiones entre globalización y pluralismo de los soportes, de los formatos y de los contenidos, y a afianzar un frente común de los “diversitarios” tanto en Europa como en otras regiones del mundo.

Introducción
La “excepción cultural”, fórmula lapidaria que tiene el mérito de la concisión y el inconveniente de la ambigüedad, apunta a legitimar la intervención reglamentaria y financiera de los poderes públicos con el fin de corregir las distorsiones internacionales que se desprenden de la economía de mercado. Aplicada en un primer momento a las películas y después a las obras audiovisuales, consiste en la aplicación de medidas de apoyo a la creación y a la producción local por parte de los Estados-nación, principalmente en Europa. La “excepción cultural” señala la toma en consideración de uno de los principales hechos culturales después de la Segunda Guerra Mundial: la utilización de los medios de comunicación para las políticas de identidad (con la consiguiente instrumentalización de la ficción con finalidades de propaganda simbólica suave). En adelante se entiende como una medida política que busca preservar el espacio público y favorecer la diversidad cultural y el pluralismo democrático. No siempre ha sido así: en un principio, en 1993, sirvió para enfrentar dos bandos, los Estados Unidos contra la Unión Europea (y más especialmente Francia). Lo que sorprende es la emergencia tardía del debate y su corta duración, entre los meses de mayo y de diciembre de 1993, en relación con el conjunto del proceso del GATT. ¿Se trata, acaso, de un brote de conciencia nacional? ¿De un endurecimiento entre países en competencia directa? ¿O de un desacuerdo sociocultural profundo que perdura?
La crisis de 1993: el primer enfrentamiento cultural de la posguerra fría
Las negociaciones multilaterales de la Ronda Uruguay, sobre la liberalización del comercio internacional, comenzaron a partir de 1986; se tenían que concluir en 1990, pero, de hecho, no se terminaron hasta el mes de abril de 1994. Tomaron parte en ellas los 117 países representados en el GATT. Este Acuerdo, que se estableció después de la Segunda Guerra Mundial, prevé rondas de negociación que deben integrar, cada una de ellas, nuevos sectores objeto de retirada de barreras aduaneras internacionales. La Ronda Uruguay introdujo los servicios y la propiedad intelectual en su circuito.
El debate sobre la “excepción cultural” es una de las primeras crisis de la posguerra fría que pone a prueba la alianza entre los países de la esfera atlántica. Quizás sea eso lo que la hará pasar a la historia. Y es que, en efecto, la posguerra fría no puso en cuestión el poder político, estratégico y militar de los Estados Unidos; sin embargo, las tentativas de resistencia a la dominación estadunidense se dibujan en el eje diplomático y en el eje sociocultural. La excepción cultural constituye un ejemplo de ello: se trata de una estrategia de resistencia contenida, menos contra una América conquistadora que contra una América seductora, la América del síndrome HHMMS, “Harvard and Hollywood, McDonald’s and Microsoft Syndrome” (Joffe). Es la primera conflagración de tamaño natural entre la idea de globalización y la de “americanización”.
La lentitud de la emergencia del debate tiene que ver, sin duda, con la dificultad que experimentaba la Europa de aquel momento (Europa estaba discutiendo los términos de su gobernabilidad, la entrada de sus nuevos miembros, los detalles de su moneda única, etcétera) para presentar un frente unido y para posicionarse en tanto que no estadunidense sin ser antiestadunidense. Su situación de dependencia y de expectativa respecto a Estados Unidos, sin duda, inhibió sus reacciones, aún siendo legítimas, respecto a la defensa de determinados valores nacionales y de estructuras de justicia distributiva amenazados por la liberalización de los mercados. De repente, los referentes europeos se revelan en la “excepción cultural”, con el rechazo de valores no europeos que acompañan al proyecto estadunidense: un mercado controlado, un papel manifiesto del Estado, un individualismo mezclado de vínculo social y de servicio público, una visión universalista de los derechos humanos —en definitiva, conceptos surgidos de una visión del mundo heredada de una religiosidad católica (incluso si está laicizada como en el caso de Francia) más que protestante (Frau-Meigs, 2001; Venturelli).
1.1 Los adversarios en presencia y sus argumentos
En mayo de 1993 se erigen dos bandos a consecuencia de la posición francesa de “excepción cultural” que rechaza la inclusión del cine (y en menor grado del audiovisual) en la lista de los productos o servicios por “liberar”:
—los “librecambistas” (o hiperliberales según los europeos) que pregonan el abandono total de medidas de protección, capitaneados por Estados Unidos (pero no únicamente);
—los “excepcionistas” (o proteccionistas según Estados Unidos) que quieren el mantenimiento de las industrias nacionales sin que ello signifique cerrar herméticamente sus fronteras. A la cabeza se encuentra la Unión Europea, impulsada por Francia y con el apoyo de Canadá.
Según los excepcionistas, los Estados tienen el derecho de conducir políticas nacionales destinadas a dar vida a las industrias culturales en su territorio. Quieren, pues, mantener los dispositivos de apoyo implantados para las artes y la cultura, con una extensión que tenga en cuenta la última de las artes en nacer, el cine. No son partidarios, sin embargo, de un telón de acero, ya que conocen, con todo el pragmatismo, su dependencia respecto de las colecciones y de los catálogos estadunidenses y no se oponen a la innovación técnica o a la evolución económica.
Económicamente hablando, sin embargo, los excepcionistas consideran que el mercado mundial en cuestión es un falso mercado, dominado por un pequeño número de empresas multinacionales capitaneadas por Estados Unidos (o dicho de otro modo, empresas cuyos principales accionistas son los fondos de pensiones estadunidenses). Algunos incluso denuncian la realidad del proteccionismo de Estados Unidos, país que importa menos del 1% de la producción cinematográfica mundial. Culturalmente hablando, también se oponen a la percepción según la cual el cine (y el audiovisual) es una simple industria de entretenimiento, y lo conciben como un arte, que forma parte de un patrimonio.
Los librecambistas, en cambio, consideran que el cine es un entretenimiento con base industrial, igual que la bicicleta o los juegos de cartas; rechazan toda idea de protección de esta industria, arguyendo el hecho de que ellos mismos no tienen una práctica concertada a escala federal respecto a la comunicación, la información y la cultura. Efectivamente en Estados Unidos no existe un ministerio dedicado a estas prácticas, las cuales se encuentran reunidas dentro del ministerio de economía y comercio. Sin ambigüedad ni aleatoriedad alguna, piden, por tanto, la abrogación de toda barrera aduanera y de todo subsidio del Estado destinado a estos productos.
1.2 Los puntos de fricción
Son varios los mecanismos de ayuda pública que constituyen el núcleo central de la crisis de 1993 y ello explica la dureza del enfrentamiento entre Estados Unidos, por un lado, y Francia y Canadá, por el otro (a pesar de que también se apunta a la Unión Europea en su conjunto). Francia, a partir de 1948, se dotó de una ley de ayuda al cine. Esta ley crea una tasa satisfecha por toda persona que va a una sala de cine (está incluida en el precio de venta de la entrada). El producto de esta tasa alimenta un fondo gestionado por el Estado, y va a parar a los productores de películas franceses. Además, desde 1958, bajo el mandato de André Malraux, el cine fue incorporado al Ministerio de Cultura, lo cual muestra que no se considera una industria sino un arte, no se considera un producto intermediario sino un objeto final. Se beneficia de la creación del “adelanto según ingresos”, que es un préstamo sin intereses (que se salda sólo si se vende un número de entradas suficiente).
El enfrentamiento de 1993 instigado por los Estados Unidos tiene que ver con estas medidas, que son percibidas como una violación del libre cambio y como una subvención de Estado que va en contra de una competencia leal. Los estadunidenses consideran que las películas estadunidenses (y, por lo tanto, las empresas estadunidenses) pagan por el cine nacional francés.
Hay otros mecanismos que contrarian a los estadunidenses, principalmente el de las cuotas de difusión, aplicadas sobre todo por Canadá y Francia, aunque también (de manera no oficial) por otros países europeos, especialmente desde la iniciativa Televisión sin Fronteras, fundada el 3 de octubre de 1989 por la Comunidad Europea y que formula, concretamente en sus artículos 4 y 5, objetivos de producción independiente y de programación de una mayoría de programas nacionales o de coproducción europea “cuando pueda hacerse”; da cuotas indicativas del 50%, aplicables según los países (sin sancionar al apoyo). Los estadunidenses consideran que estas medidas son demasiado proteccionistas e impiden la penetración de sus programas en las difusiones nacionales. Adoptan una posición muy radical, con tres reivindicaciones: aplicación del principio de no discriminación (libre acceso al mercado, lo cual implica la supresión de cuotas), trato nacional (las firmas y los programas estadunidenses tienen que beneficiarse de las mismas ayudas que las que se dan a las firmas y programas nacionales) y añaden la cláusula del país más favorecido (conceder a todos los países la ventaja más favorable ya concedida a otro país para multilateralizar cláusulas concedidas bilateralmente en el pasado).
1.3 Los resultados de la negociación: el silencio 
después de la tormenta
En 1994 se firmó en Marrakech un compromiso de última hora que no resolvió nada.
El acuerdo inscribe las producciones cinematográficas y audiovisuales en la lista de los “servicios” a los cuales se pueden aplicar las normas del GATT. Con todo, las disposiciones previstas para los servicios permiten toda suerte de derogaciones a las reglas ordinarias del GATT. En este compromiso conviven, pues, las nociones de excepción (posición francesa) y de especificidad (posición europea). Los europeos finalmente optaron por la idea de la excepción —la cual permite a los servicios derogar determinadas obligaciones—. La ausencia de acuerdo decisivo significa que nada obliga a la Unión Europea a tomar iniciativas de liberalización y que las políticas culturales pueden seguir basándose en subsidios y cuotas. Por otro lado, la iniciativa Televisión sin Fronteras puede ser aplicada; y es que, además, se ha visto reforzada con la llegada de los nuevos soportes (cable, satélite, televisión digital terrestre). La preferencia comunitaria queda, pues, preservada y la libertad de integrarse a su propia velocidad en la evolución del libre cambio se deja abierta.
La utilización de la palabra “servicios” pone de manifiesto también que se ha evitado definir qué eran las obras audiovisuales (¿películas? ¿documentales? ¿programas de estudio? ¿juegos?) y definir su nacionalidad (¿según el idioma de la película? ¿el origen del realizador? ¿el lugar de rodaje?) Se conservaron fórmulas muy poco definidas y muy flexibles para que cada cual las interpretara a su manera. Eso permite a la Unión Europea mantener su posición, es decir, que las obras fílmicas y audiovisuales no constituyen servicios a partir de mercancías corrientes, ya que son de naturaleza cultural, y ello autoriza a adoptar disposiciones particulares respecto a ellas.
La fragilidad del compromiso se comprobó unos meses después de los acuerdos del GATT, en el marco de la Organización de Cooperación y de Desarrollo Económico (OCDE), que reúne a una treintena de los países más desarrollados. Se produjeron nuevos enfrentamientos en torno al Acuerdo Multilateral sobre la Inversión (AMI), que confirmaron la dureza de las posiciones de las dos partes presentes. El proyecto de la OCDE era menos global pero tan liberal como el del GATT: se trataba de permitir a las empresas de los distintos Estados miembros que invirtieran libremente en los otros países miembros sin un trato preferencial a las empresas locales. Todos los sectores de la economía, sin excepción, tenían que estar abiertos a los inversores. Los adelantos, los préstamos con intereses preferenciales, las desgravaciones fiscales así como todas las demás políticas nacionales de apoyo a la producción se debían abandonar. El AMI, al contrario que el GATT, principalmente preveía sanciones financieras para los Estados recalcitrantes. Aplicadas al cine y a la televisión, las normas del AMI habrían significado, por lo tanto, el final de las diferentes políticas culturales y de los mecanismos de apoyo de los Estados europeos y de Canadá. Los acuerdos del AMI fracasaron tras una fuerte removilización de los profesionales y de las personalidades políticas. Algunos países opusieron una fuerte resistencia a estos acuerdos y seis países miembros (Bélgica, Canadá, España, Francia, Grecia e Italia) obtuvieron la exclusión de los bienes culturales del acuerdo.
2. Los distintos tipos de movilización en 
el año 1993, y desde entonces
Desde 1993, librecambistas y excepcionistas se han mantenido en sus posiciones. Entre los distintos bandos, los argumentos se han afinado en lo que se refiere a algunas dimensiones. Estos argumentos alimentan los debates diplomáticos y públicos, con un cierto endurecimiento. Y es que más aún que la relación entre arte y dinero, la excepción cultural toca problemas de identidad profundos, que enfrentan a Estados Unidos y Francia (Frau-Meigs, 2001). Desde 1993, se ha producido un cierto cambio, con la doble toma de conciencia de que la globalización se hace a través del mercado pero que también tiene que pasar por una visión de la sociedad. En este nuevo contexto, la excepción representa no tanto el combate entre dos hegemonías (la estadunidense contra la europea) sino la necesidad de distinción y de afirmación de puntos de vista minoritarios y regionales sobre la identidad, que afectan al conjunto de los países del planeta.
El debate se caracteriza por el choque de dos conjuntos de argumentos que se oponen y se declaran incompatibles; se basan más en profesiones de fe que en datos contrastados, con postulados de partida antagónicos que se refieren a temas de civilización. El discurso de la diversidad se opone al discurso de la prosperidad mediante el progreso técnico. El rechazo a uniformar los contenidos y las normas se opone al rechazo al proteccionismo nacionalista. Todo esto en torno a un objeto común, el cine, y en nombre de la libertad, que es el valor básico compartido y reivindicado por los dos bandos, lo cual hace que a veces sus argumentos sean reversibles y pueda entreverse el espectro de su incoherencia y el riesgo de disolución de estos argumentos.
2.1 La movilización diplomática: ¿un diálogo de sordos?
En ambos casos, los posicionamientos han sido extremos, sin duda con el fin de poder dar lugar a la discusión y eventualmente al compromiso. Al margen del acceso de su producción al mercado europeo, el objetivo de los estadunidenses en 1993 era doble: hacer pesar una amenaza creíble sobre los países que practican las ayudas públicas y privadas, como Francia y Canadá; presionar a los otros países, como los países en transición de la Europa del Este o los países asiáticos, para que no adopten este tipo de política. Respecto a la Europa Occidental, Estados Unidos sin duda se hubiera dado por satisfecho con la instauración de una fase transitoria de supresión de las ayudas, es decir una promesa de “congelación” de las prácticas en curso (Gournay).
En el ámbito diplomático, su estrategia consistía en tratar bilateralmente, discriminando entre los países. Apuntaban, pues, a diferentes tipos de países: Francia y Canadá por sus cuotas basadas en una política pública declarada; los otros países de la Unión Europea que seguían la iniciativa Televisión sin Fronteras; los otros países del GATT susceptibles de imitar a Europa. Su oposición tenía, por lo tanto, un valor disuasivo principalmente para aquellos países que quisieran ser aceptados en la OMC, como los de la Europa del Este y de Asia (principalmente China), dos zonas de mercado que interesan a Estados Unidos por la ausencia de industrias nacionales de cine y de audiovisual capaces de hacer la competencia a Hollywood. Con un maniqueísmo rotundo tildaron de mal absoluto todas las ayudas nacionales para la producción y la difusión. Tomando a Francia y Canadá como chivos expiatorios señalaron con el dedo las cuotas diciendo que eran el peor ejemplo de mala práctica comercial, un ataque a la libre competencia y una perversión de la libertad de expresión.
Los objetivos de los europeos y los canadienses, por su parte, consistían en hacer pasar el mensaje de que no se oponían a la liberalización del mercado (contrariamente a lo que avanzaron los medios de comunicación) sino que la liberalización no se podía hacer sin tener en cuenta las distintas velocidades regionales y las expectativas nacionales. Su oposición tenía un valor demarcativo. En el terreno económico, se trataba de protegerse de la invasión demasiado fuerte y demasiado rápida de productos cinematográficos y audiovisuales estadunidenses. En el ámbito político, se trataba de afirmar la propia autonomía y la propia diferencia respecto a Estados Unidos. Al discurso maniqueo estadunidense, los europeos contrapusieron un discurso del matiz, en el cual el audiovisual y el cine, en tanto que arte más que en tanto que industria, pueden encontrar un espacio derogatorio de la exclusiva ley del mercado.
Los europeos se querían mostrar dispuestos a la negociación pero no a aceptar las condiciones draconianas exigidas por los estadunidenses. El contenido de las concesiones varió según los países, en el seno mismo de la Unión, ya que mientras que algunos tienen fórmulas de ayudas complejas y variadas, otros las tienen simples y no declaradas. Se trataba de evitar que se acentuaran las diferencias dentro de la Unión, de aquí deriva la prudencia de los Estados miembros y el mantenimiento de una cierta ambigüedad sobre la noción de excepción (y la propuesta de fórmulas alternativas como la especificidad o la exención).
De hecho, los objetivos europeos son simétricos a los objetivos estadunidenses: competitividad internacional, balance comercial, preservación de lugares de trabajo, desarrollo de las industrias culturales, descentralización de los medios de producción artística. No deja de ser irónico que Estados Unidos haya sido el único detentador de estos argumentos durante mucho tiempo; de repente aparecía como el depositario de una posición dominante a defender, razón por la cual han alimentado un cierto antiamericanismo, dando la impresión de que negaban a otros aquello que se permitían a ellos mismos. La única disimetría —aunque bastante importante— es que para los europeos el punto de partida es sociocultural, mientras que para los estadunidenses es económico. Estas posiciones a priori sobre la naturaleza de las producciones mediáticas oponen irreductiblemente a los defensores del cine en tanto que bien cultural con aquellos para los que se trata exclusivamente de un bien mercantil. Para los franceses (y en menor grado para los europeos) existe una separación entre esfera cultural y esfera mercantil, cosa que niegan los estadunidenses, rechazando iniciar el debate desde el terreno de la cultura.
2.2 La movilización de la opinión pública: 
una cuestión de identidad
La opinión pública francesa y europea se ha comprometido en el terreno de la cultura donde la fórmula de “la excepción” ha tenido un gran impacto mediático, ya sea para desacreditarla o para ensalzarla. Han contribuido al debate distintos tipos de actores, como los dirigentes de empresas vinculadas a los medios de comunicación, las organizaciones sindicales y profesionales como la Association des Artistes Musiciens Interpretes (ADAMI), la Société des Auteurs et Compositeurs Dramatiques (SACD), la Société des Producteurs de Cinema et de Télévision (Procirep), entre otras, los políticos, los intelectuales, etcétera. Los posicionamientos han sido muy marcados, y las oposiciones vivas, tanto en el momento de la negociación como largo tiempo después.
Los excepcionistas, con portavoces como Jack Lang o Daniel Toscan du Plantier, hacen valer un cierto número de derechos: la lógica del mercado por sí misma no puede garantizar la diversidad, los medios de representación de la identidad de un país no se pueden dejar a un tercero, la defensa del pluralismo es una forma de defensa de la libertad de expresión, las obras de la mente no son una mercancía cualquiera, cada pueblo tiene derecho a su propia cultura, la libertad de creación tiene que ser plural y pluralista. Por la vía de la consecuencia, determinados derechos incumben a las naciones: los poderes públicos tienen el deber de reequilibrar los extremos del mercado, los Estados están habilitados para proteger a las industrias mediáticas por el hecho de que corren riesgos financieros más importantes; las medidas de discriminación positiva (como las cuotas) ayudan a superar el hándicap nacional ante Hollywood.
Los librecambistas, principalmente por boca de Jack Valenti, presidente de la muy poderosa Motion Pictures Association of America (MPAA), emiten críticas más dictadas por el pragmatismo de la lógica económica: la excepción es una aproximación elitista y que pertenece al pasado; el proteccionismo es una contravención a la libertad de expresión y de consumo; la influencia del Estado en la cultura no crea el talento y niega el arte; la excepción favorece el desarrollo de una mentalidad de asistidos de la creación, constituye un obstáculo a la competencia y una perversión del mercado; el rechazo a la reducción de costos amenaza la mejora del nivel de vida del conjunto del planeta; la ineficacia del proteccionismo lleva al malgasto de los fondos públicos; el determinismo tecnológico convertirá en caducas todas las políticas nacionales por efecto de la digitalización (que inevitablemente provocará la diseminación de los productos estadunidenses).
Desde 1993, debido a la presión de la opinión pública, la identidad nacional se ha situado en el centro del debate de los excepcionistas, con una evolución semántica (y diplomática) de la noción de excepción hacia la noción de diversidad: los medios de representación y los elementos del imaginario se han presentado como las herramientas para hacer que una nación se conciba a sí misma y pueda garantizar su cohesión social. Las obras audiovisuales y cinematográficas contribuyen a la socialización de los individuos en su cultura; la aculturación sólo con producciones estadunidenses no puede responder a esta necesidad de enraizamiento de identidad. El debate se sitúa, pues, no tanto en la calidad de la producción artística —la percepción de la excepción como una oposición entre la cultura de alta gama (francesa) y la cultura popular de baja gama (estadunidense)— sino en la necesidad de una toma en consideración de las necesidades de inserción de la población nacional (un punto avanzado por los canadienses más que por los franceses).
El argumento más fuerte a este respecto es el de la diversidad cultural en tanto que contrafuego ante la homogeneización de las visiones del mundo en una única visión, la de la dominación estadunidense, que borra las asperezas nacionales, el pluralismo de los puntos de vista, y favorece el mínimo común denominador entre los gustos de los jóvenes, la población a la cual apunta la política del ocio de Estados Unidos, principalmente a través del cine y de las series televisivas (Frau-Meigs 2003 a). Otro argumento que gana terreno es el que favorece el desplazamiento semántico de la noción de excepción hacia la de diversidad: incita a Estados Unidos (y a la Unión Europea) a dar apoyo dentro del propio territorio a las culturas minoritarias no reconocidas hasta el momento, ya sea a las regiones (caso de Cataluña en España), ya sea a la de las antiguas colonias (caso del Reino Unido con sus minorías indias y caribeñas, o de Francia con sus minorías magrebíes y africanas).
Los librecambistas responden a esta política de la identidad denunciando un nacionalismo temeroso y retrógrada, próximo al chovinismo y al aislamiento cultural, que sólo puede condenar un país al declive. Más sutilmente, emiten la sospecha de que una cultura con vivacidad no necesita defenderse: si lo hace, entonces es un reconocimiento de debilidad, o sea, de impotencia. El argumento nuevo por su parte consiste en avanzar que la excepción es un obstáculo para la expansión internacional de las producciones nacionales (principalmente francesas). Eso explica el último lance imprevisto que constituyen las declaraciones de Jean-Marie Messier, entonces presidente del grupo Vivendi Universal, en diciembre de 2001, en Nueva York : «The Franco-French cultural exception is dead». A lo cual añadió su propia definición de la diversidad: «Estamos en un periodo de diversidad cultural. ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que tenemos que ser globales y nacionales a la vez. Actualmente el interés de Vivendi es tener una presencia fuerte en el mercado estadunidense así como tener Canal-Plus y Studio Canal como pilares de la industria cinematográfica francesa». (New York Times, 17/12/2001)
La controversia en torno a las palabras de Messier señala claramente el problema de la evolución semántica de excepción hacia la diversidad: a largo plazo puede provocar un debilitamiento de las posiciones excepcionistas. Con todo, presenta la ventaja de desterrar la impresión de elitismo y desvía la crítica: ya no es sólo Francia quien impide que funcione la OMC, sino que Hollywood impide la expresión de la diversidad cultural de todos los demás países del planeta.
3. La aplicación de la “excepción cultural” 
(cine y televisión)
Si los dos bandos han estado enfrentados a nivel del discurso, también lo han estado a nivel de las acciones y de las soluciones adoptadas. Hacer de la economía o de la cultura un medio o un objetivo, es una manera de absolverse y de penetrar mejor en el territorio del otro y (con)vencerlo. La “excepción cultural”, desde este punto de vista, acaso es más la “invención” de una diferencia irreducible que no una oposición real, en el sentido que los términos del debate siguen siendo los mismos y reflejan tensiones internas de la situación occidental: la globalización es una americanización y una occidentalización del mundo. La globalización es reveladora también del funcionamiento del mercado cuando se le deja solo: una tendencia al duopolio, con dos entidades asimétricas en términos de fuerza pero que se pueden ofrecer una cierta resistencia y eso mismo justifica el sistema en su totalidad. Paralelamente a los HHMMS y a su funcionamiento interestadunidense (Harvard contra Stanford, Hollywood contra Broadway, Mc-Donald’s contra Burger King, Microsoft contra Apple), la Unión Europea se presenta como la segunda entidad asimétrica del duopolio EU/UE.
Tal vez la profundidad de la asimetría debe buscarse en un pasado histórico en el que se tomaron opciones muy concretas. Lo que tensa el conflicto son las políticas culturales instituidas por los Estados-nación después de la Segunda Guerra Mundial (en algunos casos antes, como en el Reino Unido). Con el declive del mecenazgo privado, los poderes públicos asumieron el apoyo a las artes, practicando la política del “Estado-mecenas” (Gournay), que se debe poner en paralelo con el Estado-providencia o del Bienestar. Esta política indica una debilidad dentro del mercado: el público no puede, por sí solo, subvenir a los gastos de las artes y de los espectáculos. Y más concretamente, este es el caso de las obras contemporáneas.
La dimensión escondida de la “excepción cultural” aparece entonces claramente: no se trata tanto de la conservación de patrimonios adquiridos, sino que de lo que se trata mayormente es de poner en valor lo contemporáneo. Lo que está en juego fundamentalmente es la defensa y la promoción de las artes contemporáneas, la vitalidad de las cuales es esencial para la dinámica futura de una cultura. Una interrupción en el proceso de creación artística, por reducido y local que sea, hace saltar a toda una generación de creadores y deshabitúa a una generación de público de los rituales de ir al cine o de asistir a espectáculos nacionales o internacionales. En ese sentido, el ejemplo de Alemania e Italia, países en los que se redujo la producción cinematográfica en los años 1980-1990, es muy llamativo.
Los peligros de un vacío cultural de estas características son bien conocidos: por un lado, la anomia mal vivida, por el otro, el repliegue de identidad temeroso y sectario (Wieworka). En ambos casos, se instala un malestar en el vínculo social de un país. En este sentido, el debate sobre la excepción cultural es un debate fecundo, si no se vive como una regresión o una perversión sino como una prueba de salud y de voluntad de reanimación. Este debate ha tenido el mérito de hacer pensar lo contemporáneo y de obligar a los países europeos a emprender una democratización de su concepción de la cultura, considerándola menos como una producción de alta gama y más como una creación federadora del conjunto de la población.
3.1 La panoplia de las políticas de ayuda a la cultura
Uno de los efectos secundarios interesantes del debate ha sido prolongar la democratización de la cultura, un proceso iniciado con la apertura ampliada al gran público de los museos y de las bibliotecas y ahora aplicada al cine y al audiovisual (con recientes extensiones hacia a la edición y el disco). Los gobiernos europeos integraron tardíamente las industrias de la imagen, analógica y digital, a sus estrategias culturales. Los hábitos de consumo del gran público se tomaron en consideración sólo a partir de los años ochenta, en parte porque los sistemas audiovisuales eran monopolios del Estado que se cuestionaron sólo a partir de la introducción de la competencia privada. La interdependencia entre producción cinematográfica y audiovisual también creció durante este periodo, dado que la televisión ejerce de socio capitalista y a la vez representa un mercado secundario de difusión del cine.
Desde entonces se han hecho esfuerzos para mejorar los programas de radiotelevisión y para utilizarlos con finalidades culturales, esperando que repercutan en la apreciación de las otras artes, prueba de ello es la creación de la cadena franco-alemana Arte. Casi en toda Europa (incluida la Europa Central y Oriental con países como Eslovenia, República Checa, Hungría) se han mantenido o se han instaurado políticas culturales para preservar un núcleo de producción nacional de cine. Se han utilizado ayudas automáticas y ayudas selectivas surgidas de fondos públicos, incluso en países fuera de la Unión Europea ampliada, como Noruega o Suiza. En Francia la última ayuda consistió en obligar a las compañías de televisión (públicas y privadas) a subvenir la producción nacional mediante la reinversión de una parte de sus beneficios en la producción de películas o en precompras de cara a la difusión.
Al lado de todas estas ayudas nacionales, la gran innovación de los años noventas es la intervención de las instancias federales europeas en la política cultural. Las instituciones europeas se movilizaron para favorecer la descompartimentación del mercado común y darle unas dimensiones más viables. La Unión Europea renovó su iniciativa Televisión sin Fronteras en 1997 manteniendo las cuotas, y la revisión de la que fue objeto en el año 2002 las ha legitimado nuevamente no sin algunas tensiones internas. También se han establecido instancias federales de compañías audiovisuales de servicio público, cuya misión redefinida es la protección del pluralismo y de la diversidad cultural. Desde 1988, el programa Eurimages constituyó un fondo de apoyo a la realización de películas europeas en coproducción, que necesita la implicación de tres países como mínimo. Desde 1990, el programa MEDIA (Medidas para Estimular el Desarrollo de la Industria Audiovisual) tiene el objetivo de proveer ayudas financieras a los distribuidores con el fin de facilitar la circulación de las obras nacionales en toda la comunidad y fuera de la comunidad: ayuda a la traducción, doblaje, edición, subedición, copias, publicidad, relación con los difusores (salas y televisión), etcétera. Tras dos primeras fases (MEDIA I, 1991-1995, y MEDIA II, 1996-2000), el programa ya se encuentra en su tercera etapa (MEDIA III, 2001-2005).
Estas medidas se proponen poner en práctica las lecciones de la dominación estadunidense sobre el mercado de la producción así como de la difusión. Este dominio se explica en general por la producción industrial de Hollywood, con equipos múltiples que se forman en torno al proyecto único que es la película, lo cual permite la rotación de los equipos y de los talentos. Los bajos costos de la exportación se deben a la rentabilidad del programa en un mercado doméstico fuerte de 260 millones de habitantes. La existencia de colecciones fílmicas y de una política de catálogos (sobre todo en torno a las series televisivas, planificadas al menos a tres años vista) también es muy atractiva para los difusores de las cadenas de televisión. Además, el cine se beneficia de una red de distribución internacional construida a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa se recuperaba difícilmente de sus heridas y perdía el control de los flujos de imágenes.
3.2 Situación actual de las industrias culturales: una reanimación real pero por confirmar
3.2.1 Lado europeo
Los frutos de las políticas culturales instauradas al principio de los años noventas llegan a la madurez un decenio más tarde, habiéndose producido un punto de inflexión hacia 1995, como si la crisis del GATT hubiese estimulado el fervor de los excepcionistas. El balance reciente muestra una fuerte subida de la producción fílmica europea, aunque sigue mitigado en parte a causa de la crisis económica y del estallido de la burbuja especulativa de los dot.com, que se habían dirigido en alguna medida hacia estrategias de ocio y de entretenimiento. Parece que el cine se beneficia mayormente de la excepción cultural que la televisión, lo cual se corresponde con su estatus privilegiado en Europa y particularmente en Francia.
Respecto al cine, la producción de películas en la Unión Europea está en alza desde 1995 (625 películas en el año 2001). El crecimiento del volumen se debe principalmente a Francia, seguida de Alemania y de España. En Francia la reanimación se produce en el ámbito de las películas llamadas de “iniciativa francesa”, ya sea total, o mayoritariamente producidas por Francia. El crecimiento español se explica principalmente por las coproducciones mayoritariamente españolas. La reducción en Reino Unido es debida al declive del número de producciones con capital estadunidense rodadas en territorio británico. La producción en Europa Central y Oriental (países en vías de integración a la Unión Europea) también fue positiva; en el año 2001 los volúmenes más importantes se registraron en Polonia y Rumania.
En cuanto a la difusión, el número de pantallas no ha cesado de aumentar desde 1995, sobre todo en España y en Reino Unido: pero no es así en Europa Central y Oriental a pesar del impacto creciente de la construcción de multisalas. Respecto a la afluencia de público, se ha incrementado fuertemente (más del 10% en 2001), sobre todo en Alemania, en Francia y en España. Los países de la Europa Central y Oriental también conocieron índices de crecimiento significativos (República Checa, Hungría), o impactante (40% en Polonia). El público tiende a tener preferencia por las producciones locales, cosa que hace aumentar las partes de mercado nacionales (41% en Francia y Polonia, 19% en Italia, 18% en Alemania y España). Por contraste, la parte de mercado de las películas estadunidenses ha bajado a 64%, el nivel más bajo desde 1995, mientras que la parte de mercado de las películas europeas es del 32% de media, en fuerte progresión, debida parcialmente al aumento de afluencia de público a las películas europeas fuera de sus mercados nacionales. Reino Unido, sin embargo, se mantiene como el mayor exportador europeo de películas, principalmente por razón de las coproducciones con Estados Unidos. Paralelamente, la afluencia de público de películas europeas en Estados Unidos mismo ha aumentado aproximadamente un 37% en un año (gracias sobre todo a películas españolas y francesas).
Las ayudas públicas a la industria europea han aumentado aproximadamente un 13% entre 2000 y 2001, el importe de las ayudas entre 1997 y 2001 creció aproximadamente un 45% (es decir 10% de crecimiento anual). Sólo Francia representó más de una tercera parte de las ayudas totales y los cinco mercados principales (Alemania, Reino Unido, Francia, Italia y España) dieron aproximadamente el 80% de las ayudas distribuidas. Desde 2000, los franceses ven que el cine les produce un rendimiento. Más de 190 millones de boletos, en relación con los 150 millones de los años noventa, con más del 50% de películas francesas en el box office (en relación con el 30 y 40% de los años anteriores). Incluso en el mercado estadunidense, las producciones francesas ingresaron 30 millones de dólares (comparados con los 6,8 millones del año 2000), con el éxito de películas como Amélie (Jean-Pierre Jeunet, 2001), El clóset (Francis Veber, 2006), Bajo la arena (François Ozon, 2000), El amor nunca muere (La veuve de Saint-Pierre, Patrice Leconte, 2000), etcétera.
Respecto a la televisión, las tendencias del mercado muestran que la propensión a difundir obras europeas (nacionales o no) es muy variable según las cadenas (las cadenas temáticas experimentan dificultades en respetar sus objetivos de programación). Cuando cumplen sus cuotas de obras europeas, la mayoría de cadenas lo consiguen gracias a la difusión de obras nacionales: la ficción nacional ocupa las casillas principales de las horas de gran audiencia (prime-time), lo cual parece que se corresponde con la expectativa de identidad del público. Los programas estadunidenses ya no ocupan la posición privilegiada que ocupaban en los años ochenta, pero se mantienen muy presentes si se consideran las parrillas de programación en conjunto. Desde 2000, el volumen horario de las importaciones de ficción estadunidense va a la baja, pero parece que se compensa con una subida de la difusión de las coproducciones internacionales. La programación de las nuevas cadenas temáticas tiende a favorecer la programación de obras estadunidenses. Sobre todo ha provocado una inflación de los costos de adquisición de los derechos televisivos en beneficio de los difusores estadunidenses: han pasado de 1,700 millones de dólares anuales en 1993 a 4,400 millones en 2000.
La circulación europea de las obras (tanto si se trata de la ficción televisiva como de obras cinematográficas) entre países europeos se mantiene débil, casi inexistente (en particular en Reino Unido). El fenómeno más sorprendente en términos de europeización de la programación es el éxito de los formatos de juego, una misma fórmula puede ser adaptada a una situación nacional (el caso de Big Brother de la compañía holandesa Endémol es histórico) Si bien es verdad que estas adaptaciones funcionan para los programas de flujo, en lo que respecta a los formatos de ficción no funcionan tan bien, incluso si han tenido éxito en el país de origen. La difusión de obras procedentes de los países de la Europa Central y Oriental prácticamente no existe.
En cuanto a la situación financiera del sector audiovisual, la emergencia del sector europeo de producción independiente sigue siendo un objetivo difícil de alcanzar. La integración vertical tiende a ser la norma, con más de la mitad de las cincuenta primeras empresas europeas de producción de programas de televisión (excluyendo la producción cinematográfica) fuertemente vinculadas a empresas de difusión. Si bien es verdad que sus ingresos han pasado de 6,500 millones de euros en 1997 a 10,400 millones en 2000, sus márgenes tienden a reducirse (el margen de beneficio cayó del 4.4%, en 1997, al 3.2% en 2000). El deterioro de las finanzas afecta particularmente a la producción de ficción televisiva situada a un nivel próximo al de la producción cinematográfica, o de la producción de animación donde los márgenes de beneficio están estancados alrededor del 0%. Además, existe el riesgo de que la crisis del mercado publicitario y de los productos digitales tenga repercusiones en las empresas de producción y haga el juego a las expectativas estadunidenses en la materia.
Se confirman varias tendencias en relación con la “excepción cultural”, aunque se hace difícil evaluar la eficacia de su aplicación en el conjunto de los países de la Unión Europea: la preferencia nacional y de identidad cuando la producción lo permite (lo cual legitima un poco las cuotas), la emergencia de una producción en los países de la Europa Occidental (principalmente España), también en la Europa ampliada y fuera de la Unión Europea (que señala un semifracaso de la política de disuasión diplomática estadunidense), la condición privilegiada del cine respecto al audiovisual (que refleja las preferencias de la excepción cultural). La posición de excepción francesa se mantiene, incluida su voluntad de protección del cine mundial: la financiación de las películas extranjeras por parte de los franceses se lleva a cabo sin exigencia de idioma y dejando el control de la creación a los realizadores (David Lynch, Pedro Almodóvar, etcétera), contrariamente a los estadunidenses, que parecen más proteccionistas sin que ello signifique que protegen a sus artistas. Pero la relativa negligencia francesa respecto al sector audiovisual, aun siendo socio capitalista y vector de difusión, genera inquietud en lo que se refiere a la defensa de la diversidad y del pluralismo tanto en Francia como en Europa.
Con todo, la reducción de las importaciones de películas estadunidenses o inglesas en correlación con una cierta subida de las coproducciones con Hollywood puede anunciar una tendencia a la larga: un maquillaje de diversidad para una empresa de homogeneización más sutil o subrepticia. Si las películas de acción son las dueñas del mercado, sea cual sea el país de producción, las otras películas deben apuntar a audiencias específicas de nicho sociológico o de nacionalidad. Los franceses y los europeos se quieren posicionar en este doble mercado con compromisos que pueden significar opciones estilísticas, rítmicas y narrativas inspiradas de las fórmulas estadunidenses. La cooperación internacional encuentra pocas estrategias para eludir a Estados Unidos, siempre en el punto de mira por las dimensiones y la riqueza de su mercado. La debilidad de la aproximación europea o francesa proviene de la mesura de los acuerdos múltiples y plurales (los proyectos europeos exigen la colaboración de tres Estados o más). La pobreza de los intercambios entre los cines nacionales, inclusive los estadunidenses, contrastándolos con los que pudieron tener lugar en los años 1960-1970 entre Francia, Italia y Alemania, es espeluznante.
3.2.2 Lado estadunidense
Parece que el trato que reserva Estados Unidos a la cultura sea la indiferencia, pero no es en absoluto así. Contrariamente a las ideas recibidas —y cultivadas por los mismos estadunidenses—, Estados Unidos practica un fomento del mecenazgo que es un híbrido entre apoyo privado y público: las ventajas fiscales que van asociadas a las fundaciones o a las donaciones son ayudas públicas disfrazadas de desgravaciones o de exenciones de impuestos. Así es como el cine independiente sobrevivió hasta el final de los años ochenta (momento en que le fueron retiradas estas ventajas fiscales). Incluso en estas condiciones tuvieron que crear a nivel federal, en 1965, el National Endowment for the Arts, el cual financia poco al cine, es verdad, pero nunca lo excluye de sus ayudas (para películas documentales de arte principalmente). Además, si sus prácticas culturales de cara a las artes no parecen pilotadas por el Estado federal, es que políticamente tiene poca vocación y legitimidad para hacerlo, pero no es el caso de los Estados federados y de las comunidades locales, que son los eslabones fuertes de la identidad cultural estadunidense. Las prácticas de ayuda a la cultura existen, pero están descentralizadas y no son objeto de un inventario sistemático y mesurable a escala nacional. Los ayuntamientos (Los Ángeles, Nueva York, Denver, Filadelfia, Chicago, etcétera) son más activos en la acción cultural, con la ayuda, sin embargo, de agencias federales suficientemente solventes como para pasar desapercibidas, o para parecer casi invisibles, sobre todo porque Hollywood tiende a acaparar la atención general.
Ideológicamente hablando, desde el final del segundo conflicto mundial Estados Unidos ha sostenido una guerra cultural en dos frentes: la difusión de propaganda simbólica a través de sus ficciones mediáticas, y la revolución de la información como mito contemporáneo de la autonomía total, según el cual ya no habría historia, ni relación entre el mundo del trabajo y el mundo del capital. Expresiones inofensivas como “libre flujo de información” o “libertad de prensa” son, de hecho, palabras en clave para expresar la importancia vital que tiene para los estadunidenses exportar sus productos culturales (Schiller). A partir de 1946, bajo los auspicios de William Benton (subsecretario de Estado), buscan favorecer la expansión de sus agencias de prensa, de sus películas y de sus medios de comunicación en tanto que sendas herramientas estratégicas de su política extranjera. La asistencia material facilitada a muchos países después de la guerra les ayudó a imponer su presencia sobre el terreno, mientras que Europa se retiraba de sus colonias. Esta presencia se reforzó con el establecimiento de todas las grandes instancias internacionales que rigen la globalización: las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional, la OTAN y el GATT. Estas instancias tienen miras universalistas pero también pueden ser convertidas en instrumentos que hagan avanzar los intereses estadunidenses y a la vez servir determinados intereses nacionales, poco dados a girarse en contra de Estados Unidos, país que les provee de bienes de consumo corriente y de consumo cultural a bajo precio (Joffe).
Consiguientemente, el Estado federal se mostró muy intervencionista en el sector de los medios de comunicación y de la información, tal como ilustra la política manifiesta de construcción y de lanzamiento de satélites de comunicación y de vigilancia. Las industrias del entretenimiento forman parte de la economía política estadunidense, y el argumento comercial que subyace en su rechazo a la excepción se debe analizar teniendo en cuenta el enorme déficit comercial estadunidense: el cine es el segundo producto de exportación (después del armamento), constituye un punto sensible, tanto para los demócratas como para los republicanos. Para evitar la financiación mediante el impuesto, el desarrollo del comercio exterior continua siendo la solución menos onerosa para los estadunidenses política y financieramente hablando. Es una cuestión de mantenimiento del empleo y del nivel de vida de la nación (y de la financiación de sus planes de defensa, tanto en los tiempos de la guerra fría como en los tiempos del terrorismo frío actual). Aunque parece que los capitales cambian de nacionalidad con las multinacionales, los productos continúan sometidos a las normas estadunidenses. El riesgo de pérdida de hegemonía económica respecto al sudeste asiático, ya experimentado, crea una amenaza que sólo puede ser contraatacada por una aculturación simbólica llevada a cabo por los productos audiovisuales y por una política de disuasión respecto a las tentaciones de la “excepción cultural”.
Estados Unidos también anticipó los desarrollos tecnológicos que estaban por llegar para mantener sus miras hegemónicas. Se consintieron ayudas financieras enormes por parte del Estado federal (Pentágono y NASA) encaminadas a la investigación y al desarrollo en materia de informatización y de digitalización, que son los fundamentos de la sociedad de los servicios en curso de evolución. De alguna forma los estadunidenses también “excepcionalizaron” la información, según su propio sentido del excepcionalismo, que es una forma de elección, de predestinación, de cumplimiento de su destino universal. Eso les permite crear la ruptura con el pasado y objetivar relaciones de dependencia que, por otro lado, son reales (Frau-Meigs 2003 b). Sin negar los poderes de transformación de la sociedad de la informática, no se tienen que olvidar tampoco las continuidades culturales que induce en sus usos. Así Joseph S. Nye, subsecretario de Defensa del gobierno Clinton, considera que Estados Unidos está bien posicionado para la dominación mundial en el siglo XXI porque tiene el control de los recursos hard y soft gracias a la información (Nye, Nye y Owens).
El Estado federal sitúa bien a las telecomunicaciones y a las nuevas tecnologías en sus estructuras históricas de dominación, de vigilancia y de control, sean cuales sean las tendencias políticas de sus dirigentes. Así es como, bajo el gobierno de Clinton, tuvo lugar la crisis de la excepción cultural, y también fue durante su mandato que se votó la ley de las telecomunicaciones de 1996. Esta ley tenía por objeto facilitar las convergencias entre empresas de medios de comunicación y de informática de cara a la competencia internacional. La aplicación de la ley implicó retirar las leyes antitrusts para el sector del cable o de la telefonía; suprimir las compartimentaciones entre producción y difusión con el fin de favorecer una competencia más amplia; autorizar las interpenetraciones de mercados, etcétera. Los últimos desarrollos de esta ley provocaron la convergencia de las multinacionales y el control de toda la cadena industrial del entretenimiento (producción, realización, desarrollo, distribución, exportación) por parte de cinco grandes grupos: AOL-Time Warner, Disney, Microsoft, General Electric y Westinghouse (Miller; Frau-Meigs 2001).
La crisis de las dot.com, aún con sus perturbaciones, contribuyó, sin duda, a la consolidación y al reforzamiento del sector. Esto puede explicar el cambio de actitud de los librecambistas, principalmente en la persona de Jack Valenti, que presenta una línea menos dura ante la excepción cultural y dice que ya no se opone a la existencia de subvenciones ni al organismo europeo Televisión sin Fronteras. Los librecambistas consideran que la expansión de internet en Europa hará completamente obsoleto el sistema de cuotas: a los europeos, incluidos los franceses, ya no les hará falta acudir a las salas para ver las películas que escojan, estas películas estarán disponibles y se podrán descargar en sitios web dedicados a esto, y la gran mayoría serán estadunidenses. Según ellos, los días de la excepción cultural están contados.
La expansión de las nuevas tecnologías deja abierto el riesgo de la inutilidad de los dispositivos jurídicos. Lo único que existe es Televisiones sin Fronteras, el cual, por otro lado, es poco vinculante. El vacío jurídico existente en torno a la “excepción cultural” quizás es sólo una moratoria. Los instrumentos de represalia estadunidenses existen, pero prefieren contornear la excepción, principalmente mediante el crecimiento de las coproducciones transatlánticas, ya que no les interesa aparecer como los malos de la historia. En cuanto a los europeos, intentan invertir en las corporaciones estadunidenses (como en el caso de Vivendi Universal), apropiarse de las redes de distribución y trabajar en su estrategia de márketing y en sus mercados derivados, con resultados de éxito muy desiguales.
4. Propuestas para el futuro: 
para una visión positiva y constructiva
Sin subestimar estos desarrollos potenciales de internet, y eventuales rebrotes tecnológicos y económicos, los excepcionistas pueden prever varias estrategias encaminadas a preservar la diversidad cultural. Estas estrategias implican a la vez un frente común de los “diversitarios” tanto en Europa como en otras regiones del mundo, un mantenimiento del diálogo con Estados Unidos y una reflexión de fondo sobre el sentido de la cultura de las pantallas en la globalización.
Sin embargo, la primera batalla es interna y consiste en deshacerse definitivamente de los reflejos conservadores y proteccionistas que traducen la “excepción cultural” en cultura de la excepción. Eso no quiere decir caer en la glorificación más o menos fatalista de un librecambismo perfecto. Eso implica una concepción de la diversidad que no despierte sentimientos nacionalistas de repliegue sino que suscite más bien la toma en consideración de la contemporaneidad, con la riqueza de su carácter inédito y prospectivo.
La crisis de lo político y de la identidad que golpea a los países europeos hace correr mucha tinta (Laidi). A menudo los análisis eluden considerar el papel de las pantallas, las cuales, ya forman parte integrante de la socialización de los individuos. De ahí que películas y programas estadunidenses generen expectativas y modelos cuyo impacto no está suficientemente calibrado por parte de creadores y políticas culturales; estas expectativas no son satisfechas por las producciones nacionales de base, ya que implican más circulación entre cultura de alta gama y cultura de baja gama y más democratización, tanto de los accesos como de los contenidos (Frau-Meigs 2003 a). Y la paradoja con la que nos toca vivir es que el cine y el audiovisual son a la vez vectores de identificación y vectores de globalización, creadores de identidad y grandes niveladores de las diferencias culturales. Lo que verdaderamente tiene que ayudar a luchar contra la uniformación potencial de los formatos y de las fórmulas es el pluralismo de los contenidos. Pero este pluralismo no puede ser arrinconado en una esfera cultural aislada de las otras porque sería condenarlo a desvincularse de lo real, de la evolución de lo contemporáneo y del genio propio de cada artista.
Si la cultura, como se dice a menudo, es la embajadora de un país, conviene que sepa defender su propia causa diplomática. Proyectar la propia imagen se convierte en esencial en este juego de influencias en el que la negociación substituye a la confrontación. Acaso ello consista en dar valor a espacios de redes transversales donde los individuos expresen lealtades múltiples (a su región, a su Estado nación, a su Estado federal), cosa que ya se produce en su realidad cotidiana sin que sus administraciones intervengan en modo alguno para modificarlo. Se trata de espacios portadores del bien común, que podríamos llamar “zonas temporales de pertenencia compartida” girando la expresión de Hakim Bey que concibe las redes virtuales como “zonas de autonomía temporal”. Esto puede implicar un acercamiento al Reino Unido y apoyarse en países con culturas audiovisuales en desarrollo como son España e Italia. En estos casos las coproducciones fílmicas, como las de Canal Plus con Pedro Almodóvar, pueden servir de cimiento cultural entre dos países con relaciones enturbiadas en el pasado. La maduración democrática de la Unión Europea (y su credibilidad política) tiene este precio simbólico. La “excepción cultural” vista desde este punto de vista no tiene precio, no tiene tasa, no hay índices de audiencia que valgan.
La constitución de un frente común presupone que la Unión Europea dé prueba de cohesión y se conceda una visión regional y reticular creíble que legitime sus acciones culturales y que se deshaga de sus aleatoriedades actuales. Ello no excluye una apertura progresiva de los mercados nacionales, paralelamente al desarrollo de la creación nacional. Los factores de evolución transnacional existen en toda Europa y más allá; el cine no puede no dejarse captar por esta evolución y puede ser federador, es decir, fermento de europeidad, y producir una determinada forma de universalidad sin pretender la hegemonía globalista. Conciliar diversidad y accesibilidad para todos podría tener la ventaja de hacer las producciones más exportables mundialmente, sabiendo que cualquier brutalidad en la materia puede convertirse en contraproducente. Los frutos de las medidas adoptadas en materia de “excepción cultural” actuarán durante varias generaciones, la de los responsables de la toma de decisiones actuales —alimentados con los programas estadunidenses— así como la de las jóvenes generaciones que suben —igualmente impregnadas como las de los mayores— que están llamadas a producir los ciudadanos y los creadores del mañana. La aculturación individual estadunidense se produjo a lo largo de medio siglo, no podría corregirse en un decenio (Frau-Meigs 2003 a).
La generalización de prácticas estandarizadas y de hábitos de consumo cultural y técnico no se puede confundir, sin embargo, con un diseño universal donde las diferencias se pueden afirmar sin exclusiva. La excepción cultural propiamente no es exclusiva, participa de la evolución de la globalización, pero intentando modificar determinadas características que se provén como una fatalidad. Frena un poco la falta de compromiso de los Estados en un proceso que, a pesar de intereses diversos, es un hecho en todos los países del planeta. En este sentido, Francia no habría podido imponer la excepción cultural sin la Unión Europea, y es que el modelo que emerge es claramente el de conjuntos regionales con polos de resistencia y de convergencia en tensión.
La otra gran acción de maduración consiste en convencer a Estados Unidos de la necesidad de una apertura multilateral real, incluyendo su propio mercado. Estados Unidos no puede prevalerse mucho tiempo más de su estatus hegemónico, sin correr el riesgo de crear las resistencias políticas, estratégicas y militares que el final de la Guerra Fría no había suscitado. Su política consistente en privilegiar el bilateralismo para incitar a los competidores a ceder ante sus concepciones de la reciprocidad, puede ser percibida como demasiado agresiva y puede incitar a otros países a dotarse de dispositivos equivalentes y a reforzarlos cuando ya existan. El riesgo de desolidarización es real como lo ha recordado la reciente crisis del 11 de septiembre. Una argumentación susceptible de ser dirigida a Estados Unidos tiene que mostrarles que, puesto que han encontrado una virtud a su “excepcionalismo”, como mínimo se tiene que respetar el de los otros. Una cultura universal no se puede crear sin el diálogo entre las culturas específicas; la especificidad no es sólo francesa, es italiana, alemana, catalana… e incluso estadunidense. De hecho, los estadunidenses han perdido alguno de sus géneros más específicos en la globalización de sus mass media: el western, el slapstick, la comedia musical.
En términos de políticas culturales, el argumento de la excepción se les tiene que devolver: practicando únicamente el mecenazgo, toman por norma aquello que es su excepción. A escala internacional, uno solo, por muy poderoso que sea, no puede ganar contra todos. Y es que la norma de respetabilidad internacional se debe expresar con más igualitarismo entre unos y otros, en buena gobernabilidad. Con mayor motivo por el hecho de que la cuestión del antiamericanismo se plantea con más agudeza en el contexto actual, donde no se pueden ignorar las formas frías de resistencia que representan los terrorismos. En 1993, los estadunidenses podían tomarse la excepción cultural como un antiamericanismo francés o europeo. Desde 2001, el acercamiento de la Unión Europea y de Estados Unidos en términos de defensa y de cultura democrática se presenta como una necesidad, con el mundo atlántico como zona de pertenencia compartida. La resistencia europea, y francesa, sólo se puede ejercer en el seno de alianzas negociadas con Estados Unidos, inclusive si la tentación estadunidense es responder a la diplomacia de las alianzas con la de los intereses propios. Francia no se queda atrás en materia de reticencias. Su tradición de centralización y de soberanía voluntarista del Estado en materia cultural se adapta mal a la gobernabilidad y a la globalización, que debilitan su posición dando más peso a los actores del sector privado y al individualismo de las iniciativas (Meunier). La consagración de la visión estadunidense del universalismo y el triunfo del pragmatismo y del utilitarismo no pueden más que incitar a los franceses a negarse a rendirse a un sistema de valores políticos que hiere su sensibilidad política. La integración europea y la creación de un frente común pueden ser vistas como un medio de resistencia si Francia consigue convencer a Europa para que se convierta en la abanderada de un modelo de gobernabilidad que respete las diferencias. Entonces podría oponer el multilateralismo real de la Unión Europea al unilateralismo consumado de Estados Unidos. Es por eso que en las relaciones internacionales Francia se presenta como una tercera voz, y tiende a posicionarse como líder de la oposición a la globalización hiperliberal. Hace de abogada no sólo de sí misma sino también de los países en transición y en desarrollo.
La extensión de la excepción a otras regiones del mundo constituye, sin duda, la estrategia más hábil por parte de aquellos que buscan preservar la diversidad cultural. La crisis de 1993 excluyó a los países desfavorecidos de los debates, mostrando hasta qué punto la cuestión de la excepción no era en absoluto global sino occidental. No obstante, el mensaje francés comienza a encontrar aliados receptivos en Japón, en Brasil, en Marruecos y Corea, principalmente. Estos países presentan configuraciones parecidas, no se oponen a los beneficios de la globalización pero rechazan que se lleve a cabo en detrimento de su cohesión interna, de su propia producción cultural o de su idioma. Queda un trabajo de sensibilización por hacer de cara a los países que no están convencidos de la necesidad de preservar su identidad cultural y mediática o que no disponen de los medios para hacerlo. Los problemas de desarrollo en las regiones de África, de América Latina y de Asia establecen velocidades diferentes en las políticas culturales. Existe el riesgo de que estos problemas animen a los países miembros de estas regiones a eludir las reglas del GATT, cosa que puede conducir a Estados Unidos a recurrir a un bilateralismo agresivo.
La experiencia francesa y europea puede servir de modelo a estas otras regiones. Por otro lado, el recuerdo de la crisis de 1993 ha llevado a Francia y Canadá a tomar iniciativas para concretar la cooperación internacional en las industrias culturales. Eso implica intercambios más estrechos entre los gobiernos de distintas regiones del mundo, a través de la francofonía, por ejemplo (una cincuentena de países). Se tienen que dedicar líneas presupuestarias consecuentes a la coproducción y a la difusión internacional. Se debe dar estímulos a las empresas de cine y de televisión, favoreciendo las coproducciones y las redes de distribución alternativas.
A instancias de Francia y Canadá, la UNESCO, cuyo objetivo es apoyar la cultura en los cinco continentes, asumió la cuestión de la diversidad cultural. En 2001 elaboró una Declaración universal sobre la diversidad cultural, que reafirma el riesgo de que la globalización desemboque en una uniformación de los servicios artísticos y culturales y reafirma también el derecho de todas las culturas a tener acceso a sus medios de expresión y de difusión, incluidas las técnicas más modernas como las redes digitales. El texto de orientación afirma que el mercado por sí solo no es suficiente para garantizar la diversidad y reconoce a Estados Unidos el derecho a definir sus opciones de políticas culturales, es decir de promover sus servicios públicos de radiodifusión. El retorno de Estados Unidos al seno de la UNESCO, anunciado en septiembre de 2002, puede volver a poner en cuestión esta declaración, salvo que sean sensibles a la retórica de las alianzas.
La UNESCO, principalmente mediante su programa Información para Todos, también se plantea preguntas relativas a la transposición de la excepción cultural en el ciberespacio. Reflexiona sobre un Proyecto de recomendación sobre la promoción y el uso del multilingüismo y el acceso universal al ciberespacio, que incluye la preservación de un ámbito público mundial y tiene en cuenta el impacto de las nuevas tecnologías en los países en desarrollo. Quizás la cuestión radica en vincular las industrias y las políticas culturales a las nociones de “bien común mundial” y de “interés general mundial” (Quéau). Esto implica preservar el carácter público de los medios de comunicación y de la información en el momento de su eventual paso a la digitalización, atribuyendo una misión renovada del Estado no como instancia de control, sino como garante de la diversidad y del pluralismo de los puntos de vista y de la creación.
Una nueva ronda de la OMC comenzó en noviembre de 2001. Es la Ronda de Doha, inaugurada en la capital de Qatar, que relanza la cuestión de los servicios audiovisuales y cinematográficos. Allí se debatirán nuevamente los grados relativos de apertura y de proteccionismo; las reglas del juego de lo que será mutuamente aceptable por todos generarán nuevamente tensiones. ¿Los Estados sabrán ponerse de acuerdo para que este bien común que los trasciende pueda ver la luz? ¿Sabrán hacer de la diversidad su excepción?
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Divina Frau-Meigs *
Profesora universitaria de Estudios Americanos y Sociología de los Medios de Comunicación en la Sorbona, es especialista en medios de comunicación y tecnologías de la información en los países anglosajones. Secretaria general adjunta de la Asociación Internacional de Estudios de Comunicación Social (AIECS-IAMCR), ha sido vicepresidenta de asuntos internacionales en los consejos de la Sociedad Francesa de las Ciencias de la Información y Comunicación y del Consorcio Europeo para la investigación sobre Comunicación. También es adjunta de investigación en usos sociales de la tecnología para el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS). Cedido a Estudios Cinematográficos por su autora. Traducción del francés: Helena Cots.

 

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