Causalidad y responsabilidad

Home #36 Causalidad y responsabilidad
Causalidad y responsabilidad

Pero donde hay peligro

crece lo que nos salva.[1]

Friedrich Hölderlin

5

I

 

Con la caída del muro de Berlín se desencadenaron una serie de hechos en los que muchos creyeron ver como se empezaba a derrumbar, junto con uno de sus símbolos más representativos, la gran utopía social y política del siglo xx; otros creyeron que estaban siendo testigos de la caída de un régimen totalitario que, durante mucho tiempo, les había negado la oportunidad de escuchar esas grandes promesas de bienestar y esperanza que el “mundo libre”, escondido en algún edénico lugar al otro lado del muro, les ofrecía cotidianamente a su felices ciudadanos. Pero esto sólo era el comienzo de algo mucho más profundo.

 

En la mayoría de las naciones, las personas comunes y corrientes creímos que, con la caída del muro de Berlín, por fin estábamos presenciando el término de una época en la que el miedo constante ante una “posible guerra nuclear”, lo quisiéramos o no, había jugado un papel demasiado determinante en nuestra vida cotidiana. El frágil equilibrio político del orbe mundial nos dejó de interesar, aunque sólo fuera por unos instantes, porque queríamos sentirnos libres de ese corrosivo miedo de ser aniquilados en cualquier momento por una bomba nuclear. Sin embargo, en cuanto cesaron los entusiasmos ocasionados por este emblemático acontecimiento, emparentado, sin duda, con el anuncio de la democratización de la Unión Soviética y la firma de los Acuerdos de Londres en 1990, el mundo entero empezó a preocuparse por la amenaza que representaba, de suyo, el fin de la “guerra fría”. De pronto se hizo evidente que la verdadera amenaza para el hombre, durante los años de esa engañosa “época de paz” (1945-1990), no era que las dos grandes superpotencias, los Estados Unidos y la Unión Soviética, pudieran iniciar una guerra mundial de “verdaderas dimensiones apocalípticas”, sino el imparable crecimiento de la capacidad de destrucción y autodestrucción que las sociedades industriales habían generado y conservado para sí, no sólo en el ámbito bélico, sino en todos los ámbitos de la vida humana, gracias al espectacular desarrollo que la ciencia y la tecnología habían logrado tener en tan sólo unos cuantos años de una “paz mundial” bastante relativa. Y esto es más importante de lo que parece a simple vista, ya que sólo mediante este tipo de conciencia, el mundo entero se dispuso, por fin, a encarar sus temores, no sólo frente a una “posible guerra”, sino hacia una “guerra efectiva” en la que todo el género humano está destinado a perderlo todo, al menos hasta que los seres humanos no seamos capaces de comprender qué es lo que debemos hacer con la técnica y el conocimiento científico. Me refiero, por supuesto, a la guerra del ser humano contra cualquier forma de “barbarie tecnológica”.

5-1

 

Son muchos los problemas que tenemos por delante. Pero el primero que se nos presenta aquí, paradójicamente, no es el actual miedo frente a esto que he llamado “barbarie tecnológica”, sino la ingenuidad de algunos “catastrofistas entusiastas” que siguen creyendo, para el perjuicio de muchos, que la principal amenaza de la producción tecnológica es el posible uso bélico de la energía nuclear.[2] Estos catastrofistas ingenuos, por otro lado, son verdaderos herederos de aquello que ya preludiaban Theodor W. Adorno y Max Horkheimer en la Dialéctica de la Ilustración, cuando afirmaban que:

 

“[…] el terror meridiano en el que los hombres tomaron conciencia súbitamente de la naturaleza en cuanto totalidad ha encontrado su correspondencia en el pánico que hoy está listo para estallar en cualquier instante: los hombres esperan que el mundo, carente de salida, sea convertido en llamas por una totalidad que ellos mismos son y sobre la cual nada pueden”.[3]

 

Así que no niego que dicha ingenuidad pueda estar fundada en buenas y justificadas razones, pero, aun así, por debajo suyo, se esconden cuando menos dos aristas problemáticas. La primera de ellas consiste en que las mismas dimensiones apocalípticas alcanzadas por las imágenes creadas desde el catastrofismo, no permiten ver que el posible uso bélico de la ciencia y la tecnología, tan temido o esperado por ellos, es una realidad que se ha venido desarrollando paulatinamente hasta alcanzar niveles verdaderamente impensables o increíbles, en todas esas “guerras inteligentes” —también llamadas “guerras de exterminio estratégico”— que se han venido desarrollando ininterrumpidamente en todo el planeta desde el fin de la Segunda Guerra Mundial; y que si hasta el momento no se les ha querido prestar la atención debida, se debe, precisamente, a que ninguna de ellas cumple los absurdos requisitos, establecidos por ellos, para ser objeto de preocupación e histeria colectiva, pues es cierto que ninguna de ellas ha sido, en sentido estricto, una “guerra nuclear”, ni tampoco han alcanzado la dimensión de una “guerra mundial”. Sobra decir, por supuesto, que estas “guerras inteligentes” se han hecho más visibles o quizá sólo más televisadas —aunque ellos no quieran verlas— justo a partir del final de la “guerra fría”.[4]

 

La segunda arista problemática de esta absurda “ingenuidad catastrofista” está relacionada, particularmente, con su lado entusiasta, ya que la mayoría de sus actuales partidarios, mientras se niegan, por un lado, a creer que sus todos sus miedos se han estado encarnando desde hace más de setenta años, sólo porque aún siguen esperando ver una catástrofe total para concederlo; por otro lado, han decidido entregarse a un sueño, según el cual, con la caída del muro de Berlín, por fin la vida civilizada inició una nueva época de desarrollo, una donde la cooperación científica y tecnológica de las grandes naciones permitirá resolver todos los problemas de la humanidad. Su entusiasmo, sin embargo, está inspirado en los espejismos generados en el supuesto fin de la “guerra fría” y la ilusoria unificación del mundo civilizado. Han contribuido todos esos grandes planes de desarrollo que la Unión Europea ha generado —junto con China, Japón, Rusia y Estados Unidos— para salvar a todos los países del terrible y lamentable subdesarrollo tecnológico. Se niegan a ver, sin embargo, que todas esas “buenas intenciones” están peligrosamente relacionadas con las “guerras inteligentes” y nuestras actuales “crisis ecológicas”.

5-2

 

Leopoldo Zea, con esa gran intuición crítica que siempre lo caracterizó, se atrevió a señalar algunas de estas peligrosas relaciones, apenas unos cuantos meses después de la firma de los Acuerdos de Londres (en abril de 1991), justo cuando mayor entusiasmo se vivía en Europa por el fin de la “guerra fría”, en una conferencia que presentó en la ciudad de Padua ante la Asamblea del 40º Aniversario de la Sociedad Europea de Cultura.[5] Y como era de esperarse, la respuesta de muchos de los intelectuales participantes fue, como la Herbert Lamm, la de un completo rechazo por considerar que las ideas de Zea eran producto de su personal cinismo tercermundista y de su obsoleta ideología marxista-leninista, con la que sólo buscaba enturbiar los “buenos tiempos” y demonizar a los “buenos amigos norteamericanos”.[6] ¿Hasta dónde se mantuvo este rechazo? No lo sé; mas no me parece una cuestión relevante. Lo que importa es que Leopoldo Zea, aunque en ese entonces no hizo el énfasis que yo ahora quiero hacer en torno al problema de la técnica, se haya atrevido a formular el problema, no menos importante, de la ingenuidad que muchos hombres han mostrado frente a las diversas dimensiones políticas, económicas y sociales implicadas en la cuestión emergente sobre el nuevo uso que se le ha dado al poderío armamentístico y tecnológico acumulado por las naciones desarrolladas, precisamente, durante los años de la “guerra fría”, que no es otro más que el de conseguir, mediante la fuerza, los recursos naturales que se requieren para sostener los niveles de bienestar de un modelo de sociedad inspirado, desde el principio, en la producción y la reproducción tecnológica. El tiempo, lamentablemente, le ha dado la razón de una manera contundente e inapelable.

 

La comprensión del problema de la técnica no es simple. Muestra de ello es que todas las posibles dificultades que uno puede ir encontrando en el camino de su planteamiento, aunque sea difícil de creer, siguen estando inspiradas en esa ceguera característica de quienes han sentido miedo durante mucho tiempo. Pero yo no olvido que quienes se han dejado gobernar demasiado tiempo por el temor sólo pueden tener ojos para los fantasmas a los que temen. En este caso, la ceguera involucrada es detectable en esa distinción, todavía predominante en nuestros días, entre una “tecnología bélica” y una “tecnología pacífica”, la cual sólo puede ser producto de una incomprensión o “no-visibilidad” generada por el miedo a que todo recurso científico y tecnológico pueda ser utilizado con fines bélicos o terroristas. Y dicho miedo, lo sabemos, se ha reforzado rápidamente porque, desde hace algunos años, cualquiera puede mirar terroristas y militares en todas las situaciones en que se ha verificado el uso injustificado de la tecnología. Y aunque en el trasfondo de esta creencia en fantasmas puedan hallarse buenas justificaciones para sentir miedo, y aunque éste sea, incluso, un indicador realmente alentador, pues detrás de él uno puede identificar una censura tajante contra la guerra y un voto de confianza a favor de la ciencia y la tecnología, lo cierto es que el problema de la técnica implica un espectro de casos mucho más amplio, el cual salta a la vista de inmediato, en cuanto dejamos de preocuparnos por los terroristas y los militares.

 

Todas nuestras actuales crisis ecológicas dan constancia de lo que escribo, pues en su origen, es decir, en todas sus posibles causas, se hallan implicados usos no-bélicos ni terroristas de la ciencia y la tecnología. Se trata, pues, de entender que detrás del problema de la técnica hay agentes y sistemas de relación mucho más complejos. Pero, para quien teme solamente por el uso bélico de la ciencia y la tecnología, el único problema de la técnica radica, en cambio, en no haber establecido aún unos criterios claros sobre su uso apropiado y su finalidad. Lamentablemente, el problema de la técnica, se quiera o no, proviene de algo mucho más complejo que el mal uso que se le puede dar a un instrumento, una herramienta o un aparato.

5-3

 

II

 

Konrad Lorenz fue uno de los intelectuales que supieron expresar con mayor claridad y firmeza sus ideas sobre cómo salirse del abrumador y general “sentimiento de miedo” frente al imparable desarrollo tecnológico de las sociedades industriales. Y su estrategia no deja de ser interesante, pues terminó haciéndolo extensivo, precisamente, a unos fenómenos sociales y culturales que no tenían por qué representar, en apariencia, ningún tipo de riesgo o amenaza. En su opinión, la técnica amenazaba con convertirse en la gran tirana de las sociedades humanas, porque, siendo una actividad que, por su esencia, tendría que ser un medio con vistas a un fin, se había convertido en un fin en sí misma, llegando a ser, incluso, generadora de un nuevo sistema de valores, de una nueva civilización material.[7] Su preocupación por la técnica, en este sentido, no se limitaba a temer que el desarrollo tecnológico hubiese hecho posible el aumento de esa capacidad destructiva que los hombres habían mostrado en las Guerras Mundiales de la primera mitad del siglo xx. Le temía mucho más a la misma idea de “desarrollo” defendida por unos hombres que ya empezaban a mostrarse completamente convencidos de que toda posibilidad tecnológica representa un proyecto que debe llevarse a cabo sin importar el costo. Sus temores, en este sentido, estaban inspirados en reconocer el peligro que representaba, por sí misma, la existencia de eso que él quiso llamar «pensamiento tecnomorfo»; el cual estaba destinado a mostrar lo peor de sí mismo, más que en una improbable “guerra nuclear”, en la mortífera generalización de un modelo de vida urbana que, al haberse configurado con base en una ideología de producción tecnológica, terminaría ignorando, tarde o temprano, los indispensables equilibrios ecológicos que se requieren para garantizar el desarrollo de la vida y la paz mundial.

 

Más recientemente, Giovanni Reale retomó algunos elementos de este enfoque crítico ensayado por Lorenz respecto al sospechoso desarrollo tecnológico de las sociedades industriales, para elaborar su propio intento de ubicar y describir teóricamente el problema del extremismo científico-tecnológico de las sociedades contemporáneas. Pero su crítica personal contra la técnica no se ha quedado reducida, como en el caso de Lorenz, a la crítica de los valores culturales que respaldan al tecnologicismo en todos los ámbitos de la vida humana, sino que también incluye una crítica a los valores culturales del pragmatismo, ya que ambos, según el mismo ha dicho:

 

“[…] llevan al extremo la transformación, en sentido nihilista, del dicho metafísico verum ipsum factum, es decir, que es verdadero aquello que se hace o se puede hacer, esto es, son «verdaderas» la praxis y la técnica; todos los valores son absorbidos en el hacer y el producir. En consecuencia, las cosas y la naturaleza en su conjunto corren el riesgo de perder toda «sacralidad» es decir, su estatuto y su independencia ontológica. Su sentido queda reducido casi íntegramente al hecho de ser «servible», a su «utilidad»”.[8]

 

5-4

Ideas que yo comparto —aunque más tarde las someta a discusión para reconsiderar algunas de las ideas de Heidegger— porque me parece muy oportuno relacionar el temor frente a los excesos de la producción tecnológica con el temor general ante los excesos que puede implicar toda forma del hacer humano. De nada sirve des-confiar de los alcances o consecuencias de la técnica moderna, si al hacerlo no nos atrevemos a des-confiar también de las acciones de aquellos que, en última instancia, la actualizan y re-actualizan cotidianamente, es decir, de aquellos que la ponen en práctica todos los días y a todas horas, valorándola, re-valorándola y confirmándola con cada una de sus acciones. Precisamente por eso, el énfasis que Giovanni Reale le ha querido poner —siguiendo a Lorenz— a la dimensión axiológica del problema de la técnica es digno de un análisis especial, ya que con ello ha puesto de relieve la absorción de todos los valores humanos en esa sospechosa moral del hacer productivo y de la producción tecnológica, la cual, ciertamente, se ha logrado imponer a todo lo largo del siglo xx, hasta nuestros días, aniquilando todas las otras posibles configuraciones morales para el hacer y el producir de los seres humanos.

 

Lluís Duch —retomando y re-significando nociones como la de «sociedad del riesgo»[9] de Ulrich Beck e «inseguridad fabricada»[10] de Anthony Giddens— también ha intentado formular un enfoque crítico muy parecido al de Lorenz. Pero, al hacerlo, ha cometido un grave error, pues supone que, para superar la creciente inseguridad fabricada en las sociedades del riesgo, es indispensable separar la inseguridad provocada por el uso de la tecnología, que él llama «inseguridad cultural», de la inseguridad provocada por los desastres naturales.

 

“En el inicio del tercer milenio —nos dice—, creo que tenemos que hacer frente a una inseguridad que también podría ser denominada «cultural», ya que no se trata primordialmente, como sucedía antaño, de la inseguridad provocada por los desastres naturales, sino de la inseguridad segregada por la dinámica del mismo desarrollo cultural y tecnológico, que acostumbra a estar en posesión de las grandes potencias económicas y militares. Es una realidad que salta a la vista que el mundo moderno —al menos en los países de la órbita occidental, evidentemente, eso no es aplicable, por ejemplo, a la gran mayoría de los países de África— ya no se encuentra tan imperiosamente sometido a los numerosos y fatales desastres de la naturaleza, hambrunas o epidemias, tal como ha sucedido en la historia de la humanidad desde los orígenes hasta, prácticamente, los comienzos del siglo xx”.[11]  

 

Pero, al insistir de esta manera en conservar la idea de un aparente “nivel de bienestar” de los países desarrollados, ha preferido ignorar que el mayor riesgo de toda «inseguridad fabricada» es la posibilidad de sucumbir, como humanidad, con todo y el supuesto desarrollo tecnológico de algunas sociedades contemporáneas, frente a las leyes inexorables de la Naturaleza. Desatiende el hecho de que, en cualquier escenario posible, la inseguridad fabricada mediante el uso y el abuso de la tecnología representa una perdida de seguridad, generada por un mismo modelo de vida urbana o civilizada que no ha estado interesada en reconocerse, ni en reconocernos, como parte integral de la Naturaleza. Y esto no sólo en el sentido que hace de la cultura una «segunda naturaleza», sino sobre todo en el sentido en que ninguna aplicación tecnológica, ni siquiera las que se esperan lograr en los próximos años mediante el desarrollo de la nanotecnología, podrá hacernos completamente extraños a la Naturaleza. Ninguna ciudad es una abstracción lo suficientemente independiente del ecosistema en que está instalada y la sustenta. Toda crisis de la vida urbana es, en el fondo, una crisis ecológica. La inútil e ilusoria oposición “Cultura-Naturaleza”, en el texto de Duch, cobra nuevos bríos para fortalecer —como veremos más adelante— el misterio de la esencia de la técnica y los verdaderos peligros que amenazan a nuestras actuales «sociedades del riesgo».

 

5-5

Todo esto ha quedado muy claro ahora que la olvidada monstruosidad intimidante de la Naturaleza, que propició tantos mitos y fórmulas mágicas en la Antigüedad, no sólo para intentar su conjuro, sino también para jugar con su invocación, ha resurgido con fuerza en nuestro actual horizonte de la vida cotidiana a través de la dimensión alcanzada por todos esos tornados, huracanes y maremotos inesperados, que lo mismo nos sorprenden por su inusitada intensidad que por su irregular emergencia y hasta por su completamente inusual ubicación geográfica. Tampoco olvidemos las constantes inundaciones que ahora tienen lugar por todos lados, que lo mismo suceden, sin respetar ninguna regla o convención social, en plena “época de lluvias” que en plena “épocas de secas”, reconfigurando nuestra concepción de las regularidades temporales, tanto en el sentido climático como en el sentido de su duración y capacidad de destrucción. Y precisamente por eso todos estos extraños o inusuales fenómenos naturales son apenas comprensibles como “efectos indeseables” del constante e irracional abuso tecnológico del hombre, mostrando con ello algunas pistas sobre las relaciones de causalidad que nos conectan a ellos. Y lo que es más importante: debemos hacer consciencia de que todas estas contingencias ambientales están sucediendo sin respetar los espejismos, alucinaciones o falsas creencias sobre el bienestar y la seguridad alcanzada por los pueblos civilizados que viven bajo el amparo de su altamente desarrollada producción tecnológica. Los huracanes y tornados hoy azotan por igual a Canadá, Estados Unidos, Inglaterra y Alemania, que a México y otros países latinoamericanos. Las inundaciones se han convertido en la peor pesadilla de varios países europeos y asiáticos del primer mundo, como lo habían sido por causa del subdesarrollo, durante décadas y hasta hace muy poco, en las vidas de millones de personas en todos los países de Centro y Sudamérica, así como en los países tercermundistas de África y Asia. El cambio climático, tan anunciado por los mismos científicos desde hace mucho tiempo, hoy día es una realidad que empieza a alimentar nuestro sentimiento de inseguridad con catástrofes de verdaderas proporciones bíblicas.

 

Pero Duch no se equivoca del todo. Tiene razón por lo menos en dos cosas: 1) en que el «sentimiento de inseguridad» ahora imperante en las «sociedades del riesgo» es en el fondo una fractura psicológica del «sentimiento de confianza» del hombre civilizado en general; y 2) que dicha fractura debe pensarse como una «inseguridad ontológica», como una pérdida de realidad que no sólo afecta la realidad de las cosas, de las personas, del mundo entero, sino también a la idea misma de realidad como «realidad compartida».[12] El enunciado en donde conjunta ambas ideas, además, resulta verdaderamente esclarecedor respecto de otras tantas cosas importantes: Es un hecho indudable que, en nuestra sociedad, ha tenido lugar una profunda fractura de la confianza respecto a todo aquello que antaño se «daba por garantizado en la vida cotidiana», lo cual significa que el sentimiento de realidad compartida ya no existe o, al menos, que se encuentra en una situación de extrema precariedad, dando lugar entonces a una amplia gama de patologías, trastocamientos y disfunciones que afectan profundamente la psicología individual y colectiva.[13]

 

Las profundas transformaciones psicológicas que el miedo a la tecnología ha suscitado en las que ahora llamamos «sociedades del riesgo» son, en efecto, el síntoma de una pérdida de confianza, pero también de los múltiples peligros de toda vida civilizada. Estos peligros, además, se intuyen cotidianamente, generando un sentimiento generalizado y permanente de inseguridad, no sólo por el incremento en la neurosis individual y colectiva, sino por una profunda transformación del mundo que ha hecho inútiles todos nuestros instrumentos para establecer una cierta certidumbre ontológica, revelándonos la necesidad de una nueva reflexión filosófica que, por lo menos, nos permita establecer las causas de dichas transformaciones y de los nuevos sentidos de lo humano que han surgido en medio de este renovado horizonte de incertidumbre para el hombre.

 

5-6

III

 

La manera como la tecnología se ha ido apoderando de nuestras vidas es realmente apabullante, mas no por eso incomprensible. Quizá hoy todavía algunos puedan recordar con nostalgia ese gran universo de comunicación humana que existió gracias a las cartas y el servicio postal, pero lo cierto es que, en la actualidad, aun los más viejos, son personas que en algún momento de su vida abandonaron gustosos el correo para hablar largas horas por teléfono, ver televisión o escuchar radio. Además, los tiempos han cambiado mucho más, no cabe duda. El relevo generacional se ha hecho cada vez más vertiginoso y ahora son los viejos usuarios del teléfono, la televisión y la radio los que en realidad sienten nostalgia, algunas veces, al percatarse de que prefieren usar su e-mail o su e-chat en lugar de hacer una llamada telefónica —aun cuando su medio de enlace a la web sea, precisamente, un teléfono celular. La tecnología, nos guste o no, es una realidad que hemos hecho ineludible, voluntariamente, desde hace mucho tiempo. Y se trata, además, de una realidad que nos ha parecido, casi siempre, satisfactoria y ampliamente deseable.

 

El problema que trato de plantear ahora, sin embargo, no es que la tecnología sea o no parte de nuestras vidas, sino el hecho de que se haya hecho apabullante justo en la medida en que se ha logrado apoderar de ellas, hasta un punto en el que la única referencia sensible o corporal de la mayoría de nuestras relaciones humanas es ella misma. ¿A cuántas personas tratamos al día en persona y a cuántas por mediación de algún instrumento tecnológico? ¿Cuándo y por qué razones empezamos a creer que la mejor forma de comunicarnos con otras personas podía ser el e-chat o el e-mail? ¿Hasta dónde puede llegar todo esto? “Hoy como nunca —nos dice Alberto Constante— nos encontramos con los cyborgs, los amigos electrónicos, las relaciones íntimas y los espacios virtuales que nos dan la sensación de haber ganado una región, una historia, un espacio habitable o el temor de haber perdido algo en un olvido”.[14] Y aclaro que con esto no estoy confesando mi preocupación por el destino de la tecnología, sino por el destino del hombre en la era de la producción y la re-producción tecnológica.[15]

 

Pero tomar conciencia de todo esto no es tan fácil como podría parecerlo ahora que estoy escribiendo estas líneas en una computadora portátil. Sólo después de mucho pensarlo me di cuenta de que una parte importante del problema es que lo primero que nos sucede, al tomar conciencia de un hecho tan simple, es que guardamos un silencio incomprensible porque nos hemos quedado sin palabras. Así que dicho silencio, en este caso, no sólo es síntoma de un asombro y anonadamiento perfectamente comprensibles, sino que también es un síntoma del empobrecimiento de los instrumentos lingüísticos que utilizamos comúnmente para pensar el mundo, la realidad, todo lo que nos rodea. No tenemos palabras suficientes —posiblemente porque todavía no las hemos inventado— para pensar esa realidad en la que hemos estado inmersos desde hace varias décadas. Y junto con esa insuficiencia lingüístico-conceptual viene, no el asombro, sino un permanente sentimiento de confusión y desconfianza que anuncia ya un problema mucho mayor: lo que ahora parece ser un simple empobrecimiento de nuestros recursos ontológicos para pensar la realidad, se convertirá, tarde o temprano, en una fractura irreparable de toda realidad posible. Todas nuestras certezas sobre el mundo, sobre otras personas y sobre nosotros mismos desaparecerán, generando una catástrofe irreversible.

EDVARD MUNCH, MELANCOLÍA II (1898)

EDVARD MUNCH, MELANCOLÍA II (1898)

 

Ahora bien, pese a la relativa oscuridad de su pensamiento filosófico y las pocas simpatías con las que hoy cuenta su persona, sobre todo entre algunos moralistas extremistas que lo siguen condenando por su innegable relación con el nazismo, las ideas que Martin Heidegger desarrolló en “La pregunta por la técnica” (conferencia pronunciada en 1953), pueden traer, sin duda, alguna claridad sobre cómo revertir esto último y tomar rumbo hacia un nuevo esclarecimiento ontológico de la realidad. Lo primero es que, para él, la pregunta por la técnica, con todo y su posible catastrofismo, era en efecto una cuestión ineludible para todo filósofo de posguerra que estuviera buscando un camino hacia la verdad. Mas reconocer esto, lejos de obligarlo a aceptar la visión de quienes, como Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, intentaban criticar la violencia instrumental de la cultura moderna,[16] lo llevó a planear que la pregunta por la técnica debía convertirse en un preguntar por su esencia, para superar de este modo la ingenuidad teórica de quienes sólo deseaban comprenderla como un simple medio o como un simple hacer del hombre.[17] Y Heidegger tenía mucha razón al proponer este distanciamiento filosófico respecto de las determinaciones instrumentales y antropológicas de la técnica, ya que es cierto que preguntar por la técnica debía implicar, ante todo, un preguntar por su esencia para ser capaces de ver que «lo peligroso», en nuestro mundo contemporáneo, no es la técnica en sí, ni algo parecido a un «demonio de la técnica», sino el «misterio de su esencia».[18]

 

“La amenaza —decía Heidegger— no le viene al hombre principalmente de que las máquinas y aparatos de la técnica puedan actuar quizá de modo mortífero. La más peculiar amenaza se ha introducido ya en la esencia del hombre. El dominio de lo dis-puesto amenaza con la posibilidad de que el hombre pueda rehusarse a retrotraerse a un desocultar más originario y así negarse a experimentar el aliento [Zuspruch: llamada] de una verdad más inicial”.[19]

 

Lo que este filósofo alemán proponía, por tanto, era conectar el problema de la esencia de la técnica con el problema de su relación con la verdad (en sentido heideggeriano, por supuesto). Y esto explica porque se negó, de una manera tan categórica, a admitir la reducción del problema establecida por aquellos que sólo se preocupaban por el desarrollo tecnológico de las sociedades industriales en términos de una relación medios-fines (determinación instrumental) y de aquellos que no podían distinguir correctamente entre la técnica y la praxis (determinación antropológica). La técnica —según él afirmaba tajantemente— no es, pues, un simple medio, sino un «modo del desocultar».[20] Pero no hubiese sido posible concebir de esta manera el problema de la técnica sin su negativa a seguir el camino de la determinación antropológico-instrumental, pues gracias a ella se dio cuenta de que el camino de la pregunta por la esencia de la técnica no podía iniciar ni llevarnos a algo técnico (a una teoría del instrumento) ni a una teoría de la acción, sino a algo completamente distinto aunque no ajeno del todo a la técnica. El problema, sin duda lo vio perfectamente, es que existía un gran peligro en que el hombre siguiese ignorando, por incompetencias lingüístico-conceptuales, que la verdadera amenaza de la técnica moderna no radica en ella misma, sino en des-conocer aquello que ella es capaz de des-ocultar para colocarlo en el «sentido de la provocación»: las energías ocultas de la naturaleza.[21]

 

5-8

Ahora bien, lo que hay de importante en ser capaces de concebir este «des-ocultar provocante» de la técnica moderna, a diferencia de otras formas del hacer productivo del hombre, es que nos descubre que el hombre, no sólo tiene la facultad de poner en evidencia el poder contenido en estas energías ocultas mediante la técnica, sino que también puede y de hecho busca liberarlas tecnológicamente para transformarlas y acumularlas, para ex-ponerlas y re-ponerlas, para actualizarlas o hacerlas presentes de una manera muy específica, a la que Heidegger llamó el «sentido de lo constante». Pero precisamente al plantearlo así, Heidegger nos obliga a reconocer que el género humano entero está colocado o dis-puesto, frente a la técnica y la naturaleza, en una doble y permanente situación de provocación. Por un lado, porque tiene que seguir provocando a la Naturaleza para que ésta muestre o libere todo lo que había mantenido oculto a nuestros ojos, pues en ello todo hombre se juega su vocación natural por el des-ocultar mismo, por el traer a la presencia todo aquello que está ausente, tanto en el sentido de la verdad como en el sentido de la libertad o de la liberación. Pero, por otro lado, porque toda la humanidad está dis-puesta o provocada a mantenerse en el camino de la provocación: está provocada a provocar y seguir provocando a la Naturaleza.

 

La esencia de la técnica para Heidegger, de acuerdo con esto, no es más que un destino encontrado en el camino de un quizá no tan simple “estar dis-puesto”, es decir, de un estar provocado a des-ocultar las energías de la Naturaleza, sus fuerzas ocultas, para liberarlas, transformarlas y acumularlas, es decir, para establecerlas como «lo constante», como «medida de todo lo real».[22] Pero creo que es mejor leerlo en sus propias palabras:

 

“La esencia de la técnica reposa en lo dis-puesto. Su imperar pertenece al destino. Porque éste lleva, en cada caso, al hombre a un camino del desocultar, el hombre en camino está continuamente al borde de la posibilidad de perseguir y activar sólo lo desocultado en el establecer y tomarlo como medida de todo. Con ello se cierra la otra posibilidad: que el hombre se entregue más bien, más y siempre más principalmente, a la esencia de lo desvelado y de su desvelamiento, para experimentar como su esencia la fructuosa pertenencia del desocultar”.[23]

 

Precisamente por eso —y en esto hallo lo más valioso en el texto de Heidegger— en el destino del desocultamiento se encuentra, no un peligro cualquiera, sino el peligro supremo: el peligro de que el hombre pueda equivocarse en lo desvelado y lo malinterprete, confundiéndose, por ejemplo, en todo lo que se refiere a su propio papel en la compleja relación causal mediante la cual es capaz de hacer presentes, como realidades perfectamente calculables, todas esas energías liberadas mediante el des-ocultar propio de la técnica moderna; lo cual, por otro lado, abre la posibilidad de ocultar no sólo la esencia de la técnica, sino todo lo presente, todo lo que hay de verdadero y de real en el mundo.[24] Ahora bien, en esto, que puede ser perfectamente lo que otros han señalado como el máximo riesgo de nuestras sociedades apabulladas por el uso de la técnica moderna, Heidegger encontró —con ayuda de la poesía de Hölderlin— una incomparable oportunidad para ver en medio del peligro lo salvador, ya que él asumía que, así como la esencia de la técnica alberga en sí lo peligroso, también alberga el crecimiento posible de lo que puede salvarnos.[25]

5-9

 

La salvación, para Heidegger, solamente requiere que podamos, en última instancia, mantenernos en el «camino de la esencia».[26] Pero, para ello, insiste en que es necesario entender lo esencial en un sentido no-escolar del término, ya que todo lo esencial debe llevarnos a reflexionar y persistir en la duración de lo esente. Mas nos advierte que no nos confundamos con lo per-durante en el sentido platónico aristotélico, lo-que-perdura, pues no se trata de llevar la esencia de la técnica a una per-duración trascendente, sino a la per-sistencia del hombre en la existencia, para así garantizar, simultáneamente, el resguardo, no sólo de la esencia de la técnica, sino sobre todo de la esencia de la verdad.[27] Y es éste, precisamente, el sentido más originario del desocultar al que Heidegger se refería en el primer fragmento que he citado; y del cual él se sirvió para también anunciar el papel que el arte podría desempeñar para llevar a la esencia de la técnica a un plano más elevado, más originario.[28] Lo que de alguna manera queda expresado perfectamente en este otro fragmento de su conferencia:

 

“Lo esente de la técnica amenaza el desocultar, amenaza con la posibilidad de que todo desocultar vaya a para al establecer y que todo se conciba únicamente en el develamiento de lo constante. El hacer humano jamás puede enfrentar este peligro inmediatamente. El esfuerzo humano no puede conjurar por sí solo el peligro. Sin embargo, la reflexión humana puede meditar que todo lo salvador tiene que ser una esencia más elevada, aunque emparentada al mismo tiempo con lo amenazado por el peligro”.

 

Ahora bien, Heidegger con todo esto llevó en efecto a un verdadero plano de reflexión filosófica el problema de la técnica y los riesgos en él implicados, mas no por eso podemos asumir que el asunto esté más que resuelto. Por el contrario, con su ayuda, apenas estamos abriendo un camino para ofrecer una respuesta satisfactoria de acuerdo con nuestra época. No es suficiente, por ejemplo, con aprender, junto con él, que nada de la técnica, en tanto que objeto o instrumento, puede ser nuestro verdadero problema; ni tampoco es suficiente el marco conceptual que aquí hemos explorado brevemente. El poder concebir la relación que la técnica guarda con la verdad, nos muestra que ella es una forma de la voluntad de verdad del hombre moderno que se ha mantenido vigente y bastante activa hasta nuestros días. Pero esto, aunque ciertamente nos ayuda a entender que el problema de la técnica no puede mantenerse en el ámbito del uso correcto o incorrecto de unos instrumentos y máquinas, todavía no nos dice nada acerca del sentido ético que pueda contener la violencia que también toda búsqueda de la verdad puede acarrearnos. En un momento de una gran lucidez intelectual y de un profundo descaro intelectual —por qué no decirlo—, George Steiner no ha querido dejar de señalar a ese imprescindible camino de la verdad como uno de los motores fundamentales de nuestra actual crisis político, espiritual y ecológica, frente al desarrollo implacable de la ciencia y la tecnología. La cita es larga, pero vale la pena:

 

“Que la ciencia y la tecnología —dice Steiner— acarrearon consigo agudos problemas de daños ambientales, de desequilibrio económico, de deformación moral es ciertamente un lugar común. Atendiendo a la ecología y a los ideales de sensibilidad, el costo de las revoluciones científicas y tecnológicas de los cuatro siglos pasados fue muy elevado. Pero a pesar de las críticas anárquicas y bucólicas, como las formuladas por Thoreau y Tolstoy, fundamentalmente no se ha dudado de que debería haberse afrontado dicho costo. En esa seguridad, que en gran parte no ha sido examinada, había algo de ciega voluntad económica, de inmensa sed por conquistar bienestar y diversidad material. Pero también obró un mecanismo mucho más profundo: la convicción, implantada profundamente en el temperamento occidental, por lo menos desde Atenas, de que la indagación intelectual debe avanzar, de que ese movimiento es en sí mismo y meritorio, de que la relación propia del hombre con la verdad es la relación del perseguidor, del cazador (el “¡busca!” de Sócrates para acorralar a su presa resuena a lo largo de toda nuestra historia). Nosotros abrimos las sucesivas puertas del castillo de Barba Azul porque las puertas “está ahí”, porque cada una conduce a la siguiente en virtud de una lógica de intensificación que es la intensificación de su propia conciencia que tiene el espíritu. Dejar una puerta cerrada sería no sólo cobardía sino una traición —radical y automutiladora— hecha a la postura de nuestra especie que es inquisitiva, que tantea, que se proyecta hacia delante. Somos cazadores que vamos tras la realidad cualquiera que sea el lugar a que ésta nos pueda llevar. Los riesgos, los desastres que pueden sobrevenir son flagrantes. Pero así es, o por lo menos fue hasta muy reciente, el supuesto axiomático y a priori de nuestra civilización, según el cual el hombre y la verdad son compañeros, sus caminos tienden hacia delante y están dialécticamente emparentados”.[29]

 

Y tiene razón, no sólo al señalar que es un lugar común seguir denunciando todos los desastres que trajo consigo la opción tomada a favor de un modelo de vida en el que —como lo hemos sabido siempre— la apuesta científico-tecnológica implicaba un alto costo, tanto de recursos humanos como de recursos naturales, sino también al relacionar con gran precisión esta imperturbable disposición cultural al gasto, al consumo antropófago, con esa voluntad de verdad tan profundamente valorada por Martin Heidegger. De nada nos sirve tener a la verdad de nuestro lado en nuestra guerra contra la “barbarie tecnológica”, sin una idea clara de las relaciones de la verdad y la técnica con lo bueno y con lo justo.

5-10

 

IV

 

De alguna manera lo que se nos había mantenido oculto, hasta aquí, es que el problema de la técnica no sólo no puede seguir siendo analizado y explicado en el ámbito del cálculo racional, el ámbito de los medios y los fines, y ni siquiera en el ámbito de la pura verdad (aunque con ello ganemos en claridad conceptual), sino que debemos ser capaces de examinar su vínculos con el problema del bien, es decir, con su dimensión más claramente ética, para salir del atolladero. Pero querer relacionar el problema de la técnica con el problema del bien no está fundamentado en la simple convicción de que no podremos asumir nuestra responsabilidad sobre la técnica mientras nuestra voluntad de verdad siga dominando, para sí misma, nuestra relación con la técnica, sino en que esta convicción carecerá de un auténtico sustento mientras no se argumente a favor del fuerte sentido ético de la misma pregunta. Para ello, según creo, son necesarias dos cosas: 1) mostrar que el encuadre ontológico del problema de la técnica está relacionado con una ética de la responsabilidad y 2) que ésta, a su vez, puede fundamentarse en unos principios ontológicos que ya incluyan una comprensión de nuestras nuevas realidades provenientes del uso indiscriminado de la tecnología. Ambos objetivos, pues, exigen una explicación sobre dos sistemas de causalidad que pueden explicarse, sin duda, con ayuda de la vieja filosofía griega.

 

Primero que nada habría que establecer que la causalidad que puede explicarnos qué tipo de responsabilidad tenemos sobre la técnica, la cual, como el mismo Heidegger lo señaló oportunamente, es un tipo de causalidad que está más allá de la causalidad imperante en donde domina la pura instrumentalidad, en donde se persiguen fines y se aplican medios, y que se trata, según sabemos, de ese tipo de causalidad que da lugar a la presencia de algo en la existencia.[30] Pero, aunque el filósofo alemán tiene razón en hacer un peculiar énfasis en el necesario sentido inmanente de las relaciones causales implicadas en el problema de la técnica, es necesario reconocer que los viejos filósofos griegos siguen aventajándolo en lo que se refiere a la comprensión del profundo sentido ético de la causalidad.

 

Es cierto que Heidegger sigue la teoría de la cuádruple causalidad desarrollada por Aristóteles tanto en la Física como en la Metafísica,[31] y que por eso excluye a la acción y al instrumento del ámbito de su pregunta por la esencia de la técnica (lo cual debe aplaudírsele), pero quizá ignora demasiado intencionalmente el sentido ético de dicha exclusión para acentuar el sentido ontológico del problema de la causalidad.[32]

 

En sentido estricto, Aristóteles no excluye ni a los instrumentos ni a las acciones de su definición de causa. Lo que hace, simplemente, es subrayar que el único sentido en que pueden ser causa de algo es meramente accidental, es decir, afirma que lo son únicamente en tanto que nuestra manera de hablar nos permite situarlas como causa de algún tipo de efecto, aunque, de hecho, no puedan perdurar más que éste.[33] Su condición causal es, precisamente, la de ser medios para que la causalidad se establezca y se realice; son los medios para que ciertos propósitos se realicen. Por ejemplo, cuando un constructor está construyendo un edificio, cualquiera podría confundirse al hablar y podría decir que las herramientas del constructor (sus instrumentos) y su propia acción de construir son causa del edificio, pero ni lo uno ni lo otro son, en sentido estricto, su causa. Sí lo sería, en cambio, el constructor, los materiales empleados (transformados o configurados) en su construcción, la idea de su apariencia final (su forma o figura) y la finalidad para la que está siendo construido. Pues bien, la exclusión finalmente se da porque, para Aristóteles, las causas en las que estaba pensando para comprender la relación causal eran, todas ellas, “modos de ser responsables de que algo sea lo que es”, explicaciones de su existencia, ya sea como principios o como fines.[34] Y, en ese sentido, ni los instrumentos ni las acciones pueden recoger en sí este tipo de responsabilidad, pues no responden por la existencia de nada más que de una manera circunstancial.

5-11

 

Hasta aquí, Heidegger siguió perfectamente la idea de causalidad de Aristóteles. Pero después ya no quiso seguirlo cuando se dio cuenta de que el filósofo griego, al plantearse el problema de la «causa final», tomando en una consideración simultánea a las cosas naturales y las cosas del arte humano, descubrió que la tendencia hacia un propósito, persistente en ambos casos, era el resultado de una ordenación natural de todas las cosas existentes hacia su propia naturaleza y no un producto del azar o de la simple necesidad.[35] Pero con ello Aristóteles había demostrado, no sólo que la naturaleza era una causa y que como tal le correspondía ser la causalidad de un propósito, sino que la misma estructura de toda causalidad que estuviera ligada a un propósito dependía de una determinación racional de la existencia misma y no de la problemática intencionalidad de un agente. De alguna manera (una bastante extraña, por cierto) se percató de que una cierta idea abstracta de Naturaleza le permitiría explicar el movimiento desde el reposo mismo. Por eso incluyó, en su definición formal de este término, la idea de que la naturaleza es «aquello-de-donde se origina primeramente el movimiento que se da en cada una de la cosas que se da por naturaleza y que se corresponde a cada una de éstas en tanto que es tal».[36] Agregando, además, que «por ello, al referirnos a cuantas cosas son o se generan por naturaleza, no decimos que poseen la naturaleza correspondiente hasta que no poseen ya la forma y la configuración, aun cuando exista ya aquello de lo cual por naturaleza son o se generan».[37]

 

La clave, pues, para entender los múltiples sentidos del término “naturaleza” en Aristóteles, así como la relación de éste con la causalidad y la técnica, hay que buscarlo en la disolución de la oposición tradicional entre las “cosas naturales” y las “cosas del arte humano”, ya que ambas, en sentido estricto, poseen una naturaleza en tanto que su existencia se conforma de acuerdo a un fin. Esa condición de finalidad, por supuesto, sólo cuenta como un verdadero propósito en tanto que se pueda encontrar ya realizado en las cosas de las que se predica en su perfecta expresión manifiesta, es decir, como causalidad en acto y, por eso, como legalidad auto-reguladora del ente en cuestión. El sentido ético que yo encuentro en todo esto, por lo tanto, recae en la idea de acabamiento, de perfección y de plenitud que acompaña a esa idea abstracta como medida de todas las cosas: la naturaleza completa a la que se tienen que conformar todas las cosas, a saber, su propia naturaleza. Pues en ella existe un criterio de lo que es bueno y justo para cada cosa y para sus causas: su propia perfección. La mirada hacia la responsabilidad, no ya en un sentido ontológico, que le correspondería a la misma causalidad, sino en un sentido ético, radica en poder llevar a las cosas a su perfección, en ser responsables de la plena realización de su naturaleza.[38] Lo contrario, de hecho, no sería posible sin que acontezca un peligro en el sentido heideggeriano. Pues no se nos debe olvidar que el hecho de que todas las cosas tengan un propósito implica asumir que su naturaleza (en el sentido de esencia) es buscar la plenitud de su finalidad.

 

Algo muy semejante podemos encontrar en el pensamiento de Platón, en el Libro x de las Leyes para ser más específicos, donde el filósofo ateniense, para invertir la creencia ordinaria de que el arte divino y el arte humano eran de menor dignidad que la Naturaleza, el Azar y la Necesidad, se vio obligado a demostrar, con base en la anterioridad del alma, que «la opinión, la previsión, la inteligencia, el arte y la ley han existido antes que la dureza, la blandura, la pesantez y la ligereza»[39] y que «todas las producciones de la naturaleza y la naturaleza misma, según el falso sentido que le habían dado a este término, son posteriores y están subordinadas al arte y a la inteligencia».[40] Pero con esto también demostró que el arte al que se refería incluía tanto al arte humano como al arte divino. La idea central, pues, es bastante básica, ya que con ella Platón intentó resaltar el hecho de que la verdadera naturaleza se corresponde con el arte en tanto que ambos son productos o se generan de una alma gobernada por la inteligencia cósmica. Y nos volvemos a encontrar, como en el caso de Aristóteles, con una idea de Naturaleza que funciona como estructura racional de todas las cosas existentes. En este caso, sin embargo, el Arte al que se refiere Platón, que incluye al arte divino y humano, resulta ser un modelo de causalidad eficiente que funciona conforme los principios de una regularidad común, que aplica igual para todos lo artificios humanos como para los artificios divinos (las cosas naturales): la inteligencia del alma. Pero hay que agregar que ésta funcionaría principalmente como principio del movimiento.

5-12

 

Sin embargo, al igual que sucedía en el esquema de Aristóteles, la cuestión de fondo es el de la causalidad final. Sólo que, en la argumentación desarrollada por Platón en la Leyes —tal y como lo ha señalado Guthrie—, el alma es lo verdaderamente natural y por ello, es decir, por ser anterior a todos los cuerpos animados, ella ha podido ser concebida por Platón como la causa de todo movimiento posible (como una causa primera) y, al mismo tiempo, como un propósito inteligente, esto es, como una naturaleza que puede ser entendida, en última instancia, como causa final.[41] Y me parece que justo por eso Platón le confirió un papel tan importante a la inteligencia en el Fedón, ya que él sostenía en dicho diálogo que, a pesar de la torpeza cosmológica mostrada por Anaxágoras,[42] la idea de causalidad implícita en su idea de inteligencia (noûs) expresaba una relación de todas las cosas con un orden racional, el cual podía ser, al mismo tiempo, una causa común para todas las cosas y una finalidad que podría conducirlas hacia lo mejor de sí mismas y de todas ellas en su conjunto.[43] Sin embargo, no sería sino hasta el Filebo que esta idea adquiriría plenamente la doble función de ser una “causa agente” y una “causa universal”,[44] sin esclarecer, por supuesto, el problema de la causalidad en relación con las Formas. Lo importante, en todo caso, es que a la luz del cuádruple análisis de la causalidad del Filebo, la relación de la inteligencia con «lo ilimitado» (la materia) y «lo limitado» (las formas) es ya la de un cuarto principio o causa: el principio agente que los mezcla y los ordena con vistas a una naturaleza oculta en la mezcla, que a la vez funciona como finalidad de la mezcla y finalidad de todas las cosas así constituidas.

 

Esto último puede comprenderse mejor en el Timeo, ya con la presencia de un Artesano Divino queda claro que el cosmos es una creación en la que la medida, el límite y la proporción son elementos constitutivos del bien que existe en él, los cuales, en última instancia, son responsabilidad de su creador, pues el los introdujo al mundo, a la existencia, mezclándolos con delicadeza y precisión, para hacer de las cosas del mundo entidades algo tan bello y excelso como fuera posible.[45] Esta mezcla proporcionada es, en su perfección, esa unidad indisoluble y abstracta que hemos llamado, tomando en cuenta a Aristóteles, Naturaleza. Pero lo complicado de la cosmología platónica no me permite profundizar mucho en esto por los diversos problemas metafísicos que supone (los cuales no voy a discutir aquí). De cualquier forma, lo que nos importa es que esta “mezcla proporcionada”, en su sentido más abstracto, está presente, a través de las Formas, tanto en las “cosas naturales”, como en las “cosas creadas por el hombre”, garantizando así la presencia del bien con que el Divino Artesano creo el cosmos en su misma constitución ontológica.

5-13 

 

Bibliografía

 

  1. Aristóteles, Física. Trad. y notas de Ute Schmidt Osmanczik. Introd. de Antonio Marino López. Edición bilingüe. México, UNAM, Coordinación de Humanidades, 2001. (Biblitheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana, Obras de Aristóteles).
  2. Aristóteles, Metafísica. Trad. de Tomás Calvo Martínez. Madrid, Editorial Gredos, 1998. (Biblioteca Clásica Gredos, 200).
  3. Baudrillard, Jean, La ilusión vital. Trad. de Alberto Jiménez Rioja. Est. introd. de Luis Enrique Alonso. Madrid, Siglo XXI de España Editores, 2002.
  4. Beck, Ulrich, La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad. Trad. de Jorge Navarro, Daniel Jiménez y Ma. Rosa Borrás. Barcelona, Paidós, 1998. (Paidós Básica, 82).
  5. Duch, Lluís, Estaciones del laberinto. Ensayos de antropología. Barcelona, Herder Editorial, 2004.
  6. Giddens, Anthony, Consecuencias de la modernidad. de Ana Lizón Ramón. Madrid, Alianza Editorial, 1994. (Alianza Universidad).
  7. Guthrie, W. K. C., Historia de la filosofía griega V. Platón: segunda época y la Academia. Trad. de Alberto Medina González. Madrid, Editorial Gredos, 1992.
  8. Heidegger, Martin, Filosofía, ciencia y técnica. Trad. y prólogos de Francisco Soler y Jorge Acevedo. 4ª edición. Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 2003.
  9. Hölderlin, Friedrich, Poesía completa. Trad. de Federico Gorbea. 5ª ed. bilingüe. Barcelona, Ediciones 29, 1995. (Libros Río Nuevo/XI).
  10. Horkheimer, Max y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Introd. y trad. de Juan José Sánchez. 6ª ed. Madrid, Editorial Trotta, 2004. (Estructuras y Procesos, Filosofía).
  11. Platón, Diálogos III: Fedón, Banquete y Fedro. Trad. de Conrado Eggers Lan. Madrid, Editorial Gredos, 2000. (Biblioteca Básica de Gredos, 27).
  12. Platón, Diálogos VI: Filebo, Timeo y Critias. Trad. de María Ángeles Durán y Francisco Lisi. Madrid, Editorial Gredos, 2000. (Biblioteca Básica de Gredos, 29).
  13. Platón, Las leyes / Epinomis / El político. Est. introd. de Francisco Larroyo. 6ª ed. México, Editorial Porrúa, 1998. (“sepan cuantos…”, 139).
  14. Reale, Giovanni, La sabiduría antigua. Terapia para los males del hombre contemporáneo. Trad. de Sergio Falvino. 2ª ed. corr. y aum. Barcelona, Editorial Herder, 2000.
  15. Steiner, George, En el castillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura. Trad. de Alberto L. Budo. 2ª ed. Barcelona, Editorial Gedisa, 1992. (Hombre y Sociedad/ Filosofía).
  16. Virilio, Paul, La ciudad pánico. El afuera comienza aquí. Trad. de Alberto L. Budo. 2ª ed. Buenos Aires, Capital Intelectual, 2011. (De Autor).
  17. Xolocotzi, Ángel y Célida Godina (coords.), La técnica ¿orden o desmesura?. Reflexiones desde la fenomenología y la hermenéutica. México, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Facultad de Filosofía y Letras, VR, Los libros de Homero, 2009.

 

Notas

[1] Friedrich Hölderlin, “Patmos”, en Poesía completa, p. 395.
[2] cf. Paul Virilio, Ciudad pánico. El afuera comienza aquí, pp. 20-21: «Después de Dresde, pero sobre todo después de Hiroshima y Nagasaki, esa “aeropolítica” se ha convertido en una cosmopolítica del terror nuclear, con la estrategia anti-Ciudad que hasta hace poco subyacía “al equilibrio del terror” entre el Este y el Oeste; esperando ground zero y emergencia de un terrorismo anónimo susceptible de derrumbar, no sólo las torres de gran altura, sino también esa “paz civil” entre las poblaciones de un mundo en desarrollo».
[3] Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, p. 82.
[4] cf. P. Virilio, op. cit., p. 36: «Un prueba entre otras de esta descomposición de la guerra clásica nos es provista por la inversión del número de víctimas, puesto que en los conflictos recientes el 80% de las pérdidas están del lado de los civiles, mientras que en la guerra tradicional era exactamente a la inversa. Si antaño se distinguía claramente la guerra internacional de la guerra civil —la guerra de todos contra todos—, de ahora en más toda guerra que se precie de tal es primero una guerra contra los civiles».
[5] cf. Leopoldo Zea, “De la guerra fría a la guerra sucia”, en Cuadernos Americanos, Nueva época, Año 5, núm. 28, México, UNAM, julio-agosto de 1991, pp. 160-171.
[6] cf., únicamente a manera de ejemplo, la carta que Herbert Lamm le escribió a Leopoldo Zea el 29 de abril de 1991, publicada en Cuadernos Americanos, Nueva época, Año 5, núm. 28, México, UNAM, julio-agosto de 1991, pp. 175-176.
[7] cf. Giovanni Reale, “Pragmatismo y productivismo tecnológico. La importancia ontológica de la contemplación”, en La sabiduría antigua. Terapia para los males del hombre contemporáneo, p. 83; así como la larga cita que Reale reproduce en las pp. 85-86 del mismo libro.
[8] Ibid., p. 83-84.
[9] cf. Ulrich Beck, La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad, p. 26.
[10] cf. Anthony Giddens, Consecuencias de la modernidad, pp. 91-98 y 121-128.
[11] Lluís Duch, “Tradición y pedagogía”, en Estaciones del laberinto. Ensayos de antropología, p. 141.
[12] cf. Ibid., pp. 142-149.
[13] Ibid., p. 146.
[14] cf. Alberto Constante, “Y los hombres se olvidaron de los dioses”, en Ángel Xolocotzi y Célida Godina (coords.), La técnica ¿orden o desmesura? Reflexiones desde la fenomenología y la hermenéutica, p. 213.
[15] cf. Carlos Másmela, “Heidegger: el ensamblaje del Gestell en la técnica moderna”, en Ibid., p. 72: «Heidegger ve en el destino del Gestell un “peligro” (Gefahr) para el hombre, es más, él es su “peligro supremo” (höchste Gefar)».
[16] Queda pendiente una revisión minuciosa de la crítica que Heidegger emprendió en sus trabajos sobre la ciencia y la técnica, contra las tesis manejadas por Adorno y Horkheimer en la Dialéctica de la Ilustración y algunos otros escritos (no la haré aquí por falta de espacio). Pues mediante ella saldrían a la luz una serie de aciertos que Heidegger efectivamente logró frente a algunas tesis de estos dos célebres miembros de la “Frankfurter Schule”. Tal es el caso, me parece, de la distinción heideggeriana entre praxis y técnica para separar la crítica de la técnica moderna de la crítica de la cultura en general y la manera de definir la relación entre la técnica moderna y la Naturaleza, en la que difiere completamente de sus compatriotas. Sobre el asunto que se menciona aquí específicamente se puede consultar el ensayo “Concepto de Ilustración”, en M. Horkheimer y T. W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, pp. 59-95.  
[17] cf. M. Heidegger, “La pregunta por la técnica”, en Filosofía, ciencia y técnica, pp. 113-114.
[18] cf. Ibid., pp. 138-139.
[19] Ibid., p. 139.
[20] cf. Ibid., p. 121.
[21] cf. Ibid., pp. 123-125.
[22] cf. Ibid., pp. 130 y 134-136.
[23] Ibid., p. 136.
[24] cf. Ibid., pp. 130 y 136-139.
[25] cf. Jean Baudrillard, La ilusión vital, p. 70: «Por supuesto, es cuestión de optimismo trágico, tal como se expresa en la famosa línea de Hölderlin: “Donde está el peligro, crece también la salvación” (Wo die Gefahr wächst, wächts das Rettende auch). Se aplica hoy con la salvedad de que, como el malvado genio de la modernidad ha cambiado nuestro destino, la frase de Hölderlin debe invertirse: cuanto más crezca la salvación, mayor será el peligro. Porque ya no somos las víctimas de un exceso de destino y de peligro, de ilusión y de muerte. Somos víctimas de una ausencia de destino, de una carencia de ilusión, y consecuentemente de un exceso de realidad, seguridad y eficacia. Lo que pende sobre nosotros es el exceso de protección y de positividad, la “salvación” incondicional realizada por nuestras tecnologías. Sin embargo, parece que algo se resiste a esta irresistible tendencia, algo irreductible. Y aquí podríamos citar, como contrapartida a la frase de Hölderlin, esta frase misteriosa de Heidegger: “Cuando estudiamos la esencia ambigua de la tecnología, contemplamos la constelación, el curso estelar del misterio”».
[26] cf. C. Másmela, “Heidegger: el ensamblaje del Gestell en la técnica moderna”, en op. cit., p. 74: «Para Heidegger “salvar” significa, más bien, “ir a buscar algo y conducirlo a su esencia, con el fin de que así, por primera vez, pueda llevar a esta esencia a su resplandor propio”. Con la salvación él se refiere entonces a la esencia de la técnica, que tiene que ser llevada a su propio resplandor, de tal suerte que ella no es otra cosa que salvación de la propia esencia».
[27] cf. M. Heidegger, “La pregunta por la técnica”, en op. cit., pp. 139-145.
[28] cf. Ibid., pp. 146-148.
[29] G. Steiner, En el castillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura, pp. 173-174.
[30] Cf. M. Heidegger, “La pregunta por la técnica”, en op. cit., p. 116-119.
[31] Cf. Aristóteles, Física II, 8 y Metafísica V, 2.
[32] Cf. C. Másmela, “Heidegger: el ensamblaje del Gestell en la técnica moderna”, en op. cit., pp. 66-67.
[33] Cf. Aristóteles, Metafísica V, 2, 1013b30-1014a25.
[34] Cf. Metafísica V, 1, 1012b-1013a y VII, 17, 1041a6-1041b10.
[35] Cf. Aristóteles, Física II, 8, 198b10-199b33.
[36] Aristóteles, Metafísica V, 4, 1014b18-19.
[37] Ibid., 1015a4-5.
[38] Cf. Aristóteles, Metafísica V, 16, 1021b15-25.
[39] Platón, Leyes, p. 211 (Aquí y en lo sucesivo no usaré los criterios normales para citar a Platón porque no tengo una versión adecuada de este diálogo).
[40] Idem.
[41] Cf. W. K. C. Gutrhie, Historia de la filosofía griega V. Platón: Segunda época y la Academia, p. 380.
[42] Cf. Platón, Fedón, 98b-c: «Pero de mi estupenda esperanza, amigo mío, salí defraudado, cuando al avanzar y leer veo que el hombre no recurre para nada a la inteligencia ni le atribuye ninguna causalidad en la ordenación de las cosas, sino que aduce como causa aires, éteres, aguas y otras muchas cosas absurdas».
[43] Cf. Platón, Fedón, 97c-98b.
[44] Cf. Platón, Filebo, 26e-30d.
[45] cf. Platón, Timeo, 53b.

Leave a Reply