Morir matando

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A ese cabrón yo lo maté.

Lo maté con mis propias manos, o mejor dicho, con mis propias botas. Le metí un chingadazo al hijueputa y, luego, en el suelo, lo aplasté como quien aplasta a un pinche insecto. Y es que eso es lo que era: un pinche insecto. Pero sobre todo lo maté por torcerme la pinche vida, porque de alguna manera él también me mató a mí.

Yo no quería matarlo, pero la situación estaba ya muy revuelta y no me quedó de otra más que aplastarle la cabeza. Todavía me acuerdo de sus chillidos agudos, horribles, como si le estuviera quitando la vida. Y eso precisamente hacía: le quitaba la vida. Le puse la bota en la cabeza y se la aplasté hasta que escuché cómo su cráneo lleno de bolas crujió como cazuela de barro.

La Sonia se había quedado metida entre las sábanas, escondiendo la cabeza para no verlo. En cuanto encendimos la luz y lo miramos, se acurrucó en las cobijas y desde ahí debajo me dijo: «¡Mátalo, Ufrosino. Mátalo!». Y a mí nomás de recordar sus patas peludas en mi espalda se me pusieron los pelos de punta; y luego al verlo ahí, soltando una baba verdosa por el hocico y chillando agudo…, no me quedó de otra más que matarlo.

La culpa la tuvo él,

porque si no hubiera estado metido entre las cobijas ahorita todavía seguiría vivo; y sobre todo, yo y la Sonia seguiríamos en santa paz. Pero aquella noche ahí estaba y ni la Sonia ni yo nos dimos cuenta; y no nos dimos cuenta porque cuando entramos al cuarto ya veníamos desbaratándonos a besos y la pinche ropa nos estorbaba para acariciarnos desnudos como cada noche. No encendimos la luz, nunca la habíamos encendido, siempre nos habíamos acariciado a oscuras, en silencio. Aquella noche íbamos más desesperados que nunca. No sé por qué. Quizá fueron los tequilas que nos habíamos resbalado un poco antes, sin tocarnos, fingiendo que nomás éramos amigos pero mirándonos cada vez que le pegábamos un trago al tequila como queriendo que dentro del vaso en vez del aguardiente estuvieran nuestros labios, o nuestra lengua, o todo nuestro cuerpo completo. A mí no me gustaba fingir pero no había de otra:

nadie puede acaramelarse a la vista de todos con una mujer ajena.

Pero en lo oscuro ya es diferente, ahí no hay ojos que lo acusen a uno, no hay miradas que lo maldigan y lo culpen. En lo oscuro no hay más que dos, solos, desnudos, alebrestados por la sangre que galopa en las venas y queriéndose beber enteros sin dejarle nada a nadie;

ni al marido de la Sonia,

ni a mi esposa,

ni a nadie.

Quizá por eso maté al hijueputa bicharraco, porque medio pedo y atolondrado por tanto beso, confundí sus patas frías con los dedos de la Sonia y hasta más me enervé y me le metí con más enjundia. Y es que la Sonia es experta en esos asuntos de la pasión, tiene unas manos que son capaces de deshacerte y volverte a hacer como si fueras de barro; y unos labios que te beben todo lo bebible; y mientras te desagua te va diciendo unas cosas al oído que te pierden, te vuelven loco. Y tú te vas enervando, te vas desesperando y te vas poniendo cada vez más recio, cada vez más violento, hasta que llega el punto en que te dan ganas de nalguearla, de cachetearla, de pellizcarla. Y no lo puedes evitar cuando ella de dice quedito pero desesperadamente: «Mátame, cabrón, mátame», y te jalonea los pelos y se abre todo lo que puede y te clava las uñas en la espalda y te maldice: «Perro maldito, hazme llorar», te dice; y te ofende: «No pares, cabrón. No te detengas hijueputa», te gruñe como si fueras un perro y tú casi ladras de tanta muina que sientes, de tanta falta de aire. Hasta que llega el momento en que no puedes más y comienzas a zarandearla y a pellizcarle los pezones y a apachurrarle las nalgas mientras ella sigue lastimándote a mordidas, desgreñándote, ofendiéndote.

Pero todo en silencio.

Todo apretando los dientes.

Todo calladito para que no te oiga su marido que tú sabes que está en el otro cuarto, colmado de aguardiente.

Así ha sido desde que nos conocimos y así tendría que seguir siendo, de no haber sido por el pinche bicharraco aquel que se nos trepó aquella noche y que tuve que matar a patadas. Pero yo no lo hubiera matado, repito, fue la situación que se puso muy violenta y el asco que sentí cuando entre quejidos apretados le puse la mano encima creyendo que era la Sonia y ahí

lo tenté:

húmedo igual que ella pero frío como quien tienta el agua helada. Y luego su baba tibia y grumosa, y la costra de su lomo, y sus patitas puntiagudas y llenas de pelos caminándome por la espalda. «Pérate, Sonia», le dije apenitas a la Sonia. «Por aquí anda un bicho». Pero ella no estaba para bichos. Estaba concentrada en sorrajar su cuerpo una y otra y otra vez contra el mío. «¡Pérate te estoy diciendo!», le tuve que pegar un grito porque el cabrón bicharraco ya estaba caminándome para abajo y ya lo sentía cerquita de las nalgas. Hasta entonces la Sonia entendió. Se enderezó en chinga, prendió la luz y entonces

lo vimos.

Y hasta creo que él también nos veía porque ojos no le faltaban al méndigo: tenía la cabeza llena de bolas negras con un puntito rojo en medio de cada una de ellas. Ahí fue cuando la Sonia se metió debajo de las cobijas y me dijo: «¡Mátalo, Ufrosino. Mátalo!». Pero yo estaba desnudo y no me animé a aplastarlo con las patas pelonas. Por eso agarré mis botas y me las puse, sin quitarle la mirada de encima y sin que él la quitara de mí. Sentía que me vigilaba con el puntito rojo de sus hartos ojos. Pero cuando ya tenía las botas puestas, el cabrón sacó de debajo de la costra de su lomo unas alas trasparentes y azulosas y arrancó a volar zumbando por todo el cuarto, espumeando su baba por el hocico.

«¡Mátalo, Ufrosino! ¡Mátalo!», comenzó a pegar de berridos la Sonia temblando debajo de las cobijas y pataleando histérica. Y yo no sabía qué hacer, si callarle al bocota a la Sonia para que no despertara a su marido o perseguir al bicharraco por todo el cuarto así como estaba: encuerado, nomás con mis botas puestas. Agarré mis pantalones como matamoscas y me le eché encima al cabrón. Pero me toreaba el méndigo; se me venía encima y luego se giraba en chinga y se iba para otro lado; y luego se asentaba en el filo del ropero, o en el centro del chifonier, o en las cortinas de la ventana y me miraba, me miraba con todos sus ojos vigilantes. Así lo anduve persiguiendo por encima de los muebles, rompiendo lámparas y muñequitos de porcelana y recuerdos de boda y espejos y alguna vela y algún retrato; mientras la Sonia daba de brincos por todo el cuarto, desnuda, con la cabeza tapada con la cobija y grite y grite. Hasta que en una de esas alcancé al bicho con la manga de mis pantalones y fue a rebotar contra la pared y cayó frente a la puerta.

Otra vez se quedó todo mudo.

Nomás se oía el aleteo entumecido del bicharraco.

La Sonia estaba parada sobre la cama con la cobija en la cabeza y desde ahí me dijo: «¿Ya se murió?». Me acerqué al bicho y miré cómo me miraba, cómo aquellos ojos de vigilante le habían cambiado por otros casi como tristes. Le puse la bota encima de la cabeza y escuché sus chillidos agudos, vi cómo empezó a echar más baba por el hocico mientras hacía zumbar sus alas. Su cuerpo se retorcía debajo de mi bota. Quería escaparse el hijueputa, quería volar para otro lado y largarse para siempre.

Tuve lástima.

Yo no quería matarlo.

Si no hubiera pasado lo que pasó lo hubiera agarrado con un periódico y lo hubiera aventado por la ventana; que se curara solito el chingadazo y luego, que volara para su casa. Pero no fue así, porque con el ruiderazo que habíamos hecho el marido de la Sonia se había despertado y mero entonces estaba entrando al cuarto con la escopeta en las manos.

Estaba llorando el pobre hombre.

Estaba temblando igual que el bicharraco.

Estaba apuntándome a la panza con la escopeta.

No decía nada.

Estaba nomás mirando.

Se me vino a la cabeza que el bicho y yo estábamos en la misma situación: nuestra vida dependía de la voluntad de otro hombre. Era cosa de un segundo para saber si todavía seguíamos vivos o si ya no. Sabía que yo era la causa de toda la desdicha de ese hombre, de todo su odio, de toda su rabia; y él me tenía ahí, al alcance de su mano, a un movimiento de dedo en el gatillo. Y yo tenía al bicho debajo de mi pie, al alcance de mi mano, a un movimiento de mi bota. «¿Lo mato o no lo mato?», pensaba en el bicho. «Me matará o no me matará?», pensaba en el hombre. Por un momento pasó por mi cabeza que si dejaba vivir al bicho, si no terminaba de apretar su cráneo, si no le reventaba la panza, entonces, tal vez, quién sabe por qué, a lo mejor el marido de la Sonia haría lo mismo conmigo. Aflojé un poco la bota y escuché otra vez los chillidos del bicharraco pegados al llanto apretado de la Sonia y al rechinido de dientes de su marido, el Isidoro,

por más señas mi compadre,

mi amigo desde que éramos niños.

Escuché también cómo mientras el bicho sacudía las alas preparándose para volar, mi amigo cortaba cartucho y la Sonia lloraba más alto. Entonces supe que me iba a matar, y supe que yo también iba a matar al bicharraco.

«Él también es un hombre», pensé en el bicho.

«Yo también soy un bicho», pensé en mí y apreté mi bota contra la cabeza del bicharraco escuchando como su cráneo crujía como cazuela de barro. El crujido se confundió con el disparo de la escopeta del Isidoro, mi compadre, mi amigo; abrí la boca para decirle algo pero la sangre que me borboteaba en la garganta apagó mis palabras y caí de espaldas,

reventado

igual que el bicho.


Relato que forma parte del libro Llovizna, publicado por Montesinos Editores en España y por Colofón Editores en México en 2011.

 

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