Resumen
El presente ensayo contrapone dos visiones de la historia que repercuten en la concepción de la política: la apocalíptica y la utópica. La consciencia apocalíptica concibe la separación de lo político y religioso con el horizonte de la trascendencia, la cual lleva al hombre a preocuparse por el futuro más que por el presente, lo que le permite una ampliación de los horizontes posibles de la razón exigiéndole la pregunta por la verdad; mientras que el utopismo resalta la inmanencia buscando la realización del reino de los cielos en la tierra. El inmanentismo que el utopismo exige en la conciencia de los pueblos lleva a los totalitarismos, ya que busca encerrar la realidad en sus proyectos de lo que debe de ser la comunidad humana.
Palabras clave: apocalíptico, utopismo, Dios, inmanentismo, trascendencia, Modernidad.
Abstract
This essay contrasts two visions of history that have an impact on the conception of politics: the apocalyptic and the utopian. The apocalyptic consciousness conceives the separation of the political and religious with the horizon of transcendence, which leads man to worry about the future rather than the present, which allows him to expand the possible horizons of reason by asking him the question for the truth; while utopianism highlights immanence seeking the realization of the kingdom of heaven on earth. The immanentism that utopism demands in the conscience of the peoples lead to totalitarianism, since it seeks to enclose reality in its projects of what the human community should be.
Keywords: apocalyptic, utopianism, God, immanentism, transcendence, Modernity.
Entre la utopía y el apocalipsis: Entender la política desde la consciencia histórica
La palabra ‘apocalipsis’ suele ser entendida coloquialmente como ‘fin del mundo’, en el sentido de guerras y pestes que azotarán a la humanidad. Sin embargo, originalmente la palabra es la trascripción de un término griego que significa “revelación hecha por Dios para mostrar cosas ocultas y hechos que se avecinarán en el futuro”.[1] Entender el futuro de manera apocalíptica debe entenderse como estar atentos a los ‘signos de los tiempos’, es decir, estar conscientes de un devenir que no podemos manipular. Esta visión es propia del cristianismo. Mientras que la perspectiva utópica se le suele asociar con una visión de esperanza por un futuro mejor. Sin embargo, en la visión utópica el tiempo se ve como un objeto manipulable del cual el futuro le es indiferente, ya que trata de traer esa realidad de lejana temporalidad al presente lo más rápido posible.
Partiendo de la premisa que hace Voegelin en su estudio de la política, debemos partir de la concepción histórica. “La existencia del hombre en sociedad política es existencia histórica; y si una teoría de la política profundiza en los principios debe ser al mismo tiempo una teoría de la historia.”[2]
Comenzaré por subrayar que en la visión de la historia apocalíptica el poder terrenal sufre una des-divinización, ya que la autoridad espiritual pasa a ser de la institución de la Iglesia y ya no del poder político. El poder político y religioso quedan separados; mientras que en el utopismo el poder terrenal llega a divinizarse debido a que parte de una inmanencia, por lo que el poder político vuelve a tomar el poder espiritual.
La visión histórica apocalíptica: un tiempo no manipulable y la separación del reino espiritual con el terrenal
Cuando hablamos de apocalipsis tenemos que entender una consciencia del tiempo en el que se tiene la noción de un principio y de un final de los tiempos. Es decir, una soteriología y una escatología.
Esta noción del tiempo tiene sus orígenes en el judaísmo, el cual forjó la idea de la espera de un mesías que llega al final de los tiempos para inaugurar un reino eterno. Esta concepción del tiempo tiene su fundamento trascendental en la idea de un Dios que crea al hombre y al mundo con una finalidad. Es Dios el que fundamenta la historia y le da un rumbo.
El cristianismo heredará del judaísmo la visión escatológica de la historia. Sin embargo, va a hacer hincapié en el sentido trascendental de la historia de la salvación, siendo San Agustín quien ofrezca un marco teórico bien constituido en torno a la reflexión escatológica. Ferrater Mora refiere:
“El mayor abundamiento la conciencia histórica y la visión de la historia universal surge, ya plenamente, dentro del cristianismo. Fue San Agustín que sistematizo la visión de la historia universal cristiana. Lo fue, y pudo, además, serlo porque a la idea de que el drama cósmico es, en el fondo, un drama histórico —donde cada acto es, propiamente hablando, ‘un acto de Dios’—, unió la convicción de que puede darse una razón de este drama. Los hebreos vivieron la historia como historia universal. Los cristianos, y en particular San Agustín, desarrollaron intelectualmente esta vivencia”.[3]
El drama de la historia, subraya Agustín, es la batalla entre las dos ciudades: la celestial y la terrenal. “Uno, de los que viven según el hombre, y el otro, según Dios: y a esto llamamos también místicamente dos ciudades, es decir, dos sociedades o congregaciones de hombres, de las cuales la una ésta predestinada para reinar eternamente con Dios, y la otra para padecer eterno tormento con el demonio, y éste es el fin principal de ellas”.[4]
Cada una tiene sus características y miembros, sin embargo, la verdadera ciudad es la celestial. Es decir, el Reino de Dios que llegará en el fin de los tiempos es trascendental, no ocurre en el mundo, sino que es ajeno a lo que ocurre entre las naciones. La ciudad terrenal es pasajera, por lo que Agustín subraya que todo reino terrenal tarde o temprano caerá.
“La ciudad terrena, que no ha de ser sempiterna, porque cuando estuviere condenada a los últimos tormentos no será ciudad, en la tierra tiene su bien propio, del que se alegra como pueden alegrar tales cosas; y porque no es tal este bien que libre y excuse de angustias a sus amadores, por eso la ciudad de ordinario anda desunida y dividida entre sí con pleitos, guerras y batallas, procurando alcanzar victorias, o mortales o, al menos, efímeras”.[5]
La separación entre el poder político y religioso comienza a relucir con esta separación de los dos planos. Éste fue percibido rápidamente por el poder político romano, quienes vieron a los primeros cristianos como una amenaza para la cultura pagana que predominaba en la política del imperio y donde los Padres de la Iglesia criticaban todo intento de divinizar al César recordando la cita evangélica: “Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.[6]
Remi Brague subrayara que el cristianismo inició una desacralización del mundo. El mundo ya no es visto como un lugar sagrado, sino limitado a ser la obra del Creador:
“La separación de lo temporal y lo espiritual, presente en el plano de los principios y de los orígenes históricos, se ha visto confortada —y tomada la palabra al Evangelio— por las circunstancias históricas de la propagación del cristianismo en el Imperio romano: su difusión se ha operado contra el poder político. El paso al cristianismo de las autoridades imperiales fue la consecuencia política de una difusión que no era tal. A pesar de la traducción política de la supremacía del cristianismo tras la idea según la cual el terreno religioso y el terreno político son distintos no había en general de abandonar al cristianismo”.[7]
También Voegelin señalará que esta separación entre el terreno espiritual y el temporal se verá reflejado en los conflictos y diferencias entre el Papa y los emperadores: “La sociedad cristiana occidental se articuló así en los órdenes espiritual y temporal, con el Papa y el Emperador como los supremos representantes, tanto en el sentido existencial como en el trascendental”.[8]
Esta observación también es subrayada por el historiador judío Walter Ullmann, el cual refiere esta separación entre el poder político y religioso debido a las controversias realizadas entre los Papas y el Emperador, resaltando sobre todo el tratado escrito por el Papa Galesio:
“En uno de sus tratados Galesio profundiza considerablemente estas ideas […] argumenta contra la identificación imperial de los poderes real y sacerdotal, asegurando que tan solo Jesucristo había sido rey y a la vez sacerdote, y que justo a partir de Jesucristo las funciones del rey y del sacerdote habían sido diferenciadas. Ninguno de los dos tenía que intervenir en los asuntos del otro […] Las cuestiones materiales, aseguraba, eran competencia de los reyes, quienes necesitaban de los pontífices para su propia salvación […] La soberanía (la auctoritas) referida a materias básicas y vitales pertenecían al entre las atribuciones del papa, pero la gestión real de las materias mundanales correspondía al rey”.[9]
El poder político y la Iglesia tuvieron autonomía. Si bien colaboraron en tanto que la Iglesia fungía como autoridad, cada uno se desarrolló independientemente. Esto queda evidenciado por la creación del derecho canónico en el siglo XI. “El derecho canónico, autónomo al gobierno, consiste en regular los sacramentos y el acceso de los ministerios por parte de aquellos que le sirven. No se trata, en cambio, de que reglamente el reparto de la propiedad o que castigue los delitos profanos. El derecho canónico tiene como ámbito propio al hombre en tanto que está en camino hacia la vida eterna”.[10]
Remi Brague señala:
“La Iglesia fue la que forzó al Estado a constituirse, en paralelo, como una institución autónoma. Le asignó a su tarea, el buen funcionamiento de la ciudad temporal, resumido en la palabra ‘justicia’. Por paradójico que ello resulte —señala Jeannine Quillet—, puede decirse […] que, desde el siglo XI, la acción de los papas es lo que tendió a ‘laicizar’ el poder político, retirándole toda iniciativa en materia espiritual. En otros términos, el concepto institucional de sociedad secularizada es un efecto del cristianismo la rivalidad con el Imperio”.[11]
La perspectiva histórica que yacía en el cristianismo y que fue ordenado filosóficamente por San Agustín influenciará fuertemente el pensamiento político de la Edad Media. Se entenderá que el fin espiritual de hombre no se encuentra en este mundo, sino que es independiente de todo poder terrenal. En esta visión de la historia se constituyó la separación entre el poder espiritual y el terrenal, entre la Iglesia y la política.
Citando a Voegelin:
“El logos se había hecho carne en Cristo; se había concedido al hombre la gracia de la redención; no habría divinización de la sociedad más allá de la presencia espiritual de Cristo en su iglesia. Se excluyó el milenarismo judío junto con el politeísmo, así como se había excluido el monoteísmo metafísico pagano. Eso dejaba a la Iglesia como la organización espiritual universal de santos y pecadores que profesaban su fe en Cristo, como el destello de la eternidad en el tiempo. De la misma forma, dejaba a la organización del poder de la sociedad como representación temporal del hombre el sentido específico de una representación de la naturaleza humana que desaparecerá con la transición del tiempo en la eternidad”.[12]
En esta visión del tiempo hay una primicia del futuro sobre el presente, ya que la historia se mueve hacía un fin desconocido que no se puede dominar ni tener certeza de hacía donde nos llevará. El pasado aquí sirve para enseñar a los que viven en el presente verdades que se han reflexionado, encontrado y revelado. La primacía del futuro sobre el presente se desarrolla en Israel con la imagen del mesías sobre la del rey. Esta idea del mesías genera un ideal que va a llegar en el futuro, a comparación del rey que es un presente permanente. Con esto lo político se sitúa en una tensión entre lo pre-político y lo meta-político.[13]
En esta visión de la historia podemos recordar a Platón en su libro de las Leyes y decir que “Dios es la medida del hombre”.
La utopía como manipulación del tiempo
La utopía nace en los albores de la modernidad. Esta visión de la historia tiene como principal objetivo la transformación de una realidad que disgusta para llegar a modificar y mejorarla. Salvio Turro afirma que la utopía tiene como principal motor la técnica. El filósofo español refiere cómo en la modernidad la superioridad de la naturaleza es puesta en duda comenzando a ser reemplazada por la técnica.[14] Esto lo podemos ver en la obra de Utopia de Tomás Moro, donde muestra que los dirigentes de ese país son ingenieros, a diferencia de Platón, donde son filósofos. La técnica —subraya Salvio Turro — a partir de la modernidad se verá como algo superior a la naturaleza de las cosas, ya que es capaz de modificarla. La concepción del tiempo escatológico también se verá afectada. En la utopía hay una primicia del presente sobre el futuro y el pasado, incluso llega a haber indiferencia por estas concepciones del tiempo. El moderno reemplazará la concepción apocalíptica de la historia por la utópica.
La tiranía del presente en la utopía
El presente como centro de las reflexiones no es propio de las utopías modernas. Ya en la Antigüedad el presente era lo único que se presentaba como seguro frente a un destino que preocupaba y un pasado que ya no era. Bastaría con recordar a los epicúreos y su interés por conseguir la ‘ataraxia’, es decir, la tranquilidad del alma.[15] Lo que pretendían los antiguos consistía sólo en erradicar el exceso de mortificación por el pasado y el futuro, sin embargo, la modernidad tiene el problema del desinterés total por el pasado y el futuro.[16]
En apariencia, la modernidad presenta al pasado y al futuro como uno de los tópicos sobre los que más reflexiona. El interés por el pasado por parte de la modernidad se muestra en los trabajos de los historiadores y en los museos, donde figuran ser las voces del pasado que aún se muestran en nuestro presente; y por el futuro nuestra época moderna ha desarrollado la utopía como búsqueda de un porvenir mejor.
Sin embargo, el trabajo histórico parece desinteresarnos cada vez más por nuestro pasado, pues la objetivación de la historia, en lugar de darnos un interés por nuestro pasado, parece que funge como un alejamiento del mismo. Para el hombre moderno, el estudio de la historia sirve para mostrar cómo se ha distanciado del pasado; por ejemplo, los museos son congeladoras de artefactos históricos que muestran los objetos de un pasado que no volverá a ser. Subraya Remi Brague que: “La objetivación del pasado que la historia produce, que la historia supone y produce, le impide a su vez ser una toma de conciencia de este género. Por el contrario, es una toma de distancia y de levar anclas respecto al pasado”.[17]
También C.S. Lewis describe esta actitud moderna acerca del pasado:
“Pero ahora, con las revistas semanales y otras armas semejantes, hemos cambiado mucho todo eso. Tu hombre se ha acostumbrado, desde que era un muchacho, a tener dentro de su cabeza, bailoteando juntas, una docena de filosofías incompatibles. Ahora no piensa, ante todo, si las doctrinas son ‘ciertas’ o ‘falsas’, sino ‘académicas’ o ‘prácticas’, ‘superadas’ o ‘actuales’, ‘convencionales’ o ‘implacables’”.[18]
El pasado en la modernidad es algo que ya no nos dice nada y que está superado, fenómeno que puede verse en algunos de los primeros autores modernos como Bacon y en el mismo Kant en su obra sobre la ilustración. El pasado pierde todo nuestro interés, pues deja de decirnos algo interesante a las necesidades de nuestro tiempo.
También el futuro, para la visión utópica de la historia, es algo que puede ser manipulado. La utopía es pretender una manipulación del tiempo futuro al servicio del presente. En palabras de Brague: “La utopía que anticipa el futuro es lo contrario a la espera apocalíptica del porvenir. Es una sistematización de que el presente avanza hacia el futuro sin cesar de conquistarlo. En su límite expresa una impaciencia: el futuro debe de llegar a ser muy pronto el presente”.[19] Así, la modernidad, teniendo una existencia centrada en el presente, termina por silenciar el pasado y opacar el futuro. Esto podemos relacionarlo con las reflexiones de Burke: “Las gentes que no miran nunca atrás, a sus antepasados, no mirarán nunca adelante, hacía su posteridad”.[20]
Brague señalará que esta enfermedad se observa en el régimen político que caracteriza a la Modernidad: la democracia. “La vida democrática concentra la conciencia humana sobre el presente, haciendo que se desinterese por el futuro” (Falta cita.). Tocqueville también escribe sobre la democracia y su excesiva centralidad por el presente: “La democracia no solo hace olvidar a cada hombre a sus ancestros, sino que los esconde a sus descendientes”.[21]
El parasitismo moderno
Debido a que no es original en sus ideas, la edad moderna tiene el síntoma del parasitismo que se apropia de las ideas de la Antigüedad y sobre todo de la Edad Media. Remi Brague vuelve a tomar esta idea señalando que el moderno usa los tesoros de la Antigüedad y de la Edad Media y a la vez se esfuerza por repudiarlos y destruirlos.[22]
Esta imagen de la modernidad como parásito no solo la encontramos en Brague, también se encuentra en diversos pensadores. Entre ellos ésta el escritor inglés Chesterton:
“El hecho está ahí: el mundo moderno, con sus movimientos modernos, vive encima de un capital católico. Utiliza y usa las verdades que le quedan al antiguo tesoro de la Cristiandad, comprendiendo, bien es verdad, las numerosas verdades que se conocen desde la Antigüedad pagana, pero que se habían cristalizado en la Cristiandad. La novedad está en los nombres y etiquetas, como en la publicidad moderna. En casi todo lo demás, la novedad es puramente negativa. El mundo moderno no comienza cosas nuevas que podrían realmente llevar lejos en el porvenir. Por el contrario, recoge viejas cosas que es de hecho incapaz de continuar. Estos son los dos criterios distintivos de los ideales morales modernos: primero, han sido tomados prestados o arrancados de las manos antiguas o medievales; luego se marchitan muy pronto en manos modernas”.[23]
Vuelvo a citar a Brague: “Las ideas modernas son ideas premodernas. Solo el nombre es nuevo. La modernidad pone en marcha una estrategia por la cual la negación es indispensable. La elección de una designación nueva corresponde a la necesidad de disimular el origen de aquello que se toma prestado, de la misa forma en que un ladrón esconde la mercancía robada”.[24] Con esta problemática podríamos preguntarnos si nuestra cultura sobrevivirá a la modernidad, pues esta desintegración de la herencia premoderna (antigua y medieval), raíz de nuestra cultura, está siendo afectada por su olvido sistematizado.
Ahora bien, quiero subrayar que el concepto de historia también es raptado y parasitado por la modernidad. Señalaré que la utopía es la idea de la historia apocalíptica secularizada que parte de la idea de inicio y fin de los tiempos —visión propia de la escatológica apocalíptica—, pero termina por hacerla inmanente. Es decir, que el fin del hombre se da en la mundanidad. Se presenta el sueño moderno de traer el cielo a la tierra.
Las ideologías de la modernidad: historia secularizada progresista
La modernidad y su historia utópica vive de la materia prima que la cristiandad había heredado a la civilización occidental, y no solo lo usa sino que pretende negar su herencia. Podríamos también volver a recordar a Chesterton cuando afirma que la modernidad no es más que ideas cristianas vueltas locas.[25] Esto podemos constatarlo en la idea que surgió propiamente del pensamiento judío, que adoptará el cristianismo y que la Modernidad niega su procedencia: la idea de la historia escatológica que es convertida en progresismo.
La idea de progreso que los Ilustrados pretendieron mostrar como suya realmente tiene origen en las reflexiones sobre el tiempo en los judíos, con la historia lineal y ya no cíclica, universal. La historia escatológica que tiene un inicio, una razón de ser y un fin será tomada por los modernos quitando todo rastro trascendencia (raíz de toda conciencia histórica) y llevada al orden temporal. Señala Luis Diez del Corral:
“La filosofía de la historia en Occidente ha estado fundada en la creencia cristiana. A partir de San Agustín hasta Hegel, con ciertas excepciones, se ha vertebrado la historia universal desde arriba, por los pasos de Dios en la historia; las acciones por las cuales Dios se revela en capítulos decisivos. Pero la actitud secularizadora y racionalista del filósofo alemán introduce radicales modificaciones en la concepción histórica-teológica cristiana, no sólo por lo que se refiere a la vertiente teológica, sino también por lo que toca a la vertiente puramente histórica. Antes de él —desde San Agustín hasta Bossuet, por lo menos—, el fin de la historia trasciende la historia. Está siempre en un más allá, en el reino de Dios. Con Hegel, el reino de Dios, secularizado, es decir, el reinado de la razón, se realiza en la historia, en la historia concreta de la Europa de su tiempo”.[26]
El progresismo es el resultado del parasitismo moderno, en tanto que pretende proponer alcanzar un mundo utópico y traerlo al presente, no solo olvidando, sino despreciando la herencia con la que se alimenta: la concepción escatológica de la historia del cristianismo. Para decirlo en pocas palabras: el progresismo es cristianismo secularizado desenraizado del fin trascendental.
El progresismo negará el fundamento trascendental de la historia y la hará inmanentista. El fin de la historia ya no se encuentra en un más allá que no determina el rumbo de los pueblos en su peregrinar terrenal, como afirmaba San Agustín, sino que el fin último es posible alcanzarlo en el mundo. Para esto, simplemente se cambió la acción de la providencia por el de la Razón. El progresismo, por lo tanto, se convierte en una especie de religión inmanentista que desprecia lo trascendente, pero que toma al cristianismo como base sin saberlo: “Religión (el progresismo) para no pocos sustituta —sigue Diez del Corral— de la cristiana, y remedo suyo, sin embargo, no dejará de ser profesada en corazones auténticamente cristianos”.[27]
La consciencia apocalíptica. ¿Una política del retorno a la pregunta por la verdad?
La visión de la historia apocalíptica exige al hombre ampliar su horizonte y no reducir su campo a la experiencia fenoménica. Exige al hombre la búsqueda de la verdad. Los cuestionamientos a esta postura no tardan en desplegarse. La idea de la verdad en la política puede sonar no solo inadmisible, sino incluso grosera. Hoy en día la cuestión por la verdad no solo es sospechosa, sino mal vista en la búsqueda por una política democrática que la modernidad ha propuesto como modelo político. Me limitaré a citar a uno de los autores que ve esta idea como un peligro para hacer política: Vattimo. En su libro Adiós a la verdad, el pensador italiano no duda en señalar que la idea de verdad es algo que puede llevar a una comunidad humana a los totalitarismos, ya que encierra a la persona en un constructo metafísico de lo que debe de ser la naturaleza humana limitando la libertad de la voluntad humana.
“La razón por la cual Heidegger —y con él gran parte del pensamiento existencialista del siglo XX y, sobre todo, aquella corriente filosófica que hoy llamamos hermenéutica— rechaza la idea de verdad como objetividad es una razón ético-política: si el verdadero ser fuera sólo lo que es objetivo, calculable, dado de una vez por todas, como las ideas platónicas, nuestra existencia de sujetos libres no tendría sentido alguno”.[28]
Con esta postura la reflexión por la verdad en la política fomentaría la intolerancia. Por lo cual las sociedades humanas tendrían que fomentar una construcción artificial de lo que debe ser el hombre y la comunidad. Ahora bien, si se rechaza la verdad y todo es un constructo artificial ¿cómo es posible que estas ficciones comunes den cohesión en la sociedad humana? Me parece que esto es realmente imposible.
A esta postura de la verdad como algo contrario a la realización de una política podría objetársele que para hacer una comunidad el ser humano necesita identificarse con el otro en tanto sean de la misma naturaleza. Es decir, algo que todos compartan en común objetivamente. Esto ya era abordado por Platón y Aristóteles en sus reflexiones sobre política. Ellos, para proponer un modelo de comunidad posible, partieron primero de la pregunta sobre el ser mismo de la realidad y de su naturaleza. Supieron observar que no se puede hablar de política sino se trata de resolver primero los problemas más profundos del ser humano.
Además, la postura de una política que parte de la artificialidad que propone Vattimo tiene el problema de llevarnos a una muy sutil forma de olvido de la capacidad de reflexión humana. Todo lo contrario a las reflexiones políticas de los clásicos. Podemos observarlo en las discusiones que se llevan a cabo en los mass media, incluso en nuestras academias, incapaces de discutir de manera profunda. Ya no se busca refutar los argumentos del contrario, sino de ‘dialogar’: las discusiones se han reducido a un intercambio de opiniones. También los eslóganes que se difuminan entre los individuos y que se repiten sin reflexión alguna como ‘cada quién tiene se verdad’, que va de la mano con un culto a la tolerancia que no se cuestiona a ella misma.
Este vaciamiento de la verdad en nuestra política en apariencia piensa que se libra de la imposición ideológica, lo que contrariamente muestra en la realidad. Recodemos una cita que George Orwell refiere sobre el fenómeno de los totalitarismos que exigen un olvido de la idea de verdad: “El totalitarismo exige de hecho que el pasado esté continuamente modificado, y a la larga exige que se deje de creer en la existencia incluso de una verdad objetiva”.[29]
La artificialidad de las políticas modernas ha pretendido anular los totalitarismos (que el mismo llega a crear) bajo la idea de que la verdad se realiza bajo el consenso democrático, en la cual la verdad no será más que la opinión más votada. Remi Brague señala que reducir la verdad a un consenso nos llevaría a la imposición de una opinión sobre las otras, llevando a las dictaduras de las generaciones presentes sobre las futuras. Para evitarlo, señala el filósofo francés, es necesaria una verdad objetiva independiente de nuestra voluntad y que se transmita de generación en generación, evitando que las generaciones futuras no sean abandonadas por los caprichos de sus ancestros.[30]
Ahora bien, la búsqueda que propone la consciencia apocalíptica es trascendente, de lo que se desprende no la idea de una verdad que se posea, sino que nos sale al encuentro y de la cual nos permita estar en ella. Aquí cabría subrayar a Remi Brague, ya que propone la figura de la verdad como
“El gran océano de la verdad […] Según esta forma de pensar, la verdad no es algo que se posee, sino algo en el que se está, un espacio más que una cosa; este tema era manejado por los Padres de la Iglesia griega. A ellos les gustaba hablar de la verdad infinita de la Divinidad […] A través de esta imagen, Dios se concibe no como un objeto, sino como un campo, como un espacio libremente abierto […] San Agustín lo formulo así: ‘Él está oculto, a fin de que podamos buscarlo para encontrarlo; pero Él es infinito a fin de que, habiéndolo descubierto, podamos continuar buscándole’”.[31]
La verdad es vital en la política, antes que algo perjudicial. Nos permite ampliar los horizontes y facilitar el encuentro con los otros. No solo con los otros del presente, sino del futuro. Así, la preocupación por la verdad de la consciencia apocalíptica es una preocupación que las generaciones presentes hacen por las generaciones futuras. Preocupación que permite la apertura por la verdad.
Consciencia utópica: el problema de la política de masas gnósticas en la modernidad
A diferencia de la consciencia apocalíptica, el utopismo propone un inmanentismo. El inmanentismo que sufre la concepción de la historia en la modernidad conlleva a la reducción de la razón humana al campo fenoménico, esto conlleva a reducir todo lo racional al campo del método científico. La filosofía, bajo este método, debe olvidarse del estudio de la naturaleza, ya que esto será hecho por las ciencias naturales positivas, y se limitará al campo social. Sin embargo, el método positivo también influirá en los estudios de la sociedad humana. Bajo el método positivista, la razón humana tendrá que olvidarse de las grandes preguntas para centrarse en el estudio de las leyes naturales. “La filosofía positiva consiste en considerar todos los fenómenos como sujetos a leyes naturales invariables, cuyo descubrimiento preciso y la posterior reducción al menor número posible constituyen la finalidad de nuestros esfuerzos. Consideremos como absolutamente inaccesible y vacío de sentido la búsqueda de lo que llaman causas, sean primeras o finales”.[32]
La razón humana, subraya Voegelin, ha limitado la razón al método de las ciencias positivas. Bajo este método, la razón gana en certeza, pero carece de profundidad. Para Voegelin, la filosofía, al dejar las grandes cuestiones con las que inició y al olvidar la búsqueda de la verdad, es incapaz de poder hacer política, ya que para hacer política la respuesta de qué es el hombre es de vital importancia. La utopista política moderna, al olvidar la pregunta sobre los misterios de la existencia humana y del mundo, puede iniciar su proyecto de manipulación de la naturaleza y que terminará por manipular también al ser humano.
La historia, arrebatada de su fundamento trascendente, se torna ideología, debido a que reemplazan el horizonte de la verdad por la visión de lo que debe de ser una sociedad bajo una idea abstracta del hombre hecho Dios. Remi Brague observa que la ciencia moderna positiva, al no poder responder las preguntas esenciales de la filosofía, se ve obligada a llenar el hueco mediante las ideologías.
“De esta situación surge la necesidad de la ideología, que colma el vacío de sentido dejado por la ciencia; por eso la ideología adopta la forma del hueco que deja la ciencia, y de esta forma imita. No habría leninismo sin la economía política y su crítica por Marx; no habría nazismo sin la teoría de la evolución según Darwin. La ideología se considera como ‘verdadera’. Lenin lo dice en 1913: ‘La doctrina de Marx es todopoderosa, porque es correcta’. Imita a la religión y utiliza afectos religiosos para trasladarlos a objetos pretendidamente accesibles a la ciencia”.[33]
Bajo las ideologías, desaparecen las preguntas sobre qué es el hombre. Esta política utopista hacia un mundo mejor es llamada por Voegelin ‘política gnóstica’, debido a que las políticas modernas inician con una indiferencia ante la realidad, suplantándola por una idea de lo que debe de ser la realidad, imitando el intento de escape del mundo por parte de los gnósticos. “Los gnósticos no suelen ser muy explícitos a este respecto. Se supone que el nuevo mundo transfigurado estará libre de los males del mundo viejo, por lo que la descripción a menudo se permitiría la negación de los presentes males.” Vogelin escribirá que el inmanentismo histórico utopista que emerge en la modernidad es la raíz de lo que él llama políticas religiosas que ocasionaron los totalitarismos del siglo XX. “Por movimientos gnósticos (inmanentistas) entendemos aquellos movimientos como el progresismo, positivismo, marxismo, sicoanálisis, comunismo, fascismo y nacionalsocialismo”.[34]
Así, acabado y olvidado el horizonte trascendente, el hombre queda reducido a un número o a una cosa con la cual se puede manipular para estar al servicio de un proyecto utópico de sociedad perfecta. El gobierno, mediante la figura del Estado, pretende con esta visión la re-divinización del poder político. Así, a pesar de su diversidad, estos movimientos conservan un mismo núcleo: el olvido de las preguntas fundamentales de la filosofía y el centrarse en la conquista de la naturaleza. El hombre busca ocupar el lugar de Dios en esta visión de la historia. Basta recordar a Feuerbach y su giro ‘antropocentrista’ de la teología al quererla reducir en una antropología reprimida de la psique humana. También el jesuita Henri de Lubac refiere: “Mediante la expulsión de todas las ‘abstracciones metafísicas’, así como todas ‘las ficciones teológicas’, proclama y afirma al mismo tiempo ‘el irrevocable fin del reino de Dios’ y el comienzo del reino del hombre”.[35]
Otra característica de estos movimientos de masas gnósticas es su persecución a la tradición judío-cristiana, ya que son las portadoras del horizonte trascendente que ayuda al hombre al librarse del unidimensionalismo inmanente que las políticas gnósticas pregonan. El historiador francés Bensoussan refiere este acontecimiento a los siglos XIX y XX, cuando el positivismo había llevado al hombre al olvido de su raíz común metafísica que el cristianismo y el judaísmo habían forjado para fragmentar a la humanidad en razas según las ciencias biológicas. “Los movimientos imperialistas que atraviesan la Europa de finales del siglo XIX niegan el origen común y divino del hombre, reduciendo a las otras partes de la humanidad a una situación infrahumana […] Los poligenistas del siglo XIX acusan a la Biblia de ser una ‘colección de mentiras piadosas’”.[36]
El hombre queda reducido a un animal más en el reino natural. Así, despojado de toda dignidad, termina por ser un individuo en masa fácil de manipular. Vuelvo a citar a Bensoussan: “En una concepción biológica de la humanidad, el destino de los individuos particulares se borra delante del de la sociedad, y de la necesidad de defender la ‘raza’. Caído de su pedestal, reducido a un eslabón de la animalidad, tras haber sido borrada la separación radical entre el hombre y la bestia, el ser humano no es más que una unidad contable y un objeto de la ciencia”.[37] Más adelante Bensoussan también mencionará “La idea religiosa ha perdido mucho de su importancia; y son las guerras de razas lo que ocupa el sitio de la religión”.[38]
La ideología utópica ha suplantado el horizonte trascendente. Conllevando al olvido por las preguntas esenciales de la filosofía. Este olvido por la pregunta sobre el origen y fin del hombre ha llevado a hacer imposible realización de un proyecto político. Voegelin abogará por que se debe que profundizar sobre lo universal en el alma del hombre para poder hacer una comunidad. Por lo cual, al ignorar la búsqueda por la naturaleza universal del hombre, las políticas del siglo XX se refugiaron en utopías ideológicas religiosas. Aquí el César se vuelve Dios.
Al eliminar el factor trascedente de la historia, el hombre no quiere reconocer la hondura infinita de los misterios que encierra la realidad y termina por cosificar todo ser mediante el método positivo, incluyéndose a sí mismo. Esta visión de la historia y de la política terminará en los totalitarismos, debido a que han cerrado la capacidad de la razón por preguntarse por la verdad, a diferencia de la consciencia apocalíptica que acepta el misterio y el horizonte infinito de la realidad.
La sociedad inmanente utópica gnóstica aspira, por lo tanto, a la transformación de la naturaleza humana para acomodarlo en su proyecto de construcción del cielo en la tierra. La escatología cristiana es traída al reino terrenal, la política se re-diviniza, las preguntas fundamentales de la filosofía son despreciadas y con ello la búsqueda de la verdad es suplantada por la ideología. Voegelin refiere:
“La revolución gnóstica tiene por objeto un cambio en la naturaleza humana y el establecimiento de una sociedad transfigurada. Dado que ese programa no puede llevarse a cabo en la realidad histórica, los revolucionarios gnósticos inevitablemente deben institucionalizar su éxito total o parcial en la lucha por existencial mediante un acuerdo con la realidad”.[39]
Consideraciones finales
Ante estas consideraciones tendríamos que preguntarnos si nuestras reflexiones políticas no necesitan de las preguntas esenciales de la filosofía para realmente hacer un proyecto de comunidad humano. Quisiera terminar la problemática con la siguiente pregunta ¿Este olvido de la verdad que pretende nuestra sociedad moderna en lugar de llevarnos a sociedades más libres, no nos estará llevando más bien al unilateralismo antropológico? ¿No nos arrastrarían realmente a las políticas de masas gnósticas de las cuales nos advertía Eric Voegelin? Remi Brague señala que este olvido por la verdad nos ha llevado a permitirnos jugar con ella, debido a que ya no estamos obligados a no mentir. La mentira, sigue señalando Brague, es consustancial a los regímenes totalitarios.[40]
La pregunta por el ser de las cosas y de lo que es el hombre son una búsqueda de lo universal y verdadero de todos los hombres, lo cual es una precondición para poder realizar comunidad. Exige, por lo tanto, que la política y la filosofía vuelvan a replantearse seriamente una ampliación por los horizontes de la verdad, es decir, la búsqueda de la verdad.
Quisiera terminar este ensayo con una cita del Cardenal Ratzinger: “El hombre no está preso en el laberinto de los espejos de las interpretaciones; él puede y debe irrumpir hacía lo real, que se halla detrás de las palabras y que a él se le muestra en las palabras y por medio de ellas”.[41]
Bibliografía
- Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, México, Porrúa, 2011.
- Bensoussan, George, La Europa genocida, Querétaro, Anthropos, 2015.
- Brague, Remi, Europa: la vía romana, Madrid, Gredos, 1992.
- ————, La ley de Dios: una historia filosófica de una alianza, Madrid, Ediciones Encuentro, 2011.
- ————, Moderadamente Moderno, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2016.
- Burke, Edmund, Reflexiones sobre la Revolución Francesa, Madrid, Alianza, 2003.
- Chesterton, G.K., Ortodoxia, México, Porrúa, 2016.
- Comte, Auguste, Curso de filosofía positiva: Primera y segunda lecciones, Buenos Aires, Editorial Aguilar, 1973.
- Diez del Corral, Luis, El rapto de Europa: Una interpretación histórica de nuestro tiempo, Madrid, Ediciones Encuentro, 2018.
- Diógenes Laercio, Vida de los filósofos ilustres, Buenos Aires, Alianza, 1998.
- Ferrater Mora, Las cuatro visiones de la historia universal, Alianza, Madrid, 2006.
- Lewis, C.S., Cartas del Diablo a su sobrino, Madrid,RIALP, 2002.
- Lubac, Henri de, El drama del humanismo ateo, Madrid, Ediciones Encuentro, 2008.
- Morla Asensio, Víctor, Biblia de Jerusalén, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1988.
- Orwell, George, “The Prevention of Literature”, The collected Essays, Journalism and Letters of George Orwell, Vol. IV: In Front of Your Nose, 1945-1950, Londres, Secker & Warburg, 1968.
- Ratzinger, Joseph, Fe, verdad y tolerancia: el cristianismo y las religiones, Salamanca, Ediciones Encuentro, 2013.
- Tocqueville, La democracia en América, Madrid, Trotta, 2010.
- Turró, Salvi, Descartes: del hermetismo a la nueva ciencia, Barcelona, Anthropos, 1985.
- Ullmann, Walter, Historia del pensamiento político de la Edad Media, Barcelona, Ariel, 2004.
- Vattimo, Gianni, Adiós a la verdad, Barcelona, Gedisa Editorial, 2009.
- Voegelin, Eric, Nueva ciencia de la política, Buenos Aires, Katz Editores, 2006.
Notas
[1] Morla, Asensio, Biblia de Jerusalén, ed. cit.
[2] Voegelin, Nueva ciencia de la política, ed. cit., p. 13.
[3] Ferrater Mora, Las cuatro visiones de la historia universal, ed. cit., p. 23.
[4] Agustín de Hipona, La ciudad de dios, ed. cit., p. 396.
[5] Ibíd., p. 399.
[6] Lucas, 20, 25.
[7] Brague, Europa: la vía romana, ed. cit., pp. 112-113.
[8] Voegelin, op. cit., p. 137.
[9] Ullmann, Historia del pensamiento político de la Edad Media, ed. cit., p. 43. El texto de Galesio es Las dos espadas.
[10] Ibíd., p. 193.
[11] Brague, La ley de Dios: una historia filosófica de una alianza, ed. cit., p. 186.
[12] Voegelin, op. cit., pp. 135-136.
[13] Brague, op. cit., p. 52.
[14] Turró, Descartes: del hermetismo a la nueva ciencia, ed. cit.
[15] Diógenes Laercio, Vida de los filósofos ilustres, ed. cit.
[16] Brague, Moderadamente moderno, ed. cit., p. 6.
[17] Ibíd.
[18] Lewis, Cartas del Diablo a su sobrino, ed. cit., p. 4.
[19] Brague, op. cit., p. 6.
[20] Burke, Reflexiones sobre la Revolución Francesa, ed. cit., p. 219.
[21] Tocqueville, La democracia en América, ed. cit.
[22] Brague, op. cit., p. 8.
[23] Chesterton, Ortodoxia, ed. cit., p. 57.
[24] Brague, op. cit., p. 11.
[25] Chesterton, op. cit., p. 57.
[26] Diez del Corral, El rapto de Europa: Una interpretación histórica de nuestro tiempo, ed. cit.
[27] Ibíd., p. 101.
[28] Vattimo, Adiós a la verdad, ed. cit., p. 25.
[29] Orwell, The Prevention of Literature, ed. cit., p. 95.
[30] Ibíd., p. 179.
[31] Brague, op. cit., p. 183-184.
[32] Comte, Curso de filosofía positiva: Primera y segunda lecciones, ed. cit., p. 43.
[33] Brague, op. cit., p. 175.
[34] Voegelin, op. cit., p. 179.
[35] Lubac, El drama del humanismo ateo, ed. cit., p. 153.
[36] Bensoussan, La Europa genocida, ed. cit., p. 153.
[37] Ibíd., p. 131.
[38] Ibíd.
[39] Voegelin, op. cit., p. 184.
[40] Brague, op. cit., p. 177.
[41] Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia: el cristianismo y las religiones, ed. cit., p. 159.
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