Amor, melancolía y curación de la enfermedad del amor

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Amor, melancolía y curación de la enfermedad del amor

Autoras: Jaqueline Valeria Herrera Soto y Fátima Johana Rodríguez Rangel

¡El amor! ¡Temible y extraño dueño! ¡Dichoso quien ni de oídas, ni por propia experiencia le conoció!

J. Lafontaine

 

Resumen

En el presente ensayo nos proponemos realizar una caracterización general de la melancolía amorosa, sus síntomas y cómo curarla. Primero, ofreceremos una breve definición de la melancolía, para después tratar el tema del amor y su relación con ésta; asimismo, hablaremos acerca de los síntomas de la enfermedad del amor, partiendo primero de los estudios elaborados por algunos pensadores clásicos y buscando después algunos ejemplos de ello en la literatura universal. Al final, exploraremos algunas propuestas presentadas por diversos autores a lo largo de la historia para curar la melancolía amorosa o enfermedad del amor, reflexionando sobre la viabilidad de las mismas.

Palabras clave: melancolía, amor, enfermedad del amor, curación, tristeza, Stanley Jackson.

 

Abstract

In the following essay we aim to make a general characterization of love melancholy, its symptoms and how to cure it. First, we offer a brief definition of melancholy, to later deal with the theme of love and its relation with it; likewise, we would approach the symptoms of the disease of love, starting from the studies by some classical thinkers, and looking for some examples of it in the universal literature. In the end we would explore some proposals presented by several authors trough history to cure the love melancholy or the disease of love, pondering on the viability of them.

Keywords: melancholy, love, disease of love, healing, sadness, Stanley Jackson.

 

La agonía del amor

 

¿Por qué el verdaderamente enamorado desea la continuidad, la vitalidad (lifelongness) de las relaciones? Porque la vida es dolor y el amor gozado un anestésico, ¿y quién querría despertarse a media operación?

Cesare Pavese

 

La melancolía era concebida en la medicina antigua como bilis negra, un humor seco y frío relacionado con la tierra. Es de color negro, su sabor es ácido, su estación es el otoño y su planeta es Saturno.[1] Probablemente, la melancolía, esa tristeza vaga y persistente, es el sentimiento más cercano a nuestra naturaleza: lloramos al nacer, no reímos. Como señala Stanley Jackson:

Como humor, o emoción, la experiencia de estar melancólico o deprimido probablemente sea tan conocida para nuestra especie como cualquiera de los muchos otros sentimientos humanos. El amplio espectro de términos, y las variaciones emocionales a que éstos se refieren, refleja el fondo último de ser humanos: sentirse bajo de tono, o triste, o infeliz, estar desanimado, melancólico, triste, deprimido, o desesperanzado, estados éstos que sin duda han afectado en algún momento absolutamente a todos y cada uno. Ser humano es conocer estas emociones, del desánimo a la aflicción, debidos a la desilusión material o interpersonal, a la tristeza o la desesperación por la separación o la pérdida.[2]

Generalmente, la melancolía está asociada con un sentimiento de profunda tristeza sin causa aparente; sin embargo, dentro de la tragedia de los sentimientos humanos, existe un tipo de melancolía que encuentra su origen precisamente en la insatisfacción de un deseo: nos referimos a la melancolía amorosa o enfermedad del amor.[3] Pero antes de establecer la relación entre el amor y la melancolía es menester hacer algunas consideraciones sobre el sentimiento amoroso.

El amor es la pasión más universal. Como afirma Burton, posee unas fronteras sobradamente anchas, bordeadas de espinas, por cuya causa se hace difícil transitarlas. Definir al amor, pues, resulta algo inusitadamente complicado. Frente a esta cuestión, nos encontramos desconcertados, como San Agustín cuando quiso hablar del tiempo; es decir, sabemos qué es el amor porque lo experimentamos, pero cuando se nos pregunta por su naturaleza, no atinamos a decir qué es con exactitud. Universalmente considerado, el amor se explica como un deseo. Pero ¿deseo de qué? De lo que el sujeto amoroso considera digno de ser deseado. El problema es que esta consideración se encuentra propensa al error del juicio del individuo, error que puede acarrearle consecuencias indeseables, como en el caso de aquel que tiende a idealizar al objeto de su amor atribuyéndole características que en realidad no le pertenecen: duro es aceptar la verdad en su completa desnudez.

Aun manteniéndose de pie en virtud de un error, el amor gozado, mientras dura, es —dice Pavese— un anestésico para la existencia atormentada, una dosis de liberación momentánea frente al sufrimiento o amargura de la vida. Por eso lo deseamos. Pero cuando este amor no es correspondido o se ve frustrado, nos encontramos como en medio de una operación a corazón abierto, sin anestesia, resintiendo hasta los huesos la absoluta vacuidad de la vida. Retomando nuevamente a Pavese, un amor, cualquier amor fracasado “nos revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada”.

El sentimiento del amor malogrado se vuelve a tal grado doloroso, que el sujeto se experimenta como un crucificado; en tanto el deseo es esencial al amor, no se vive nada más que para satisfacerlo, de tal suerte que cuando no se logra, se deja de vivir, y lo único que se hace es existir aislado, fuera del mundo, ahogado en la imaginación que al mismo tiempo se convierte en un demonio inseparable de la cotidianeidad: imaginamos que nunca alcanzaremos la unión perfecta con el objeto amado, y entonces sentimos cómo martillan los clavos en la cruz, haciendo eco del dolor a cada embate.

 

Los signos visibles de la enfermedad amorosa

¿Te has enamorado alguna vez? ¿No es horrible? Te hace tan vulnerable. Abre tu pecho y abre tu corazón y significa que alguien puede entrar en ti y deshacerte.

Neil Gaiman

Ahora bien, dentro de las muchas formas que tenemos para hablar del estado amoroso, existe una en la que éste se nos presenta como una enfermedad, misma que deviene por dos causas, ya sea por la falta de reciprocidad o por exceso de amor. A la primera de ellas se le relaciona más estrechamente con la melancolía amorosa; la segunda forma de concebir el amor como enfermedad, según algunos autores, como Tuke, también puede asociarse a la melancolía, pero está más encaminada al delirio o locura amorosa, esto es, se define como un deseo insaciable, vivamente morboso por personas del sexo opuesto, tendiendo así hacia la ninfomanía femenina o la satiriasis en los hombres.[4] Consideramos que, si hay una melancolía amorosa o una auténtica enfermedad del amor, esa es la originada por la imposibilidad de realización del amor, más que por la violencia del desenfreno.

Cuando el amor se nos presenta como una especie de perturbación mental, se le desdeña como una pasión que afecta al alma y nos aleja de la razón, por lo cual se hace necesario encontrarle una cura. No obstante, no solamente el espíritu se ve afectado por esta enfermedad, sino que es el cuerpo el que refleja el estado de ánimo del sufriente. Varios autores, como Galeno de Pérgamo, Erasístrato, Areteo, Burton, Ferrand y Peter van Forest convienen en que la sintomatología de la enfermedad amorosa presenta signos como ojos hundidos, pulso irregular, palidez, debilidad e insomnio. Avicena ha sintetizado perfectamente la presencia del mal del amor, dejando constancia del siguiente cuadro clínico:

Los signos son ojos hundidos y secos, sin humedad más que cuando lloran, continuo parpadear, sonrisas como si hubieran visto algo delicioso o hubiera oído algo agradable. Se les perturba la respiración, y aparecen contentos y sonrientes, o desesperados y en lágrimas, musitando palabras de amor, sobre todo cuando recuerdan al amor ausente; todas las partes del cuerpo aparecen secas, excepto los ojos hinchados debido a los muchos lloros y el insomnio; los signos hacen que se les suban los vapores a la cabeza, movimientos intranquilos […] El propio pulso es diferente del normal en todos respectos, lo mismo que el pulso, relacionado con la aflicción o la falta de apetito o el miedo; y, además, el pulso y la apariencia se alteran cuando se presenta el recuerdo de la persona amada, sobre todo si es de manera súbita; y es así posible demostrar que el amado está allí aunque él no se revele como presente […] El amado es un camino hacia la cura, y los medios por los que esto se hace es mencionando muchos nombres y repitiéndolos con la mano en el pulso. Cuando éste fluctúa considerablemente, se repite y prueba muchas veces la operación, conociéndose así el nombre de la persona amada. Luego, de semejante manera, se mencionará su aspecto y hábitos, sus habilidades, su familia, el lugar donde vive, y todo ello se conectará con ese nombre del amado, observando el pulso de manera que, cuando éste se altera ante la mención de una cosa repetidas veces, puede determinarse las características del ser amado y así reconocerlo.[5]

Plutarco, en las Vidas paralelas relató cómo Erasístrato fue consultado para examinar al joven Antíoco, hijo del rey Seleuco; el médico observó su comportamiento y su aspecto físico durante cierto número de días, al final de los cuales determinó que el efebo estaba ardorosamente enamorado de su madrastra Stratonice, pues en presencia de ella creyó percibir en el mozo aquellos síntomas que se hallan en los enamorados.[6] Jaques Ferrand, por su parte, se identifica a sí mismo como un melancólico —¿qué ser dotado de corazón no ha padecido los efectos del amor fallido?— y, a través de una reflexión sobre su propia vivencia, extrae conclusiones similares a las de sus precursores:[7] el enamorado doliente padece una tristeza de magnitudes insospechadas, engendrada por la frustración o la no correspondencia de su amor, por la brutal distancia que se impone entre él y el objeto amado; esta pena del corazón va acompañada, como mencionamos anteriormente, de síntomas físicos, de modo que la melancolía amorosa constituye una conjunción entre afecciones emocionales y fisiológicas. De ahí que, por ejemplo, Thomas Willis, explique que el corazón destrozado es, además de un estado del alma, un estado del organismo en que la sangre se encuentra concentrada en el órgano vital, sin poder circular hacia el resto de los órganos, trayendo así debilidad y palidez al cuerpo del amante melancólico:

Pues cuanto más los Praecorcia (a los que se les niega el total aflujo de los espíritus) retardan sus movimientos, la sangre se amontona en el interior del corazón, y apta para quedarse quieta, produce un gran peso y opresión, por cuya razón suspira y gime, al mismo tiempo que el rostro y los miembros exteriores empalidecen y languidecen porque se les retira el aflujo de la sangre y los espíritus. De aquí que en nuestro idioma o lenguaje se diga del corazón de los enamorados que está roto, a saber, porque este músculo no lo accionan con suficiente actividad los espíritus animales, por lo que es movido débil y lentamente, y no amplifica suficientemente el movimiento de la sangre hacia delante con vigor hacia todas las partes.[8]

ERASÍSTRATO DE CÉOS, EL GEÓGRAFO DEL CUERPO HUMANO

ERASÍSTRATO DE CÉOS, EL GEÓGRAFO DEL CUERPO HUMANO

En la historia de la literatura universal, como en la historia de la humanidad, es posible hallar innumerables ejemplos de amantes tristes, portavoces del amor imposible, errado, desventurado y tortuoso. Romeo y Julieta constituyen un ejemplo notable y harto conocido en esta materia. Tristán, el eterno enamorado de la reina Isolda, brinda sustento a las ideas expresadas sobre la enfermedad del amor: el joven se presenta ausente, débil, pálido, angustiado, únicamente sonriente y alegre en los brazos de su amada; cuando se ve obligado a marcharse de las tierras habitadas por la reina, el dolor amoroso se intensifica a tal punto que su ya maltrecho cuerpo se siente incapacitado para exhalar un soplo más de vida. Florentino Ariza, el atribulado protagonista de la célebre novela de García Márquez no encuentra consuelo hasta que, tras largos años, puede al fin gozar con la cercanía de Fermina Daza, la eterna dama de sus amores. Torquato Tasso en sus Noches exterioriza todas las dolencias que acongojan su alma, mismas que llegan a coincidir con la sintomatología anteriormente descrita: “La opresión es grande. Me falta aliento para expresarla, ¡tanto es el imperio que ha tomado sobre mí!”. Así mismo, este hombre ve nublada su razón a causa del amor, pues nos permite entrever a través de sus versos que se deja arrastrar por el deleite que cree hallar en aquella mujer, principio y fin de su dolencia, pues es por ella que ha conocido —según sus palabras— lo que verdaderamente es el amor; habíase confundido en amar a otras mujeres antes de ella, pero es gracias a ella que sus pasiones se han exaltado excepcionalmente, del mismo modo que se debe a la frustración de este amor el que su alma se encuentre envuelta en el dolor; esa es la razón por la que sus desvaríos se ven derramados cada noche entre sus letras, al escribir sobre las esperanzas cifradas en la unión con Leonor, pues algunas noches su existencia sufriente se apacigua brevemente en virtud del simple hecho de contemplar al objeto de su amor a la distancia, como si eso le bastara para colmar de a poco la impaciencia de su sentir. Al final, él mismo cae en la cuenta de que su pasión se ha convertido en una enfermedad, de la cual le resulta imposible huir: “¡Qué enfermedad tan terrible es el amor! No quisiera padecerla más. Es inútil empero el disimularlo. Esta enfermedad tremenda tiene sobrados atractivos con que seducir al corazón.” En Las penas del joven Werther, de Goethe, el sensible y abrumado personaje relata los hechos más íntimos de su estancia en Wilhelm, lugar donde el corazón le fue arrebatado por la bella Carlota, a quien conoce a su llegada. Este mismo amor le embarca en un largo viaje, cuya bandera es el sufrimiento: su adorada Carlota mantiene promesa de matrimonio con otro hombre. Por algún tiempo nuestro joven enamorado ha de conformarse con la sola amistad de la amada, pero con el correr de los días el corazón, exhausto, exige más. No obstante, los obstáculos que se interponen entre él y Carlota son tan grandes e infranqueables que el suicidio se presenta como la única solución posible.

GOETHE, EL JOVEN WERTHER Y EL COMIENZO DE UN SUEÑO (III)

GOETHE, EL JOVEN WERTHER Y EL COMIENZO DE UN SUEÑO (III)

 

El suicidio amoroso suele ser, en ocasiones, la coronación de la enfermedad del amor; cuando la intensidad de la pasión es tan fuerte y la posibilidad de la realización se troca en completa imposibilidad, el amante opta, en última instancia, por arrebatarse la vida, una vida que se presenta estéril y carente para siempre de todo encanto. El Pájaro Azul, de Rubén Darío, es otro ejemplo en el cual la muerte es concebida como la única manera de escapar al dolor originado por la frustración del amor que no puede hallar su realización en esta vida. ¿Será, pues, la muerte la única solución a la enfermedad el amor? ¿Habrá, acaso, alguna cura que no sea la muerte?

 

Cómo aliviar el espíritu enfermo de amor

Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte. Es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral en turno. Me receto tiempo, abstinencia, soledad.

Jaime Sabines

A pesar de que la enfermedad del amor puede prolongarse hasta desembocar en el suicidio, es posible calmar el tormento amoroso recurriendo a otros medios. Los mismos autores mencionados con anterioridad, quienes señalaron los síntomas de la melancolía amorosa, coinciden igualmente en el método a seguir para sanar un corazón derruido. Entre los consejos que ofrecen se encuentran los siguientes: mantener el pensamiento ocupado, lejos de la evocación o imaginación del ser amado, reducir al mínimo el tiempo de ocio, realizar viajes, lectura, actividades recreativas, trabajo físico, evitar la soledad, practicar coito y procurar que la tristeza se encuentre al margen en virtud del disfrute de otras delicias; en suma, se recomienda ocupar el tiempo, las facultades mentales y físicas de tal modo que no quede resquicio para que se cuele la imagen del ser amado, provocando otra vez aflicción y desesperanza renovadas en el amante. Sin embargo, estas prescripciones palidecen frente a la que Burton considera la única y auténtica cura de la melancolía amorosa: la unión de los amantes. Areteo de Capadocia deja testimonio de un joven que, padeciendo la enfermedad amorosa, se restableció una vez que hubo confesado y, posteriormente, consumado su amor con la bella mujer que ocupaba sus cavilaciones.[9] En síntesis, el último recurso y remedio más seguro, al que se debe recurrir cuando ningún otro medio ha surtido efecto, es permitir a los amantes que estén juntos y colmen su deseo. El propio Esculapio no encuentra mejor remedio para esta enfermedad que dejar que los amantes gocen mutuamente de su cercanía. Asimismo, Arculano sostiene que se trata de la más rápida e infalible cura. “Sólo Julia puede apagar las llamas de mi deseo, No con hielo ni con nieve, sino con fuego semejante”, cita acertadamente el autor de Anatomía de la melancolía. Cuando ya se ha intentado todo y no se ha obtenido, empero, ningún resultado favorable, dice Avicena, no queda más que propiciar la perfecta unión de los amantes; así lo expresa el filósofo:

Después, si no puedes descubrir ninguna otra cura excepto la de unirlos dentro de lo permitido por la costumbre y por la ley. Se han visto casos en que se han restaurado la salud y las fuerzas y han vuelto las carnes, después de haber estado la persona seca y haber sufrido enfermedades crónicas por la falta de vigor debida a un amor excesivo. Una vez unido con la amada, en breve tiempo ha desaparecido la enfermedad; para mí esto es algo notable y que demuestra que nuestra naturaleza física obedece a nuestros pensamientos.[10]

Así, pues, la genuina cura para la enfermedad del amor es el amor mismo. Como declara el personaje principal de una novela de Frédéric Beigbeder a la mujer de sus ensoñaciones, “el problema es que tú eres la solución”: el problema del amor sólo se resuelve en y por el amor. En este sentido, cabe preguntarnos de qué tipo es la unión y hasta qué punto queda realmente satisfecho el deseo amoroso. Hay quienes hablan de la cura de la enfermedad amorosa como una mera alianza, ya sea carnal o legal, esto es, el matrimonio. Para Avicena, por ejemplo, basta con cualquiera de las dos. Sin embargo, ¿quién se conformaría con una mera unión sexual con la persona amada?, ¿no sería eso algo huero y carente de sentido, suponiendo, por ejemplo, que la persona amada accediese a practicar coito con su amante motivada únicamente por la compasión? Lo mismo ocurre con la unión legal, es decir, casarse con la persona amada no es garantía de amor; existen matrimonios de varias décadas de antigüedad en los que, sin embargo, no hay ningún sentimiento involucrado, ¿podría esto, pues, aliviar la melancolía amorosa? ¿No se trataría igualmente de un intento de cura incompleta? En un cuento de Antón Chéjov titulado “La cigarra”, encontramos un joven matrimonio: ella es artista, él es médico; ella se relaciona con otros artistas e intelectuales, personas con las que comparte ciertos sentimientos y una visión del mundo particular, de entre las que destaca, a sus ojos, un pintor medianamente afamado. El corazón de ella se rinde en los brazos del pintor, no le importa estar casada y dormir con otro hombre cada noche; su amor alcanza una intensidad tal que ya no está interesada en disimularlo, ni siquiera ante los ojos de su marido. El médico la ama, pero sabe que ella ama a otro que no es él, y lo soporta estoicamente porque no podría separarse de ella; sin embargo, comienza a entrar progresivamente en un estado de tristeza profunda, pues sabe que, aunque ella es legalmente su mujer y duerme a su lado, hay un sentido en que ella ya no le pertenece más: ya no lo ama, su amor está distante, ha tomado un rumbo distinto. Su amor está frustrado, aun cuando ante la ley sigan siendo marido y mujer y cada noche sienta su cuerpo junto al suyo. Él no desea solamente que ella sea su esposa; no desea dormir con ella en el mismo lecho…, él desea ser amado, saberse amado por la mujer adorada; en cambio, sabe que esto ya no puede ser, nunca más podrá ser, y entonces acoge la muerte con alegría.

¿Cómo se acalla entonces el deseo de amor? Quizá podamos pensar en una unión más allá de las leyes terrenales y del instinto animal: la unión absoluta y verdadera tendría que darse en un plano más elevado, donde el amante y el amado se funden en una misma persona, donde la reciprocidad es total. Como dijo Julio Cortázar, el amor es como un puente y, por tanto, no puede construirse de un solo lado. Para que el amor quede colmado, es necesario saber que, del otro lado del puente, hay alguien que espera. Tal vez, aunque el puente nunca fuese cruzado, bastaría la sola conciencia de que se es amado para sanar un corazón herido por los dardos del amor.

 

Bibliografía

  1. Burton, Robert, Anatomía de la melancolía, Alianza, Madrid, 2006.
  2. Caruso, Igor, La separación de los amantes. Una fenomenología de la muerte, Siglo XXI, México, 1970.
  3. Jackson, Stanley, Historia de la melancolía y la depresión. Desde los tiempos hipocráticos a la Época moderna, Turner, Madrid, 1989.
  4. Mengal, Paul, “Melancolía erótica e histeria” en Eidos: Revista de filosofía, N°. 1, Colombia, Universidad del Norte, Ediciones Uninorte, 2003, pp. 110-127.

 

Notas

[1] Cfr. Paul Mengal, “Melancolía amorosa e histeria”, ed cit., p. 111.
[2] Stanley Jackson, Historia de la melancolía y la depresión, ed. cit., p. 15.
[3] La perturbación mental causada por el amor ha sido interpretada de diversos modos y ha sido designada por varios nombres: love melancholy, enfermedad de amor, locura de amor, amor heroico, la enfermedad del enamorado, erotomanía, entre otros.
[4] Cfr. Stanley Jackson, Op. cit., p. 339.
[5] Citado por Stanley Jackson en ibidem, p. 325.
[6] Cfr. Ibidem, p. 323.
[7] Ibidem, p. 337.
[8] Citado por Stanley Jackson en ibidem, p. 335.
[9] Cfr. Ibidem, p. 324.
[10] Citado por Stanley Jackson en ibidem, p. 326.

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