¿Casa de la locura?

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¿Casa de la locura?

Solemos pensar que las teorías y las formas artísticas se mantienen en un constante movimiento de competencia y que la lucha entre los paradigmas de la investigación científica y las formas de expresión necesariamente conllevan la disolución del anterior paradigma debido a la imposición hegemónica de una “nueva” manera de investigar y de crear. Pese a todo, esta racionalización del avance cultural no agota todas las dimensiones fluctuantes y plurales del diálogo que es posible sostener entre las manifestaciones artísticas y la teoría, ya que se encuentra atrapada en la dialéctica de lo “viejo” y de lo “nuevo”. Un desplazamiento, por el contrario, permite establecer formas de relación y de lectura que toman elementos de un conjunto teórico o artístico para introducirlos en otra problemática, en principio ajena a sus orígenes y a su campo específico, con la finalidad de explicar fenómenos que el conjunto por sí mismo no alcanza a percibir. En consecuencia, el desplazamiento inaugura una lógica de la experimentación que al prescindir de la ya mencionada dialéctica, introduce la diferencia en el pensamiento; preguntándose qué efectos tiene un procedimiento en la obra u objeto estudiados. El desplazamiento indica la emergencia de una nueva forma de experimentación.

I

Gilles Deleuze y Félix Guattari se han referido a la literatura menor, en específico a la de Kafka, describiéndola como un uso minoritario que se hace de una lengua mayor o dominante, altamente codificada, para expresar en ella un índice de desterritorialización (descodificación); idea que bien puede desplazarse a la expresión cinematográfica, pero hablando menos de la lengua mayoritaria que de los códigos visuales menores, justamente como la posibilidad de desterritorialización de las codificaciones dominantes. El cine nómada y la literatura célibe se dan la mano e intercambian posiciones en nuestro análisis.

Un cine menor está registrado en una serie de códigos visuales, lingüísticos e imaginativos que se relacionan entre sí ya no únicamente en términos simbólicos o de significado metafórico, sino más bien como un proceder, como un desempeño maquínico que produce acontecimientos. Por lo tanto se debe pensar esta forma de experimentación cinematográfica en términos de operatividad, de funcionalidad; lo cual en ningún momento reduce sus posibilidades creativas, sino que la introduce una serie de problemáticas y en un crisol con engarces heterogéneos. El problema de Kafka sigue siendo el nuestro: ¿cuándo se puede producir un enunciado nuevo?, ¿cuándo se puede decir que un nuevo dispositivo se está esbozando? Hablamos de futuro, de deseo, de pueblo. Hablamos de procedimientos, siempre de procedimientos; el procedimiento siempre está dado por la expresión, no por la representación. Y la expresión siempre se adelanta al contenido. La maquinaria cinematográfica de Jan Svankmajer es un elemento de expresión de este tipo. Se trata de un dispositivo artístico que desmonta las potencias diabólicas del presente y ensaya (inaugura) una relación con el porvenir. Sileni es el dispositivo maquínico que, a nuestro juicio, ejemplifica mejor lo anterior. Nosotros creemos que el genio de Svankmajer no se encuentra en el esteticismo de lo onírico que se ha llamado surrealismo, sino que su capacidad creadora se haya en haber llevado el campo de lo inconsciente hacia agenciamientos sociales, moleculares y maquínicos, hacia la micropolítica.

Un cine menor entonces, hace un uso intensivo de los códigos visuales empleados por toda la tradición cinematográfica en occidente, que logra un desempeño artístico acompañado de un alto coeficiente de desterritorialización. En el caso particular de Svankmajer separándose incluso del uso de códigos visuales empleados por el cine mayoritario, el cual hace un uso extensivo o representativo de la imagen, que reterritorializa la materia del cine en códigos significantes establecidos por una hegemonía, convirtiendo a la imagen en metáfora o símbolo (éste es el caso del cine ruso, como podemos ver en Tarkovsky y Eisentein). La desterritorialización se inserta más bien en un cine que describe un funcionamiento maquínico, una serie de elementos que, allende la estética, desarrollan agenciamientos colectivos de enunciación. Lo que aquí llamamos cine menor consiste en el uso que una minoría hace del lenguaje cinematográfico, incluso en códigos ya establecidos; en el cine menor todo enunciado es político, y puede ser registrado en un movimiento de cámara, en un diálogo o en un momento específico de la puesta en escena; por último, el cine menor produce agenciamientos colectivos de enunciación. Y hablamos de agenciamientos para no caer en la trampa de los binarismos que distinguen entre individuo y sociedad, que hacen de ambas categorías dos unidades cerradas y opuestas que interaccionan tensionalmente entre sí; un agenciamiento se define menos por la identidad de los sujetos que por las conexiones y líneas de fuga que las relaciones de fuerza y deseo permiten trazar. Por ejemplo, en el cortometraje de Svankmajer titulado Las dimensiones del diálogo, no hay enfrentamiento de conciencias que devienen autoconciencias por el reconocimiento dialéctico; no hay dialéctica de ningún tipo (ni abierta ni cerrada). Hay más bien la descripción de una serie de procedimientos: el cuerpo, la corporeidad de lo humano son el producto (o la emergencia en términos genealógicos) de un encontronazo de fuerzas muy específicas. El cuerpo es menos un dato biológico originario y duro, que un efecto complejo, de larga historia, de técnicas, fuerzas naturales y fuerzas del saber, que a veces funcionan de una manera y a veces de otra. Civilización, cultura, naturaleza: tres fuerzas que, en su lucha, hacen lo humano; que es un producto azaroso, un juego, un devenir posible, nunca un destino irremediable. El cuerpo entonces, en su registro vital, en sus funciones más primas y más elevadas, es una cuestión de producción, sin duda inscrita en un modo de producción económico como el capitalismo, pero principalmente una cuestión de relaciones de fuerza, una cuestión de poder.

La modernidad descubrió el cuerpo individual y colectivo (bajo el nombre de población) como el eje central de las relaciones de poder que gestionan la vida masiva y social, produciendo la sexualidad como el quid de la biopolítica contemporánea y cercando políticamente el cuerpo individual mediante las disciplinas. Surgen aquí, como en Sileny y otros trabajos las lecturas qe Svankmajer hace de Sade: ese cuerpo que muestra todos su huecos, que se abre sin temor a las mortales heridas, es una forma de liberación ante las grandes maquinarias, mas es también un riesgo constante, pues cada llaga puede convertirse en serpigo en herida que no sabe cerrarse y termina por llevar a la muerte. Es por ello que la cuestión del cuerpo es la cuestión de la producción en serie del cuerpo y de su subjetividad (recuerda la escena final del primer “diálogo”, donde, después del largo proceso de interacción entre las fuerzas de la naturaleza, la técnica y el saber, el cuerpo humaniforme primero y luego humano, regurgita otro cuerpo idéntico al suyo, y luego otro, y así sucesivamente); o, para decirlo mejor, de la producción en serie de la población como cuerpo genérico de las técnicas gubernamentales (para Foucault esto es la biopolítica; Mbembe por otra parte sugiere que toda biopolítica tiene como núcleo fundamental la ejecución del poder soberano que es una decisión sobre la vida y la muerte, que primero instrumentaliza los cuerpos de poblaciones y luego los extermina, esto es la necropolítica). El cuerpo es, pues, no sólo cambiante y, por encima de todo, no luce como un cuerpo unitario: es un fragmento, o una serie de fragmentos que se integran, transforman y deforman.

II

Una casa que comienza a derrumbarse hacia fuera; muebles que emiten chirridos (más bien lamentos); una forma de muerte que es ausencia, despertar, pero nunca silencio; sonidos que recuerdan que no hay escape, que la condena estaba dada antes que el juicio; pero condena que no es sino un juguete que no puede sostenerse a sí mismo; no una casa de naipes sino una máquina cuyos engranajes no resisten el más mínimo aliento. Svankmajer se va a servir de estas y otras imágenes primero salidas de las etílicas ensoñaciones de Edgar Allan Poe, para crear una atmósfera que si bien está en total sintonía con los horrores imaginados por el oriundo de Boston, lleva también al horror presente en la idea del castigo (tanto en La caída de la casa de Usher como en El pozo y el péndulo y la esperanza, en el que también se mezcla un cuento de Villier de L´Isle Adam); hay una gran constante: la total ausencia del sujeto receptor del castigo. En el primero son los muebles de la casa los que llevan la narración, los que se rompen, los que se ahogan; de los otros personajes sólo, y en el mejor de los casos, escuchamos la voz. En el Pozo y el péndulo, Svankmajer, en un juego ya de por sí irónico, se vale de una cámara subjetiva para “mostrar” al condenado en su intento de escape. Lo que se muestra entonces es la maquinaria abstracta en pleno funcionamiento, maquinaria que no puede sostenerse, que puede ser una casa sólida en apariencia, pero que se desmorona ante su propio peso; o bien una metálica imagen del infierno que sólo requiere un trozo de sí misma para detenerse.

En Poe se presenta la imagen de una vida al borde de la muerte, o bien de la muerte hecha presencia en el mundo. Es así, condena irrevocable y dolorosa. Con esto, Poe llevó el horror ya no a los territorios de lo sobrenatural, como hicieran sus predecesores de la literatura gótica, lo lleva al mundo cotidiano, es invasor, se puede registrar en una casa, en un gato o en cualquier otra figura familiar. Es también sonoro, Poe utiliza gran cantidad de figuras auditivas para describir sus horrores; el sonido del péndulo que baja, el corazón latiente, etc. Svankmajer toma esas mismas formas de horror y las ubica ya no sólo en el cotidiano, sino en todo el engranaje de la maquinaria abstracta, misma que también se muestra terrible y sonora, encadenando el deseo a la culpa irrebatible, reterritorializándolo para ganar un nuevo sujeto de cara a la ley.

La maquinaria abstracta de la que hablamos consiste en la triangulación formal del deseo que sujeta a los “individuos” a segmentos lineales, binarios y transversales que regulan y normativizan la vida, los espacios, los tiempos, la acción e incluso el género. Los segmentos lineales componen una jerarquía gradual de posiciones de sujeto (de la familia a la escuela, de la escuela al ejército, del ejército al hospital, etc.) que definen los espacios sociales donde los individuos se subjetivan como hombres y mujeres mediante normas de carácter general; es decir abstractas.

En el Pozo y el péndulo la triangulación del deseo posee la estructura típica del sometimiento: inquisidor-culpable-los familiares, pero con una excepción: el falso culpable siempre está ausente. Digamos que es presentado a partir de una cámara subjetiva que, si bien ubica al espectador en su lugar correspondiente, le impide al mismo tiempo establecer una relación total de identificación con el personaje. Traza una línea de fuga que recorre los lugares de la jerarquía disciplinaria del dispositivo jurídico-policial, acotado en el espacio punitivo, que presenta la maquinaria abstracta y trascendente de la ley, así como el castigo que es su correlato. En la secuencia posterior a su fuga, éste falso culpable, luego de empujar una sospechosa puerta que a propósito parece estar abierta, recorre un pasillo en apariencia interminable, pero que a su vez representa una posibilidad de salida: es la esperanza en sí misma. En el trayecto sólo escucha el ruido monótono de su respiración cansada, así como el de sus torpes pasos, aletargados por la angustia de la tortura. Es curiosamente la secuencia más larga del cortometraje y a su vez la más anticlimática de todas. Svankmajer busca transmitir en pleno la angustia del personaje, incluso su sensación prolongada del tiempo en el momento de la fuga. La luz, esa forma tan ansiada por quienes buscan la redención, se convierte en el momento final de la condena y en el encuentro con la presencia ominosa del inquisidor en la línea de fuga trazada por el acusado; se trata de nueva cuenta de una reterritorialización realizada por los códigos significantes del dispositivo jurídico-policial, que resubjetiva así la culpa y la pena en el movimiento ondulatorio de los labios del juez, quien, con su promesa de salvación, convierte en un agujero negro la fuga del culpable. Ésta línea de fuga fracasa, lo cual muestra que, a pesar de su amplio potencial de desterritorialización, el individuo es de nuevo reapropiado por la máquina abstracta y es subjetivado como un sujeto de la ley y de la culpa; esto es la triangulación del deseo, reterritorializado por el dispositivo disciplinario.

La maquinaria cinematográfica de Svankmajer muestra que no todas las líneas de fuga son exitosas, a pesar de ello o precisamente por ello nos parece que esta poderosa maquinaria de expresión se distingue de la máquina abstracta de la ley, que señalamos anteriormente, en la medida que desmonta sus engranajes. Muestra sus procedimientos y se engarza con agenciamientos de enunciación cuyo objetivo es interrogarse sobre la emergencia de lo nuevo: de nuevas formas de subjetivación, de nuevas maneras de relacionarse con el deseo colectivo. Si bien las líneas de fuga fracasan, parece ser indispensable para Svankmajer que se sigan trazando. Ejemplo de ello es el escape de los muebles en la caída de la Casa de Usher.

En ese cortometraje, los muebles simplemente se sumergen en el fango, ante la debilidad de la casa; es decir, ante la imposibilidad de la maquinaria para contenerles; pero ¿no será precisamente por esa necesidad de contener y ejercer el poder disimétricamente, que la casa cae?, ¿no es su dominio sobre el conjunto lo que vuelve endeble al edificio?, con su escape, ¿no trazan los muebles una nueva línea de fuga? Las disposiciones y los segmentos arquitectónicos son claramente identificables en este cortometraje del checo, en el que cada cosa tiene su lugar, cada eslabón su papel, cada lugar su identidad. Con ello el cineasta muestra que la disposición de los espacios es en sí mismo un ejercicio del poder que produce identidades endebles, nunca definidas ni decisorias; identidades que, en su ejercicio, desgastan el uso de las relaciones de fuerza. Sólo desde sus fisuras y en relación a ellas es posible la emergencia de líneas de fuga que liberen el deseo a otro ejercicio; aunque éste sea el repliegue del deseo sobre sí mismo, esto es: su muerte y su autoaniquilamiento. El fascismo, en la escala micro y macropolítica, es un ejemplo de este ejercicio suicida del poder.

Hay que tomar en cuenta que el ejercicio del poder no es unitario ni homogéneo. Los segmentos elididos que conforman lo social funcionan de acuerdo a estructuras bien definidas; las cuales, en el momento en que abandonan el espacio que le es propio, son atrapadas por otro segmento que posiblemente se encuentra en una jerarquía más alta. Svankmajer acota las figuras del poder a éstos espacios definidos, de tal modo que los padres, el médico, el voyeurista no pueden funcionar fuera de un departamento, un hospital o un sótano respectivamente. El rompimiento con éstos lugares representa su fragmentación y su entrega a otras figuras de la microfísica del poder. Por estas razones el poder no es inmediatamente identificable con la dominación, pues las clases sociales no son dirigidas unívocamente por un aparato de Estado sino que hay ejercicios minúsculos y cotidianos del poder; los cuales tejen dispositivos de sujeción que se engarzan con nuestras vidas. El engarce de todas estas microfísicas compone los dispositivos generales que dan pie a la dominación del aparato de Estado.

Las relaciones de fuerza conforman tecnologías específicas del poder en su ejercicio refinado y acompañan las economías de mercado. En el cortometraje Food Svankmajer abre la secuencia demostrando de manera contundente como operan dichas tecnologías sobre el cuerpo; a tal grado que es el cuerpo mismo el que las acepta y las exige: un hombre entra a un comedor y se sienta frente a otro, el cuál tiene a su vez una serie de instrucciones para ordenar la comida escritas en un cartelito alrededor del cuello. El primer hombre las lee minuciosamente y obedece al pie de la letra: introduce una moneda en la boca del otro, da unos golpecillos en su cabeza y, de pronto, del pecho del segundo hombre sale la comida que deberá devorar el hambriento comensal. Una vez concluida la operación, el primero toma el lugar del segundo en lo que será un juego extendido al infinito. Toda la puesta en escena da vida a la máquina: los movimientos de cámara son mínimos, no así los de los personajes a los que abarca, los cuáles son mucho más rígidos y confusos, diríamos maquínicos. Son una especia de engranaje que no sólo echa a andar las tecnologías del poder, sino que también extiende de manera ilimitada sus posibles funcionamientos en el contexto del capital financiero. El consumidor es un mero apéndice del sistema y contribuye voluntariamente a la autoconservación del capitalismo. Como se ve en la segunda parte del mismo cortometraje, la falta de funcionamiento del individuo dentro del sistema no sólo lo arrastra a la frustración, sino que exige la búsqueda de satisfacer las pulsiones a través de otras formas, que, si bien no satisfacen una necesidad determinada, suplen las relaciones de poder de dicho sistema y conducen a un funcionamiento aparente que no puede desembocar sino en el canibalismo: las costumbres de mesa revelan la negatividad consumada de la barbarie del sistema.

III

¿Quién sobrevive entonces a tales estructuras?, ¿quién es capaz de habitar dentro de tan rígidos poderes sin que éstos le vengan encima sin siquiera alterar un poco su forma? La niñez y la locura son para Svankmajer territorios del afuera, su intensidad es tal que operan de un modo muy distinto al de la maquinaria sin que ello signifique que no se vean alterados por la acción de ésta. La mirada del niño, al ser inocente, delata en sí un afán más de descubrimiento que de temor o derrota ante lo que se observa, como es posible ver en los personajes de Alicia, El sótano y el pequeño Othyk. La infancia puede no sólo actuar de manera periférica a la gran maquinaria, sino de hecho alterarla; aunque sea a costa de su propia inocencia, que se verá, si no perdida, al menos fragmentada. Alicia reta a la Reina de Corazones y al resto del País de las maravillas y sus formas, que lucen cansadas y muertas, como vencidas ya sea por el paso del tiempo, la cotidianidad, los acertijos y el afán de poder; y es que el Conejo, el Sombrero loco, el Grifo y la Reina no pueden sostenerse: son aserrín, repetición de un ritual de las formas de mesa o bien una instrucción y una ley que debe ser cumplida sin ser cuestionada. Svankmajer rompe con la imaginería presentada por Lewis Carroll en su emblemática historia y la convierte en una extensión del mundo que se cierne terrible ante quien se atreva a entrar a él, siendo más una irrupción que un movimiento armónico del engranaje. El país de las maravillas es a la par de fantástico, terrible.

Lo mismo ocurre con los personajes del Sótano y el pequeño Othyk. En el primero de los casos la niña observa de manera silenciosa y no poco perturbada lo que se esconde tras las puertas cerradas, lo que la maquinaria no dice de sí cuando se encuentra frente a cualquiera de sus componentes, pero que sabe bien que es aquella quien mantiene su incansable ritmo. Lo que busca la pequeña al entrar al sótano es recuperar su alimento perdido, mas todo lo vivenciado en ese submundo ominoso de un edificio de Praga la transforma; al poner afuera ya es muy distinta de aquella que era al sumergirse en el lugar. Un poco a la manera de Rimbaud “yo es otro”. El personaje de Little Othyk en cambio hace muy temprano descubrimiento de su papel periférico, pues no sólo busca proteger y alimentar a la raíz de formas monstruosas, sino que además arriesga lo que podría llamarse su integridad, en aras de llevar dicho alimento al ser anormal que se encuentra recluido en el sótano de un edificio. Cada uno de los vecinos, que servirán de alimento para Othyk, son partes de la gran maquinaria, cumplen una labor específica que es fuerte en los espacios que le son propios, pero que no pueden sostenerse en el momento en que se les sustrae de dichas arquitecturas.

Una vieja cajonera y un elevador hacen las veces de una madriguera de conejo. Un contenedor de basura y una serie de túneles las veces de una jungla se convierten en un lugar ideal para las correrías de los animales y otras seres fantásticos que persiguen a la niña y es que si bien en cada una de estas tres obras comentadas la infancia representa una línea de fuga, ésta no se encuentra del todo resuelta, ya que a momentos los personajes tienen que enfrentar las pesadillas e imaginarios más propios de la infancia en un sentido casi psicoanalítico. No se trata de hacer una lectura psicoanalítica de las películas de Svankmajer, ni de descubrir en ellas sus complejos persecutores; hablaríamos más bien de los túneles y madrigueras como una forma de expresión rizomática, que anuda los deseos a máquinas abstractas y edipiza la vida en su devenir-infantil, la forma de contenido por lo tanto es variable, pero responde a una estructura bien definida y delimitada: en adelante el gato no es un devenir-animal, ni las patatas una caldera de pulsiones, no una mercancía fetichizada por el proceso de producción que hace metonimia de la alienación de los productores de su trabajo, sino el encantamiento de los segmentos reticulares que ligan el deseo, en este caso infantil, con los viejos cuadros familiares. La orden de mamá de descender al sótano a buscar las papas para la sopa introduce a la niña en su particular jardín de as delicias. La pesadilla es generalizada, programada, prevista, estandarizada para su uso; una reja aquí pone en contacto con viejas raquíticas que hacen pan con lodo, más allá el viejo onanista la seduce torpemente; al lado de la hosca lavandera vigila constante y silenciosamente todos sus movimientos: su mirada es su respiración. Ni siquiera los animales la pueden salvar de su ensimismamiento apesadumbrado: no hay fugas dicen; tu deber es ser sujeto de las consignas dictadas por la necesidad. Ningún conejo blanco, ningún escape. Con ello se puede ver que si bien la infancia es ciertamente territorio de resistencias, de lucha siempre inacabada, es también un asunto inconcluso. Svankmajer no busca decir si la infancia es la forma adecuada para desmantelar la maquinaria de forma definitiva, sino más bien la abre, a la infancia, como una breve pero sustancial línea de fuga.

IV

¿Cómo plantear un problema político en el cine sin convertirlo en un teatro de la ideología? La fantasmagoría cinematográfica, se dice, es el espejo de las estructuras sociales; pero ¿si fueran esas estructuras, que se quieren a sí mismas distintas del pasado, un mero reflejo, pura imaginería sin sostén, la discontinuidad jamás alcanzada? En su cortometraje necrológico La caída del estalinismo en Bohemia. Svankmajer muestra la continuidad de un sistema dada a partir, no de la caída del sistema precedente, sino de su disección, de la posibilidad de extraer de su cuerpo pétreo y muerto, elementos que permiten, no la creación de nuevos dispositivos, sino la perpetuación, aunque sea ya inestable y amorfa, de los existentes. La estatua de Stalin yace en una mesa forense y de su cabeza, de su abdomen, surge la masa a partir de la cual se engendra la producción en serie, la línea de trabajo como una banda mecánica, la creación en fin, de trabajadores omniscientes en su servidumbre voluntaria.

Por otro lado tenemos la escena en la que se dibuja, también de manera constante la bandera de la naciente república Checa, cubierta de las notas de una música también marcial y repetitiva. Svankmajer echa así todo su postura, mas no de un modo panfletario, sino justamente mostrando que no se ha planteado la posibilidad de un nuevo dispositivo vital, sino la extensión de otro bajo formas, tal vez más sutiles, en cuanto a su imagen, no así en cuanto a su fuerza. Todo lo anterior no significa que la postura de Svankmajer sea apolítica, por el contrario, queda por demás claro su interés de representar la política en todas sus formas vitales, en el cómo se manifiesta en todas las formas de cultura existentes. Sin embargo, lo va a hacer ya no desde los discursos de tribuna, sino desde los agenciamientos visuales y cinematográficos que se enganchan con los deseos de otra sensibilidad, esta vez afirmativa de la vida. Si el bloque de piedra de los totalitarismos adyacentes a la mala conciencia democrática de los países del este continúa su marcha, no es porque su bota aplaste la micropolítica del deseo de las nuevas emancipaciones, es precisamente porque su resistencia lúdica y austera, ajena a la reproducción serial del dispositivo hegemónico, piensa que el poder está ahí para despertar una nueva política de la vida.

Partirle la cabeza, in efigie, a Stalin no representa una salida a su dominación, sino simplemente ligarse a él en su nueva estructura escindida, nihilista ella misma. Pero el problema no está en que el dictador haya muerto, sino en que la política que oprime las líneas de fuga progresivas hacia la vida siguen encontrándose con otras tecnologías del poder que disciplinan los cuerpos y normalizan los deseos. La casa de la locura continúa tan operativa como cuando Stalin enviaba hacia ellos a todos los disidentes de un régimen que declaraba la guerra a su propia población.

V

“Lo que están ustedes a punto de ver no es una película de horror. Mucho menos es una obra de arte. Ya pocas cosas son arte en este mundo. Hemos cambiado el arte por el anuncio publicitario de Narciso mirándose en el espejo de agua…”

En este comentario que introduce Sileny lo que Svankmajer deja claro no es ni la visión romántica de la locura como forma de creación o de éxtasis, ni mucho menos la visión clínica de la locura como una forma a perseguir y castigar. Lo que enfrenta son dos fuerzas omnipresentes, dos formas del gobierno de los locos, que en cada caso somos nosotros, que buscan imponerse al antagonista. Ellas operan bajo normas establecidas, curiosamente similares de tan distintas. Algunos dicen que todos vivimos hoy en un campo de concentración, Svankmajer los corrige: de ningún modo es una fábrica de la muerte, por el contrario la vida de todos es indispensable aquí, más bien hablaríamos de Control y disciplina, hablamos de la casa de la locura que nos somete.

La pesadilla del protagonista es incurable, está destinado a repetirla una y otra vez y a, en cada momento, destruir su mundo doméstico, pues aquello que le persigue no está únicamente en su realidad onírica, sino en los dispositivos que le oprimen. Así, por un lado, lo vemos enfrentarse a un Marqués que, a la manera del autor con quien comparte titulo nobiliario, se encuentra en plena destrucción de la naturaleza, en pleno ejercicio de las fuerzas de la locura y la catalepsia. Todo en ese primer mundo mostrado es hiperbólico, excesivo. Ni siquiera el silencio del cochero rompe con esta estructura, pues si no hay habla es más bien por una forma de sumisión a la vida que el Marqués representa, no es una forma de rebelión o enfrentamiento. Su altura, su ciega obediencia, su inmutable expresión son ejes que sostienen dicho mundo a la vez que oprimen a (nombre de protagonista). Lo mismo el encierro de los locos en aparente libertad. El manicomio se presenta como un lugar abierto, emancipado por completo de los dispositivos psiquiátricos, pero su nuevo director no es sino otra forma de opresión, sí disfrazada (constantemente se cambia el bigote y la barba) jamás en verdad cambiante, ni distinta.

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