Sería una ingenuidad imperdonable presuponer que las próximas décadas
y generaciones no pudieran revivir dicho programa,
purgado de su craso diletantismo y revestido
de un brillo y vocabulario científico.
Carl Amery
La teoría social tradicional ha construido una narrativa peculiar sobre los hechos sociales que marcaron el siglo XX. Desde ella se definió y se impuso un sentido particular de los acontecimientos históricos, el cual nos hablaría del progreso de una humanidad que cada día vive mejor. Si bien existen divergencias en su interior, la teoría social tradicional puede ser identificada por algunos rasgos característicos, como son su fragmentación en disciplinas (economía, sociología, ciencia política, etc.), su inclinación por asumir los fundamentos epistemológicos del positivismo o su tendencia a estudiar la realidad social a partir de la observación de hechos empíricamente comprobables. Estos principios metodológicos y la consideración de la caída del socialismo real durante la última década del siglo pasado como punto de referencia, provocaron que la mayoría de los pensadores que pueden ser adscritos a este tipo de teoría sostuvieran que el sentido final que nos legó el siglo XX habría sido el incuestionable triunfo del binomio capitalismo-democracia liberal.
Aún si dejamos de lado el hecho de que poco a poco se ha venido abajo esta narrativa que reflejaba el triunfalismo unipolar de los Estados Unidos, incluso por momentos de una manera más bien estrepitosa, debemos hacer notar en primer lugar que este discurso tiene como su principal contradicción interna la enorme incapacidad para dar cuenta de sucesos incómodos, perturbadores y traumáticos, ante los que ha preferido callar y voltear la mirada. Es así que muchas de las teorías sociales que aún en la actualidad siguen estando vigentes, en realidad no sirven para explicar el momento paroxístico del siglo XX en Occidente: el ascenso del nazismo y de su naturalización de la vida social que, poniendo una racionalidad instrumental al servicio de un racismo de no-estado, trajo como resultado el exterminio de millones de personas en el mismo centro de la cultura occidental.
Si bien este suceso no es completamente ignorado por la narrativa tradicional, su explicación se limita a señalar que el nacional-socialismo solamente fue una irrupción inesperada y casi accidental de la irracionalidad de masas, la cual habría sido despertada por un régimen totalitario que se fundamentaba en el poder ilimitado de un líder carismático con rasgos psicopatológicos.
Para la teoría crítica,[1] en cambio, la cuestión del ascenso del fascismo en la Europa continental, y sobre todo del nacional-socialismo en Alemania, resultó un problema central que no podía ser explicado como un simple error en el desenvolvimiento progresivo de la historia. Como sabemos, este asunto no fue uno más entre muchos otros temas de interés para esta corriente teórica, pues el nazismo no sólo ponía en evidencia las fallas explicativas de aquella teoría social que pretendía imitar el exitoso modelo de las ciencias naturales, sino que sobre todo exhibía de manera brutal la explosión violenta del cúmulo de contradicciones de la modernidad capitalista: el hecho de que teniendo a la mano una capacidad técnica para producir con abundancia el bienestar de toda la sociedad, el resultado de este sistema fuera continuamente la producción artificial de escasez, destrucción y muerte.
En este trabajo revisaremos solamente una dimensión de este complejo problema civilizatorio que quedó expuesto en el nazismo, la cual se refiere a la manera en que el régimen nacional-socialista detuvo el momento dialéctico de la superación de un capitalismo y una democracia liberal en ruinas (crisis mundial de 1929, fracaso de la República de Weimar), a costa de despolitizar la vida en común para lograr traducir las contradicciones sociales en una cuestión natural que no admitía otra solución más que una “solución final”.
Si asumimos que lo político es aquella capacidad colectiva para dar forma a la sociabilidad de su vida humana,[2] proponemos utilizar el término naturalización de los órdenes sociales para dar cuenta de aquellas estrategias por las cuales se tratan de legitimar las desigualdades e injusticias a partir de referentes supuestamente “objetivos”: como son los elementos biológicos y raciales. De manera análoga al hecho de que es imposible hacer una revolución contra la ley natural de la gravedad o que no se puede cambiar según nuestra voluntad el sentido con el que gira nuestro planeta, los nazis lograron convencer a una población vapuleada y resentida por las crisis económicas y la guerra que era imposible integrar a un elemento enfermo, que supuestamente contaminaba la pureza de la raza aria, en el proyecto de un socialismo racial, que al menos en el discurso se proponía superar las contradicciones del capitalismo liberal.
Por ello, a continuación revisaremos algunos elementos del debate que se suscitó al interior de la Escuela de Frankfurt para explicar la ideología del racismo y del Pueblo racial en el que se soportó este régimen, en donde prestaremos especial atención a los trabajos de las tesis sobre el antisemitismo de Max Horkheimer y Theodor Adorno y algunos pasajes del libro Behemoth de Franz Neumann. Cabe señalar que antes de adentrarnos en esta discusión, abordaremos algunos antecedentes sin los cuales resultaría inexplicable este suceso histórico, entre los que destacaremos el triunfo del positivismo y la razón instrumental, así como la caracterización del régimen nazi a la manera de un no-Estado.
La derrota del pensamiento dialéctico: positivismo e instrumentalización de la razón
Herbert Marcuse[3] sostenía en su libro Razón y Revolución que el nacional-socialismo no había sido el resultado de la totalización del Estado hegeliano, como se señalaba a mediados del siglo XX, sino que precisamente era el resultado de la derrota del pensamiento dialéctico hegeliano por parte del positivismo y de su proyecto de una sociedad que administrara a los hombres como cosas para traer el orden y el progreso. Para Marcuse como para Marx,[4] la valía del pensamiento dialéctico consistía en que tenía el potencial de orientar una práctica revolucionaria, pues postulaba ante todo la negación idealista de lo existente: en ella la Razón era autónoma y estaba aún en contradicción con los hechos por tener el derecho de configurar la realidad. Para el método dialéctico la verdad aparecía como una realización histórica, en donde lo real no era sólo lo que existe de hecho y aparentemente, sino lo que existía en relación a las normas de la Razón. Dichas normas se iban realizando en la superación de contradicciones históricas que experimentaba el espíritu[5] a lo largo del tiempo: “El carácter crítico de su dialéctica [de Hegel] entiende lo existente en términos de la negatividad que contiene y concibe las realidades desde el punto de vista de sus cambios. El cambio es una categoría histórica”.[6]
Para Marcuse las raíces ideológicas del nacional-socialismo se encontraban pues en la violenta reacción contra la filosofía negativa y su dialéctica, la cual se llamó a sí misma la filosofía positiva o positivismo. Este tipo de pensamiento sería combinado con ideologías racistas de corte vitalista que revisaremos más adelante. Lo que se atestiguaba en esta manera de pensar era una declinación del poder de la negación ante lo dado en nombre del progreso de la civilización industrial. Sin el espíritu de contradicción del método dialéctico, el sujeto de conocimiento debía ser neutral frente a las formas sociales existentes y se debía limitar a observar la realidad para predecir su desenvolvimiento. Mientras que Hegel sostenía que existía un antagonismo entre la verdad y el hecho, que sólo podía ser resuelto mediante el proceso dialéctico de su realización, el positivismo postulaba que el pensamiento debía someterse a las ataduras de lo dado: ya no de lo posible sino solo de lo existente.
Si la abundancia producida por la sociedad industrial había alcanzado ya entonces las condiciones materiales previas para la realización de la libertad, igualdad y fraternidad, al lograr superar la escasez permanente, en la teoría únicamente hacía falta el proceso revolucionario que realizara esta posibilidad ideada en el pensamiento. Para ello era necesario un momento negativo que rechazara al sistema capitalista como un sistema represivo dado que era superable. Sin embargo, debido a que el mismo Hegel había detenido el desenvolvimiento de su dialéctica en la forma social predominante de su época, los inicios del capitalismo industrial, con más razón el positivismo debía ser entendido así como el estadio de la razón correspondiente al sistema capitalista pero que ahora negaba sus contradicciones y por ende las posibilidades de superar este sistema: “Si el poder contradictorio, oposicional, negativo de la Razón se quebranta, la realidad se mueve según su propia ley positiva y, sin ningún estorbo por parte del Espíritu, manifiesta su fuerza represiva. Tal declinación del poder de la Negatividad ha acompañado, en efecto, al progreso de la reciente civilización industrial”.[7]
Por su parte, Max Horkheimer puso el énfasis de su crítica en el dominio de una racionalidad instrumental en prácticamente todos los dominios de la vida social correspondientes a este sistema. Horkheimer sostuvo que en las sociedades industriales del siglo XX cada vez se entendía más a la razón exclusivamente como una capacidad subjetiva del intelecto individual ligada al cálculo de medios y fines. De acuerdo con su crítica, originalmente la modernidad ilustrada había entendido a la razón como un principio inherente de organización de toda la realidad humana, es decir, como un principio objetivo del mundo. La razón era una fuerza contenida no sólo en la conciencia individual, sino que se encargaba de discernir la validez de la totalidad del mundo, incluido al hombre, sus valores y sus fines.[8] A pesar de todo, esta noción de la racionalidad que fue postulada principalmente por el proyecto político de la Ilustración, no excluía a la razón subjetiva, sino que la consideraba sólo una expresión parcial de una racionalidad más amplia que era capaz de deducir criterios aplicables a todas las cosas y a todos los seres vivientes.[9]
El proyecto de la Ilustración originalmente aspiraba a sustituir a las religiones tradicionales y a la mitología por una razón objetiva que fuera capaz de exponer verdades válidas para todos. Era pues un soporte que permitía a los seres humanos no sólo regular la relación entre medios y fines, sino que posibilitaba su comprensión, sopesando y determinando la validez de los segundos sin recurrir a las verdades religiosas que anteriormente organizaban la totalidad de sentido del mundo. La Ilustración “había declarado que la razón desempeñaba un papel directivo en el comportamiento humano, acaso el papel preeminente, protagónico […] La razón había de regular nuestras decisiones y nuestras relaciones con los otros hombres y con la naturaleza.”.[10] Cuando la sociedad industrial fue reduciendo el concepto de razón hasta convertirlo en elemento unidimensional de cálculo, la Ilustración se fue vaciando del contenido sustantivo que había quedado sintetizado en el proyecto de la Revolución Francesa. A partir de entonces la razón sería únicamente un instrumento formal de la conciencia individual: su utilidad debía ser sopesada en tanto que herramienta de dominio sobre la naturaleza para aumentar el bienestar humano (técnica) y en tanto que medio para la síntesis de datos fácticos que posibilitaran dicha dominación (ciencia).
Más allá del vaciamiento de sentido de este proyecto civilizatorio que desde sus orígenes postuló a la razón humana como su centro, el ascenso de este tipo de racionalidad, positiva e instrumental, habría significado en los hechos la abdicación de lo político y lo práctico en su aspiración de determinar las metas y formas de la humanidad, de manera que los hombres aparecían ahora como medios de cálculo en una interpretación naturalizada de la sociedad. En pocas palabras, podemos decir que desde este tipo de racionalidad los seres humanos habrían terminado por instrumentalizarse los unos con los otros, alienándose a sí mismos como cosas y no como sujetos que podían intervenir en la construcción de sus órdenes sociales: “El precondicionamiento de los individuos, su configuración como objetos de administración […] parecen surgir de la estructura histórica de la reciente sociedad industrial una vez que esta sociedad ha logrado controlar su propia dialéctica en base a su productividad”.[11]
El no-Estado nacional-socialista: la quiebra del modelo estatal hegeliano
La derrota del pensamiento dialéctico por parte del positivismo significó también en el caso alemán la renuncia a la teoría política hegeliana y a su modelo de Estado, los cuales se proponían tratar de conciliar la voluntad general con la voluntad individual dentro del incipiente sistema capitalista de comienzos del siglo XIX. El pensamiento dialéctico del sistema hegeliano postulaba que el Estado era aquella entidad histórica que encarnaba a la Razón y a la libertad en tanto que genuinos conceptos dialécticos. Esto se debía a que el Estado abarcaba a la sociabilidad natural de la familia y el orden de los propietarios privados de la sociedad civil, dentro de un conjunto de instituciones que buscaban salvaguardar los intereses generales sin modificar esencialmente el de los otros órdenes.
El sistema político hegeliano transitaba desde el derecho abstracto, en donde los individuos se percataban de su libertad sólo en tanto que eran propietarios privados, a la moralidad, en donde interiorizaban los valores necesarios para la convivencia pero sin ningún referente institucional que hiciera valer los contratos necesarios para la convivencia pacífica. Es por ello que Hegel trató de justificar la existencia de un Estado que realizara la eticidad, es decir, el momento en que la moralidad se volcara hacia el ámbito externo de la realidad social para que ésta se realizara por medio de instituciones sociales y políticas. Para Marcuse la teoría del Estado hegeliano trataba sobre todo de salvar las contradicciones del sistema dominante, es decir, aquellas que se referían a la sociedad civil capitalista: en ella la totalidad y la convivencia mutua no era producto de la libertad, sino de la necesidad, de la interacción individual según la relación entre capital y trabajo.
Para Hegel era necesario el predominio de un agente más poderoso que se sobrepusiera a las contradicciones irreconciliables de la sociedad civil, con base en una ley universal que fuera aplicable a cualquiera sin importar su condición en el intercambio capitalista, el cual estaba:
“[…] caracterizado por la libre competencia entre individuos de modo que cada quien es un fin en sí mismo y para cada persona particular los otros son medios para alcanzar un fin. […] El esquema no puede perpetuarse a sí mismo a menos que armonice los intereses antagónicos de los que está hecho, en una forma que sea más racional y calculable que las operaciones del mercado de bienes que la gobiernan”.[12]
Es decir, para Hegel era necesario que el Estado rigiera a la Sociedad Civil para lograr su estabilidad y su permanencia, aún si no lograba modificar su dinámica esencial de intercambio capitalista ni su soporte metafísico en la propiedad privada, como lo defendía la dialéctica materialista del marxismo.
El nacional-socialismo, por el contrario, representaba para Marcuse la derrota del llamado derecho universal en un orden donde la sociedad civil regía al Estado. Si el sistema hegeliano había sido el resultado teórico de las realizaciones de cierta forma emancipadoras de la era moderna, como la Reforma protestante, la Revolución francesa o la cultura del idealismo alemán, el orden nacional-socialista respondía a una etapa histórica en la que dichas realizaciones resultaban peligrosas para el mantenimiento de la sociedad civil capitalista. La raíz del fascismo se encontraba así en el creciente antagonismo entre el sistema democrático de libertades individuales y la creciente monopolización del capitalismo industrial:
“los grupos industriales más poderosos tendían a asumir directamente el poder político, con el fin de organizar la producción monopolista, de destruir la oposición socialista y de emprender la expansión imperialista […] La sociedad se convierte en un cuerpo armado al servicio de los grandes intereses que han logrado sobrevivir a la lucha económica de la competencia”.[13]
Es por eso que la organización fascista de la sociedad requería de un cambio completo del marco cultural liberal e idealista que centraba a las libertades individuales como lo más importante.
Para Franz Neumann el régimen nacional-socialista podía por tanto ser caracterizado justamente como un no-Estado, puesto que en él no existía ningún centro de poder político que lograra subordinar los intereses particulares, ni existía el dominio de ningún tipo de Derecho universal. De ahí su nombre de Behemoth,[14] como antítesis del Leviatán hobbesiano. En sus investigaciones empíricas Neumann demostró que la maquinaria coercitiva del nazismo no estaba unificada sino que predominaban en ella cuatro liderazgos que reiteradamente eran antagónicos entre sí: “El partido es independiente del estado en asuntos relativos a la policía y la juventud. El ejército es soberano en muchos campos; la burocracia no está controlada; la industria ha logrado conquistar muchas posiciones”.[15] Neumann sostuvo pues que no existía ningún Estado que se encontrara por encima de estos cuatro grupos, ni que monopolizara la fuerza obligatoria de decisión con una validez universal.
Esta autor negaba también las tesis de algunos juristas con afinidades nacional-socialistas, entre los que destaca Carl Schmitt, para quienes el poder político efectivamente no residía en ningún Estado, sino en una persona: el Führer, quien era la personificación viva de la comunidad racial. Neumann proporciona evidencias documentales para comprobar que más allá del gran poder carismático de Adolfo Hitler sobre las masas, el nazismo era una forma de sociedad en la que los grupos gobernantes dominaban directamente a la población sin ningún aparato jurídico, racional o liderazgo unipersonal de por medio. Lo que unía a estos cuatro grupos no era su fidelidad al Führer, sino su ambición de ganancias, de poder y sobre todo el miedo a las masas oprimidas que en caso de utilizar su razón dialéctica y su fuerza revolucionaria, podían subvertir definitivamente el orden capitalista:
“En el nacional-socialismo toda la sociedad está organizada en cuatro grupos fuertes y centralizados, cada uno de los cuales actúa bajo el principio del liderazgo, cada uno con poderes legislativo, administrativo y judicial propios. Basta con que el liderazgo de los cuatro sectores se ponga de acuerdo privadamente sobre determinada política […]. No hace falta que haya un estado que se encuentre por encima de todos los grupos”.[16]
Así pues, como hemos visto en estas dos secciones, la derrota del pensamiento dialéctico que negaba lo dado inmediatamente y la consecuente renuncia a cualquier intervención política sobre el sistema social capitalista, ya no se diga para superarlo, sino al menos para conseguir la creación de un Estado que controlara la lucha destructiva de los intereses dominantes, creó las condiciones teóricas y políticas para que se asentara poderosamente la nueva ideología nacional-socialista. Entre los factores ideológicos que permitieron a la civilización industrial absorber su negatividad se utilizaría sobre todo la vieja ideología antisemita que históricamente había tenido un fuerte arraigo en la unificación de la Alemania protestante. A ella se sumó un nuevo racismo de no-Estado que trataba de justificar las contradicciones sociales ya no remitiéndose a la politicidad humana, sino apelando a un referente supuestamente “objetivo”, es decir, positivamente observable, que vino a ser el pueblo racial.
La ausencia de una teoría política: negación de la nación y afirmación del Pueblo racial
El Behemoth nacional-socialista podría también ser caracterizado por la ausencia de una teoría política coherente que justificara el orden no-estatal que describimos anteriormente. Más allá de ser un régimen abiertamente antidemocrático, antiliberal y antirracionalista, para Franz Neumann el nazismo carecía por completo de una teoría de la sociedad que articulara consistentemente la variedad de elementos que integraron a su ideología. De hecho, de acuerdo con Neumann no es posible hacer responsable a ninguna filosofía, ni siquiera a la filosofía positivista y a su negación de lo dialéctico, del discurso racista y antisemita que adoptó el nacional-socialismo: “[…] es incompatible con cualquier filosofía política racional, es decir, con cualquier doctrina que haga derivar el poder político de la voluntad o las necesidades del hombre”.[17] Si asumimos que la teoría no puede ser no-racional, podemos entender cuál era la razón por la que el régimen nazi considerara fatal al pensamiento teórico: éste resultaba un peligro porque inducía a la pregunta de los porqués.
La ideología nacional-socialista se fundamentaría en cambio en conceptos que supuestamente no eran racionales, como la comunidad, la sangre, la tierra, o el pueblo racial (los cuales resultaban ser más bien estratagemas que se utilizaban conscientemente por parte de los líderes del régimen). En concordancia con la negación de la cultura liberal e idealista que revisamos anteriormente, el régimen nacional-socialista se remitió a referentes supuestamente naturales que sólo podían afirmarse excluyendo a los otros. La comunidad ya no era entendida como la unión de individuos libres en el todo racional del Estado, sino que era una comunidad natural a la que el individuo estaba completamente subordinado: “la entidad natural de la raza […] constituye una realidad natural, unida por los lazos de la sangre y la tierra, y que no está sujeta a valores o normas racionales”.[18] Más allá de todas las dificultades que tuvo el régimen para encontrar la definición de este referente que supuestamente era natural y “objetivo”, al grado que lo terminaron ligando a la exclusión de aquellas personas que tuvieran al menos un abuelo no bautizado, los autores de la teoría crítica insistieron en que esta obsesión por las condiciones naturales de la comunidad fueron utilizadas para desviar la atención de los fundamentos económicos y sociales de la crisis que se padecía justo antes del ascenso del nazismo.
Es innegable que el nacional-socialismo incluyó en su discurso algunos elementos anticapitalistas pues, como su propio nombre lo sugiere, aspiraban a construir un nuevo orden socialista que superara las contradicciones del sistema capitalista-liberal. Sin embargo, contrario a lo que dicho nombre indica, el nazismo evitó deliberadamente el uso del término corriente de nación para referirse a la base comunitaria que soportaría a este régimen. Esto se debe a que desde la llamada era de las revoluciones burguesas (S. XVIII- S.XIX), la nación había sido un concepto políticamente construido que se refería más bien a aspiraciones políticas comunes y una voluntad política unificada que a un criterio de orden biológico o racial para diferenciar a las personas: “El significado primario de nación, el significado que con mayor frecuencia se aireaba en la literatura, era político. Equiparaba el pueblo y el Estado al modo de las revoluciones norteamericana y francesa […] La nación considerada así era el conjunto de ciudadanos cuya soberanía colectiva los constituía en un estado que era su expresión política”.[19]
A partir de la revolución francesa y de su proyecto jacobino, la nación se convirtió en el mecanismo ideológico para unificar la red de intereses individuales y de grupo alrededor de una nueva autoridad central que debía imponerse a los poderes dinásticos y feudales: el Estado. En contraste, en la historia política de Alemania el concepto de nación o soberanía nacional nunca se arraigó por medio de procesos revolucionarios exitosos. Para Neumann esto podría explicar el hecho de que el racismo sustituyera al concepto de nación políticamente construido en el régimen nazi, de manera que en lugar de remitirse a afinidades políticas y de voluntad soberana, se apelaría a afinidades raciales y biológicas por medio del concepto pueblo racial. Ya desde antes de la llegada del nacional-socialismo, en Alemania “el vínculo que explicaba la unidad en la teoría política se remitía más al vínculo natural entre los miembros de la raza germánica, que a la voluntad política de hombres libres”.[20]
La teoría de la soberanía nacional tal y como estaba expresada en la declaración de derecho francesa de 1795, en donde se sostiene que cada nación es independiente y soberana dentro de la extensión del territorio que ocupa, obstaculizaba también cualquier tipo de expansión imperialista: si la nación era el resultado de la decisión de los hombres libres, ninguna nación podía legítimamente ser superior a las demás. Es por ello que según el análisis de Neumann el no-estado nacional-socialista encontró en la glorificación de los rasgos sociales y biológicos del pueblo racial un argumento muy poderoso para legitimar la revancha imperialista de Alemania sobre los otros países de la Europa continental que la habían derrotado en la primera guerra mundial. A diferencia de otros procesos coloniales, la expansión imperial alemana estuvo dirigida contra estados fuertes que en el periodo anterior al nazismo ya controlaban buena parte del territorio mundial con poderosas maquinarias militares. Es por ello que en contraste con Estados Unidos, Inglaterra o Francia, el nacional-socialismo necesitaba urgentemente de una ideología que justificara a los ojos del pueblo el sacrificio gigantesco que debían realizar para lograr sus pretensiones expansionistas. De esta manera Neumann señala que la ideología de la superioridad de la raza nórdica alemana encontró su lugar, en un primer momento.
A dicho momento se sumarían razones de orden económico que analizaremos a continuación, las cuales permitieron la redistribución de la propiedad y una acumulación de capital sin alterar las bases económicas del capitalismo. Por ello el racismo se convirtió en un medio sustitutivo de la lucha de clases y en un pretexto para justificar la expansión del no-estado nazi. Siguiendo la lógica schmittiana del enfrentamiento entre el amigo y el enemigo, la sociedad aria podía así integrarse como un todo que luchaba contra un enemigo externo que había que combatir y exterminar: los judíos.
El proyecto no-político del imperio racial: la purificación de la sangre y el exterminio antisemita
Para Max Horkheimer y Theodor Adorno, la raza no es una particularidad natural inmediata, como pretenden los racistas, sino que es la reducción naturalizada de lo humano a la pura violencia. Por ello la afirmación de la raza solamente es asequible a partir de la exclusión violenta de aquellos que comprometen la universalidad y uniformidad de la comunidad, por su supuesta falta de adaptación al orden biológico dominante. Los fundamentos del imperialismo racial rápidamente terminaron por convertirse en un medio para afirmar el carácter antisemita que desde mucho tiempo atrás estaban presentes ya en el cristianismo protestante: “Tal es el origen religioso del antisemitismo. Los seguidores de la religión del padre son odiados por los de la religión del hijo como aquellos que saben más”.[21]
Sin embargo, mientras que la lucha religiosa permanecía espiritual y apegada por ello a una elección personal voluntaria, el antisemitismo nazi, más acorde a los tiempos positivistas, quiso prescindir de los factores metafísicos para arraigar esta lucha a factores “objetivos” y observables: el cuerpo y la pureza de su sangre. El exterminio de los judíos y de otros grupos minoritarios, como fueron los gitanos o los homosexuales, formaron parte de un plan de la purificación de la sangre alemana que fue avanzando progresivamente desde 1933, en que se publica la primera legislación eugenésica para “impedir la transmisión de tara hereditarias”, hasta llegar a la llamada “solución final” en 1942, es decir, el exterminio total de estos grupos. La finalidad de este conjunto de leyes era “proteger a la sangre como un organismo vivo que circula en el pueblo alemán”.[22]
Aunque Neumann se esfuerza por encontrar razones estructurales y bases económicas que expliquen el desenvolvimiento de este proceso de exterminio, ligándolo a factores económicos como la arianización de la propiedad o la exclusión de los judíos que ocupaban muchos de los puestos de intermediarios y comerciantes en tanto que eran para la clase media la manifestación directa del capitalismo, la explicación del exterminio antisemita parece estar relacionada más a factores de orden psicológico que resultan por sí mismos ya irreductibles a la lógica imperialista y capitalista. Esta es la postura que asumen Horkheimer y Adorno en sus tesis sobre el antisemitismo, en donde sostienen que la inutilidad económica del exterminio judío sólo reforzaba la fascinación por el remedio racista: no beneficiaba a nadie, sino que sólo apaciguaba el impulso destructivo y los deseos reprimidos de dominio.
Para estos autores no era posible dar explicaciones estrictamente racionales, fueran económicas o políticas, del antisemitismo, pues éste era más bien una especie de ritual de la civilización que funcionaba como una válvula de escape de una sociedad que en sí misma era cada vez más represiva. En los asesinatos rituales, en los que los hombres privados de subjetividad son liberados momentáneamente como sujetos, ha quedado siempre demostrada la impotencia y la derrota de aquello que podría ponerles un freno: la reflexión, el significado, la verdad, etc. Si los seres humanos se consideran a sí mismos cada vez más como cosas, que pueden ser gestionadas y administradas por encima de su voluntad, el momento ritual del asesinato de aquél que no se adecua completamente o que vulnera las prohibiciones autoimpuestas provoca una desublimación represiva de los pripios impulsos de dominio. Con el triunfo de la ciencia y de la técnica las manifestaciones propiamente humanas se han vuelto cada vez más controlables y forzadas. Ya Marx había insistido en que la subjetividad individual estaba anulada por el progreso de la sociedad capitalista, pues alienaba cada vez más a los seres humanos de su propia vida expropiando los productos de su fuerza de trabajo: “En el modo burgués de producción la indestructible herencia mimética de toda praxis es condenada al olvido. La despiadada prohibición de la regresión se convierte, a su vez, en mero destino; la renuncia ha llegado a ser tan total que no llega ya a realizarse conscientemente”.[23]
La mera existencia de un Otro que ponía en cuestión las ficciones y sacrificios se volvía así insoportable: la única tranquilidad posible era su desaparición. En el caso de los judíos, se les odiaba no sólo porque no se adecuaban a la lógica universalista del amor cristiano, sino sobre todo porque no se adecuaban a las ficciones modernas de la raza. Es así que para los nazis los judíos eran la anti-raza: su cuerpo “objetivamente” escapaba al orden no-político de la sangre y la tierra bajo el que legitimaban su dominio. Desde tiempos inmemoriales, probablemente desde que comienza el llamado éxodo, la objetivación de la identidad de los pueblos judíos no había sido espacial ni fenotípica, sino que se remitía a la identificación con las escrituras sagradas, de manera que, como lo dijo George Steiner, su territorio era el Libro: “las comunidades nómadas rehúyen objetivar su identidad, evitan identificarse con un territorio o con la configuración arquitectónica del mismo, no intentan reconocerse en una entidad objetiva como lo hace la civilización occidental”.[24] Es probable que por ello la presencia de los judíos fuera insoportable para una sociedad que había decidido unificarse a partir de un nuevo antisemitismo ya no sólo religioso, sino ahora también genético, es decir, “científico”.
Reflexiones finales: nadie mata a nadie o Hitler como precursor
El fascismo nacional-socialista logró poner al servicio del dominio y la represión la rebelión de la subjetividad oprimida, de manera que hizo posible la liberación de los impulsos destructivos sin poner en peligro el esquema de la represión capitalista. Sin embargo, como bien lo señalan Horkheimer y Adorno en su tesis número siete, en sus momentos iniciales esta falsa liberación de la subjetividad todavía era el producto de un juicio personal, que permitía a un sujeto decidir entre lo bueno y lo malo, entre a quién odiar y contra quién afiliarse. Por macabro que pueda escucharse, bajo el triunfo indiscutible de la sociedad industrial de masas esta desublimación represiva ya ni siquiera es accesible, pues cada vez más el individuo y su capacidad de decisión se han convertido en obstáculos de una racionalidad económica que gestiona anónimamente la vida del cuerpo social.
En la alienación de la sociedad de masas, que parece encontrar en el ascenso de las neurociencias el momento final de la cosificación de la conciencia, la realidad ya no es el resultado del proceso dialéctico entre un sujeto y una realidad, como lo era para el idealismo dialéctico o el materialismo histórico, sino que es producido por el puro avanzar automático de un sistema productivo que camina por sí mismo, aunque muchas veces accidentadamente. En esta sociedad la pregunta por el cómo funciona parece haber desterrado definitivamente los cuestionamientos del porqué, de manera que nadie interactúa ya con nadie, pues cada vez nos consideramos a nosotros mismos como máquinas orgánicas que se relacionan a través de sus intercambios comerciales, sin capacidad de juicio, ni de acción política. El capitalismo de los países industriales más avanzados ha sido capaz de reorganizar sus propias contradicciones en el diseño de una cultura de consumo que involucra sistemas publicitarios que gestionan ahora también los deseos y las aspiraciones de los nadie. Si bien el progreso técnico capitalista multiplicó casi infinitamente las necesidades y los satisfactores por medio de cada vez más nuevas y más llamativas mercancías, probablemente éstas mismas mercancías sean ahora las satisfacciones represivas que mantienen el sometimiento y la dominación: “El progreso de la administración reduce la dimensión en la que los individuos pueden todavía estar consigo mismos y para sí mismos y los transforma en objetos totales para su sociedad”.[25]
Como vimos a lo largo de este trabajo, el nacional-socialismo logró retener de manera momentánea al pueblo racial alemán dentro de una condición supuestamente natural y prerrelacional, en donde la única solución para aquellos que no entraban dentro de la lógica de la pureza de la sangre era su “extirpación” en tanto que elemento supuestamente enfermo dentro de un cuerpo sano: así se inauguró la lógica de la guerra humanitaria o del asesinato medicinal que inquietamente sigue vigente en la actualidad. Sin embargo, como bien lo identificó Neumann desde 1942, el régimen nacional-socialista se enfrentaba a una serie de contradicciones materiales y políticas que difícilmente podían hacer sostenible este régimen en el largo plazo: entre ellas destacan la dinámica monopolista que anulaba la competencia necesaria para la acumulación del capital, y sobre todo el choque entre una propaganda pseudosocialista y el ascenso de un proceso cada vez más racionalizante y despersonalizador de la producción.
No obstante, la visible derrota económica y política del régimen nazi no refleja su inadvertida victoria en el plano psicológico, en donde atestiguamos un pre-condicionamiento casi generalizado de los individuos modernos a concebirse a sí mismos como objetos o cosas de administración. Hitler habría sido un precursor, como lo sugirió Carl Amery, en tanto que se percató de que era imposible darle un rostro más humano al capitalismo de forma sostenible y generalizada: por ello optó abierta y cínicamente por la vía violenta y destructiva de la despolitización naturalista de la vida social.
Si el nacional-socialismo resultó de la renuncia a los principios emancipatorios de la modernidad Ilustrada para mantener el orden existente, es decir, su forma capitalista, tal vez haya llegado la hora de luchar por su profundización dialéctica para llevarla a una realización más radical. Así, siguiendo la dicotomía que planteó Rosa Luxemburgo cuando dijo que las únicas opciones actuales eran el comunismo o la barbarie, nosotros deberíamos optar por poner en cuestión el orden existente de la sociedad civil capitalista o de la sociedad tecnocrática (que tuvo en el socialismo real otra realización concreta, con iguales o incluso peores resultados). Es posible, incluso, que la deriva de los proyectos comunistas nos sugieran que ha llegado la hora de poner en cuestión los mismos preceptos de la tradición frankfurtiana, llevando a cabo una examinación aún más radical de la Ilustración pero ahora en una clave transmoderna y decolonial. Para ello deberíamos comenzar por preguntarnos si realmente es posible escindir modernidad y capitalismo, como lo creyeron los autores de la llamada primera generación de la Escuela de Frankfurt.
Hoy, en los albores de un renovación masiva de los proyectos fascistas ante las imposibilidades de superar las contradicciones del capitalismo, debemos renunciar a aceptar la naturalización de la lucha por la sobrevivencia correspondiente a una sociedad de escasez, porque ésta ya no existe. En medio de la abundancia, el desperdicio y la pobreza artificialmente producida, podemos finalmente entender que en el nacional-socialismo se revelaron justamente en su punto más alto las contradicciones de este sistema que sigue vigente. Tal vez por ello, entonces como ahora, sólo por medio del pensamiento y la acción sea posible encontrar una salida a lo que como cosas nos parece una tragedia irresoluble.
Bibliografía
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- Neumann, Franz, Pensamiento y acción en el nacional-socialismo, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2005.
Notas
[1] En uno de sus trabajos pioneros, Teoría tradicional y teoría crítica, Max Horkheimer describió los fundamentos epistemológicos del proyecto de la escuela de Frankfurt. De acuerdo con este texto la teoría crítica debía asumir la complejidad de los fenómenos sociales para invalidar así el acercamiento disciplinario y debía prestar especial énfasis en el momento negativo del pensamiento para asumir la reflexión dialéctica.
[2] Bolívar, Echeverría, Vuelta de siglo, Era, Ciudad de méxico, 2006.
[3] Marcuse, Herbert, Razón y revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social, Altaya, Barcelona, 1998.
[4] Por ejemplo, en este pasaje inicial del Tomo I de El Capital, quedaría expuesta la interpretación que Marx hizo de la dialéctica hegeliana: “En su forma mistificada la dialéctica estuvo en boga […] porque parecía glorificar lo existente. En su figura racional, es escándalo y abominación para la burguesía y sus portavoces doctrinarios, porque en la intelección positiva de lo existente incluye también, al propio tiempo, la inteligencia de su negación, de su necesaria ruina; porque concibe toda forma desarrollada en el fluir de su movimiento, y por tanto sin perder de vista su lado perecedero; porque nada la hace retroceder y es, por esencia, crítica y revolucionaria” en Marx, Karl, El Capital. Tomo I. Siglo XXI, Ciudad de México, 1975, pp. 19- 20.
[5] “La razón es esencialmente una fuerza histórica. Su realización se cumple como un proceso en el mundo espacio temporal […] El término que designa a la razón como historia es espíritu (Geist)” en Marcuse, Herbert, Razón y Revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social, Altaya, Barcelona, 1998, p. 16.
[6] Marcuse, Herbert, Razón y revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social, Altaya, Barcelona, 1998, p. 211.
[7] ibíd., p. 408.
[8] Horkheimer sostiene que nuestra manera de entender la racionalidad fue intercambiando su vinculación del concepto griego de Logos a la del término romano de Ratio. Mientras que el logos era un principio de organización de toda la realidad del cosmos que se expresaba en la palabra, la ratio latina era más bien una noción matemática que tenía la capacidad de relacionar dos magnitudes.
[9] Max, Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, Sur, Buenos Aires, 1973.
[10] ibíd., p. 21.
[11] Marcuse, Herbert, Razón y revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social, Altaya, Barcelona, 1998, p. 414.
[12] ibíd., p. 205.
[13] ibíd., pp. 398-399.
[14] “El Estado nacional-socialista no es Leviatán […] Pretendía Hobbes que Behemoth, que retrataba a Inglaterra durante la época del Parlamento Largo, fuera la imagen de un no-estado, una situación que se caracteriza por la falta de derecho. El poder soberano de Leviatán se basa en el consentimiento de los hombres. Su justificación sigue siendo racional y, en consecuencia, incompatible con un sistema político que sacrifica por entero al individuo” en Franz, Neumann, Behemoth. Pensamiento y acción en el nacional-socialismo, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, p. 507.
[15] Franz, Neumann, Behemoth. Pensamiento y acción en el nacional-socialismo, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, p. 516.
[16] ibíd., p. 517.
[17] ibíd., p. 511.
[18] Marcuse, Herbert, Razón y revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social, Altaya, Barcelona, 1998, p. 402.
[19] Eric, Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, Crítica-grijalbo Mondadori, Barcelona, 1992, p. 27.
[20] Franz, Neumann, Behemoth. Pensamiento y acción en el nacional-socialismo, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, p. 128.
[21] Theodor, Adorno y Max, Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 1998, p. 224.
[22] Franz, Neumann, Behemoth. Pensamiento y acción en el nacional-socialismo, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, p. 141.
[23] Theodor, Adorno y Max, Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 1998, p. 226.
[24] Echeverría, Bolívar, Modelos elementales de la oposición campo-ciudad, Ítaca, Ciudad de México, 2013, p. 58.
[25] Marcuse, Herbert, Razón y revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social, Altaya, Barcelona, 1998, p. 411.
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