Aun cuando una de las cuestiones más debatidas en la actualidad gira en torno la fundamentación teórica de los derechos humanos, pretender cuestionarlos desde la raíz, en su calidad de las más altas exigencias humanistas, aportadas por la tradición Occidental al resto de las culturas, puede ser motivo de escándalo. Después de la internacionalización de estas exigencias a partir del 10 de Diciembre de 1948 con la Declaración Universal de los Derechos del Hombre por la asamblea general de la ONU, dichos derechos han adquirido carácter de sacralidad inviolable, tanto dentro de los círculos académicos, como fuera de ellos; son reclamados no solo en foros internacionales, sino también por los movimientos de resistencia de clases y minorías excluidas, e incluso en ámbitos de la vida familiar y cotidiana.
Este conjunto de derechos, reconocidos en declaraciones y convenciones internacionales, representa un esfuerzo común de las naciones para alcanzar un acuerdo y un compromiso de que rijan sus relaciones y sean recogidos en los diferentes ordenamientos jurídicos. De manera que el reconocimiento de estos derechos es un factor distintivo de la actualidad que ha entrado a formar parte de las demandas ético-jurídicas de gran parte de las naciones. Desafortunadamente, ello no ha impactado efectivamente en la realidad, marcada por alarmantes hechos de injusticia y violencia, razón por la cual una reflexión crítica sobre los mismos resulta impostergable. Tal y como observa Agamben:
Tras la Segunda Guerra Mundial el énfasis instrumental sobre los derechos del hombre y la multiplicación de las declaraciones y convenciones en el ámbito de las organizaciones internacionales han terminado por impedir una auténtica comprensión del significado histórico del fenómeno. Pero parece llegado ya el momento de dejar de estimar las declaraciones de derechos como proclamaciones gratuitas de valores eternos metajurídicos, tendentes (sin mucho éxito en verdad) a vincular al legislador al respeto de principios éticos eternos, para pasar a considerarlos según lo que constituye su función histórica real en la formación del Estado-nación moderno.[1]
Si bien es cierto que en la actualidad cualquier sistema político alcanza mayor legitimidad y justificación ética internacional cuanta mayor garantía establezca de los derechos humanos, que incluso existen comisiones internacionales encargadas de vigilar su cumplimiento, lo que corresponde a procesos de integración de las naciones en el ámbito económico mundial, ello ha dado lugar a verdaderas intromisiones internacionales en asuntos internos de los Estados, so pretexto de la violación de los mismos en situaciones concretas, lo que representa un ataque directo a la soberanía estatal.
El derrumbe del bloque socialista y la expansión del discurso de la democracia en el planeta despertaron la esperanza de una nueva comunidad internacional construida con base en ideas de igualdad, libertad y justicia, mas ello se reveló como expectativa fallida, pues se dio lugar a un mundo asimétrico y jerarquizado entre los individuos y los Estados, a un agudo contraste entre la riqueza de unos y la miseria de los otros. En palabras de José Martínez de Pisón:
El sueño de una comunidad internacional regida por los principios de la democracia, articulada consensualmente entre todas las partes e inspirada en los valores de libertad, igualdad y justicia no pasa, a todas luces, de eso: de ser un sueño ante una realidad que cabezonamente insiste en mostrarnos lo contrario.[2]
Como bien lo señala este autor, quedan escindidos los derechos civiles y políticos reconocidos formalmente y los derechos sociales, económicos y culturales, como contrapartida de la globalización. Democracia y derechos humanos son usados según los intereses en juego de corporaciones supranacionales con ilimitado poder y libertad que actúan arbitrariamente en contra de Estados nacionales. La necesidad de ubicación estratégica en zonas de interés comercial pasa así por alto exigencias democráticas o de respeto a derechos humanos, y aplasta a pueblos enteros. Por otra parte, el desarrollo de la informática y del mundo de las comunicaciones, a consecuencia de la gran revolución tecnológica de finales de siglo, favorece el movimiento creciente de flujo de capitales, hombres y mercancías, generando una cultura masiva y la homogeneización de principios tecnológicos, con la consecuente estandarización de conductas centradas en el consumismo. En contraste con ello, se produce un proceso de fragmentación social y cultural, generando manifestaciones violentas de nacionalismo y xenofobia, racismo y fundamentalismo religioso, debido a la migración de personas que viven en naciones desfavorecidas a zonas económicamente atractivas, fenómeno propiciado también por la globalización.
Ante este panorama de contraste evidente entre las pretensiones discursivas y la realidad que a nadie se oculta, y tomando seriamente como consigna la afirmación de los filósofos de Frankfurt en el sentido de que “solo el pensamiento que se hace violencia a sí mismo es lo suficientemente duro para traspasar los mitos,”[3] la pregunta que queremos plantear, auxiliándonos de los análisis foucaultianos, es si una actividad de resistencia social efectiva, ya sea masiva o de grupos minoritarios puede enarbolar como bandera los derechos humanos, si ello no implica caer en la trampa de hacerle el juego a lo establecido, al tomar en consideración que se trata de un discurso producido por el régimen de poder que nace con el sistema burgués capitalista en cuanto es requerido para su funcionamiento.
Como hace ver Foucault, en contra del mito occidental de que discurso y poder son antagónicos, de que donde hay verdad, no hay poder, ambos se encuentran íntimamente imbricados, el saber es producido por relaciones de poder y tiene, a su vez, efectos de poder. Aquel mito que ha marcado a toda la tradición occidental y cobra fuerza desde los escritos platónicos y su ideal del rey filósofo, en quien el saber y la ciencia aparecen purificados de poder político, pues desde que aparece el saber, cesa el poder que vuelve loco y enceguece, es derribado por Foucault, al destacar que el ejercicio del poder crea perpetuamente saberes y objetos de saber, al igual que el saber conlleva efectos de poder.
Los discursos responden a cierto régimen de poder que determina sus reglas de producción, los criterios de verdad y falsedad, los métodos y las prácticas, aquellos que lo detentan, su circulación y distribución, así como sus temas y objetos. De manera que la transformación de dicho régimen conlleva necesariamente la generación de nuevos discursos, mediante los cuales se hace posible su funcionamiento. Y aquí Foucault se separa de la idea marxista de “ideología” con la que se pretendía esclarecer las relaciones de saber-poder y desenmascarar la distorsión o falsificación de la realidad implicada en dichos discursos por los intereses de clase, para dar lugar a la verdad liberadora. La noción de ideología adolece, según este pensador, de tres deficiencias[4], a saber, está atada a la idea de verdad, presupone la idea de un sujeto que se libera de toda enajenación y además considera que la superestructura ideológica se halla determinada por la base material de la sociedad. Foucault refuta tales presupuestos, pues sólo existen efectos de verdad producidos por los discursos a través de los cuales circula el poder; no hay un sujeto a liberar, pues los sujetos, así como los objetos, son producidos por la trama de las relaciones de poder y los discursos que de ahí emergen; por último, no es la estructura económica, sino las relaciones de poder las que en última instancia producen los discursos, pues ellas atraviesan el conjunto de prácticas sociales, no sólo económicas, sino también jurídicas, educativas, administrativas, institucionales, etc. Debemos entender, en consecuencia, que el discurso es acontecimiento que se produce siempre en un determinado estado de fuerzas, se inscribe siempre en las luchas de poder y busca mantenerlas o revertirlas, de modo que las diferentes emergencias discursivas delatan sólo conquistas disfrazadas.
Sentado lo anterior, recordemos que el planteamiento de los derechos humanos tiene su inicio en los discursos del liberalismo político y económico de la Modernidad que culmina en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, impregnada ésta de presupuestos individualistas, propios de la sociedad burguesa en vías de ascenso[5]. Se manifiesta entonces la estrecha vinculación del discurso sobre los derechos del hombre y el sistema político burgués como pretendido marco democrático, idóneo para una convivencia pacífica de personas libres e iguales, fungiendo aquellos derechos como instrumentos de su legitimidad; acontecimiento discursivo que obedece en realidad a las nuevas tecnologías de poder que se instauran con el capitalismo. Su fundamentación teórica al inicio de la Modernidad es de carácter iusnaturalista, en tanto se defiende la tesis de que más allá del derecho positivo es posible encontrar una instancia de índole moral que sirve a éste de fundamento. Orden normativo superior al positivo del que deben derivarse normas concretas que rijan la sociedad. Se trata de un conjunto de principios racionales, autoevidentes, emanados de la naturaleza racional del hombre y, por ende, universales, dando así lugar a una supuesta fundamentación objetiva, en tanto derechos enraizados en la esencia humana ahistórica. Este planteamiento del hombre como sujeto de derechos es reivindicado por la burguesía en su lucha por establecer los límites de la actuación del Estado absolutista, defendiendo un Estado que garantice que los individuos disfruten de tales derechos, mediante el establecimiento de reglas básicas para regular las relaciones entre particulares y para reprimir a quienes las violen. Reconocimiento meramente formal de estos derechos y defensa de una libertad negativa, como ausencia de coacción por parte del Estado. Grocio, Pufendorf, Locke, Montesquieu y Voltaire son sus portavoces, junto con Adam Smith y Ricardo, por el lado del liberalismo económico.
Cuando Foucault analiza la transición del poder monárquico al poder disciplinario que surge con las sociedades capitalistas, señala que el edificio jurídico que legitimaba y justificaba el derecho del soberano, fue reapropiado por el segundo, democratizando, no obstante, la soberanía del monarca, al ampliarla a los individuos, hablando así de los derechos políticos de éstos en el marco de la soberanía del Estado. No obstante,
[…] la teoría de la soberanía y la organización de un código jurídico centrado en ella permitieron sobreponer a los mecanismos de disciplina un sistema de derecho que ocultaba los procedimientos y lo que podía haber de técnica de dominación, y garantizaba a cada cual, a través de la soberanía del Estado, el ejercicio de sus propios derechos soberanos.[6]
De este modo, el discurso jurídico sólo se movía en un nivel de superficie para ocultar una nueva tecnología de poder, el poder disciplinario, poder oscuro, microscópico, infinitesimal, por ello mismo imperceptible y sutil, que trabaja sobre los cuerpos de los individuos, articulando y regulando cada uno de sus movimientos con el fin de adaptarlos a la producción; poder generador, a su vez, de los discursos de las ciencias humanas, sobre todo los de la psiquiatría y psicología, que tienen como meta normalizar a los individuos, evitando toda posible desviación social y apuntalando dicho régimen de poder. Tal discurso jurídico nace y se expresa en las corrientes teóricas del liberalismo político y económico, las cuales buscan minimizar el dispendio de poder que desplegaba el poder del soberano con un máximo de eficacia y un mínimo de gasto político y económico. “Digamos que la disciplina es el procedimiento técnico unitario por el cual la fuerza del cuerpo esta con el menor gasto reducida como fuerza “política”, y maximizada como fuerza útil”.[7] Al abogar por el poder limitado del Estado, por un gobierno frugal, el liberalismo tiene como contrapartida la fabricación de cuerpos útiles y eficaces en la producción que vuelven innecesario el poder excesivo, junto con la ortopedia de los comportamientos, deseos y conductas que conjuran cualquier insurrección. De manera que el gobierno frugal que rompe al parecer con la razón de Estado en tanto no busca asegurar el aumento de las fuerzas, la riqueza y el poder del Estado, sino limitar su ejercicio, no es más que un refinamiento que busca la perfección de dicha razón de estado. Si bien defiende el libre juego de las individualidades como compatible con el interés de todos, buscando que la economía escape de la intervención gubernamental, marca en realidad una nueva racionalidad en el arte de gobernar, buscando gobernar menos, para alcanzar la máxima eficacia e instaurar así nuevos mecanismos ocultos de control e intervención estatal, “consecuencia, claro de este liberalismo y del arte liberal de gobernar es la formidable extensión de los procedimientos de control, coacción, y coerción que van a constituir la contrapartida y el contrapeso de las libertades.”[8]
Estos medios de control no van dirigidos solo a los individuos, sino también a la población, entendida como multiplicidad de hombres que ocupan un territorio y forman una masa general afectada por procesos de conjunto propios de la vida: nacimiento, muerte, enfermedad, procurando incrementar la vida través de medidas de detección, prevención y corrección. Regula, de este modo, las formas globales de la vitalidad, mediante una política de intervención que anula la amenaza de reducción de energías, sustracción de fuerzas, disminución de tiempo de trabajo, con la consiguiente baja de producción y sus costes económicos y políticos, buscando adaptar así los procesos poblacionales a las exigencias de los procesos productivos. El liberalismo es, pues, un sistema preocupado por respetar a los sujetos de derecho y la libertad de iniciativa de los individuos, tomando paradójicamente a su cargo los cuerpos de los individuos y los fenómenos poblacionales con fines de control. El capitalismo “no pudo afirmarse sino al precio de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción y mediante un ajuste de los fenómenos de la población a los procesos económicos”[9]
Ciertamente, los mecanismos de control y vigilancia no han cesado de transformarse y redefinirse en los nuevas condiciones de las sociedades neoliberales, después de la caída del muro de Berlín y la revolución de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, lo que plantea la exigencia de llevar a cabo un trazado de los nuevos diagramas de poder actuales con el fin de buscar vías de resistencia específicas, pero ello no debilita los postulados teóricos foucaultianos, sino que, por el contrario, los refuerza, en tanto proveen de la herramientas conceptuales necesarias para llevar a cabo dicho análisis.
De cualquier manera, es innegable que las sociedades capitalistas Occidentales hasta la actualidad sitúan a la especie y al individuo como simples cuerpos vivientes que se convierten en objetivo de estrategias políticas, surgiendo de esta forma la biopolítica, como poder sobre la vida individual y poblacional. De aquí parte Agamben para su estudio de la inserción de la vida natural en estrategias y cálculos del poder estatal, lo cual trae como resultado al ingreso de la zoé en la vida de la polis, es decir, la vida biológica pasa ocupar la escena política. Los derechos del hombre, a diferencia de los derechos del ciudadano, tienen su base en la zoé y no en el bíos; distinción que se remonta a los clásicos griegos, éstos “se servían de dos términos semántica y morfológicamente distintos; zoé, que expresaba el simple hecho de vivir, común a todos los seres vivos, (animales, hombres y dioses); y bíos, que significaba la forma o manera de vivir propia de un individuo o grupo,”[10] vida cualificada o formada en la polis y que excluye de la polis la simple vida natural. El fin de la comunidad política no es el simple hecho de vivir, sino la vida políticamente cualificada, nacida con vistas a vivir bien, la cual se funda en la comunidad donde se marcan los parámetros de bien y mal, de justo e injusto, no simplemente lo placentero y doloroso, que es lo propio de la nuda vida. En este sentido, cada comunidad atestigua un modo de vida propio, un bios que orientará su legalidad y los objetivos de su política, con base en lo cual el proyecto de lo humano rebasa el ámbito de lo natural.
Frente a esto, el acontecimiento decisivo de la modernidad que marca la transformación radical de las categorías político-filosóficas del pensamiento clásico. Según Agamben, es el ingreso de la zoé en la esfera de la polis, al centrar en ella la libertad y felicidad de los hombres. Paradójicamente, la democracia moderna que procalma la defensa de la libertad y los derechos humanos, se muestra incapaz de salvar a esa zoé, a cuya liberación y felicidad había dedicado sus esfuerzos, convergiendo, así, con los estados totalitarios, lo que, de acuerdo con Agamben, pone al descubierto la aporía que marca su inicio, la inclusión-exclusión al mismo tiempo de la nuda vida, la nuda vida apresada en forma de exclusión, sin lograr articular zoé y bíos.
La declaración de los derechos humanos representa la figura originaria de la inscripción de la vida natural en el orden jurídico político del Estado-nación que en el mundo clásico se distinguía de la bíos o vida política, para ahora pasar a primer plano de la estructura política y convertirse en fundamento de su legitimidad y soberanía. Se produce así el tránsito de la soberanía real de origen divino a la soberanía natural, el súbdito se transforma en ciudadano. El estado moderno atribuye soberanía a cada uno de los ciudadanos, esta soberanía es la que crea, modifica y puede suspender la ley. Es el puro hecho del nacimiento lo que se presenta como fuente y portador de derecho; la vida natural, no obstante, se desvanece de inmediato en la figura del ciudadano. El nacimiento, la nuda vida, se convierte en el portador inmediato de esta soberanía, pero remite a un nacimiento enmarcado dentro de una nación, de modo que los derechos son atribuidos al hombre sólo en cuanto ciudadano, lo que se hace patente en las figuras del refugiado y del apátrida como fenómeno de masas que pone de manifiesto la ficción de los derechos humanos, “porque al romper la continuidad entre hombre y ciudadano, entre nacimiento y nacionalidad, ponen en crisis la ficción originaria de la soberanía moderna”[11] sólo cuenta con derechos el ciudadano, no el hombre por el simple hecho de serlo, por ello el refugiado se convierte en homo sacer. “En el sistema Estado-nación los pretendidos derechos sagrados e inalienables del hombre aparecen desprovistos de cualquier tutela y de cualquier realidad desde el momento mismo en que deja de ser posible configurarlos como derechos de los ciudadanos de un Estado”.[12] Derechos del hombre y derechos del ciudadano se separan, la vida humana se comprende como nuda vida o vida sagrada, “a la que cualquiera puede dar muerte, pero que es a la vez insacrificable”,[13] así lo humano, separado de lo político no puede hacer otra cosa que reproducir el aislamiento de la vida sagrada en que se funda la soberanía, reclamando ayuda y protección a las organizaciones humanitarias en defensa de sus derechos humanos.
Se impone desligar resueltamente el concepto de refugiado (y la figura de vida que representa) del de los derechos del hombre […]. Hay que considerar al refugiado como lo que en verdad es, es decir, nada menos que un concepto límite que pone en crisis radical las categorías fundamentales del Estado-nación, desde el nexo nacimiento-nación, al nexo hombre-ciudadano, y permite despejar el terreno para la renovación categorial que ya no admite dilación alguna, con vistas a una política en que la nuda vida deje de estar separada y exceptuada en el seno del orden estatal, aunque sea a través de la figura de los derechos del hombre[14]
La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano no deja claro si los dos términos designan realidades diferentes y autónomas, o forman un sistema unitario. El hecho es que los que no pertenecen a comunidad alguna quedan desprovistos de todo derecho, de tal modo que sin comunidad los derechos resultan irrealizables, aunque se hayan planteado por encima de toda religión, nacionalidad y raza., la pérdida de derechos nacionales equivale a la pérdida de derechos humanos. El ser humano se hace sólo significativo en comunidad, sin arraigo comunitario se pierde la humanidad.
Quiere esto significar que la alternativa sería plantear derechos del ciudadano en lugar de derechos del hombre, en cuanto no hay manera de separar zoé y bios? La propuesta de Agamben va más bien encaminada a repensar la política y sus categorías y dejar de concebir la vida en términos de nuda vida, separable de su contexto lingüístico y cultural, para asimilarla como forma de vida, como bíos que es zoé, “con el término forma-de-vida entendemos […] una vida que no puede separarse nunca de su forma, una vida en la que no es nunca posible aislar algo como una nuda vida”,[15] pero en su carácter plural y no identitario del ser-en-comunidad, poniendo en tela de juicio el propio principio de inscripción de nacimiento y la trinidad de Estado-nación- territorio. Entiende el vivir como posibilidad, no una vida como hecho prescrita por la biología o por la necesidad, no algo dado o esencial, sino posibilidad de ser y no ser orientada a la felicidad, a la que le es inherente la multiplicidad de puntos de vista de la pluralidad de yoes como seres en potencia, nunca idénticos y en comunicación. Foucault, por su parte, no se empeña en perfilar comunidad futura alguna; sin embargo, comparte la idea de la necesidad del replanteamiento de las categorías de Estado-nación, soberanía y derechos humanos basados en el supuesto de un ser humano ahistórico y abstracto del que emanarían derechos absolutos. Este pensador simplemente propone, al menos en su etapa genealógica, abandonar definitivamente los discursos dominantes si efectivamente se quiere llevar a cabo una actividad eficaz de resistencia política que pueda trastocar las relaciones de poder, basada en luchas anarquistas, regionales, que no esperan soluciones futuras.
El intelectual universal que ponía su marca en la sacralidad de la escritura y que hablaba en nombre de la humanidad, pretendiendo llevarla a la conciencia de valores universales emanados de la naturaleza humana, con el objetivo de pronunciarse en contra de los abusos de los poderosos y en nombre de la ley, de la justicia y la paz, este discurso de orden jurídico, puesto en circulación con el fin de hacer funcionar el sistema burgués-capitalista, debe ser desplazado por la lucha del intelectual específico que desde las condiciones concretas de clase, de trabajo, de vida, establece luchas coyunturales y locales junto con todos aquellos que buscan resistir las relaciones de poder establecidas, atacando eslabones finos del poder, puntos concretos contra los que se enfrenta de manera directa en la vida cotidiana, con el objetivo de adoptar estrategias de confrontación dirigidas contra el enemigo inmediato, las mujeres contra la autoridad masculina, los homosexuales contra los heterosexuales, los enfermos mentales contra el poder psiquiátrico, los presos contra las cárceles, sin esperar soluciones futuras, ya sea la liberación de la humanidad o el fin de la lucha de clases, rechazando de este modo todo tipo de abstracciones y poniendo en práctica estrategias de lucha coyunturales y específicas contra técnicas y mecanismos de poder definidos.
Los intelectuales no son agentes puros de la conciencia y la verdad, sino que se encuentran insertos en la red de relaciones de un sistema concreto de poder. Tras el aspecto desinteresado, universal y objetivo del conocimiento, se delatan saberes que se insertan en las luchas de poder, y son producidos por ellas; no brotan de espíritus libres y privilegiados que se emancipan de la política, pues no hay sujetos ni conciencias puras, ni tampoco una esencia objetiva del conocimiento con estructuras universales. Se trata de abrir paso a los expertos en algún campo de saber inmerso en relaciones de poder, para defenderlas o resistirlas, y así establecer su lucha política en relación transversal con otros saberes y otras luchas. El papel político del intelectual no es construir nuevos contenidos ideológicos surgidos de la conciencia pura, o hacer que su práctica discursiva responda a la verdad y la justicia, sino comprometerse con la posibilidad de instaurar un nuevo régimen o política de la verdad. “El problema no es “cambiar la conciencia” de las gentes o lo que tienen en la cabeza, sino el régimen político, económico, institucional, de producción de la verdad;”[16] separar el poder de la verdad de las formas hegemónicas sociales, económicas y culturales dentro de las cuales funciona, para hacerlo entrar en otro juego y otro régimen de verdad.[17] De lo que se concluye la necesidad de abandonar cualquier discurso producido por las estrategias de poder que nacen con las sociedades capitalistas y gracias a lo cual garantizan su funcionamiento, entre los que se cuentan fundamentalmente los discursos liberales y neoliberales que postulan los derechos del hombre universales, si se quiere realmente llegar a subvertir las relaciones de fuerza con actos de resistencia efectivos.
De lo que se trata es, entonces, de distinguir los sucesos concretos, los hilos y redes a los que pertenecen los discursos y de los que emergen como acontecimientos, pues lo que está en su base es una historia belicosa, de luchas y violencias azarosas, con el objetivo de localizar la inserción estratégica y la participación activa del intelectual en esta lucha, no para decir la verdad desnuda, ni para legitimar sus discursos, apelando a una época dorada o a una futura comunidad ideal, sino de saber para hacer.
Hace ya bastantes años que no se le pide al intelectual que juegue ese papel. Un nuevo modo de “ligazón entre la teoría y la práctica” se ha constituido. Los intelectuales se han habituado a trabar no en lo ‘universal’, en el ‘ejemplar’, en el ‘justo y verdadero para todos’, sino en sectores específicos, en puntos precisos. Es necesario, entonces, renunciar a las teorías y discursos globales, para dar paso a teorías que en sí mismas traducen una práctica local y regional, golpeando al poder donde se muestra más oculto y sedicioso, en compañía de todos aquellos que luchan por su reversión, sin adoptar formas totalizadoras. La teoría constituye un instrumento de combate que busca la proliferación y multiplicación de resistencias, “una teoría es exactamente como una caja de herramientas. Ninguna relación con el significante. Es preciso que sirva, que funcione… Si no hay personas para utilizarlas, comenzando por el teórico mismo, que deja de ser teórico, es que no vale nada.[18]
Este ímpetu impulsa a Foucault a hacerse solidario de la insurrección de los saberes sometidos, de aquellos discursos que nos liberen de las verdades vigentes en lo dicho. De aquellos que violan el conjunto de procedimientos que controlan el peligro de la palabra, el sistema de significantes en que el poder nos mantiene. Propone sacar a la luz los contenidos históricos sepultados que delatan ruptura y enfrentamientos, como instrumentos de lucha contra la coacción de los discursos globalizantes y unitarios, dislocando así los juegos de verdad-poder, mediante los cuales los individuos se piensan, con el fin de abrir espacios para la emergencia de un nuevo efecto de verdad posible y nuevas formas de ser sujeto.
Pinturas de Amy Judd
Bibliografía
- Agamben, Giorgio, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. 5ª- reimp. Trad. y notas de Antonio Gimeno Cuspinera, Pre-Textos, Valencia, 2016
- Martínez de Pisón, José, Derechos humanos. Un ensayo sobre su historia, su fundamento y su realidad, Ed., Egido, Zaragoza, 1997.
- Horkheimer y Adorno, Dialéctica del Iluminismo, H.A. Murena, Sudamericana, Buenos Aires, l997.
- Foucault, Michel, “Verdad y poder”, en Microfísica del poder, 3ª. ed. Trad. y ed. Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría, La Piqueta, Madrid, 1992
- Foucault, Michel, Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión, 34ª. ed. Trad. Aurelio Garzón del Camino, Siglo Veintiuno, México, 2005.
- Foucault, Michel, Nacimiento de la biopolítica. Cursos del College de France (l978-1979). De Michel Senellart, trad. Horacio Pons, Akal, Madrid, 2009
- Foucault, Michel, Historia de la Sexualidad I. La voluntad de saber, 30ª. ed. Trad. Tomás Segovia, México, Siglo Veintiuno, 2004
- Agamben, Giorgio, Medios sin fin. Notas sobre la política, 2ª. reimp. Antonio Gimeno Cuspinera. Pre-Textos, Valencia, 2010
Notas
[1] Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. 5ª- reimp. Trad. y notas de Antonio Gimeno Cuspinera. Valencia, Pre-Textos, 2016, p. 161
[2] José Martínez de Pisón, Derechos humanos. Un ensayo sobre su historia, su fundamento y su realidad. Zaragoza, Egido, 1997, p.40
[3] Horkheimer y Adorno, Dialéctica del Iluminismo. Trad. H.A. Murena, Buenso Aires, Sudamericana, l997, p. 17
[4] Vid. Michel Foucault, “Verdad y poder”, en Microfísica del poder. 3ª. ed. Trad. y ed. Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría. Madrid. La Piqueta, 1992, pp. 181-182
[5]Vid., J. Martínez de Pisón, op. cit.
[6] M. Foucault, “Curso del 14 de Enero de 1976”, en Microfísica del poder., p. 150
[7] M. Foucault, Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión. 34ª. ed. Trad. Aurelio Garzón del Camino. México, Siglo Veintiuno, 2005, p. 224
[8] M. Foucault, Nacimiento de la biopolítica. Cursos del College de France (l978-1979). Ed. De Michel Senellart, trad. Horacio Pons. Madrid, Akal, 2009, p. 75
[9]M. Foucault, Historia de la Sexualidad I. La voluntad de saber. 30ª. ed. Trad. Tomás Segovia. México, Siglo Veintiuno, 2004, p. 17
[10] G. Agamben, op. cit., p. 9
[11] Ibid., p.16 7
[12] Ibid., p. 161
[13] Ibid., p. 18
[14] Ibid., p. 170
[15] G. Agamben, Medios sin fin. Notas sobre la política. 2ª. reimp. Trad. Antonio Gimeno Cuspinera. Valencia, Pre-Textos. 2010, p. 13
[16] M. Foucault, “Verdad y poder”, en Microfísica del poder, p.189
[17] Ibidem
[18] M. Foucault, “Los intelectuales y el poder”, en Microfísica del poder, p.79
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