Fenómeno fantastico

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Fenómeno fantastico

ANSELM KIEFER

 

 

Presencia, representación: la segunda no es una copia de la primera, es su presentación a un sujeto (este es el primer sentido de la palabra “representación”).[1] Si la presencia no está presentada o si ella no se presenta, ¿cómo será presente?

La presentación de la presencia, es su manifestación, su aparición, su venida a la luz. Nuestra tradición tiene una palabra para eso: “fenómeno”.

Intentemos pensar el fenómeno como la verdad de la presencia o de su presentación.

Uno no debe olvidar que el “fantasma” (fantasme) y el “fenómeno” son de la misma familia, igual que la “fantasía” (fantaisie) y el “fantasma” (fantôme), y tampoco uno puede olvidar que en el lenguaje ordinario lo “fenomenal” toma el sentido de lo “extraordinario”, o, todavía, precisamente, de lo “fantástico”, él mismo entendido como “excepcional”.

No se trata de las vicisitudes del lenguaje de las que uno debe aprender, sino que uno puede tomar aquí la oportunidad de afirmar simplemente esto: cada fenómeno es fantástico, la fenomenalidad misma, el aparecer del mundo es un acontecimiento excepcional. El mundo es extraordinario.

ANSELM KIEFER

 

Por eso el mundo es en primer lugar el objeto de la imaginación. La imaginación trascendental procede a la apertura del mundo como posibilidad general del ente.

Por lo tanto, apertura del mundo ex nihilo.

La primera imagen, la primera imaginada en el sentido fuerte de creada, es presencia de esta ausencia (en verdad, ni siquiera ausencia, sino simplemente nada (néance) sin “pre” ni tampoco “ab”).

Imago de lo que fue antes que todo y por lo tanto no fue, no fue en ningun tiempo ni afuera del tiempo, donde nada es.

¿Cómo es esta imagen?

Es la imagen de la nada. Imagen por excelencia, si la imagen es la presencia de la cosa ausente. Pero aquí ninguna cosa está ausente, ningún objeto, ningún sujeto. Aquí, hay nada.

ANSELM KIFER

 

Nada, esto es lo que hay “detrás” del mundo, “más allá” de él o “en el fondo” de él. Esto es muy exactamente lo que el nombre de Dios ha designado. Y es por eso que “Dios está muerto” significa simplemente: el más-allá-mundo no es. Pero que el-más-allá-mundo no es, significa que el ser del mundo no es una consistencia o una subsistencia que sostendría, fundaría, o crearía el mundo.

Que Dios crea el mundo significa, al contrario, que el mundo sale de la nada y por nada. En este sentido “Dios crea el mundo” dice la misma cosa que “Dios está muerto”. Uno puede decir: solamente un Dios muerto puede dejar espacio a esta deflagración de la nada, nada brotando de la nada, la fisión de la Cosa: res (cosa) / nada (rien).

Precisemos: no hay sino nada / hay nada (son dos proposiciones equivalentes. Hay que acabar con el miedo a la “nada”). Con la una y la otra los dos posibles pánicos: la fascinación por la nada, el aterrorizante miedo del nihilismo. “Nada”, es la cosa misma. Es la mismidad de la cosa (de esta “cosa en sí” de Kant devenida más tarde en la cosa de Heidegger y de Lacan. La cosa en sí no es, nunca ha sido una otra cosa, primera o enmascarada, detrás de la cosa perceptible).

ANSELM KIEFER

 

La cosa en sí es la coseidad de la cosa, o la posibilidad de la cosa, es el “ser” si toda cosa es un “ente”, es la “Idea” si toda cosa es sensible, pero ella es también la materia si toda cosa tiene una forma. La cosa en sí es eso en el cual hay “cosa” en general. O una cosa en general es la negación de ninguna cosa o de nada [néant] (de “nada” [rien] en el moderno sentido ordinario de la palabra). La negación de ninguna cosa es “alguna cosa”: una cosa cualquiera, en suma. Pero la cosa en sí no es simplemente una cosa cualquiera: ella es más bien lo “cualquiera” como tal, lo no-particular, lo no-diferenciado considerado por sí mismo. La cosa en sí no es una cosa, tal o cual, sino es “alguna cosa” en el sentido donde todo su contenido de cosa se mantiene en la indeterminidad de “alguna”.

La cosa en sí es el “hay” de lo que sea. El “hay” indiferenciado de todo lo que puede haber. En este sentido ella es el mundo, tan bien como alguna cosa y tan bien como nada (rien), es decir cosa, la cosa en su simple valor de diferenciación de la nada (néant). Una nada (rien), en francés, es una cosa infima, minúscula, es un detalle insignificante, pero que puede también, bien entendido, tener un alcance o consecuencias considerables (por no decir “fenomenales” en el sentido de “considerables”).

ANSELM KIEFER

 

Pero tal vez precisamente uno no debe evitar, al menos por un momento, el detenerse en esta acepción popular, en francés, de las palabras “fenomenal” y “fenómeno” (“es un fenómeno” significa que alguien tiene talentos muy particulares, extraordinarios y afuera de lo común). Lo que es extraordinario, uno lo califica a menudo como “inimaginable”. Supera las representaciones que uno puede hacer. De esta forma uno encuentra en el lenguaje una convergencia interesante entre lo inimaginable y lo fenomenal: entre lo que escapa de la imagen, de la mostración y de la aparición, y lo que viene a parecer, lo que se muestra en la luz.

¿Esta convergencia contingente (por lo menos aquí la consideramos simplemente como tal) no tiene un analogon necesario en el orden de la Cosa?

La Cosa, en efecto, es de sí inimaginable: la comprendemos inmediatamente. Es, por definición, lo que, no siendo alguna cosa, no podrá tener ninguna imagen. Pero también es “fenomenal”, en lo que ella no es nada de menos considerable o prodigiosa, que el hecho mismo del “hay”. Ella es el que de que hay. Ella es la factualidad (o si uno quiere, con Heidegger, la facticidad) de eso que alguna cosa es, en general.

ALBERTO BURRI, ROSSO

 

No es por eso ella misma una generalidad. Decir que hay alguna cosa en general sólo quiere decir que, dejando de lado toda la determinación particular y toda la singularidad, hay alguna cosa, hay un mundo, hay cosas (“alguna cosa” supone más que una cosa, ya que una cosa única, no distinguiéndose de ninguna otra, se anularía ella misma en su singularidad; nunca hay naturaleza única sino en una relación con una otra u otras únicas).

Ni un ente, ni una generalidad, ni una peculiaridad, la Cosa no es ni imaginable, ni concebible. Pero ella es. Más precisamente, es el ser del ser, la efectividad de la efectuación del “hay”. O, si uno debe precisarlo, uno no puede dudar que hay. Es un argumento de Kant: ya que estamos aquí para hablar de la Cosa, es que ya hay ciertas cosas, nosotros, esta palabra “Cosa”, su sonoridad o su grafía, la realidad inmaterial de su sentido o de su verdad. Hay de inmediato muchas cosas, en realidad hay un mundo entero. La efectividad de un mundo es indudable (tan poco sujeto a duda que el ego sum de Descartes. Además, este ego sum podría bien ser una modalización, un aspecto o un enunciado de la cosa en sí).

¿Qué hace el ego sum? Se distingue. Se distingue de cualquier otra cosa –suponiendo que es capaz de no existir, afirmándose como la existencia de esta suposición ella–misma (que quizás no haya nada de existente). La Cosa o la cosa en sí no es o no hace otra cosa: ella es o ella hace la distinción de, con la posibilidad de que no haya ninguna cosa, ni mundo, nada (néant).

ALBERTO BURRI

 

Sería posible que haya nada (néant) sólo si no fuera cierto de que puedo enunciar esta frase y que les es inteligible. Yo, la frase y ustedes, ya hacemos mundo, a falta de hacer verdaderamente “un mundo”. Hacer mundo, es hacer referencia, relación, de sentido y de sin-sentido, de la presencia y de la ausencia, del uno y de varios. El mundo es más que uno, es no-uno. Un mundo, es más que uno.

O este más que uno no puede emerger él mismo ni de uno, y tampoco de varios. Él no puede salir –si es conveniente de hablar de este modo– sino de la diferencia entre uno y un otro. Él no puede salir sino de la separación del Uno: de sí, Uno no es, o bien es su propia negación. Si Uno fuera en toda unicidad, el ser se reduciría en él a la indistinción. Si Uno no es, y si el ser no es la indistinción de la identidad a sí o en sí, pero es al contrario la distinción, si “ser” es “distinguir”, “hacer una distinción”, en tal caso, el ser comienza por la apertura entre el uno y el otro. Comienza y continúa lo mismo.

La cosa en sí abre la distinción. Más exactamente, se abre como distinción. En ella, toda cosa distinta en primer lugar se retira y se ausenta, comenzando, precisamente, por toda especie de Uno, de cosa, de ser o de ente que uno podría imaginar puesto de sí, en sí y por sí (aruinando todo el argumento ontoteológico). Pero la distinción se abre. Ella no es una cosa, es nada (rien), en este sentido en el que ella ofrece el mínimo de ser para que se difiera. El día y la noche, el arriba y el abajo, la derecha y la izquierda, aquí y allá, uno y dos.

He ahí lo que es inimaginable: ninguna representación es posible de lo que no tiene presencia, y que, además, no es ausente como una presencia lejana. O bien la ausencia aquí es esa de todas las cosas, ausencia del mundo en totalidad, entonces no ausencia de lo que sea que podría ser presente en otro lugar, sino ausencia de ninguna presencia ya dada. Ausencia antes de la ausencia y de la presencia.

Ni ausencia ni presencia: prese(a)ncia [préséance] y precedencia absoluta de la apertura entre todas las cosas. Tal es la cosa en sí. Fenomenal, entonces, si ella constituye la muy considerable “creación del mundo”, la nada imperceptible cuyo trazo infinitesimal – el trazo o la retirada – abre en partición las cosas del mundo.

¿Inimaginable, entonces? ¿No debemos aún imaginarlo? ¿Cómo podríamos evitarlo? ¿La imaginación no es otra cosa más que la representación en el sentido de lo que acaba de reproducir el aspecto de un objeto dado? ¿No es ella lo que, mucho antes de toda representación, se ubica frente a la posibilidad de que alguna cosa se presenta?

La imagen no es en primer lugar ni la figura ni el tableau. La imago es la venida en presencia (del difunto, como uno lo sabe: especie de fantasma (fantôme), entonces, fantasma, fenómeno, aparición). Lo que vale en ella no es la (re) presentación, sino la venida. La imagen viene, y la imaginación es la facultad de suscitar o de recibir esta venida. Para hacer esto, la imaginación da un paso adelante. No hay venida sin que le responde un adelanto que viene a su encuentro. Un “venir” no puede ser unilateral.

ALBERTO BURRI

 

La imaginación –en su valor que antes uno ha llamado productiva o creativa, no reproductiva– no es una producción de imágenes. Ella viene al encuentro de la venida de imágenes posibles: es decir, al encuentro del mundo.

Entonces la imaginación se abre en primer lugar al mundo como tal, es decir, a lo cuya cosa en sí lleva la posibilidad o el don, como uno diría. Se abre a la apertura, a la dehiscencia de la nada esbozada entre todas las cosas posibles. Que nada (nihil) se separa de sí mismo de un nada (res infima), esta es la creación del mundo.

La imaginación se lleva hacia la creación. Es ella quien imagina antes que todo y es ella quien imagina en el fondo de todo. Por lo tanto, imagina el fondo, de hecho, imagina la forma del fondo informe. Imagina el contorno de la apertura que se abre de la nada en la nada. Imagina la fisura que parte eso que de sí no es, que no consiste o cuya consistencia es todo dada en la distancia. La cosa en sí se separa de sí: se abre como la posibilidad de que haya la una y la otra cosa.

ALBERTO BURRI

 

Razón por la cual la imaginación –la fantasía, lo fantástico, lo fantasmático– de las creaciones del mundo es la imaginación de una abertura, dehiscencia o desgarro, partición entre el cielo y la tierra o entre la tierra y el mar, partición entre el día y el día, entonces entre el día y la noche, partición de la luz y de la oscuridad. Siempre es de lo indiferente y de lo informe –caos, océano primordial, gran animal cósmico, magma– como se diferencia. Siempre es una brecha, una fisura, una grieta, o un pliegue que divide la Cosa y la relaciona consígo misma. La cosa en sí se parte.

Sin embargo esta reflexividad no es la de un sujeto. Esto no quiere decir que se engendra ni que obedece más que a su propia ley, aunque esto quiera decir casi la misma cosa (casi la propiedad de un Dios único). Casi, porque la reflexividad o la auto-nomía, en fin la subjectividad así comprendida, como relación de dominio de sí sobre sí, se ofrece aquí como la pasividad y como relación de sometimiento de sí a sí. Este sometimiento, sin embargo, no reconstituye un otro sujeto subrepticio: la Cosa se define sólo por su sometimiento a la brecha que la abre.

Por lo tanto, es que ella es cosa en sí: el vale aquí integralmente como caso-objetivo. En sí la cosa es solo ser-sí-en sí, por sí, de sí, pero sin sujeto de estos diversos dativos o ablativos. Sin nominativos, entonces: la cosa no es el nombre de un sujeto, ni siquiera el nombre de un nombre. La Cosa no es una nominación, es al contrario una de-nominación, es el nombre por defecto de lo que subsiste sin nombre ni calidad de sujeto y que, subsistiendo así, solamente subsiste a la flexión, al rendimiento y al agrietarse bajo su propio peso. La cosa se abre (esencialmente).

ALBERTO BURRI

 

El se del acusativo, aquí, da la forma primordial del no-nominativo que también es no-nominación (y que, por supuesto, debería comunicar con una reflexión sobre las nominaciones y las de-nominaciones de Dios). No hay en primer lugar la cosa, luego su acto que la abre ella-misma. Es inmediatamente en acto y este acto es su pasión: se abre. Esta pasión debe ser entendida como pasividad y como afectividad. La cosa en sí es antes que nada cosa afectada y cosa de afecto. En sí, ella es afectada, ella es de sí afectada. Esta afección está en ella o de ella la más antigua, la más arqui-originaria donde se esconde todo el principio de origen. Siempre ya y por debajo de toda primitividad o primordialidad hay, ha habido, o habria habido, como uno diría, afección de la cosa y cosa afectada, cosa en afección. En otras palabras: el ser es una pasión, es una acción.

Es por esto que la proposición heideggeriana de entender el verbo “ser” como transitivo sólo puede seguir siendo agramatical. Porque “ser” como transitividad del ente (“ser” como “hacer ser”, o incluso como “dejar de ser” el ente, en última instancia, debe ser comprendido como pasión y pasividad). Para exagerar, uno podría decir: ser, transitivamente, el ente, es ser tenido por el ente.

Esta es la razón por la que el ser no precede el ente. Él vendría –si viene– después de él, o al menos con él. De hecho, no es nada más sino el ser del ente, lo que quiere decir que es como el ente es (existe).

La Cosa ya no precede las cosas. Es la cosa de las cosas, es la cosa que las cosas son cosas – múltiples, singulares y coexistentes. La fisura que la cosa es, o bien como la cual se abre, no es en suma nada más sino la boca que se abre en el paso del sentido entre las cosas – porque si hay pluralidad y coexistencia, hay “sentido”, incluso si el sentido o la verdad de este “sentido” queda por considerarse por completo a partir de esta boca-ahí, de esta enunciación-ahí, y no a partir de significaciones lingüísticas y lógicas.

Uno podría decir: la Cosa se aboca consigo. O bien: en la pasión de la cosa que se abre, las cosas, los entes, se abocan entre ellas o entre ellos.

Una boca sería la primera imagen. Menos una boca elocuente sino una boca “simplemente” sonora al mismo tiempo que abierta en la partición del afuera y del adentro, una boca que traga y que escupe, que traga y que toma, que aspira y que expira, y que exhala y que inhala.

Tal boca no es sólo la de la cara. Ella es más antigua que ella. Está en la conjunción de los labios que son a la vez los de una herida o los de una vulva, los de una fuente o los de un meato como los de una boca. La imagen son los labios: no los representa, está hecha de los labios que en uniéndose y para unirse se separan el uno del otro. La brecha de los labios es la más íntima y la más delicada que hay. Piensen en los de Mona Lisa, en los de El origen del mundo.

A través de este tipo de representaciones, nos acercamos a alguna cosa de la primera imagen que es la imagen de la Cosa o bien la Cosa como imagen: la Cosa aflorada fuera de su invisibilidad y de su irrepresentabilidad.

ALBERTO BURRI

 

Entendemos entonces que esta imagen primordial (y que está en el corazón de todas las “imágenes”), esta imagen hacia la cual giramos, estirados y abiertos, labios entreabiertos, no es en primer lugar ni sólo una visión. No es en primer lugar ni sólo una figura, un contorno o un dibujo presentado a los ojos. No se contenta en efecto ni de mostrar ni tampoco de “hacer ver”: ofrece un toque, un sabor, un gusto, una resonancia. Ni siquiera es inmóvil: su apertura palpita. Lejos de ofrecer una representación, da toda una presencia: la presencia de lo que viene al encuentro de y a través de esta venida forma una “delantera”, es decir, un “afuera”, eso por lo cual, y al cual sólo me puedo encontrar expuesto, es decir, existente.

Existir es en primer lugar ir afuera. Por esto hay que, para ir a él, girarse o dejar girarse, hacia él. Es el acto de la imaginación que antes de cualquier imagen imagina lo que Kant llama el esquema: la imagen de la posibilidad de las imágenes. Hace posible que el concepto, el pensamiento del mundo, de la totalidad de los sentidos posibles, sea junto a una intuición, es decir, a una penetración sensible. A la imaginación primordial se hace sentir –como en una especie de beso (de ahí tal vez lo que llamamos “beso” encuentra su fuerza)– la posibilidad o por mejor decirlo la apertura del mundo. De la totalidad de los sentidos posibles, entonces, pero no como un “sentido”, no como un “significado”. La imagen, toda la imagen, precede todo el sentido constituido. Más bien es ella misma la apertura de una posibilidad de sentido, es decir, de la referencia en la imagen- de hecho de referencias indefinidamente multiplicadas. El sentido, es la referencia entre múltiples, nunca es “un sentido”. Pero de esta manera la primera imagen es antes de cualquier sentido como ella es antes toda la imagen. Los labios de la Cosa, los labios que son la Cosa, no hablan. No anuncian ni prometen un sentido del mundo al abrir el mundo como espaciamiento del y de los sentidos.

 

ALBERTO BURRI

Es mejor decir que estos labios me miran. Ellos me miran con insistencia y me sitúan: ante el mundo, en él, expuesto a él, a través de él, a mí mismo en él, a mí mismo envuelto en el afuera.

Es así que el fenómeno es fantástico: todo lo que se muestra, se muestra en la apertura de esta primera mostración (monstruosa en algun aspecto) que muestra lo invisible, la separación inmostrable de la cosa en sí. De este modo la habríamos imaginado inimaginable.

Cuando el mundo parece esconder su facultad de abrir un espacio de sentido, un juego infinito de significancia, cuando parece reducirse a no ser más “mundo”, sino magma y desorden violento de cálculos interminables, entonces debemos recordarnos, si podemos, esta imaginación primordial y cómo la Cosa (esta cosa en sí de la cual en última instancia somos la existencia) permanece irresistiblemente abierta (excepto para admitir que su apertura puede también convertirse en un abismo en el que desapareceremos, y todos los fenómenos con nosotros).

El origen del mundo de Courbet dice eso perfectamente: lo que realmente hace la imagen de este tableau, lo que lo hace fenomenal, no es la desnudez de un sexo femenino; ni siquiera es sólo el hecho de que esta desnudez, al no estar afeitada como lo han sido con mayor frecuencia los desnudos anteriores, demuestra el arbusto de los pelos que bien se trata de la naturaleza, del origen, de la desembocadura del vientre del fondo del cual la cosa puede venir; todavía más, lo que hace la imagen es exactamente la ínfima apertura de los labios, el dibujo de su adjacencia que se muestra entre los pelos mismos y, que todo ensamblado como es, indica mejor la distancia de la cual son el lugar, de la cual la distancia de los muslos, que lleva toda la fuerza de la imagen, es sólo el vestíbulo y la promesa.

COURBET, EL ORIGEN DEL MUNDO (1866)

 

Al menos que lleva la verdad. Verdad de la imagen inimaginable, imagen de la nada, imagen de nada, de la res ínfima, o bien imagen de noente, de la nada que no es el nihil negativum, sino que es el no-ente, eso que no está puesto en el mundo entre los otros entes, sino que es, entonces, justo de nombrar su ser: su existir, su salir de la nada, precisamente (o de nada: ex nihilo).

La no-cosa del ser, esa no-cosa que el ser es, o que el ser hace del ser, tiene la propiedad única de salir de sí mismo, de haber salido de la nada como que de ninguna cosa. Cómo eso sale de ninguna cosa y viene en el mundo en la novedad absoluta, en nuevo nacimiento y cómo, incluso esta, este brote, es un goce, una alegría que viene en el mundo con o sin hijo, sino siempre señalando la venida misma: el venir del ser, he ahí lo inimaginable de lo cual hay en última instancia, sin duda, más que un tableau lleva la imagen.

Todas las obras de arte renuevan indefinidamente esta imagen. La imagen del goce inimaginable del mundo: esa que el mundo es, esa que llevamos a él, a sentirlo, es decir, a sentir lo inimaginable en la figura, lo inaudible en el sonido, lo intrazable en la línea y lo innombramble en nuestras palabras. Todas las obras tienen como título secreto “el origen del mundo”.

 

 

Notas

[1] El original en francés intitulado “Fantastique phénomene” fue presentado en Valencia. La traducción al inglés “Fantastic phenomena” por Mark Sentesy, Boston College, apareció en el periódico Research in Phenomenology 41 (2011) 228–237. Agradezco a Jean-Luc Nancy por mandarme el texto original y a Lilian Vianey por las correcciones de estilo.

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