¿Qué es un devenir para Gilles Deleuze?

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Conferencia pronunciada en Horlieu (Lyon) el 27 de marzo de 1997

 

 

 

Fascinante pero difícil, el concepto de “devenir” elaborado por Deleuze y Guattari es de los que se escapan cuando creemos captarlos. Demasiados conceptos permanecen sin fuerza, o lo parecen, por falta de una travesía lógica efectiva que siempre se restablece al siguiente día: uno se conforma con los lugares comunes, según afinidades intuidas o reconocidas. Nos gustaría ser capaces de exponer por nuestra cuenta lo que Deleuze y Guattari pensaban bajo el sustantivo de devenir: lo que sigue es solamente un esbozo provisional.

Puede suceder que el devenir se reduzca a una palabra de orden vulgar y paradójicamente estática: ver todas las cosas en devenir, vivirse a sí mismo en devenir… El pensamiento se paraliza sobre este enunciado destinado a aportarle movimiento, y lo que se tenía por su punto culminante se parece mucho a un entumecimiento: una suspensión, un éxtasis, una masa única lógica indiferenciada, uniforme y sin promesas (“gelatina”, habría dicho Anton Tchekhov). A pesar de las numerosas advertencias, y su reticencia a hablar de devenir en general, Deleuze y Guattari no pudieron evitar que falsos amigos y detractores se aliaran para desdibujar el concepto bajo malentendidos: fusión mística, antropomorfismo…

“Devenir”, en primer lugar, es sin duda cambiar: ya no comportarse más ni sentir las cosas de la misma manera; ya no hacer las mismas evaluaciones. Sin duda no cambiamos de identidad: la memoria permanece cargada de todo lo que hemos vivido; el cuerpo envejece sin metamorfosis. Sin embargo, “devenir” significa que los datos más familiares de la vida han cambiado de sentido o que ya no mantenemos las mismas relaciones con los elementos habituales de nuestra existencia: el conjunto se juega de otra manera.

Esto requiere la inclusión de un afuera: entramos en contacto con algo distinto de nosotros mismos, algo nos pasó. “Devenir” implica entonces, en segundo lugar, un encuentro: uno no se convierte a sí mismo en otro que en relación con otra cosa. La idea de un encuentro es, sin embargo, ambigua, y depende del estatuto que acordemos con ese afuera sin el cual no saldríamos de nosotros mismos. A la pregunta “¿Qué encontramos?”, Deleuze y Guattari proporcionan una respuesta paradójica (no personas), y de apariencia ingenua o arbitraria (más bien animales o paisajes, pedazos de naturaleza). En cuanto al amor, se dirigiría menos a una persona que a la animación no personal que produce su “encanto”, y que envuelve algo distinto de ella (un paisaje, un ambiente…)1.

“Afuera” se entiende aquí en un sentido absoluto: no se trata de lo que está al exterior de nosotros. Evidentemente la cuestión no es amar a los animales más que a los humanos (misantropía, zoofilia); y un viaje, una recepción, una visita al zoológico no son suficientes por sí mismos para proporcionar encuentros —a menos que la exterioridad relativa (material) de los seres se acompañe de una exterioridad más radical, afectiva y espiritual. Uno puede “llevarse bien” con la gente, sobre una base de afinidades comunes reconocidas que facilitan la conversación; pero otra cosa es el contacto, a través de las personas, con los “signos” que nos obligan a sentir de otra manera, a entrar en un mundo de evaluaciones desconocidas, nos lanza hacia afuera de nosotros mismos. Según Deleuze, el amor es de este tipo: mezcla de alegría y temor2.

Si el ser humano es el semejante o lo que compartimos con los demás (el sentido dicho común), hay que admitir que sólo nos encontramos en el sentido fuerte de lo “no-humano”, de lo “inhumano”. La humanidad, siendo lo que todos tienen en común con los otros, no es lo que la gente tiene de humano que nos desconcierta. Uno se encuentra con alguien en la medida en que es él mismo luchando con lo no-humano, y es sí mismo luchando con este no-humano en él.

Si ahora nos preguntamos cuál es la relación con el animal, en primer lugar hay que subrayar el equívoco: una relación de este tipo puede ser humana. Así, cuando uno trata “humanamente” a un animal, o a un perro como su hijo o su cónyuge, cuando uno identifica siempre un padre o madre bajo el animal (como lo hacen los psicoanalistas). Sin embargo, los animales no son humanos entre nosotros: no podemos escapar a la idea de un animal en relación con un animal, o de un animal en relación con el hombre.

Esta relación consta de dos aspectos:

1° El animal como tal, antes de su tratamiento antropomórfico, es objetivamente captado por nosotros como “cualquiera” —un lagarto, un pájaro, una jirafa. Por esta razón, ya no se separa de la “manada” que forma con sus semejantes. (Objetar aquí el subjetivismo sería inconsecuente, ya que todo encuentro es subjetivo, y el problema es el del papel de la exterioridad en la constitución y el devenir de la subjetividad.) Los rasgos distintivos de la manada no son, sin duda, los individuos cualesquiera que la componen: no se ganaría nada al describirlos uno por uno, ya que se repiten entre sí como tantas versiones del mismo animal. Así que no se describe la manada como un rostro: la manada está sin figura, no consiste en un agenciamiento de partes diferenciadas. También es una “multiplicidad pura”. ¿Qué se distingue entonces en ella? Movimientos, precipitaciones, interrupciones, cambios bruscos, estremecimientos. Su diferenciación es intensiva. Incluso solo, incluso aislado, el animal, porque es captado como cualquiera en el seno de una manada virtual, es un conjunto de intensidades, que vale él mismo por la manada. El animal es menos una forma que un acontecimiento, que un acontecimiento de acontecimientos. Sus partes con los afectos que nos proporciona, una serie de intensidades dadas en conjunto, azar lanzado sin relación lógica.

Si un encuentro se define por la relación con un socio-manada, la cual quizás nos haga devenir manada, hablaremos en este sentido, sin metáforas ni antropomorfismos, de una animalidad en el hombre, o de una relación animal del hombre con su semejante3, y sugeriremos que el inconsciente de nuestros encuentros humanos es trabajado por la animalidad irreductible. Por lo general, uno se dirige, de hecho, a otro sujeto como a un semejante, un ser al que le atribuimos las mismas facultades y, potencialmente, los mismos intereses, con los que desde entonces podemos intercambiar significados, porque son comunes (condición del lenguaje);

2° El animal es siempre identificable sobre un plan anatómico, fisiológico, etológico, o incluso simbólico, y siempre es posible reducirlo a un complejo de significados o de clichés (la bestia que se encuentra dentro de cualquier gato, o su espíritu de independencia, etc.). Sin embargo, se ha intentado hacerlo entrar en la familia, donde tomará su lugar y será considerado en los conflictos familiares, no podemos evitar que el animal remita objetivamente a las maneras de sentir radicalmente diferentes a las nuestras, insospechadas. En la relación con el animal, afirmamos necesariamente un “mundo” que no es el nuestro, posibilidades de vida y perspectivas sobre el mundo que nos son ajenas y que no presentimos sin pavor4.

Volvamos al encuentro interhumano (o relación del animal con el hombre). Cada uno tiene su interioridad, de manera que nunca podemos estar seguros, por definición, de oír el mismo sonido, de ver el mismo espectáculo que su vecino, incluso si utilizamos las mismas palabras, etc. El lenguaje garantiza precisamente cierto sentido común, una determinada redundancia entre los individuos, que, en primer lugar, permite reconocer en el otro un semejante con el que se puede hablar (aunque los malentendidos comiencen de inmediato).

Pero uno no se desconcierta por alguien sin encontrar en él un conjunto de rasgos únicos, intensivos, en lugar de características particulares que lo distinguen de otros y constituyen su “identidad” (tales características físicas, tales gustos, tales cualidades y defectos). Entonces entramos en relación con algo que no sabríamos identificar ni reconocer: ahí donde el humano tiende hacia una zona que no es —intensidad pura en los gestos, las inflexiones de voz, tal detalle del cuerpo, o fragilidad, o desequilibrio incapturable… Lo que uno aprehende aquí ya no es humano ni animal en el sentido de las características específicas identificables: sólo son relaciones de velocidad, de ritmo y de disposiciones dinámicas variables. Y podemos decir, sin metáforas, que la persona se comprende como una manada, o como una manada de manadas, que pasan por estados intensivos. Todo encuentro tiene por “objeto” un ser en devenir, no es que esté cambiando, sino lo que se captura en él no indica características identitarias estables.

Las parejas malditas, decía Deleuze5 son aquellas en las que se cree resolver los conflictos explicándose: se postula implícitamente una homogeneidad entre las personas; se presta a la comunicación lo que la palabra misma parece indicar —un plan “común” de acuerdo o de comprensión. La honestidad controla entonces el pesimismo: este famoso tema de la no-comunicación, de la imposibilidad de comunicar, contra la cual Deleuze no tenía palabras lo suficientemente duras6. Puesto que la no-comunicación no impide las relaciones o los encuentros efectivos entre las personas, e implica de manera abstracta el solipsismo. Nadie espera haber terminado con todos los malentendidos para entablar relaciones reales con los otros. Un encuentro o una relación no conciernen a una puesta en común.

Y sin embargo, algo circula —pasa de uno a otro y los une, sin ser del todo común a uno y al otro. Este es el problema que implica una “instancia paradójica”7. Un encuentro consiste en dos experiencias distintas que no pueden ponerse en común pero se implican mutuamente, se presuponen recíprocamente. Yo soy objetivamente en relación con el otro, al haber captado objetivamente algo de él (y él de mí); así que hay un devenir común a los dos, que une indiscutiblemente experiencias divergentes. Lo que siente uno es inseparable de la relación con el otro, pero no se confunde de ninguna manera con lo que él siente; los afectos, de una y otra parte diferentes, no se producen el uno sin el otro.

El concepto de devenir responde a este problema. Probemos una primera síntesis:

  • Los términos de la relación se caracterizan por su heterogeneidad radical e irreductible (sin intercambio posible entre los términos, en el sentido de un elemento común que circularía de uno a otro, o bien de una permutación tal que cada uno pueda ponerse en el lugar del otro);
  • Esta heterogeneidad no impide la efectividad de una relación que, desde entonces, se desdobla en dos relaciones inversas pero solidarias, en lugar de una relación simple entre un término y otro (la relación de uno con el otro no es la misma que aquella del otro con uno);
  • Por último, (partimos de ahí) esta doble relación modifica la economía interna de cada término, y es por lo que recibe el nombre de devenir, o de “bloque de devenir”8: la relación se establece menos entre un término y otro que entre cada término y lo que capta del otro, o —esto es equivalente— entre cada término y lo que deviene, con el encuentro del otro (el conjunto consta entonces de cuatro términos).

 

A partir de ahora percibimos mejor el riesgo de una simplificación. Así llegan Deleuze y Guattari a invocar la “simpatía”9, pero vemos cuanto arruinarían las ideas de fusión o de comunión el concepto puesto en marcha a pesar de que implica algo del otro, objetivamente, pasa en nosotros. El problema es el de una identificación sin identidad, de una comunicación sin puesta en común, de una relación que no elimina la heterogeneidad de dos términos, de una relación de la cual se afirma hasta el final tanto la efectividad como la exterioridad. El problema es pensar hasta el final una relación con el otro en tanto que otro, operando por la diferencia (“instancia paradójica” que no es la misma ni para uno ni para otro), y no por la similitud o la semejanza. Si el afuera está en el mundo, no más allá; si está entre los seres y en su seno, se debe poder pensar relaciones exteriores, como la mayoría de los encuentros puros: hay una exigencia tal, inmanentista, que el concepto de devenir responde.

El concepto de devenir aparece en el libro sobre Kafka10: ausente de El Anti-Edipo11, marca una cesura en la colaboración entre Deleuze y Guattari, el comienzo de un segundo periodo que culminara con Mil Mesetas12. Pero devenir, ¿no es lo que Deleuze solo ya llamaba “aprendizaje”?

La reproducción de lo Mismo no es un motor de gestos. Sabemos que incluso la más simple imitación comprende la diferencia entre el exterior y el interior. Por otra parte, la imitación sólo tiene un papel regulador secundario en el montaje de un comportamiento, no permite corregir movimientos realizándose ni tampoco instaurándose. El aprendizaje no se produce en la relación de la representación con la acción (como reproducción de lo Mismo), sino en la relación del signo con la respuesta (como encuentro con el otro). De tres maneras, el signo integra la heterogeneidad: en primer lugar, en el objeto que lo lleva o que lo emite, y que presenta necesariamente una diferencia de nivel, como dos órdenes de magnitud o de realidad dispares entre los cuales el signo resplandece; por otra parte, en él mismo, porque el signo envuelve otro “objeto” dentro de los límites del objeto portador, y encarna una potencia de la naturaleza o del espíritu (Idea); finalmente, en la respuesta que solicita, el movimiento de la respuesta que no se “asemeja” al del signo. El movimiento del nadador no se parece al movimiento de la ola; y precisamente, los movimientos del profesor de natación que reproducimos sobre la arena no son nada con respecto a los movimientos de la ola que aprendemos a detener capturándolas prácticamente como signos. Por ello es tan difícil decir como alguien aprende: hay una familiaridad práctica, innata o adquirida, con los signos, que hace de toda educación algo de amor, pero también mortal. No aprendemos nada con quien nos dice: haz como yo. Nuestros únicos maestros son aquellos que nos dicen “haz conmigo”, y que, en lugar de proponernos gestos a reproducir, trasmiten signos a desarrollar en la heterogeneidad. En otras palabras, no hay ideo-motricidad, sino solamente senso-motricidad. Cuando el cuerpo conjuga sus puntos notables con los de la ola, comienza el principio de una repetición que ya no es la de lo Mismo, sino que comprende lo Otro, que engloba la diferencia, de una ola y de un gesto al otro, y que lleva esta diferencia en el espacio repetitivo así constituido. Aprender es constituir este espacio del encuentro con los signos, donde los puntos notables se retoman unos en otros, y donde la repetición se forma al mismo tiempo que se disfraza. Y siempre hay imágenes de muerte en el aprendizaje, gracias a la heterogeneidad que se desarrolla a los límites del espacio que crea.

(Différence et répétition, PUF, 1968, p. 35)

El concepto futuro de devenir está latente en este texto. La controversia aquí es sobre la eficacia de la imitación: nadar implica un encuentro exitoso con el agua, experiencia única cada vez. La apuesta es la confrontación con un afuera irreductible (el agua). No se aprende reproduciendo el gesto, porque éste implica una relación en el agua de la que se hace abstracción en la reproducción, sin ver que estos gestos no tienen sentido que en relación con otra cosa que no sea el hombre, y en relación con la finalidad de moverse flotando. De ahí la diferencia entre los gestos del nado seco y en el agua: los primeros son sólo una representación abstracta de los segundos, una imitación exterior, extensiva, que suprime la coordenada intensiva del gesto, el contacto con el agua —como si nadar pudiera hacerse simplemente por sí mismo, sin salir de sí, incluso en el agua.

El aprendizaje es justamente un devenir, sino por dos matices:

  • Sólo el primer término de la relación (el nadador-aprendiz) parece concernirle al devenir (el agua permanece siendo lo que era);
  • La relación hace intervenir un tercer término (el maestro).

La relación con el agua consta de dos posibilidades extremas, extrañamente similares: estar rodeado (+) / ser tragado (-). Estos dos polos de una relación ordinaria con el agua no implican, sin embargo, ningún devenir, ya que no producen nada nuevo en el ser humano, por falta de un encuentro real: el sujeto no sale de sí mismo, [es] puramente pasivo. En cambio, nadar es una nueva facultad, porque el ser humano hace algo con el agua; esta nueva facultad supone la doma de un elemento no humano (el agua), una relación positiva, efectiva, con lo que está sin relación con nosotros. Así que podemos hablar de devenir.13

Aprender es tomar, captar, envolver las relaciones de lo otro en sus propias relaciones. Por ejemplo, un estudiante capta las relaciones del latín en su propia facultad de lenguaje: esta frase activa, que sólo merece el nombre de aprendizaje, implica una primera seducción, el desarrollo de signos que muestran un encuentro con un elemento extraño. En este sentido, aprender tiene por condición cierta relación amorosa (en el caso contrario, las lecciones se asemejan al ejercicio del nado seco). Por el contrario, ¿qué es amar sino aprender a hacer algo de estas relaciones extrañas que han producido una fractura en nuestras propias relaciones?

Apropiarse del concepto deleuze-guattariano de devenir es entonces, ante todo, comprender esta idea de envolver el afuera o una relación al exterior; entender también por qué esta envoltura es necesariamente reciproca (o mutua), cada término de la relación envuelve al otro, y lo envuelve a su vez en él.

Aquí es donde el ejemplo de la natación parece insuficiente. Hay un devenir con algo, devenir del gesto humano según el agua, devenir implica o envuelve otra cosa que aquello que deviene, pero, ¿el agua deviene otra cosa, cuando el ser humano deviene nadador? ¿y podemos decir que el hombre deviene-agua?

Probemos entonces una segunda aproximación, volviendo a los animales (aunque el texto siguiente muestre la diversidad de devenires):

Puede ser que la escritura sea una relación esencial con las líneas de fuga. Escribir es trazar líneas de fuga, que no son imaginarias, y que estamos obligados a seguir, porque la escritura nos incita, nos compromete en realidad. Escribir es devenir, pero no es devenir escritor del todo. Es devenir otra cosa. Un escritor de profesión puede juzgarse según su pasado o su futuro, de acuerdo con su futuro personal o la posteridad (“seré comprendido en dos años, en cien años”, etc.). Todos los demás son los devenires contenidos en la escritura cuando ella no se casa con palabras de orden establecido, sino que ella misma traza líneas de fuga. Diríamos que la escritura por sí misma, cuando no es oficial, necesariamente reúne “minorías”, que no escriben forzosamente por su cuenta, sobre las cuales tampoco se escribe, en el sentido donde se les tomaría por objeto, pero, en cambio, en las que se toma, mal que le pese, del hecho que se escribe. Una minoría nunca existe ya hecha, sólo se construye sobre las líneas de fuga que son también su manera de avanzar y de atacar. Hay un devenir-mujer en la escritura. No se trata de escribir “como” mujer. Mme. Bovary “soy” yo —es una frase de histérica tramposa. Incluso las mujeres no siempre tienen éxito cuando se esfuerzan por escribir como mujeres, de acuerdo con un futuro de la mujer. La mujer no es necesariamente el escritor, sino el devenir-minoritario de su escritura, ya sea hombre o mujer. Virginia Woolf se prohibía “hablar como una mujer”: ella captaba mucho más el devenir-mujer de la escritura. Lawrence y Miller se hacen pasar por grandes falócratas; sin embargo, la escritura los ha llevado a un devenir-mujer irresistible. Inglaterra ha producido tantas mujeres novelistas por este devenir, donde las mujeres tienen que hacer tanto esfuerzo como los hombres. Hay devenires-negro en la escritura, devenires-indio, que no consisten en hablar de la piel-roja o el pequeño-negro. Existen devenires-animales en la escritura, que no consisten en imitar al animal, en “hacerse el animal”, tampoco que la música de Mozart imite a los animales, aunque esté penetrada por un devenir-pájaro. El capitán Achab tiene un devenir-ballena que no es de imitación. Lawrence y el devenir-tortuga en sus maravillosos poemas. Existen devenires-animales en la escritura, que no consisten en hablar de su perro o de su gato. Más bien, se trata de un encuentro entre dos reinos, un corto circuito, una captura de código donde cada uno se deterritorializa. Al escribir uno siempre da de la escritura a aquellos que no tienen, pero estos dan a la escritura un devenir sin el cual ella no sería, sin el cual ella sería pura redundancia al servicio de potencias establecidas. Que el escritor sea minoritario no significa que haya menos gente que escribe que lectores; ni siquiera sería cierto hoy: esto significa que la escritura encuentra siempre una minoría que no escribe, y ella no se encarga de escribir para esta minoría, en su lugar ni sobre ella, pero hay un encuentro donde cada una empuja a la otra, la lleva en su línea de fuga, en su deterritorialización combinada. La escritura siempre se combina con otra cosa que es su propio devenir. No existe agenciamiento que funcione con un solo flujo. Esto no es una cuestión de imitación, sino de conjunción. El escritor está penetrado, desde lo más hondo, de un devenir-no-escritor. Hofmannsthal (que se da entonces un seudónimo inglés) ya no puede escribir cuando ve la agonía de una manada de ratas, porque siente que es en él que el animal muestra los dientes.

(Dialogues avec Cl. Parnet, Flammarion, p. 54-56)

 

Este texto permanece ambiguo si no se disciernen claramente tres regímenes del devenir. La relación siempre se establece entre dos términos que se acoplan y se envuelven mutuamente (cada uno toma las relaciones del otro en sus propias relaciones), pero los términos son:

  1. A veces dos sujetos (relación de dos reinos en la naturaleza que implica la mutación de cada uno),
  2. A veces la sensibilidad (percepción, afectividad) y su objeto,
  3. A veces la facultad creativa (escritura, por ejemplo) y su objeto.

La relación pasional entre dos personas se asocia con los dos primeros casos. El tercer caso es el más complicado debido a la aparente redundancia entre el devenir de la escritura y el hecho que la escritura cuenta —a nivel contenido— de los devenires (Achab y Moby Dick, Pentesilea y la jauría en su relación con Achille, etc.). Aquí encontramos el problema clásico de la relación contenido/expresión, a la que Deleuze y Guattari, a través del concepto de devenir, aportan justamente una solución original. Devenir no es ni un contenido entre otros, que corresponde a una preferencia subjetiva del lector, ni el reflejo de lo que sucede en la escritura, como si ésta tuviera que imitar lo que ella dice. La necesidad de la relación expresión/contenido se ha convertido en un cliché moderno, por falta de una lógica adecuada que le proporcione una consistencia que no sea verbal.14

Tomemos el fenómeno biológico conocido como “co-evolución”: el insecto se alimenta de la flor mientras que la fertiliza. De una y otra parte hay una captura de código, una parte del código de una se integra al código de la otra y viceversa, aunque el encuentro (o captura) induce un “plusvalor de código”, una mutación, una ventaja selectiva. Por ejemplo, el insecto deviene objetivamente una parte del aparato de reproducción de la flor, mientras que la planta se convierte en una pieza en el sistema nutritivo del insecto.

¿Por qué hablar aquí de un devenir? ¿Por qué decir que la avispa vive un devenir-orquídea (sin convertirse en una orquídea) mientras que la orquídea vive un devenir-avispa (sin convertirse en una avispa)? Es necesario que hubiese un encuentro y que cada uno de los términos se haya sentido el otro, que se haya casado con las relaciones con el fin de adaptarse y de aprovechar: como en el ejemplo de la natación, pero con reciprocidad (con este término ambiguo, Deleuze y Guattari, sin embargo, prefieren la expresión “doble devenir”). Sin duda la orquídea va a producir sobre ella una copia visual y olfativa de la avispa que la engañe, pero la imitación es sólo un resultado, implica la captura de código que únicamente la hace posible.15

En consecuencia, ¿el ejemplo del aprender a nadar todavía es insuficiente? El primer término de la relación es el cuerpo humano como facultad; el segundo es el agua como elemento-objeto de esta facultad. El cuerpo deviene nadador mientras que el agua, de profundidad englobante, deviene —para el ser humano— superficie.

Abandonemos ahora el primer término de devenir, y regresemos a la relación con el ánima. Hay que levantar de inmediato un malentendido: evidentemente, todo pasa en la cabeza del hombre, y no concierne al animal, o sólo le concierne en tanto que objeto o percepción del hombre (excepto en el caso de una relación concreta con el animal, por ejemplo la doma).

Deleuze y Guattari trabajan sobre cuatro ejemplos recurrentes: 1° la visión del becerro que muere en el romántico alemán Moritz; 2° el pensamiento de una manada de ratas agonizando en el sótano en un texto de Hofmannsthal; 3° la visión del gran cachalote blanco (Moby Dick) en la que el capitán Achab tiene la certitud de jugar todo su destino; 4° el espectáculo de un caballo de tiro que cae en la calle, bajos los ojos del pequeño Hans psicoanalizado por Freud. Cada vez es una emoción demasiado fuerte para el sujeto, y la experiencia de un despojo de sí que implica una especie de “simpatía” con el animal. Pero lo que importa es la estructura lógica del fenómeno: la simpatía se distingue aquí de la fusión o de la comunión.

Hablaremos de “simpatía” en la medida en que captar, envolver las relaciones del otro, vuelve a envolver la manera de sentir del otro. Achab siente la ballena y anticipa sus reacciones; todo lo que ha sido y puede ser se juega o se vuelve a jugar en el enfrentamiento insensato, irracional, absurdo, visto desde el exterior, con ella. Pero Deleuze y Guattari agregan: él deviene-ballena. ¿En qué sentido? Él no se convierte en ballena y tampoco intenta ser como ella: él deviene-ballena en la medida en que capta la manera de sentir, de acercarse y de alejarse de la ballena, y que esta sensibilidad extraña trabaja sobre la suya, actúa sobre ella para distorsionarla y cambiarla. Hasta cierto punto, él siente como ella siente, él la siente sentir. Si él no deviene una ballena, objetivamente hay algo de la ballena en lo que él deviene; su vida y su afectividad la envuelven.

No intercambiamos lo que estábamos en contra de lo que se suponía devenir, no cambiamos nuestro propio sentir contra el sentir del otro, no ocupamos su lugar: entonces sería la mística, una llamada a la fe, una certeza que sobrepasa la experiencia. El problema de Deleuze y Guattari es otro: pensar el encuentro, o el afecto en sentido fuerte. Ahora bien, nuestra afectividad no es movida por el cambio de una sensibilidad contra otra sino por la diferencia de las dos, cuando deviene ella misma sensible.

Por lo tanto, la síntesis de sensibilidades heterogéneas no se produce desde el punto de vista de una tercera sensibilidad, neutra y trascendente: si hubiera una, aún la llevaría a cabo desde su propio punto de vista. El afecto del encuentro es la resonancia de uno en el otro. Envolver al otro significa incorporar sus propias relaciones con las relaciones heterogéneas como heterogéneas, o envolver una “distancia”. Envolver al animal no viene a ser entonces lo mismo que sentir como él siente (¿cómo podríamos pretenderlo o asegurarnos de ello?), sino sentir como sentimos que él siente, sentirlo sentir en nosotros. Otro sentir se alberga objetivamente en nosotros, que no es el suyo, y que sin embargo le es atribuible. Envolver otra sensibilidad, quiere decir, en efecto, que sentimos fugazmente de una manera distinta a la nuestra, como sentiría otro distinto a nosotros; y recogemos los efectos en nosotros mismos. Ahora bien, si este sentir distinto tampoco es objetivamente el del animal, sólo emerge porque la contemplación hace surgir en nosotros una subjetividad del animal. Pasamos en lo que vemos (“zona de indistinción”), y lo que vemos no es nosotros: distorsión objetiva de nuestra subjetividad. La subjetividad que le atribuimos al animal es “subjetiva” sin ser imaginaria, ya que es inseparable de lo que vemos realmente.

Insistimos sobre este punto, donde se juega tal vez la importancia del concepto deleuze-guattariano. Existe una paradoja de esta sensibilidad diferente que sólo podemos atribuir al animal: ya no es objetivamente la nuestra (no nos reconocemos más en ella) sin ser, sin embargo, objetivamente la suya. El animal es la causa en nosotros de una alteración afectiva. El animal ha tratado de sentir de una manera insospechada (al punto de que la cuestión de la diferencia entre una sensación animal y una sensación humana ni siquiera tienen sentido, porque una sensibilidad sólo es sensible en el contacto efectivo con otra), la sensibilidad en la que deviene la nuestra a su contacto y que podemos atribuírsela no es menos de modo objetivo otra manera de sentir por la cual devenimos-animal. De manera objetiva, el animal nos ha hecho sentir de otro modo, nos ha hecho ganar una zona de nosotros mismos donde ya no nos reconocemos, y donde sentirnos otro nos hace, incluso de este modo, sentirnos de otra manera a nosotros mismos. Y esto es, de hecho, irreversible, o el devenir. A la vez no salimos de nosotros mismos, sólo vamos en el otro, y sin embargo, en la relación con el otro, lo envolvemos en nosotros, lo involucramos, o nuestra facultad de sentir implica un otro, y en consecuencia, ya no es la misma, sin, no obstante, devenir la del otro. 16

Podemos ver que no hay ahí ninguna comunicación mística, sino más bien una síntesis paradójica de lo heterogéneo, inmanente: ésta es la importante contribución de Deleuze y Guattari a la teoría de la simpatía. Un heterogéneo envuelve un otro: un heterogéneo resuena en el otro (“síntesis disyuntiva”). No intercambiamos los lugares, porque nadie sale del suyo, que se desplaza al encuentro con el otro. ¿El lugar? Nada más que un cuerpo y las singularidades que marcan un camino de existencia (única definición de individuo17). Los individuos, en Deleuze, son “monadas” que no se visitan entre sí ni por la puerta ni por la ventana, sino monadas “nómadas” que desplazan sus singularidades sobre un plano de exterioridad captando otras y dejándose capturar por ellas.18

La medida en que el antropomorfismo se convierte aquí en un falso problema, la observamos si tomamos en cuenta esta distribución paradójica con el animal, esta creencia necesaria en el corazón del afecto. La persistencia de la no-relación, la asimetría del proceso se traduce por esta cláusula recordada sin cesar: el ser humano deviene-animal, pero con la condición de que el animal devenga otra cosa. Mientras que el ser humano deviene-animal, el animal en el ser humano “deviene-intenso” o “molecular”. “Sólo devenimos animal molecular19.” Ésta es la toma puramente afectiva del animal que mencionábamos al principio: lo que es —o más bien lo que deviene— el animal en tanto que nosotros somos afectados por él.

Un pájaro vuela: trivialidad, costumbre, carácter distintivo del ave. Pero aquí a fuerza de contemplación, yo encuentro, en el sentido fuerte, el pájaro que vuela, y entro en una relación real con lo que yo no soy, una relación positiva con lo que está sin relación conmigo (distinto de un plano común muy general20): volar deviene una sensación en mí. El vuelo ha dejado de ser un simple objeto en mi representación, devino un afecto. Yo soy afectado por el hecho de volar como tal. Deleuze, en Lógica del sentido, mostraba que la experiencia aparentemente benigna del sentido es inseparable de un afecto que implica una distorsión del sujeto21. La experiencia consiste en esto: sentir “volar” como acontecimiento puro, singularidad pura de sentido, independiente del sujeto al que el verbo se atribuye ordinariamente (el pájaro). Ahora bien, sentir el vuelo como tal, o el acontecimiento de volar, no puede significar otra cosa que: sentirse volar. Esto no es una experiencia psicológica reservada a las imaginaciones vivas, es un vértigo lógico, la experiencia del sentido mismo —devenir-pájaro (es decir que el delirio clínico, recíprocamente, consta de una parte de la experiencia lógica).

Ahora veo el caparazón del escarabajo. Sentir el caparazón, ser afectado por él, por el acontecimiento “tener un caparazón” es la sensación sobre mí, sobre mi cuerpo, con pavor. El afecto es inseparable de la experiencia de una posibilidad de vida, sin embargo, incompatible con la mía. Kafka, a través de la metamorfosis imaginaria de Gregorio Samsa, ha descubierto lo que siente un escarabajo, ha hecho resonar al escarabajo en él como una vida que se apodera de la suya, que se mezcla con la de él.

Finalmente, un aullido de lobo. Lúgubre, patético, etc.: aún aquí se trata de los sentimientos humanos de circunstancia (aunque realmente percibidos), frente a un fenómeno inscrito en un repertorio. No obstante, el aullido deviene verdaderamente intolerable cuando lo sentimos surgir desde el interior de sí. Siempre la misma experiencia lógica: sentir “aullar a la luna” como acontecimiento puro y posibilidad de vida.

En consecuencia, ¿hay algo que se oponga al nadador-aprendiz que deviene-agua? Por supuesto que no, excepto por el hecho de que este devenir envolverá necesariamente la idea de dispersión de sí asociada a una replicación al infinito. No importa que parte del cuerpo de un animal, no importa qué gesto, postura o facultad animal pueda sentirse en el sentido fuerte, y no solamente percibirla desde el exterior como un objeto representable, sin que haya necesidad para esto de ganar el lugar del otro. El “deviniente” no es un sustituto. Una vez más, aquí el contrasentido está cerca de un sin sentido: porque si yo siento el caparazón de un escarabajo, el sin sentido no es creer que yo lo siento como el escarabajo sino, en primer lugar, suponer que el escarabajo mismo es afectado por su caparazón. Sentir implica un distanciamiento, una puesta en perspectiva. Tal vez sólo sentimos que tenemos piel en la espalda después de haber leído La Metamorfosis de Kafka; y lo más extraño es sentir que tenemos piel en la espalda. Sin el desvío mediante el caparazón o a través de otra cosa22, ¿cómo ser afectado por la carne o por la piel? Es necesario que ésta nos golpee de repente como una extraña en nosotros; es necesaria la resonancia de otra vida en nosotros para que a su vez la nuestra resuene. Únicamente hay autoafectividad atravesada por un afuera irreductible, en el encuentro con otra cosa; sólo hay autoafectividad en devenir. Y si el animal está en el ser humano como algo extraño, el afuera no está limitado al otro lado de la barrera de sí como una negación pura o no-relación: nosotros la envolvemos como tal23.

Por último, abordemos la cuestión de la escritura, y la idea que el devenir de la escritura, como todo devenir, es inseparable de un devenir-otra-cosa-que-ella-misma.

Aquí aproximaremos dos temas. En primer lugar:

El límite no está fuera del lenguaje, está en el afuera: se compone de visiones y audiciones que no pertenecen al lenguaje, sino que sólo el lenguaje las hace posibles. (Critique et clinique, p. 9).

¿Qué son estas “visiones y audiciones que no pertenecen al lenguaje”, que se dice que no existen fuera del lenguaje? Primera interpretación: es la experiencia familiar de la descripción, un escritor nos hace ver, escuchar, sentir cosas. No leemos sin imaginar, aunque la descripción siempre sea incompleta y no nos formemos exactamente imágenes en la mente. Si Deleuze quería hablar del hecho de que un escritor nos hace ver y escuchar cosas, que son de hecho cosas y no palabras, pero que estas cosas son ficticias, sólo existen a través de palabras, esto sería una obviedad. Entonces hay que buscar otra interpretación, y para esto necesitamos introducir un segundo tema, del cual el primero nos parece solidario:

Escribir como un perro que hace su hoyo, una rata que hace su madriguera.

(Kafka, p. 33)

Escribir como una rata traza una línea, o como tuerce su cola, como un ave lanza un sonido, como un felino se mueve, o bien duerme pesadamente.

(Dialogues, p. 90)

Hofmannsthal, o más bien Lord Chandos, cae en fascinación ante un ‘pueblo de ratas’ que agonizan, y en él, a través de él, en los intersticios de su yo conmocionado, que ‘el alma del animal muestra los dientes al destino monstruoso’: sin piedad, pero participación contranatura. Aunque nace en él el extraño imperativo: o bien cesar de escribir, o escribir como una rata.

(Mil Plateaux, p. 292)24

La metamorfosis es lo contrario de la metáfora. Ya no hay sentido literal ni sentido figurado, sino distribución de estados en los matices de la palabra. La cosa y las otras cosas no son más que intensidades recorridas por los sonidos o por las palabras deterritorializadas, siguiendo su línea de fuga. No se trata de una similitud entre el comportamiento de un animal y el del ser humano, mucho menos de un juego de palabras. Ya no hay más ser humano ni animal, ya que cada uno deterritorializa al otro, en una conjunción de flujos, en un continuum de intensidades reversibles. Se trata de un devenir que comprende, al contrario, el máximo de diferencia como diferencia de intensidad, franqueamiento de un umbral; aumento o caída, descenso o erección, acento de palabra. El animal no habla “como” un ser humano, sino extrae del lenguaje tonalidades sin significados; las palabras mismas no son “como” animales, sino trepan por su cuenta, ladran y pululan, siendo perros propiamente lingüísticos, insectos o ratones. Hacer vibrar secuencias, abrir la palabra sobre las intensidades interiores inauditas; en resumen, un uso intensivo asignificante de la lengua. Incluso del mismo modo, no hay sujeto de enunciación ni sujeto del enunciado: no es el sujeto del enunciado quien es un perro, el sujeto de enunciación permanece “como” ser humano; ya no es el sujeto de enunciación que es “como” un escarabajo, el sujeto del enunciado permanece ser humano. Pero un circuito de estados que forma un devenir mutuo, en el seno de un agenciamiento necesariamente múltiple o colectivo.

(kplm, 40-41)

Una dificultad nos detiene: ¿el devenir-animal afecta al personaje? ¿o a Kafka? ¿o a su escritura? Al menos una cosa es clara: la ficción no es una metáfora, pero describirla tampoco es la finalidad del texto. Más bien es el soporte de un devenir-animal que constituye, propiamente hablando, el programa del texto, tanto para el autor como para el lector.

La hipótesis deleuze-guattariana es que sólo hay creación en una relación con otra cosa: en resumen, la facultad que crea, o que deviene-otra de lo que era (invención de una nueva manera de escribir), sólo crea al entrar en relación con otra cosa que no sea ella misma (con un contenido). Devenir-otro, para la escritura, debe comprenderse entonces en dos sentidos solidarios: escribir de otro modo, pero escribir de otro modo porque la escritura entra en relación con otra cosa distinta de ella misma. Vemos el interés de esta manera de plantear el problema: si Deleuze y Guattari encuentran la fórmula lógica de esta identidad de dos sentidos del devenir-otro, obtienen al mismo tiempo una teoría de la adecuación expresión-contenido, que permite comprender lo que cada uno se repite sin llegar a pensarlo: por lo que escribir otra cosa es necesariamente escribir de otra manera.

Escribir como una rata agonizando: el contenido entra en la manera de escribir, los dos devienen indistinguibles. Pero, ¿esto es porque se parecen o porque se imitan el uno al otro? Son entonces posibilidades literarias, pero el texto de Kafka comienza por excluir esta hipótesis. ¿Qué quiere decir entonces “escribir como una rata agonizando”? No hay riesgo de restablecer con cierto tipo de comentario anticuado, utilizando metáforas para describir el estilo, y cavando para hacer esto en el contenido como si el estilo y el contenido se parecieran (entonces la adecuación se obtiene por el engaño). No vemos bien por qué estaríamos obligados a describir perrunamente un perro, pero tigremente un tigre, ni lo que esto podría significar. Deleuze y Guattari saben bien que la escritura de Hofmannsthal no se parece a la agonía de una manada de ratas, ni la de Melville a la estrategia de una ballena para escapar de sus depredadores. Sin embargo, la primera impresión es que nos vuelven locos: escriba como animales (o como otra cosa), pero cuidado —sin imitarlos (sino, evidentemente, dejará de escribir). Otra formulación nos encamina, en el extracto de Diálogos citado anteriormente: “dar la escritura a los que no la tienen”.

El problema es el que nos planteamos desde el principio: pensar una especie de identidad o indistinción de la expresión y del contenido, una vez excluida la categoría impotente de imitación. Esbocemos una interpretación. ¿Qué es un animal en el lenguaje? Se describe, se representa con más o menos habilidad (poseemos más o menos bien el uso común de la lengua). Pero la escritura propiamente dicha comienza cuando la representación no es solamente exacta sino viva, cuando alcanzamos al animal intenso, afectivo, porque esto supone recursos sintácticos propios, un estilo.

El escritor sólo deviene-animal creando la sintaxis que da vida al (y da a sentir) animal entre las palabras. Deviene animal, pero con la condición de que el animal, por su propia cuenta, devenga escritura pura. El animal es afectivo por la sintaxis, y por una sintaxis misma afectada por el caballo. Ha sido necesario que la escritura envuelva al caballo para meterse en un devenir (el estilo), pero, por el contrario, este caballo envuelve la escritura (ya que sólo hay caballo afectivo por las palabras). Aquí tocamos el encuentro contenido-expresión, que los pone en una relación necesaria de uno con el otro: porque uno sólo deviene en su relación con el otro.

Entonces podemos decir que el autor escribe como animal: a partir de ahora, la conjunción designa la paradoja de una identidad sin semejanza. Paradoja, pero no contradicción: tenemos la lógica que fuerza a afirmarla. En esta etapa, en efecto, ya no hay distinción posible entre sentir y escribir, la animalidad se confunde con el movimiento de sintaxis. Sentir la rata agonizando cambia la escritura, pero también es justamente a través de esta escritura transformada que sentir la rata toma consistencia. Hacer pasar a través de las palabras la rata que nos afecta es también desfigurar la sintaxis bajo el dictado de la rata. La escritura deviene activa captando y apropiándose de sus fuerzas. La rata afectiva y la sintaxis afectada no se parecen, pero ambas se casan, han combinado sus fuerzas. Ambas, aunque “distintas” (expresión/contenido), devienen “indistinguibles”. Nada más distingue el movimiento del animal del movimiento de las palabras. Sin embargo, su identidad no borra la diferencia de la naturaleza, ya que la escritura no se parece al animal, no consiste del todo en imitarlo, y se desarrolla en un campo propio donde la posible evocación de una rata (contenido) señala autoafección. Produce la semejanza del animal (una representación viva) por medios que no se asemejan. Siempre esta identidad sin semejanza, está comunicación sin nada en común: un único y mismo proceso se desarrolla en dos planos diferentes (expresión/contenido) 25.

Deleuze entonces puede decir que el animal vive entre las palabras: no es una metáfora sino la literalidad —en sentido estricto un animal. Éste vive, sólo está vivo, afecto puro o acontecimiento, aunque no viva fuera de las palabras que saben hacerlo vivir por haber sido ellas mismas forzadas por la potencia del animal real. “Escribir como una rata”, por consiguiente —porque le lenguaje deviene escritura o estilo al ganar esta “zona de indistinción” donde la escritura es indistinguible del animal aunque ella se distinga formalmente, puesto que ella es escritura y él es animal. Animal de escritura tanto como escritura animal, lenguaje animal cavado en el lenguaje mismo, uso animal de la lengua (teniendo en cuenta la paradoja de la objetividad analizada anteriormente):

“… una lengua extranjera no se cava en la misma lengua, incluso sin que todo el lenguaje se vuelque a su vez, no es dirigida a un límite, a un afuera o a una cara oculta que consiste en Visiones y Audiciones que ya no son ninguna lengua. Estas visiones no son fantasmas, sino ideas verdaderas que el escritor ve y escucha en los intersticios del lenguaje, en las diferencias del lenguaje. No son interrupciones del proceso, sino altos que forman parte de él, como una eternidad que sólo puede ser revelada en el devenir, un paisaje que parece en movimiento. No están fuera del lenguaje, son el afuera. El escritor como vidente y oyente, pero de la literatura; es el paso de la vida en el lenguaje que constituye las Ideas… Para escribir, tal vez hace falta que la lengua materna sea odiosa, pero de manera tal que una creación sintáctica trace una especie de lengua extranjera, y que el lenguaje por completo señale su afuera, más allá de cualquier sintaxis.”

(Critique et clinique, Minuit, 1993, p. 16-17)

 

Notas

HORLIEU ÉDITIONS

Documento disponible en la siguiente dirección electrónica: www.horlieu-editions.com/brochures/zourabichvili-qu-est-ce-qu-un-devenir-pour-gilles-deleuze.pdf

  1. Proust y los signos
  2. Deleuze, finalmente, siempre ha evocado un caso especial, el del encuentro de dos artistas, cineasta y novelista, o bien de dos filósofos, sobre la base de un “problema común”: pero justamente, es un problema que es común, de manera que el acuerdo se produce sobre disonancias análogas, que se encuentran aliadas.
  3. Tratar al semejante como una bestia es completamente otra cosa, y vuelve a imponerle cierto tipo de relación humana con el animal (domesticación, instrumentalización).
  4. Cada uno sabe que, a solas con una araña, hay un momento de antropomorfismo, donde le atribuimos intenciones humanas respecto a nosotros, ya que el derrape imperceptible y fugitivo donde ya no se distingue el animal, que presiente en nosotros mismos su vida y su cuerpo, él es verdadero a nuestra manera —lo que no elimina de ninguna manera la objetividad y la exterioridad del efecto, porque la araña no es un fantasma, y la confrontación con lo heterogéneo precede— especialmente para un niño—una posible transferencia fantasmatica. O bien, para decirlo de otro modo, y en relación con un caso celebre del que Deleuze y Guattari criticaron la interpretación freudiana: un lobo no se asusta como un ser humano, éste último era nuestro padre. No es precisamente un hombre; envuelve con él la manada, la estepa, la carne viva, e incluso una mirada donde el antropomorfismo se invierte fácilmente. Pero el psicoanálisis antropomorfiza al lobo, el sueño, el inconsciente. Suponiendo que el lobo tenga que ver con el padre (o con la abuela, etc.), es necesario que previamente el padre haya encontrado al lobo en el imaginario del niño —relación más profunda que la “representación”.
  5. Pourparlers, Minuit, 1990, p. 177
  6. L’image-temps, Minuit, 1985, p. 14 y 247 ; p. 238.
  7. Logique du sens, Minuit, 1969, p. 54 (et passim). Sobre este tema encontraremos una serie de ejemplos en Un amor de Swann, de Proust: las cattleyas, la pequeña frase de Vinteuil, etc.
  8. Dialogues avec Claire Parnet, Flammarion, 1997, p. 88.
  9. , p. 65.
  10. Pour une littérature mineure, Minuit, 1975.
  11. Minuit, 1972.
  12. Minuit, 1980
  13. Del mismo modo, Deleuze estaba interesado en los nuevos deportes en los que ya no se trata de ser sí mismo el punto de partida de un movimiento, sino de tomar ventaja de un movimiento preexistente que se trata desde entonces de adaptar, el deportista que no tiene más que la naturaleza de una relación de oposición y de desafío (lanzamiento de peso, ascenso en bicicleta, remo, etc.): surf, windsurfing, ala delta o parapente. El ser humano, con su máquina, capta las fuerzas en lugar de superarlas, y entonces deviene capaz de deslizarse, de volar, nuevas aptitudes que envuelven una relación con un elemento heterogéneo. Cf. Pourparlers, p. 179-181, etc.
  14. Aquí no podemos tratar el problema conexo: el de la relación entre el devenir en la existencia y el devenir en la creación.
  15. Sobre la co-evolución asombrosa de la avispa y de la orquídea, consultaremos Rémy Chauvin, Les abeilles et moi, Hachette, 1976, p. 104-105, y G. Carbone, Y. Delange, J.-Cl. Gachet, M. Lemercier, L’abécédaire des orchidées, Flammarion, 1996, p. 42, 65 et 85. Los comentarios de Deleuze & Guattari se encuentran en Dialogues, p. 8-9 y Mille plateaux, p. 17.
  16. Podríamos multiplicar los ejemplos —mostrar, por ejemplo, que Kafka en « Josefina la cantora o el pueblo de ratones”, Lawrence en “Bebe-tortuga”, dan a sentir y a experimentar relaciones de tiempo que no son humanas, que no son las de un hombre. ¿Son las de los ratones o las de las tortugas? Al menos es cierto que el ser humano en contacto con ratones y tortugas experimenta temporalidades diferentes a la suya. Los ratones proporcionan objetivamente al hombre temporalidades que no son quizás las suyas, que seguramente no son la suya. Al menos se adhieren, en hueco o como el verso de una cara, a la de ellos. ¿Un poco como el hombre y el agua? Poco importa que el agua no tenga consciencia, el ser humano del mar siente las fuerzas del mar, que son ellas mismas del mar; y en este sentido, él deviene mar. Es justamente lo otro lo que sentimos; de lo contrario no comprenderíamos que puede haber correspondencia, conjugación, abrazo reciproco, tampoco comprenderíamos que puede haber afecto.
  17. Sobre la distinción individuo-sujeto, de acuerdo con conceptos de “continuum de singularidades” y de “síntesis disyuntiva”, cf. Logique du sens, 16° serie.
  18. Le pli, Minuit, 1988, p. 189.
  19. Mille plateaux, p. 337.
  20. Aquí pensaremos en las “nociones comunes” de Spinoza.
  21. Constataremos que el mismo concepto es llamado “sentido” en Lógica del sentido y “afecto” en La imagen-movimiento, Minuit, 1983, cap. 6 y 7.
  22. Por ejemplo, el mármol, si lo pensamos en Prigioni que Miguel Ángel dejó sin terminar voluntariamente, así como el mármol se adhirió a la piel.
  23. Entonces comprendemos ciertas fórmulas deleuzianas enigmáticas, en primer lugar; el precepto, es “el paisaje anterior al ser humano”; el sujeto que percibe “entra en el paisaje” ( Qu’est-ce que la philosophie?, Minuit, 1991, cap. 7).
  24. Notaremos que la idea de “escribir como una rata” está ausente en el texto de Hofmannsthal, que termina sobre la imposibilidad de escribir una vez más. Este punto final es para Deleuze un comienzo.
  25. Aquí pensaremos en la relación entre los “atributos” de la sustancia en Spinoza.

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