Mil grullas o de la intimidad con los objetos

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Mil grullas o de la intimidad con los objetos

Kawabata, Yasunari, Mil grullas, Buenos Aires, Emecé, 2005.

 

Mi compañero de viaje a Córdoba fue Yasunari Kawabata y sus Mil grullas. El pequeño libro llegó a mis manos por casualidad en una librería del centro de Málaga. Al comprarlo, el encargado me dijo que ese era un muy buen libro, que Kawabata había ganado el premio Nobel y que se había suicidado. Investigué un poco sobre el japonés y encontré que efectivamente su vida fue muy dura. Fue huérfano de padre a los dieciocho meses de nacido, huérfano de madre un año más tarde, su hermana murió cuando él tenía diez años y a los catorce años murió su último familiar. Fue alguien muy solitario que se refugió en la escritura y en la lectura hasta que se suicidó a los 72 años. Estos datos acrecentaron mi interés por el escritor y su libro, el cual leí ávidamente. No tengo más que decir que quedé asombrada con el relato. Cualquier reseña que hiciera del libro sería muy rústica, pues no encuentro adjetivos que pudieran reflejar en todo su esplendor la delicadeza de las palabras de Kawabata. Es un libro en donde la estética japonesa -de la cual se muy poco, pero algo puedo intuir- se deja ver poco a poco en un juego de luz y sombras. Digamos que es como presenciar el ciclo de vida de una flor: contemplar su tímido nacimiento con suaves gotas de rocío, notar las tonalidades que se reflejan en ella a causa de la luz del sol o la luna, ver cómo se desenvuelve poco a poco, sin prisa, saber que es ligera pero que, al contemplarla y reflexionar sobre su existencia, reparar en que tuvieron que pasar infinidad de hechos, evoluciones, esfuerzos de la naturaleza y de la vida para que esa flor sea. Todo esto a un ritmo pausado que, sin embargo, parece un instante fugaz.

Kawabata es un maestro de la sensibilidad en toda la amplitud de la palabra. Capta los sentimientos humanos como ningún otro y lo plasma en breves diálogos de no más de media página, lo cual es sin duda muestra de su genialidad. En sus descripciones de la ceremonia del te o de las flores, expresa la cosmología y estética japonesa.

Siempre tuve curiosidad sobre la importancia de la ceremonia del té. Sabía que para los japoneses este ritual es revestido de mucha formalidad y seriedad. Casi me daba la impresión de ser algo sagrado. Nunca entendí por qué hasta que leí Mil grullas. Lo que comprendí, entonces, fue la relación de los japoneses con los objetos. La ceremonia de té es casi un ritual animista; todos los utensilios, desde tazas, jarras, pañuelos, etc., son transmitidos de generación en generación y no necesariamente dentro de la misma familia. Esa es una parte fundamental de la ceremonia: destacar el azar y lo imprevisible que es poseer cierto tazón y compartir el té con cierta persona en determinado momento. En la ceremonia de té se habla de las cualidades de los tazones, se evoca a quien le perteneció, se dice la edad aproximada del tazón (algunos de 300 años o más), el horno en que la cerámica se hizo, si es auténtico o no, se habla de los colores, formas y texturas de dicho tazón. Hablar sobre eso significa hablar sobre la persona difunta a la que ese tazón perteneció; significa entablar relación con lo que ya no está y, aunque no se diga abiertamente, significa la conciencia de que quien toma el té en ese momento también morirá. Todo esto –el hablar literalmente del difunto- no se dice, se sobreentiende. Lo que sí se nombra son las cualidades físicas del tazón. Lo imperecedero ahí es el tazón; el objeto. La persona que toma el té sin duda morirá, sin embargo, su recuerdo puede perdurar a través del tazón. Por esta razón son objetos casi sagrados y cuidados minuciosamente, pues entrañan memorias de vidas pasadas. En algunos momentos de su narración, Kawabata dice que a veces los objetos son fantasmagóricos. Al tener un objeto que poseyó cierta persona, es como tener a esa persona ahí. Por eso resulta muy importante saber con quién se va a tomar el té. Es decir, sería de muy mal gusto hacer la ceremonia del té usando el tazón de alguien que falleció con la esposa y la amante presentes. Ciertamente estas dos mujeres podrían cruzarse en la calle y hablar, pero en la ceremonia del té compartir ese objeto sería considerado una gran ofensa. Más curioso todavía: si por alguna razón esas mujeres coinciden en la ceremonia del té y se ve el tazón del hombre compartido difunto, ambas sabrán que la situación es incomodísima pero no dirán nada. Es como si los objetos hablaran por las personas y estas, con sólo mirarlos, supieran el código de lo que está pasando. El lenguaje de los objetos es, pues, sutil: está presente pero no se nombra, sino que se bebe, se toca, se mira, se siente. Si, por ejemplo, se usan dos tazones de dos personas muertas que en vida eran enemigas, sería de muy mal gusto hacer la ceremonia del té con esos tazones, pero si esas dos personas eran grandes amigas, usar esos tazones sería rendirles homenaje.

La ceremonia del té es acompañada siempre por flores. Tienen que ser flores de la estación y se ve mal si se coloca una flor de invierno en pleno verano. Este es otro lenguaje entero. Todo ha de combinar a la perfección. El uso de las flores evoca lo fugaz de la existencia, pero también su exquisitez, belleza y misterio.

Tomar el té, pues, es casi como rezar. Numerosas reglas rigen la ceremonia. Por ejemplo, si alguien usa una pieza de la ceremonia para otro fin que no sea exclusivamente la de té (como una jarra de 300 años como florero) se le reprocha abiertamente. Tocar un tazón de tres siglos de antigüedad es tocar a su vez todas esas manos que pasaron por ahí, tener empatía con sus penas y alegrías. Saber que al final nada de lo humano nos es ajeno y que todos compartimos el mismo destino que es la muerte. De ahí que Kawabata diga en ciertos momentos del libro que “quizá la rareza era algo natural en los recipientes de té” o que “la vida de mi padre fue sólo una pequeña parte de la vida de un tazón de té”.

 

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