Estar en sociedad: posibilidad inmanente, encubrimiento latente.

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Estar en sociedad: posibilidad inmanente, encubrimiento latente.

“Todos los progresos de la sociedad
son retrocesos del individuo.”

Carlo Michelstaedter,
La persuasión y la retórica.

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El hombre es, ante todo, problema, contradicción. Es problema para sí mismo, para el otro y para el mundo; desde que entra en escena ante su mundo, debe decidir, escoger su mundo y a sí mismo, debe concebir lo que él mismo es, y lo que son los otros, tiene que descubrirlo y saberlo o, en su defecto, suponerlo, para así lograr intuir que hacer consigo mismo y con los otros. Ser un ser humano implica estar en sociedad. El lugar de crecimiento y desarrollo del ser humano es desde donde se interpreta, desde donde está. Lo cual implica no sólo el lugar en el cual éste está, sino el lugar en el cual éste se convalece de su animalidad para poder llegar a ser hombre. Aun sin saberlo, está ya en una morada que lo protege y forma. La morada en la cual el animal rationale se ve y siente protegido es la partera de su sociabilidad, de su manera de ser un ser humano, pero también su educadora y dadora, en cierta manera, de sentido.

Toda sociedad cuenta con un ethos que brinda posibilidades de interpretar la existencia y el mundo. Todos los seres humanos son tratados, comprendidos, interpretados e, incluso, valorados, desde lineamientos ―tanto explícitos como implícitos― que cada sociedad establece y tiene como verdad, tal vez éstos no sean claros, pero siempre terminan por delinear la forma en que aquellos, es decir, los seres humanos, se relacionan consigo mismos y con los otros. Explícitos, porque en toda sociedad existen normas morales y jurídicas que establecen la manera como se deben desenvolver los miembros de la misma; implícitos, porque hay una saber, vamos a decir, «no sabido», que marca y traza la forma en que los integrantes de una sociedad se desenvuelven en el día a día: la cultura e idiosincrasia. Bajo estas formas, la sociedad muestra a cada individuo distintas formas de ser. A partir de la introspección de un «nosotros» en cada uno de sus miembros, la sociedad está ya en cada uno de ellos.

El ethos es una interiorización del mundo, al ser morada o guarida, también presenta la posibilidad de ser algo activo: como la defensa a lo desconocido, o mejor, a lo que de entrada despierta incertidumbre. El término ethos “Conjunta el concepto de “uso, costumbre o comportamiento automático” ―una presencia del mundo en nosotros, que nos protege de la necesidad de descifrarlo a cada paso― con el concepto de “carácter, personalidad individual o modo de ser” ―una presencia de nosotros en el mundo, que lo obliga a tratarnos de una cierta manera―”.[1] La única forma de darse una «existencia», es convirtiéndose en aquello que se muestra como real dentro de la sociedad. Cada individuo debe interpretar ese ethos, y lo hace, es una condición social reconocerse en los demás. Originariamente, ethos se refiere a un lugar en el que el ser humano habita o mora, pero no sólo se refiere a lugar, también importa, y es determinante, el momento histórico, ya que el existir acontece en el tiempo, pero dicho tiempo es característico de un momento específico en la historia que comprende de manera particular la existencia: “[…] quizá sea más preciso decir que en el ethos, en particular, se expresa de manera eminente la condición espaciotemporal del hombre”.[2] Es hábito o costumbre, al ser acción repetida, son parte del carácter del hombre.[3] Vivir en sociedad implica compartir ciertas formas de ser; estar en un grupo social plantea el toparse con ciertas maneras de identificarse consigo mismo y con los demás. El estar del hombre ―en lo que le corresponde de la civilización― en un determinado lugar y en una determinada época, le ofrece la posibilidad de identificarse con otros y compartir una cierta identidad que le ayuda a ser un miembro de la misma.

En el acontecimiento de existir, el hombre está dentro y pertenece a una sociedad, por lo tanto debe adecuarse a ella, domesticar sus pasiones, para así, establecer una relación satisfactoria con la sociedad y conseguir ser un hombre de «bien»; su razón y sus pasiones deben socializarse, es necesario que se sujete a los lineamientos morales, políticos, sentimentales, sexuales y demás, que implican el estar en ella: el hombre debe devenir sujeto de la sociedad.

La sociedad no crea al hombre, pero lo forma: lo humaniza. La naturaleza propia del hombre, aquella que lo diferencia de otras especies, le impone a éste carencias que, cuando entra en juego frente al otro, frente a la sociedad, se hacen manifiestas, y como tales, trata de satisfacer, ocultar y/o cubrir; se llega a tener la capacidad de contemplarse a sí mismo críticamente y superar esas carencias o necesidades establecidas por la misma sociedad que, a su vez, da la posibilidad de superarlas. Pero toda sociedad, todo grupo social aspira a que las condiciones y circunstancias en las cuales está sumergido mejoren para el grupo en general, un mejoramiento reflejado en el bienestar de cada uno de los individuos en particular: toda sociedad desea hombres de bien.

Desde los griegos, la formación, la παιδεια, implicaba hacer hombres, darles a esos animales con razón, un carácter humano, era necesario humanizar al hombre. La educación se dio a la tarea de formar hombres dignos de la ciudad que cumplieran con sus responsabilidades, capaces de realizar sus deberes cívicos y fueran responsables con sí mismos. Παιδεία pasó a Roma como humanitas, en donde implicó lo mismo: formar hombres que fueran aptos para sí mismos y para la polis. La historia de la humanidad ha sido una insaciable formación de hombres.

ANDRÉ KERTÉSZ

ANDRÉ KERTÉSZ 

En la época de Cicerón (106-43 a. C.), éste exhortaba a sus contemporáneos romanos a tratar de aminorar las carencias que implicaba ser una miembro de la sociedad sin atributos dignos de llamarse humanos; para acceder a tales atributos humanos, eran necesarios medios, siendo uno de ellos la Cultura Animi, que era entendida como cultivo del espíritu y del alma, así como el desarrollo de las propias aptitudes y capacidades por parte de todo aquel que sintiera la necesidad de un auto-perfeccionamiento. Con su aprendizaje e imitación, de la Cultura Animi, se podía aspirar a una identidad más elevada y reconocida, hacia con uno mismo y hacia los demás. Este concepto, el de Cultura Animi, era entendido como ligado a la personalidad del individuo y unido a la constitución y perpetuación de las jerarquías sociales: el factor cultura como simple diferenciador ―identidad individual―. Después se dio el concepto de Cultus Vitae que, a diferencia del Cultura Animi, se refería a una sociedad o comunidad con el objeto de diferenciar a una de otra, y referido a la plenitud de sus miembros, como una clases de identidad, era más abarcador que el de cultivar la vida espiritual como individuo ― la Cultus Vitae aspiraba a una identidad colectiva―. Tiempo después, algunos autores señalarían que ambos conceptos correspondían ya a la misma significación de «cuidado (cultivo) de la vida». He aquí un problema, la identidad es un conjunto de circunstancias y características que distinguen a una persona de otra, o a una sociedad de otra, pero no olvidemos que identidad viene del latín identĭtas, –ātis, que, a su vez, es un derivado artificial de idem, «el mismo» (la identidad presenta algo único ―individual―, pero, a la vez, lo mismo ―en tanto miembro de una colectividad―).

Al tratar de definir y conocer al individuo es necesario atender a su sociedad, esta plantea y establece valores e ideales, elegidos y compartidos, la sociedad da una identidad social y posibilita una particular: da sentido a la vida del hombre. G. B. Vico señala algo como importantísimo e inevitable para el hombre: el Sensus Communis, ese sentido común que Vico, en su obra, Sobre el estudio de los métodos de nuestro tiempo (1709), considera, no como lo verdadero, sino como lo verosímil: “Lo que orienta la voluntad humana no es, en opinión de Vico, la generalidad abstracta de la razón, sino la generalidad concreta que representa la comunidad de un grupo, de un pueblo, de una nación o del género humano en su conjunto. La formación de tal sentido común sería, pues, de importancia decisiva para la vida”.[4] Para poder lograr un cuidado y cultivo de cada miembro de una determinada sociedad, es indispensable establecer algo que dé un rumbo para un perfeccionamiento de sus miembros, que el hombre logre humanizarse, cultivarse. Es indispensable que el hombre sea valioso para sí mismo, para su comunidad y, en estos tiempos de globalización, para el mundo. Por lo tanto se deben establecer lo valioso ―άξιος (axio)― y las virtudes ―αρετή (areté) αριστος (aristós, ‘mejor’)― que designan el cumplimiento acabado del propósito o función de cada miembro de una determinada sociedad.

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Desde la antigua Grecia se ha dicho que los valores son tan útiles y necesarios para el ser humano, que sólo por medio de ellos pueda pretender alcanzar lo que es llamado su areté. Una categoría sostiene a la otra: en tanto existen valores, se puede dar el areté, en tanto se le da como finalidad al ser humano su areté, es necesario que existan los valores. La fundamentación a través de la historia ha sido un devenir de justificaciones y des-cubrimientos de valores que dignifican al hombre, donde se le dice que el mismo hombre los ha intuido en la realidad, y que han ayudado a formarlo. Desde el renacimiento “[…] llamaron humanitas (el concepto más preciso que abarca a la vez la esencia y la excelencia: la condición humana y su areté)”;[5] pasando por fundamentaciones antropológicas, axiológicas, deontológicas, etc., para llegar a ser partes de lo que es llamado los valores, que se mantienen como necesarios para la formación de sí mismo y de los otros.

A partir de los valores, el hombre ha buscado su areté, pero la búsqueda de sí mismo, como hombre dentro de la sociedad, responde a ésta, el hombre asimila el «ser» hombre a partir de lo qué se le dice o lo qué se le muestra. El sentido común o «la sabiduría vulgar de los pueblos», el Sensus Communis, termina por guiar al hombre, el hombre se comprende desde un sentido que lo condiciona, pero también lo posibilita para desenvolverse en el mundo. La sociedad convierte a los hombres en imágenes mientras ella se presenta como espejo: el ser humano debe verse en ella y recibir su reflejo. La sociedad es tan vanidosa que crea y crea más reflejos de sí misma, suprimiendo al individuo y adecuando al hombre como sujeto de la sociedad, como un animal rationale humanizado. La imagen que refleja la humanidad en cada uno de sus miembros busca un reconocimiento de estos en ella. Pero la imagen que supuestamente refleja la humanidad en sus miembros ―en tanto humanos― puede implicar sólo eso, pero no su reconocimiento en esa imagen, que al ser imagen, no es él: “Reconocer la imagen reflejada no tiene por qué ser reconocimiento del sí mismo”.[6] El reconocimiento de sí mismo en la imagen, llevó a Narciso a su fin. Éste se quedó en la imagen, y no en sí mismo.

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Παιδεία, “«Formación», es por lo tanto imprimir carácter y dejarse guiar por una imagen”,[7] buscar alcanzar una visión que da la medida, o mejor dicho, a partir de la visión que da la medida, ser medido por ella a partir de un modelo normalizador. El individuo, para llegar a ser un hombre miembro de su sociedad, deberá medirse en la imagen del ciudadano de su sociedad.

Heidegger considera que desde Platón se estableció la forma como determinante en el mundo de los valores del ser humano. Desde aquello que se pretende que es el Bien, se da un vuelco moral a lo real, donde la apariencia de las cosas debe ser a partir de lo que la idea forma. Recordemos que en el símil de la caverna, la idea del bien es la más resplandeciente de todas las ideas.

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La idea del Bien, άγαθόν, es la que resplandece y da posibilidad de toda posible moral. Incluso la verdad (άλήθεια) queda sometida a la ίδέα del Bien, entendida como lo útil para poder acceder a la esencia del ente en tanto ente, no a su ser, sino a su είδος, a su aspecto en tanto presencia. Lo que para Platón hace que la mirada sea correcta es la atención a la ίδέα como guía del conocer de lo ente, por eso, considera Heidegger, la verdad platónica es adecuación del conocer con la cosa misma. Las cosas deben ser captadas a partir de una forma determinada de conocer lo ente, en prejuicio sobre lo ente y sobre el ser del ente, diría Heidegger. Un hombre respetable en una sociedad determinada, será aquel que imite las formas que ésta ha establecido como tales, es decir, como las respetables. Bajo estas formas, a manera de cama de Procusto, la sociedad delinea a sus miembros.

Si lo central de la humanitas son los valores, es indispensable pensarlos de manera distinta, no tomarlos como deberes objetivos, sino como posibilidades subjetivas individuales de validez particular. No tomarlos porque al hombre se le dice que así debe de ser, ya que estos son sostenidos por encima del propio hombre, se parte de una idea ―forma―para decirse, y decirle, que es lo que debería ser: “[…] el humanismo que, desde la Ilustración, concibe al hombre como un fin en sí; que se da a sí mismo su propia ley; que se siente amo y señor de la naturaleza y que, como sujeto autónomo, es la fuente de todo valor”.[8]

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Si la sociedad nos da las categorías para pensar, razonar e incluso sentir, la subjetivación implica ser producto de ella. Más allá de la simple sujeción al otro, se da una manifestación de sí mismo como hombre a partir de la sociedad, y si algo es valorado por el hombre implica una reproducción de lo social, la objetividad de los valores no deja de ser un consenso. “Todo valorar es una subjetivización, incluso cuando valora positivamente. No deja ser a lo ente, sino que lo hace valer única y exclusivamente como objeto de su propio quehacer.” De ahí que “El peregrino esfuerzo de querer demostrar la objetividad de los valores no sabe lo que hace”.[9] Los valores son para el deber ser, no para lo que es. No son en beneficio del individuo, sino de la imagen de hombre que este individuo encarna, pero que al encarnarla, le son útiles.

El establecimiento de valores y formas, han hecho al hombre un necesitado de las mismas. Aun cuando dude de todas, no duda de que las necesite. Se le ha olvidado como desenvolverse en el mundo sin pastores, sin guías espirituales, sin líderes políticos, sin códigos de moral o sin valores. Ya el gran filósofo Platón buscó, desde ideales deseables, la mejor forma de organización política de un estado, partiendo de la educación, de la formación, como la garantía de efectividad del mismo:

Desde el Politikós y desde la Politéia existen discursos que hablan de la comunidad humana como de un parque zoológico que es al mismo tiempo un parque temático. A partir de entonces, el mantenimiento de seres humanos en parques o ciudades aparece como una tarea zoopolítica. Lo que se presenta como reflexión sobre la política es en realidad una reflexión fundamental sobre las reglas para la gestión de parques humanos. […] Ya sea en parques urbanos, nacionales, cantonales o ecológicos, en todas partes los hombres tienen que formarse una opinión sobre el modo en el que quepa regular su automantenimiento.[10]

La búsqueda, por parte de Platón, de la mejor forma de estructura política, así como las preocupaciones de distintos pensadores a lo largo de la historia, dejan ver algo: no cualquiera puede diseñar y plantear las formas en las que el ser humano puede ser mejor consigo mismo, con los otros y con el mundo; es necesario que se dé la figura de un guía ―ya no son suficientes ideas o valores―, se ha hecho necesario, e incluso el mismo hombre exige, que el hombre represente para el propio hombre un poder. Si partimos de Platón, este presenta la idea del sabio como el hombre idóneo de diseñar y administrar una ciudad, misma que se sigue repitiendo a lo largo de la historia de la humanidad. Siempre se da un figura que representa la sabiduría del buen vivir, de las formas correctas y más humanas de ser. “Sin el modelo del sabio, el cuidado del hombre por el hombre resultaría una pasión vana”.[11] La cuestión es que ya no hay sabios, a falta de estos, han surgido charlatanes que se venden para satisfacción personal o económica, ahora cualquiera pasa por sabio. Pero si se es sabio, sólo se es en determinados problemas: de aquellos de los cuales la gente demanda solución, de esos que están en los parques humanos.

Tal vez la idea del Humanismo no deja de ser una invención, vamos, una idea que pretende engañar con una supuesta identidad universal para lograr la domesticación del hombre y su alegre formación en homo humanus, a la manera de la pretendida unificación de los países que históricamente han sostenido y promovido, por medio de un discurso nostálgico y fatalista, ese Humanismo eurocéntrico pero, como señalaba Bolívar Echeverría en su introducción del libro de W. Benjamin, Tesis sobre la historia: “El viajero que se acerca a Europa (buscando esa cultura e identidad universal) […] se encuentra con que tal cosa no es más que una invención, se percata de que el acercamiento es siempre a realidades humanas de identidad excluyentes.”

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El humanismo no debe ser, como muchos lo entienden, una aptitud nostálgica por actos perecederos que reflejan, o pretenden reflejar, ideales inmutables que dan sentido a la vida o, aquellas teorías que se hacen llamar humanistas, las cuales no implican ningún compromiso epistemológico, axiológico, ni mucho menos ontológico; que en vez de enaltecer el lenguaje y el discurso, lo vulgarizan y plastifican maquillando supuestas emociones en criterios determinantes.

El ser hombre es comprender y aceptar que es un ser inacabado e inacabable (pero mortal), que no existe definición total de él, por lo tanto, es libre de determinación en tanto es posibilidad. La cultural como medio de humanización puede determinar una cierta idea de hombre, pero no la mejor: “Cultura es humanización, es el proceso que nos hace hombres ―visto desde la naturaleza infrahumana―; pero, a la vez, es este mismo proceso un intento de progresiva ʻautodeificaciónʼ […]”.[12] En los valores puede llegar a presentarse una traición en pro de algo que «puede mejorarlo o hacerlo mejor». El hombre y la tradición terminan por atribuir un ideal de Hombre sobre y por encima del hombre de carne y hueso. La filosofía debe posibilitar ―como históricamente lo ha hecho― la crítica a la moral, al lenguaje: a cada ethos; acceder, por medio de la razón, a verdades y no a la Verdad totalizada y totalizante. Pero en la razón también se puede llegar a petrificar aquello que el hombre debe ser. La razón no define al hombre, pero trata de hacerlo. Debido esto, la razón se ha ostentado como funcionaria del hombre; esta, la razón, tiene una función para el hombre, hacerlo definible como tal. Pero el hombre se ha convertido en funcionario de la razón, la razón tiende a desaparecer al hombre real para que se dé el hombre ideal de la humanidad que sostiene el propio discurso de la razón. La filosofía y los filósofos, inevitablemente, pueden caer en esto. El mundo ideal puede llegar a tener un valor por encima del hombre de carne y hueso, implicando casi su desaparición. “Los filósofos actuales se convierten en “funcionarios de la humanidad” no sólo porque comparan el cumplimiento fáctico y el ideal de la meta, sino porque a partir del fracaso fáctico reivindican la aspiración ideal, y corrigiendo y recuperando llegan sin embargo a cumplirla”.[13]

La falta de una total totalización de explicaciones de la naturaleza, y de sí mismo, hace que el hombre esté en posibilidad de crearse a sí mismo, es consciente que la falta de explicaciones totales es una ventaja, no todas las posibilidades están agotadas, de tal forma que: más que ser vivido por las determinaciones de lo social, el hombre está en posibilidades de vivir su propia vida.

Lo que el hombre ha padecido a lo largo del desarrollo de conocimiento de la humanidad, no es la búsqueda de la certeza del mundo exterior, sino la de sí mismo, ya que intuye que las interpretaciones del mundo realmente no lo «dicen»; comprende que no le son propias, sino que las repite, de ahí que busque una concepción del mundo, un horizonte de sentido, ya que las otras, las que repite la colectividad, no bastan para decir lo que es el «mundo», su mundo. El hombre no vive sin mundo, participa en lo social, le es imposible no hacerlo, pero puede darse y sostenerse en su mundo, puede crear su mundo junto con los otros mundos: “[…] porque el mundo no es más que mi mundo y si lo poseo me poseo a mí mismo”.[14]

Es la propia libertad la que da fundamento a la vida, mas no como determinante, sino siempre como posibilidad del ser del hombre existente. “La libertad es la única que puede lograr que reine un mundo que se haga mundo para el Dasein[15]. No puede existir un fundamento que no sea la libertad porque al determinar-se, el ser humano ya está eligiendo y valorando, no hay indiferencia alguna, y al hacerlo está determinando al mundo entero desde su finitud.

Un hombre es distinto a otro, de eso no hay duda, aun cuando existen códigos o Sensus Communis. El problema sería, o es, considerar al hombre como otros entes aun en su individualidad, es evidente que no existen dos copos de nieve idénticos, o dos ballenas azules idénticas, cada cosa de la naturaleza es única, pero: “La singularidad, individualidad o unicidad no es, así privilegio del ser humano; lo que es privilegio suyo es la concreción de las mismas.”[16] Lo humano se concretiza de manera singular en cada situación personal e histórica, y esto es inevitable. El mundo solo puede ser a partir, y en la forma, del ser humano que está existiendo; esto es: es necesario buscar una forma de vida, no distinta, sino auténticamente propia a partir de lo que el ser humano hace suyo.

 

Bibliografía

  1. Blumenberg, Hans, Descripción del ser humano, traducción: Griselda Mársico y Uwe Schoor, FCE, Buenos Aires, 2011.
  2. Echeverría, Bolívar, La modernidad de lo barroco, Ediciones Era, México, 2000.
  3. ________________, Definición de cultura, UNAM Itaca, México, 2000.
  4. Gadamer, Hans-Georg, Verdad y método I, traducción: Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2001.
  5. González, Juliana, El Ethos, destino del hombre, FCE, México, 1996.
  6. Heidegger, Martin, Hitos, traducción: Helena Cortés y Arturo Leyte, Alianza Editorial, Madrid, 2000.
  7. Michelstaedter, Carlo, La persuasión y la retórica, traducción: Rossella Bergamaschi y Antonio Castilla, Sexto piso, Madrid, 2009.
  8. Sánchez Vázquez, Adolfo, Filosofía y circunstancias, UNAM, Editorial Anthropos, Barcelona, 1997.
  9. Scheler, Max, Metafísica de la libertad, traducción: Vicente P. Quintero, Editorial Nova, Buenos Aires, 1960.
  10. Sloterdijk, Peter, Sin salvación. Tras las huellas de Heidegger, traducción: Joaquín Chamorro Mielke, Akal, Madrid, 2011.

Notas

[1] Echeverría, Bolívar, La modernidad de lo barroco, Ediciones Era, México, 2000, p. 37.
[2] González, Juliana, El Ethos, destino del hombre, FCE, México, 1996, pág. 10.
[3] Hábito o costumbre corresponden a el término latino mos moris (hábito, costumbre), de donde proviene moral, y asimismo, corresponde a mores, que significa, de igual manera, carácter. Cfr. Ídem.
[4] Gadamer, Hans-Georg, Verdad y método I, traducción: Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2001, p. 50.
[5] González, Juliana, Op. cit., pág. 16.
[6] Blumenberg, Hans, Descripción del ser humano, trad. Griselda Mársico y Uwe Schoor, FCE, Buenos Aires, 2011, p. 227.
[7] Heidegger, Martin, “La doctrina platónica de la verdad”, en Hitos, trad. Helena Cortés y Arturo Leyte, Alianza Editorial, Madrid, 2000, p.182.
[8] Sánchez Vázquez, Adolfo, Filosofía y circunstancias, UNAM, Editorial Anthropos, Barcelona, 1997, p. 303.
[9] Heidegger, Martin, “Carta sobre el humanismo”, en Hitos, trad. Helena Cortés y Arturo Leyte, Alianza editorial, Madrid, 2000, p. 286.
[10]Sloterdijk, Peter, “Reglas para el parque humano”, en Sin salvación. Tras las huellas de Heidegger, trad: Joaquín Chamorro Mielke, Akal, Madrid, 2011, pp. 216-217.
[11] Ibíd., p. 220.
[12] Scheler, Max, “El saber y la cultura” en Metafísica de la libertad, trad. J. Gómez de la Serna y Favre, Editorial Nova, Buenos Aires, 1960, p. 143.
[13] Blumenberg, Hans, Descripción del ser humano, trad. Griselda Mársico y Uwe Schoor, FCE, Buenos Aires, 2011, p. 61.
[14] Michelstaedter, Carlo, La persuasión y la retórica, trad. Rossella Bergamaschi y Antonio Castilla, Sexto piso, Madrid, 2009, pp. 89-90.
[15] Heidegger, Martín. De la esencia del fundamento, en Hitos. Editorial Alianza. Madrid. 2000. Pág. 140.
[16] Echeverría, Bolívar, Definición de cultura, UNAM Itaca, México, 2001, p. 128.

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