Sophie Calle: el arte de la suplantación

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La mía no es una tentación exclusiva: como a tantos otros, me gusta mirar a través de las puertas abiertas de mis vecinos, husmear en la superficie de su vida cotidiana, escuchar sus peleas (desde niña conozco esta técnica: coloca un vaso de vidrio sobre la pared y escucharás lo que sucede en el departamento de arriba). La existencia de los otros me inquieta: sus gustos, sus historias, su falta de historias, su vacío. En cualquier caso, no puedo evitarlo: cada vez que en la calle paso a lado de una ventana con las cortinas descorridas necesito echar un vistazo. ¿De dónde proviene esa curiosidad? Podría tratarse de una propensión narrativa (Georges Perec escribió una novela infinita precisamente a partir de lo hallado en un edificio sin fachada, con sus habitaciones al desnudo); aunque tal vez se trate de una pulsión más primitiva, atávica incluso, o si se quiere infantil: buscar ahí dentro una sombra, un reflejo, descubrirse a uno mismo en los otros (por contraste, por afinidad). O todo lo contrario: entrever una existencia distinta, como si a través de ese resquicio cupiera lo excepcional (un secreto, un crimen, alguna anomalía), la posibilidad de escapar a la vulgar normalidad de los días que pasan. En todos los casos prevalece una sensación palpitante, la de estar transgrediendo algo (y esa sensación es placentera); es el temor a ser descubierta, a convertirme en una espía espiada.


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Leí Leviatán de Paul Auster pocas semanas después del S/11. Me encontraba en un avión viajando hacia Londres, a pesar de todas las recomendaciones en contra (el pánico era planetario), y la novela no dejaba de guardar peligrosas correspondencias con la realidad. Aquella era la historia de un escritor extremo que llevaba sus ideas anarquistas demasiado lejos, más allá de la ficción, pues se dedicaba a poner bombas en las reproducciones a escala de la Estatua de la Libertad. En paralelo, como una sombra de la historia central, corría la trama de Maria Turner, otra artista extrema que llevaba sus ideas demasiado lejos, más allá de la representación: ella era el objeto de su obra, una obra fundada en el riesgo y la tentativa (¿condenada al fracaso?) de penetrar en la vida de los otros, entender los misterios de la personalidad. El carácter heterodoxo del personaje me fascinó; no sólo por la entrega absoluta con que Maria Turner se volcaba hacia sus obsesiones, sino por la coherencia con que llevaba a cabo un proyecto de vida enteramente libre, excéntrico, temerario. A través de ella me parecía que Auster hablaba de un tipo de artista en extinción, un artista para el cual la obra era algo perentorio, irremediable incluso, no un pretexto o un medio para obtener una buena posición en el mercado del arte. El trabajo de Maria era “demasiado disparatado, demasiado idiosincrásico, demasiado personal para ser considerado perteneciente a ninguna disciplina específica.” Como si intentara rehuir el tipo de ocurrencias fáciles que infestaban las galerías, Maria vivía bajo una serie de estrictas reglas personales —pienso otra vez en Perec y los miembros del OULIPO—, como seguir los dictados de una “dieta cromática”, limitándose a alimentos de un solo color cada día, o pasar días enteros bajo el dominio de una letra del alfabeto. Se trataba de una serie de juegos a través de los cuales Maria reintegraba la idea del ritual al vacío de la vida contemporánea, dotándola de un carácter insólito… Un día, Maria empezó a espiar a la gente. Se hizo pasar por camarera de un hotel, donde se dedicó a fotografiar las pertenencias y habitaciones de los huéspedes durante su ausencia, para más tarde inventarse historias fundados en los indicios disponibles. Reconocí de inmediato aquella vocación de espionaje, aquella obsesión por las historias potenciales. Pensé: escribir es un ejercicio de suplantación; escribir es hacerse pasar por otro. A mi regreso a México un amigo me dijo: “Maria Turner existe realmente, se llama Sophie Calle.” Entonces comenzó la pesquisa.

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Sophie Calle nació en París en 1953. A los diecinueve años hizo un viaje a través de Estados Unidos porque no sabía qué hacer con su vida. Cuando regresó a París, siete años después, se sintió como una extraña en la ciudad, sin reconocerse a sí misma. Pensó que para recuperar la brújula debía dejarse guiar por los otros. Comenzó a perseguir extraños al azar mientras los fotografiaba y tomaba notas de sus movimientos. Una noche se encontró en una fiesta con uno de sus perseguidos. Se enteró de que viajaría a Venecia y decidió seguirlo durante catorce días. El resultado: Suite vénitienne (1980), su primera obra consciente, un relato fotográfico parecido a una fotonovela (un género que la enloquece), pero sin final alguno. Así, de manera fortuita, Sophie Calle fue configurando una obra inclasificable, donde la anécdota no era algo accesorio, sino parte fundamental de la obra, algo tanto o más importante que la documentación gráfica. He aquí un inventario incompleto: The Sleepers (1979): una serie de durmientes fotografiados durante el sueño (y que dormían en la cama de Calle); The Shadow (1981), otra estrategia de asedio donde Calle invertía la ecuación de sus persecuciones: esta vez ella sería espiada por un detective contratado por su madre; Address Book (1983): una de sus aventuras más osadas (y que algunos considerarían inmoral); se trata del encuentro fortuito con una libreta telefónica a cuyos números comienza a llamar en busca de información (que después publicaría en un diario francés) sobre la vida del propietario; Ghosts (1989-1991): Calle pide a un grupo de curadores, guardias y personal de distintos museos la descripción de una serie de pinturas robadas, para ocupar el hueco, el vacío, con el texto enmarcado; Leviatán de Paul Auster (1992): Calle acepta convertirse en un personaje de novela, una región impura donde su biografía real se contaminaría con una biografía imaginaria (esos pasajes constituyen la mejor interpretación que se haya hecho hasta ahora de la obra de Calle, una interpretación creativa que además participa de sus juegos de suplantación); Twenty years later (2001): una vuelta a la obsesión del testigo invertido: la misma estrategia empleada en 1981 (Calle documentada por un detective privado) pero con veinte años de distancia; Room with a view (2002): el 5 de octubre de 2002 Calle pasa la noche en una cama colocada en la cima de la Torre Eiffel, escuchando las historias de las personas que toman turnos para mantenerla despierta…

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Un amigo me prestó en 2002 el libro Please Follow MeSuite vénitienne: la serie fotográfica de Calle acompañada de un ensayo de Jean Baudrillard sobre el juego de seducción tácita entre el perseguidor-perseguido: “Un extraño orgullo nos impulsa no sólo a poseer al otro sino también a penetrar su secreto. No sólo para que nos quiera, sino para resultarle fatales. La sensualidad de las escenas vistas a escondidas: el arte de hacer que el otro desaparezca. Todo ello precisa de un ceremonial completo.” Devolví el libro dos años más tarde, a pesar mío. En ese lapso, escribí un cuento esquizo, “Ningún rapto es pasajero”, sobre un hombre que persigue a otro hasta que descubre, fatalmente, que se trata de la misma persona.

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Tardé más de tres años en encontrar las imágenes de L´hôtel (1983). Su efecto, largamente esperado, no me defraudó: las camas revueltas, las dentaduras postizas, las jeringas, el estetoscopio, los zapatos de tacón en el basurero, los crucigramas a medio terminar, los cuadernos, las peinetas, los cajones abiertos con revistas porno, el desorden general. Frente a cada detalle de aquellas habitaciones de hotel al descubierto reaparecía la punzada, ese vago temor placentero, la excitación del voyeur. La serie proponía un juego de espejos múltiples: mirar lo que mira el mirón. La cámara como ojo de cerradura, pero también como caja china, una historia dentro de otra: ¿cómo será la vida de esa mujer que vive para imaginar las vidas ajenas?

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Me pregunto si algún día llegará a México alguna exposición de Sophie Calle. Me pregunto si tiene importancia. Su obra transcurre en una zona portátil, la geografía de la ficción, que no necesita de ubicación precisa ni de soportes materiales para existir.

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Ceremonias o juegos: las obras de Sophie Calle están llenas de instrucciones de uso, protocolos autoimpuestos, como si a través de esas restricciones quisiera escapar a la arbitrariedad de la existencia. Y también: porque sabe que sin la búsqueda de una forma no hay narrativa posible. Sin embargo, aunque se trata de experimentos prefijados, no siguen nunca un método que pueda asegurar el desenlace. Una vez establecidas las reglas de su juego, Calle tira los dados al azar. No hay controles ni puntos de referencia estables: todo es deambular, esperar un viraje, estar al borde del peligro voluntariamente…

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Hay personajes de ficción que uno desearía conocer a toda costa. Sophie Calle es uno de ellos. Su caso es único —y en eso radica su enorme poder de seducción— porque es un personaje real. ¿Quién no desearía cruzar esa frontera, esa convención que llamamos realidad, ir de la novela a la ciudad y regresar a casa con la misma desfachatez con que lo hace ella? ¿Y quién, aún deseándolo, estaría dispuesto a correr el riesgo? Porque no siempre se regresa indemne. En su aventura, Calle ha sido golpeada, vejada, demandada. Pero su compulsión narrativa ha convertido todos esos hechos en anécdotas, en documentos de piezas futuras. Calle se autofagocita. Su obra postula una idea extrema del arte, compartida por otros artistas y escritores de la desesperación: Rimbaud, Artaud, Debord, Ginsberg, un arte que no puede distinguirse de la vida del artista, sin que por eso sea arrastrado por la emotividad lábil o los excesos autobiográficos. Es un arte de la ausencia, de la necesidad, de la carencia. Parte de esta certeza: el mundo ha sido expulsado de la totalidad, dejándonos a la deriva, sin brújula ni fundamentos. Por esa razón es imprescindible hacer las preguntas correctas, cuyas respuestas (provisionales) sólo pueden descubrirse a través de la experiencia propia. Al perseguir a los otros, Calle va en busca de la figura perdida de sí misma, aunque al final del camino descubra que el otro también está vacío, que la gran aventura no llega. Sus proyectos carecen de finalidad (Calle no desea conocer a sus perseguidos, entablar un vínculo, buscar un encuentro ulterior), y tal vez por eso terminan siempre con una sensación de pérdida y desconsuelo. Así culmina la Suite vénitienne con “la sensación de haber estado haciendo fotografías de cosas que no estaban allí.” Por medio de los peligrosos rituales que se ha impuesto a sí misma, Calle no busca llegar a ninguna parte. Ahí se encuentra la radicalidad de su arte. No hay nada que la impulse a seguir, y sin embargo sigue adelante. Su obra parece ser una expresión del enorme valor que se necesita hoy para sobrevolar el abismo: sacrificarlo todo (la propia vida) por nada. Muy pocos artistas en la actualidad estarían dispuestos a eso.

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