La voz de las mujeres en el barullo patriarcal
JEAN-HONORE FRAGONARD, “LA LISEUSE” (C. 1769)
El problema radica en que para nosotros seres humanos demasiadas cosas dependen de las palabras, quizás porque —como han dicho los que entienden de ello— la vida del deseo, que es el centro de la vida, aunque no se reduce a una cuestión de palabras, depende de ellas hasta lo último, hasta los umbrales del silencio de cada cosa.
Luisa Muraro
Resumen
Este trabajo es una reflexión crítica sobre la relación entre lenguaje, cuerpo y experiencia de las mujeres. Se desarrolla desde el marco teórico de la filosofía y la teoría feminista. El objetivo es mostrar que la falta de integración de una subjetividad femenina en la cultura produce efectos concretos de marginación en la vida de las mujeres, quienes escriben con más dificultades que los hombres debido al orden de desigualdad social que las excluye de la tradición históricamente masculina de la cultura y adicionalmente las carga de tareas y roles que las limitan de una participación plena. La conclusión establece que la práctica continuada de la literatura y el affidamento entre escritoras contribuye a lograr una cultura de igualdad.
Palabras clave: mujeres, literatura, subjetividad, diferencia, affidamento, feminismo.
Abstract
This work is a critical reflection on the relationship between language, body and women’s experience. It develops from the theoretical framework of philosophy and feminist theory. The objective is to show that the lack of integration of a feminine subjectivity into culture produces concrete effects of marginalization in the lives of women, whom write with more difficulty than men due to the order of social inequality that excludes them from the historically masculine tradition of culture and, additionally, burdens them with tasks and roles that limits women from full participation in said culture. The conclusion establishes that the continued practice of literature and affidamento among women writers contributes to achieving a culture of equality.
Keywords: women; literature; subjectivity; difference; affidamento, feminism.
El presente trabajo aborda el tema de la difícil relación que existe entre el lenguaje, el cuerpo y la experiencia de las mujeres, desde el marco teórico de la teoría feminista y la filosofía. El despliegue de la capacidad creadora de las mujeres es tan problemático como el que enfrentan en cualquier campo cultural. La supuesta neutralidad del lenguaje, sus parámetros y sus reglas gramaticales, sintácticas y estilísticas (cuyos cánones han sido construidos durante el tiempo en el que las mujeres estaban excluidas de la cultura), eliminan la posibilidad de una eficiente comunicación lingüística y ello empobrece el acceso al ejercicio de la literatura de mujeres. Las limitaciones intrínsecas al campo de expresión discursiva de las mujeres y sus efectos semánticos representan, además, la imposibilidad de integración de una subjetividad femenina en la cultura, lo que produce y refuerza efectos concretos de marginación en la vida de las mujeres.
Paradójicamente la mayor manifestación de la mujer como sujeto en la cultura ha sido su ausencia y su escasa presencia en el ámbito de la estética y el arte. Cuando no queda reducida a objeto, queda desdibujada por la carencia de referentes culturales incluyentes e igualitarios, y la limitación intrínseca del lenguaje del que su apropiación por las mujeres es todavía una tarea pendiente. El esquema de la relación sujeto-objeto aplicado a la condición de las mujeres se enfrenta al problema de la ambigüedad. La paradoja de la subjetividad femenina en el pensamiento literario y filosófico remite al hecho de que, en el patriarcado, la mujer es a la vez sujeto y objeto; agente de plena conciencia tanto como objeto de intercambio simbólico y real.
De esta situación dan cuenta tanto las feministas italianas integrantes de la Librería de Mujeres de Milán —y autoras colectivamente del libro No creas tener derechos—[1] como la filósofa francesa Geneviève Fraisse, quien sostiene: “Parece que el devenir sujeto de la mujer no ha eliminado el tratamiento de objeto que le era inherente antes de la era democrática, y, por esta razón, hay que interesarse en ello”.[2]
GENEVIÈVE FRAISSE
Ya la reconocida escritora Virginia Woolf parecía debatirse ante la disyuntiva de considerar el discurso de las mujeres como algo propio de ellas o como producto de las circunstancias histórico sociales, decantándose por la segunda opción al pronunciarse insistentemente por una necesaria transformación futura de dichas circunstancias. Para ella las mujeres describen el mundo con un lenguaje que está plagado de prejuicios derivados de la tradición que habita en la propia mente de las mujeres, debido a circunstancias históricas que determinan límites externos, sustentados en las consideraciones masculinas acerca de ellas, y que éstas han internalizado: “Las autoras adoptan el punto de vista que la autoridad les ordena”.[3] Esta situación cambiará, según ella, cuando cambien las circunstancias de desigualdad existentes; después de lo cual las eternas musas podrán encontrar la inspiración en sí mismas, como pronostica en su célebre ensayo de 1929, Una habitación propia: “Dentro de cien años […] las mujeres habrán dejado de ser el sexo protegido. Lógicamente, tomarán parte en todas las actividades y esfuerzos que antes les eran prohibidos”.[4]
Casi un siglo más tarde, en el análisis lingüístico y semiótico de la relación de las mujeres con el lenguaje —desplegado en su libro El infinito singular—[5] Patrizia Violi muestra clara y minuciosamente la dificultad que tienen las mujeres para situarse como sujetos en el orden del discurso en el que opera un proceso de semiotización de la diferencia sexual, desde lo biológico hacia la construcción del género. Entre la alternativa de un lenguaje neutro, donde desaparece todo rastro de la diferencia de los sexos —y con ello las experiencias de las mujeres, así como la posibilidad de construcción de su específica subjetividad—, o un lenguaje que pone el acento en la división entre dos lenguas (que se presumen incomunicables) asociadas a las experiencias de unos y de otras, las mujeres se encuentran, “[…] atrapadas en una situación paradójica: situadas como sujetos hablantes en un lenguaje que ya las ha construido como objetos”.[6]
Entre estas dos expresiones discursivas: “Formas que den énfasis a la diferencia o formas que la neutralicen, confundiendo los roles preestablecidos y complicando los efectos de sentido que se producen”,[7] la autora de El infinito singular apunta a la necesidad de superar la dicotomía. “Pensar en lo femenino [dice] más allá de las oposiciones dicotómicas dentro de las que ha estado siempre confinado para plantear la cuestión de un sujeto femenino”[8] capaz de expresar la riqueza humana de las dos formas de experiencia, modificando “[…] las condiciones de producción del discurso más que sus contenidos, examinando detalladamente la identificación automática entre masculino y universal, alterando, confundiendo y modificando las oposiciones duales que nos obligan siempre a ser una cosa u otra”.[9]
En el siglo XXI las mujeres artistas lograron penetrar los espacios del arte sin que se modificaran los parámetros de relación entre mujeres y hombres; ni siquiera entre las mujeres, y mucho menos los criterios de adscripción que la crítica literaria, filosófica o estética, impone al arte producido por ellas. A pesar de los cambios sociales que permitieron un acceso efectivo de escritoras en el campo literario, no se modificaron los criterios con los que se concibe culturalmente la diferencia de los sexos. Los “dueños” del discurso siguen delimitando cánones de interpretación con los que la producción literaria de mujeres tiene que vérselas; aún después del difícil contexto de sus prácticas cotidianas y del ejercicio de su actividad artística, cuando ésta llega a realizarse.
Las limitaciones que enfrentan las escritoras se intensifican debido a múltiples formas de marginación que las atraviesan. Un ejemplo preciso es el de las escritoras chicanas, a quienes se obstaculiza escribir en su propia lengua. Como cuenta una de ellas: “Las escuelas a las que asistimos o no asistimos no nos dieron las habilidades para escribir ni la confianza en que teníamos razón de usar los idiomas de nuestra clase y etnicidad”.[10] Desterradas de su propia lengua, las escritoras chicanas se ven obligadas a escribir contra el dominio de un discurso blanco que las apremia a reprimir y negar su identidad. En sus palabras se expresa una presión extraordinaria derivada de sus múltiples condiciones de marginalidad:
Tal vez si vamos a la universidad. Tal vez si nos hacemos varón-mujer o tan media clase como podamos. Tal vez si dejamos de amar a las mujeres, mereceremos tener algo que decir que valga decirse. Nos convencen que tenemos que cultivar el arte por el arte. Inclinarnos al toro sagrado, la forma. Poner cuadros y metacuadros alrededor de la escritura. Lograr la distancia para ganar el título codiciado de ‘escritora literaria’ o ‘escritora profesional’.[11]
Mientras intentamos elucidar la posibilidad de un lenguaje abierto a la enunciación de las experiencias de mujeres en sus distintas circunstancias vitales, sociales y culturales, sin ningún tipo de ambigüedad, es necesario poner a prueba las significaciones y la potencia expresiva de la lengua. Gloria Anzaldúa afirma desde el feminismo chicano, dirigiéndose a las escritoras del tercer mundo:
Olvídate del ‘cuarto propio’ −escribe en la cocina, enciérrate en el baño−. Escribe en el autobús o mientras haces fila en el Departamento de Beneficio Social o en el trabajo durante la comida, entre dormir y estar despierta. Yo escribo hasta sentada en el excusado. No hay tiempos extendidos con la máquina de escribir a menos que seas rica, o tengas un patrocinador (puede ser que ni tengas una máquina de escribir). Mientras lavas los pisos o la ropa escucha las palabras cantando en tu cuerpo. Cuando estés deprimida, enojada, herida, cuando la compasión y el amor te posea. Cuando no puedas hacer nada más que escribir.[12]
GLORIA ANZANLDÚA
Finalmente, considerando el interés actual por el tema de las identidades y el surgimiento de una teoría de su disolución, Geneviève Fraisse sostiene una fórmula para las filósofas que puede ser extendida hacia las escritoras: “Nací mujer por azar, y viviré ese azar, al igual que muchos seres sexuados, como un destino. Entre la contingencia de un ser sexuado y su pertenencia a una categoría, me gusta imaginar que se inscribe una libertad”.[13]
Cuerpo, lenguaje y diferencia sexual
Lo que sucede a las mujeres es demasiado particular para ser universal o demasiado universal para ser particular, lo que significa demasiado humano para ser femenino o demasiado femenino para ser humano.
Catherine MacKinnon
¿Cómo es que los criterios de legitimidad artística y filosófica determinan límites al pensamiento y al arte producido por mujeres? Aparentemente las formas masculinas de la política y de la teoría —como de la literatura y la poesía— no sólo son distintas de la experiencia femenina sino hostiles a ella, en tanto pretenden expresar una supuesta humanidad universal que ignora la significación de la diferencia de los sexos y con ello el hecho de que la representación de sí mismas, por parte de las escritoras, está definida en torno a su condición de género, es decir, como mujeres. A favor de ellas se sitúa simplemente su propia existencia simultáneamente humana y femenina: “En favor de la mujer subsiste, indestructible, el hecho de que una mujer no puede no saber la diferencia humana de haber nacido mujer”.[14]
Mas la experiencia constatada interiormente de ser seres humanos no alcanza para ser incluidas como parte de la subjetividad. La crítica literaria y filosófica aún coloca a las escritoras, esencialistamente, del lado de “las mujeres”, eliminando la posibilidad de un reconocimiento general, humano, de su pensamiento (que significativamente ya había sido colocado en oposición a lo humano), o bien hace abstracción de su condición de género (y por ende de la desigualdad existente) asimilándolas a un espacio discursivo que niega o desconoce la experiencia de la diferencia sexual. Diferencia que, por otra parte, representa la posibilidad de introducir en el campo literario un rasgo que puede afectar el rumbo, el contenido, la especificidad, y con ello el valor y hasta el significado del pensamiento como ha sido definido a lo largo de la historia por los varones.
En el libro Estética feminista, Gisela Ecker afirma que en el campo del arte es evidente que cuando las mujeres recurren a su cuerpo se hacen presentes temas que están “[…] ausentes o incluso reprimidos en el arte masculino”;[15] por lo que introducir la referencia a la diferencia específica del sexo de una autora no consiste simplemente en un despliegue discursivo que refleje la manera como “son las mujeres” efectivamente, sino una forma de expresión artística que las mujeres usan para revelar una conciencia política de su diferencia sexual:
[Desde la perspectiva de Julia Kristeva] el cuerpo aparece como ‘goce’ y como una fuerza semiótica en la escritura, capaz de quebrantar el orden simbólico restrictivo, [en coincidencia con Derrida Kristeva, asume que] la mujer es la sede privilegiada desde la cual es posible desmontar el pensamiento falocéntrico occidental. Lo femenino (que no coincide necesariamente con las mujeres reales) es considerado como negación de lo fálico y, por tanto, como portavoz privilegiado de las visiones utópicas.[16]
Pero —debido a que tanto el arte como la filosofía están abiertos a interpretaciones diversas— las categorías críticas y las ideologías que las crearon resultan, según Ecker, extremadamente persistentes. Las mujeres siguen apareciendo en el imaginario social de la crítica del arte de mujeres como espectáculo y esencia, en vez de reconocer la función de sus acciones como un proceso y una construcción artificial que, sin embargo, permitiría identificar su singularidad a partir de las diferencias. La escritura expresa un deseo que surge del inconsciente, pero éste es diferenciado culturalmente de acuerdo con los códigos predefinidos de una cultura inhumanamente desigual y muchas veces contradictoria. Como apunta Simone de Beauvoir: “Muchas mujeres afirman con una cuasi buena fe que las mujeres son las iguales del hombre y que no tienen nada que reivindicar; pero al mismo tiempo sostienen que las mujeres jamás podrán ser las iguales del hombre y que sus reivindicaciones son vanas”.[17]
SIMONE DE BEAUVOIR
Históricamente, en el campo de la filosofía, a las pensadoras se les ha ignorado, mientras a las escritoras se les ha juzgado, no por lo que escriben y piensan, sino por lo relacionado con su vida personal. Los hombres en cambio escriben sobre temas eróticos, metafísicos o personales sin que sus ensayos o novelas signifiquen más que su capacidad de disertar filosóficamente, o de llevar su vida cotidiana a la ficción.[18] Escribir consiste para ellos en ir más allá de su entorno privado convirtiéndolo en ideas que comunica a otros por mor de su habilidad. Las mujeres, al contrario, son reducidas al aspecto privado de su condición humana y no se juzga su escritura por el significado que posea ni por la trascendencia humana que contenga. En el contexto de una oposición imperceptible, aunque firmemente establecida entre lo humano y la condición de las mujeres, a pesar de los avances jurídicos de igualdad, por más esfuerzos que una mujer haga por desplegar sus dotes personales en el ámbito público (sea éste laboral, empresarial, escolar, social, comunitario, académico, institucional o artístico) acostumbra juzgársele por su supuesta emotividad, por su aspecto o por su conducta personal, y no por el impacto práctico-objetivo hacia el colectivo que generan sus acciones.[19]
La literatura (y la filosofía) producida por mujeres aún debe adscribirse a los viejos, y muchas veces insuficientes, conceptos que conforman los sistemas de pensamiento, ante el riesgo de que los criterios pretendidamente universales y neutrales de la crítica literaria y la adscripción filosófica terminen por rebajar su valor, al imponerles esquemas esencialistas acerca de lo que es una mujer, o bien, mediante la indiferencia ante el carácter sexuado, específicamente femenino, de su expresión; esto es, ante la conciencia política de una diferencia que se traduce socialmente en desigualdad, como si “humano” y “femenino” fuesen excluyentes. La interpretación literaria —igual que las prácticas literaria y filosófica— se realizan desde el contexto de socialización jerárquica y desigualmente definida cuya impronta se muestra en la valoración e integración del pensamiento, y de la obra, en el corpus literario o filosófico (que con ese mismo gesto se re-legitima).
Las ideas de las mujeres pasan muchas veces por ser heterogéneas, heterodoxas hasta la extravagancia de la “irracionalidad”, la orientación “mística”, la desviación literaria, la “asistematicidad”, o cualquier otra que termine por excluirlas o reducirlas a lo incomprensible e infra-teórico, según G. Fraisse.[20] Simone Weil, por ejemplo, fue tachada de irracional por el carácter radicalmente original de su pensamiento. Por otra parte, nunca es posible anular la experiencia del cuerpo. Parafraseando a Françoise Héritier-Augé, Geneviêve Fraisse apunta que “[…] la diferencia de los sexos es la primera de las diferencias, aquella a partir de la cual se fabrican y se expresan todas las demás [… y que] al ser la primera diferencia; la que condiciona la expresión de las demás; es lo que el cuerpo humano tiene de más irreductible”.[21]
Por ello es imprescindible que las mujeres recuperen, se reapropien, de su propio cuerpo. Los casos de escritoras que terminan por escribir acerca de temas y en estilos lejanos a su propio sexo, muestran que la desposesión del lenguaje pasa por la desposesión de sus cuerpos y de las experiencias que definen la diversidad de lo humano. El resultado es la escasez de artistas y escritoras, quienes muchas veces no se atreven a buscar ni expresarse a través de estos medios.
En la relación de las mujeres con la literatura proliferan los límites. A partir del siglo XVIII, una vez abierta una posibilidad de escribir, las escritoras todavía tuvieron que recurrir a múltiples estrategias que les permitieran publicar su pensamiento, como la adopción de pseudónimos o reduciendo su escritura al espacio privado mediante la producción epistolar y la redacción de diarios íntimos. Y aún cuando excepcionalmente hay mujeres que llegan a penetrar espacios filosóficos o literarios, éstas son sometidas a una disyuntiva excluyente: bien a la alternativa deshumanizante de negar a priori su condición de género, bien reduciéndolas a través de la crítica a su condición de mujer, sin posibilidad de superar la condición particular e histórica de su sexo hacia la cima de la universal humanidad.
Luce Irigaray cree —y así lo ha demostrado en estudios sobre distintas lenguas— que el mismo lenguaje está constituido de manera que limita la propia posibilidad de “decirse” y concebirse a sí mismas como sujeto, en femenino.[22] Un claro ejemplo es la designación o auto-denominación de la disyuntiva entre “poeta” y “poetisa”, que delimitan su significado a la experiencia de una “mujer” colocada fuera de la tradición general de la actividad poética, o bien a una “escritora” que niega la dimensión particular y la experiencia de su condición sexuada. Otro ejemplo es el uso cotidiano del masculino genérico que coloca a las mujeres ante la ambigüedad de un lenguaje que las excluye o incluye arbitrariamente, sin ningún referente gramatical. “Las feministas saben demasiado bien que las mujeres tienen que deducir del contexto si están o no incluidas cuando se utiliza la palabra ‘todos’”.[23] La única regla discursiva es la semántica de los contextos discriminatorios, como en el ejemplo: “todos los niños salgan al recreo” (en referencia a la totalidad del grupo) y “los niños que quieran jugar futbol vengan conmigo” (refiriéndose exclusivamente a los varones).
LUCE IRIGARAY
Otro efecto concreto de esa limitación lingüística es la dificultad para expresar el hecho de que Gabriela Mistral haya sido la “primera” escritora latinoamericana en obtener el premio Nobel de literatura. Es necesario acotar que no es la primera mujer escritora sino la “primera persona” de Latinoamérica en obtenerlo. En la última formulación tendríamos que aclarar además que era mujer (salvo que pretendamos borrar esta referencia). La alternativa que existe es: simplificar la expresión a costa de negar el sexo de la persona, o bien romper la regla básica de la concordancia: “la primera escritor”. Es mucho más fácil expresar lo mismo en el caso de un hombre. El “primer escritor latinoamericano” o, inclusive, “el primer latinoamericano” significan simultáneamente la primera persona y el primer varón.
Pero la discriminación casi imperceptible constitutiva del lenguaje sólo es el síntoma de una carencia cultural más profunda que cercena la posibilidad de realización humana de las mujeres. La cultura patriarcal ha desterrado de tajo la vinculación con el origen materno del cual deriva toda forma de experiencia, y ha sustituido las imágenes sagradas de las mujeres con símbolos reiterativos de su opresión y de la indignidad con la que las mujeres son tratadas.[24] El uso degradante del cuerpo femenino a través de recursos pornográficos por agencias de publicidad domina visualmente casi todas las formas públicas de representación de lo femenino; atenta cotidianamente contra la dignidad simbólica de las mujeres; y pervierte todas las prácticas cotidianas de relación social entre los sexos.
A la inversa del hombre las mujeres han sido cosificadas en la cultura al reducir su identidad humana a las dimensiones espaciales de sus cuerpos. De esta dificultad da cuenta el famoso ensayo de Virginia Woolf, Una habitación propia, en donde desarrolla la idea de la inferiorización de las mujeres y el correspondiente “agrandamiento” imaginario de los varones en la cultura patriarcal. Refiriéndose a la función de espectadora y musa que las mujeres cumplen en la cultura y que intrínsecamente exalta la supuesta superioridad masculina, explica:
Durante todos estos siglos, las mujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble del natural […] Así queda en parte explicado que a menudo las mujeres sean imprescindibles a los hombres. Y también así se entiende mejor por qué a los hombres les intranquilizan tanto las críticas de las mujeres; por qué las mujeres no les pueden decir este libro es malo, este cuadro es flojo o lo que sea sin causar mucho mas dolor y provocar mucha mas cólera de los que causaría y provocaría un hombre que hiciera la misma crítica. Porque si ellas se ponen a decir la verdad, la imagen del espejo se encoge; la robustez del hombre ante la vida disminuye. ¿Cómo va a emitir juicios, civilizar indígenas, hacer leyes, escribir libros, vestirse de etiqueta y hacer discursos en los banquetes si a la hora del desayuno y de la cena no puede verse a sí mismo por lo menos de tamaño doble de lo que es?”.[25]
En el contexto latinoamericano de la cultura chicana del siglo XX, Gloria Anzaldúa complementa y precisa este agudo registro decimonónico de la masculinidad con una postura crítica de los estereotipos culturales y enfrentada a la degradación explotadora de clase, sexo y etnia: “¿Por qué luchan contra nosotras? ¿Por qué creen que somos bestias peligrosas? ¿Por qué somos bestias peligrosas? Porque agitamos y frecuentemente quebramos las cómodas imágenes estereotípicas que los blancos tienen de nosotras”.[26] La crítica hegemónica literaria blanca (masculina y poderosa) asigna estereotipos a las latinoamericanas y Anzaldúa los desmenuza: “La sirvienta negra, la niñera torpe con doce bebés chupándole las tetas, la china de ojos sesgados con su mano experta. ‘Saben cómo tratar a un hombre en la cama’, la cara chata de la chicana, o la india, pasivamente reposada sobre su espalda, mientras el hombre la chinga, estilo La Chingada”.[27]
El espíritu humano que habita los cuerpos femeninos ha sido confiscado y definido exteriormente por quienes determinaron además, durante muchos siglos, el sentido de la cultura humana en la que las mujeres fueron definidas como objeto de inspiración casi exclusivamente masculina, atribuyéndose el varón la representación del genio. Por ende resulta imprescindible que las mujeres puedan encontrar en sí mismas su fuente de inspiración. Como afirma Anzaldúa: “Busca la musa dentro de ti misma. La voz que se encuentra enterrada debajo de ti”.[28]
Genealogía y literatura
Si hay motivo para desear ser comprendido, no es por uno mismo, sino por el otro, con el fin de existir para él.
Simone Weil
Las escritoras y, en general, las mujeres no son juzgadas con un criterio público, por tanto universal de humanidad, sino definidas por su condición de género (que se vincula a la esfera privada). El problema remite no sólo a la práctica y a las definiciones establecidas sobre el arte (y la filosofía) sino, sobre todo, a la interpretación actual y futura de las obras; es decir, al tema de “la representación” (que se ubica en el plano estético y conceptual). Concebidas desde su singularidad, la particularidad de su sexo termina por reducirlas a su “feminidad” como algo que, por definición, se opone a la “humanidad”. Respecto a las escritoras, aún cuando llegue a romperse el lazo que vincula la vida con la obra, el significado colectivo de sus ideas y hasta la calidad de sus formulaciones son generalmente sometidas a criterios machistas de hombres y de mujeres que —en el mejor de los casos, cuando no son excluidas— acaban reduciendo su discurso a las supuestas intenciones que las fundan, o a ciertos rasgos personales que caracterizan a las autoras.
En este sentido cabe preguntarse si realmente es posible que, en algún momento, la práctica continuada de la literatura de mujeres logre redefinir la interpretación del arte, al punto de integrar la humanidad de las mujeres. Andrea Dworkin cree que sí, y desde una postura feminista radical sostiene: “Como feministas, nosotras habitamos el mundo de una manera nueva. Vemos el mundo de una nueva manera. Amenazamos con ponerlo de cabeza y al revés. Tratamos de cambiarlo tan enteramente que algún día los textos de escritores masculinistas serán curiosidades antropológicas”.[29]
Mientras tanto, frente a la situación concreta de exclusión e indiferencia que las escritoras latinoamericanas (migrantes, negras, pobres, diversas) enfrentan, las pensadoras de la estética feminista consideran necesario profundizar el análisis del tema del lenguaje, que establece el control de los cuerpos de las mujeres sobre la naturalización discursiva de sus impulsos pulsionales,[30] e intentar desarticular la codificación jerárquica en la literatura de mujeres.
Según Virginia Woolf la función de tábano que caracteriza la posición masculina del reformador (contrapuesta a la de mariposa o artista)[31] determina criterios limitativos a la literatura producida por mujeres, como los que cuestiona Anzaldúa en referencia a la crítica literaria: “Sobre todo, no seas sencilla, ni directa, ni inmediata”.[32] Coincidente con esta posición Virginia Woolf también condena los prejuicios y convencionalismos patriarcales, que son la pauta de la socialidad que nutre el intelecto de las autoras: “Los hombres son los árbitros de los convencionalismos, ya que han establecido un orden de valores en la vida”.[33]
VIRGINIA WOOLF
La función de la crítica patriarcal, signada por los valores de la cultura, resulta determinante en la calificación (y descalificación) de los textos, como lo testifica Elena Poniatowska en el retrato del hartazgo reflejado en la crítica de José Joaquín Blanco a la poesía de Rosario Castellanos por su condición de mujer:
A ningún otro poeta lo juzga a partir de su condición y sexo como lo hace con Rosario. La condena porque habla de su ser mujer y rechaza la acusación de Rosario con un gesto irritado como si quisiera apartarla de su pensamiento. La literatura no es terapia ni catarsis. La literatura es un ejercicio consciente y lúcido, un acto de creación. Ya basta de lloronas, de sepultureras, basta de flujos femeninos, lágrimas o sangre menstrual, la del suicidio, el rojo que le embarran al hombre. Toda esa húmeda entraña femenina es repulsiva; que las mujeres no babeen encima de nosotros, no nos envuelvan en su vagina, no evidencien la blandura de un vientre que se hincha como tambor cada nueve meses; que se larguen con sus mocos a otra parte.[34]
Refiriéndose a la descalificación frecuente de la literatura escrita por mujeres en función de los temas que abordan, y sin detenerse en la misoginia de la crítica patriarcal, Virginia Woolf explica que los valores vigentes en el contexto histórico y social se ven reflejados en los textos, junto con su valoración social y el sentimiento de ruptura que anima a la literatura:
Es probable que, tanto en la vida como en el arte, los valores de la mujer no sean los mismos valores que los del hombre. Por lo tanto, cuando una mujer se pone a escribir una novela, nota que está deseando constantemente alterar los valores establecidos, convertir en serio lo que a un hombre le parece insignificante, y en trivial lo que para un hombre es importante. Y desde luego la autora será criticada ya que el crítico del sexo opuesto quedará genuinamente intrigado y sorprendido ante ese intento de alterar la vigente escala de valores, y en tal intento no verá simplemente la existencia de un punto de vista diferente, sino un punto de vista débil, o trivial, o sentimental, debido a que es diferente al suyo.[35]
Sin embargo, en el espectro de posibilidad de un diálogo entre las mujeres se encuentra otra dificultad: las mujeres que sólo se alimentan de discursos masculinos ven limitada su propia creatividad. Por ello es importante descubrir la magia de la escritura, reconociendo nuestra propia potencia, a través de las otras:
El acto de escribir es el acto de hacer el alma, alquimia. Es la búsqueda de una misma, del centro del ser, que nosotras como mujeres hemos llegado a pensar como el “otro” −lo oscuro, lo femenino−. ¿Qué no empezamos a escribir para reconciliar este otro dentro de nosotras? Sabíamos que éramos diferentes, apartadas, exiladas de lo que se considera “normal”, blanco-correcto. Y mientras que internalizamos este exilio, llegamos a ver ese extranjero dentro de nosotras y a menudo, como resultado, nos dividimos de nosotras mismas y una de otra.[36]
La causa de la falta constante de intercambio generacional, en lo que las autoras de No creas tener derechos definen como “dos momentos de la humanidad femenina, entre la mujer que quiere y la mujer que sabe”[37] no debe buscarse en la psicología femenina sino en el orden simbólico que sostiene el sistema de las relaciones sociales desiguales, en el que las mujeres no aprenden a negociar en la medida en que no intercambian símbolos que legitimen su experiencia. Desde su propia práctica en la construcción de espacios femeninos de interlocución —durante la segunda mitad del siglo XX— el colectivo de Milán considera que “si no hay diálogo entre esta aspiración intacta y esa conciencia, entre una generación y otra de mujeres sólo existe una sucesión de ingenua esperanza y amargo conocimiento sin intercambio y sin cambio”.[38]
Desde esta perspectiva las pensadoras de la diferencia muestran algunas de las consecuencias más negativas del desorden simbólico que tenemos que enfrentar, como la falta de escucha de las mujeres entre ellas mismas: “La violenta destrucción de las relaciones entre las mujeres, en primer lugar la relación con la madre”[39] tanto real como simbólica; lo que —a pesar de la definición lévi-straussiana de que la mujer es, a la vez que signo y objeto de intercambio, productora de signos—[40] deriva finalmente en una “[…] imposibilidad para una mujer de ser dueña de sus propias producciones”[41] y, a veces, una empobrecida seguridad en sí misma “[…] unida a la dificultad de la mujer para producir signos originales”.[42]
En un contexto en el que las mujeres han accedido al campo literario sin que se modifiquen los parámetros de la crítica, las feministas italianas sostienen que la cultura masculina se ofrece en su extrañeza a la mirada femenina, para quien “[…] los textos y lo que estos dicen se presentan como bloques extraños, opresivos, de palabras y hechos entre los que la mente, paralizada por emociones sin correspondencia con el lenguaje, no consigue trazarse un camino”.[43] Por ello reconocen que aunque “[…] se han ampliado los límites impuestos a los deseos femeninos, […] no se ha incrementado la energía necesaria para hacerlos realidad”,[44] debido a que la falta de registro simbólico limita la legibilidad del sentido producido en el discurso de las mujeres.
A esto se refiere también Virginia Woolf en torno a la diferencia de los sexos. La escritora era consciente de cómo el uso del lenguaje se adapta al contexto social en el que privan los criterios de la desigualdad; tan normalizados que se inscriben en la propia interioridad de las mujeres, impregnando su práctica de cierta dosis de inseguridad:
Sigue siendo verdad que la mujer para escribir exactamente tal como quiere escribir, tropieza con muchas dificultades. Para empezar, se encuentra con la dificultad técnica —en apariencia tan sencilla, pero en realidad tan desconcertante— consistente en que la forma de la frase, en sí misma, no se adapta a la personalidad femenina. La frase está hecha por el hombre. La frase es demasiado amplia, demasiado pesada, demasiado pomposa, para el uso femenino.[45]
No obstante las autoras italianas lograron identificar “[…] cuánto vigor mental puede conseguir una mujer a través del trato con sus iguales”[46] y constatar que, en la medida que una mujer se acerca al pensamiento, se hace consciente de los límites de su cuerpo y del lenguaje. Pero también, ilustrando la necesidad humana de las mujeres de encontrar significados para la vida, se preguntan: “¿Para intercambiar con quién? ¿Para significar qué?”.[47] Es evidente que mientras las mujeres sólo sean objeto de intercambio simbólico (y real) de la cultura no les será posible incluirse (aun cuando algunas lo logren a través del abandono de su sexo) y menos incidir en un diálogo hasta hace poco exclusivo de sujetos de cuerpo y alma masculinos.
PABLO PICASSO, “MUJER ESCRIBIENDO” (1934)
A través de la práctica política del feminismo italiano de los años 60 las mujeres pudieron comenzar a encontrar su posición de sujeto, durante los años de creación de la “política de las mujeres” —consistente en la interlocución entre individuos de género femenino—, en la que descubrieron la importancia de la propia relación entre las mujeres. Fue a partir de la construcción concreta de espacios, de y para ellas, cuando la disparidad pudo ser reconocida y valorada como parte de la condición humana. Entonces constataron que, al interior del margen que la cultura les ofrece, la fortaleza y posibilidad de aportes culturales de las mujeres tiene que ver con la relación y el trato que puedan establecer como iguales; en la media en que “[…] la grandeza de la mujer se ha nutrido con frecuencia (¿o quizá siempre?) de pensamientos y energías que circulaban y circulan entre las mujeres”.[48]
El caso de las escritoras es ilustrativo de cómo, cuando su lenguaje está nutrido del pensamiento de otras mujeres, la creatividad florece. Es el caso de Emily Dickinson, quien “[…] fue conscientemente mujer y con mucho mayor orgullo de lo que se admite. Entre ella y ellas […] se siente una familiaridad estrecha, una suerte de familiaridad nacida de la frecuentación”.[49] Igualmente el alto nivel literario de Jane Austen, quien no buscó un modelo masculino de escritor sino que prefirió a las escritoras.
Durante el siglo XVIII (en un momento de nacimiento de partidos y otras formas de organización para la actividad política) se estaba configurando el partido de los “filósofos” o los ilustrados, al que Madame du Deffand se oponía, a pesar de compartir algunas de sus ideas y ser amiga de Voltaire y otros. En un análisis de la relación histórica y posterior ruptura entre du Deffand y su sobrina Mademoiselle de Lespinasse, las italianas observan que la ruptura se produce “[…] a raíz de la insistencia de la joven en reunirse con D’Alembert y otros miembros del partido de los filósofos, contra la voluntad de su protectora”;[50] y esto ejemplifica las consecuencias de la falta de affidamento (práctica de reconocimiento de autoridad entre las mujeres): “Mademoiselle de Lespinasse no comprendió lo que estaba sucediendo en el escenario de la historia, porque las razones dictadas por su pertenencia al sexo femenino, por su ser mujer, dejaron de proyectar su luz para volver a ser la parte en sombra de una historia iluminada por los proyectos de los hombres [subrayados nuestros]”.[51]
Tampoco a esta preocupación era ajena Virginia Woolf, quien sostiene: “Cuando un sexo depende del otro, procurará, por razones de seguridad, simular todo lo que el individuo del sexo dominante considere deseable”.[52] Por el contrario, la potencia del affidamento; las consecuencias positivas de que las mujeres se nutran del pensamiento de otras mujeres; no se reduce al plano personal. Lo que las autoras italianas conciben como affidamento contiene la aspiración planteada por Ellen Moers en Grandes escritoras, grandes literatas a “[…] hacer uso con fines universales de la experiencia de las mujeres”,[53] como ocurre mediante la lectura entre escritoras.
Así podemos ver que la fuente de nuestra presencia está en saber encontrar nuestras propias inquietudes a través de nuestras semejantes; a partir de instituir relaciones capaces de fundar o mantener una línea genealógica femenina en el pasado de la filosofía, por ejemplo; pero también del arte, la ciencia, o cualquier otro campo de exploración que hoy sigan las mujeres. La propias diferencias entre las mujeres pueden y deben resolverse a través de negociaciones que permitan el intercambio simbólico, mediante la construcción de affidamento. Virginia Woolf señalaba que para realizar alguna labor intelectual como literatura y filosofía es necesario contar con “Una habitación propia”. Metáfora que es necesario pensar en términos de la necesidad simbólica que todo sujeto tiene de ocupar un lugar desde el cuál pueda dialogar con otros y con otras.
Literalmente la habitación propia, el reconocimiento de un lugar social y cultural de y para las mujeres, garantiza contar con el espacio mínimo necesario de “autonomía”, de la que todo sujeto debe gozar. Pero ello no alcanza a dotar a las mujeres del nivel de “reciprocidad” necesaria para la creación colectiva de cultura. La habitación propia debe entenderse más bien “[…] como localización simbólica, como lugar-tiempo provisto de referencias sexuadas femeninas, donde poder estar significativamente”.[54]
Subjetividad, diferencia e historicidad
Estamos en un momento en el que vale la pena pensarlo todo de nuevo, somos los primeros humanos de una tierra que todavía hay que descubrir.
Maite Larrauri
Frente al enfoque que proponemos se plantean variados argumentos contra el esencialismo. Desde el contexto de la estética feminista se rechaza la posibilidad de leer a las mujeres en tanto mujeres, como si se tratara de postular una esencia ontológica aplicada a “la mujer”.[55] El consenso general de condena al pensamiento esencialista —que aquí compartimos— nos obliga a enfrentar el hecho mismo de la historicidad; es decir, el carácter históricamente construido de la feminidad y con ello su variabilidad en la historia.
JOHANNES VERMEER, “DAMA DE AMARILLO ESCRIBIENDO” (1665)
En términos tan básicos como el que nos dan los datos estadísticos sabemos que las asignaciones sociales atribuidas al género femenino impactan la posibilidad de acceso y el despliegue de la capacidad artística y filosófica de las mujeres. Metodológicamente también resulta imprescindible comprometerse a no perpetuar, con una definición del arte de mujeres, los prejuicios conformados por la serie de imposiciones que las condiciones sociales opresivas han montado sobre ellas.[56] Como cuando se dice que las mujeres prefieren temas “femeninos” como flores o naturalezas muertas en lugar de desnudos, escribir novelas de salón y de amor en vez de novelas de aventuras, o utilizar materiales de desecho y lana en lugar de mármol para justificar argumentos esencialistas.[57]
Sin embargo Ecker también señala que se percibe en el tono despectivo que inevitablemente se filtra al hablar de este tema (“lana en vez de mármol”) “[…] un retorno al prejuicio patriarcal de las normas estéticas generales”,[58] “universales”, que ha sido internalizado tanto por los hombres como por las mujeres, y esto implica rechazar algunos temas que se adscriben al orden de “lo femenino”; desconsiderando así la posibilidad de significación humana que conllevan. En el horizonte de una distinción formulada para todos los tiempos que hace a los hombres y a las mujeres sujetos co-referenciales, aunque el contenido de su diferencia sea prácticamente imposible de definir, precisamente por su grado de variancia, y registrada como permanente en la historia (aunque por su misma naturaleza sea variable); es innegable la vinculación estrecha que las y los autores mantienen con su medio.
¿Lo anterior significa sostener la existencia de una diferencia irreductible y absoluta en el discurso y en el pensamiento (por ende en la escritura) de los hombres y de las mujeres? No. La búsqueda de universalidad que caracteriza al discurso filosófico y a la expresión poética queda garantizada cuando —además de reconocer plenamente la humanidad de las mujeres— comprendemos con precisión el significado de la sexuación del pensamiento. Como lo expresa Fina Birulés: “El hecho de sostener lo sexuado del pensamiento no supone en absoluto negar su posible universalidad, puesto que la universalidad del pensar no tiene que ver con su neutralidad sino, en todo caso, con su capacidad de producir sentido”.[59]
La experiencia humana deriva sin embargo en formas diversas de significación del mundo, cuya base son las “experiencias vividas” que quedan incorporadas al interior de la textura de los diferentes discursos ya que, como afirma Peter Winch desde una visión profundamente fenomenológica: “La masculinidad [como la feminidad] no es una experiencia del mundo, sino mi manera de experienciar el mundo”.[60] Por tanto, así como resulta equívoco en el campo literario reducir los rasgos del arte y la escritura de mujeres a representaciones de “la naturaleza de las mujeres”, o identificar los temas de opresión de las mujeres con legitimaciones patriarcales de la desigualdad, es menester admitir que en el lenguaje se pueden expresar legítimamente las diferencias.
Por otra parte es evidente que a partir de la inclusión social de las mujeres la subjetividad ha entrado en una crisis dentro de la cual las mujeres se buscan como sujetos. Desde finales del siglo pasado Celia Amorós se detuvo en la paradoja de que hubiésemos alcanzado la subjetividad, justo cuando se había terminado la filosofía del sujeto.[61] Cuando comenzamos a consolidar para nosotras mismas una identidad desde la cual vivir, actuar, pensar, escribir y dialogar, resulta que para ciertas corrientes posmodernas la identidad es sólo una ficción, desde la cual pueden originarse nuevas formas de existir, sostienen algunas voces del feminismo posmoderno.
Pero la posibilidad de auto-creación y recreación sobre la base de la ficción y sin renuncia al desarrollo tecnológico homogeneizante —como plantean Rosi Braidotti y Donna Haraway— no puede obviar el hecho de las diferencias profundas que sostienen las prácticas de las mujeres. Las formas de exclusión, como hemos señalado, abarcan muchas mas formas de experiencia cultural (lesbiana, negra, pobre, desterrada) y ello complejiza la posibilidad de hablar desde la experiencia singular de las mujeres. Frente a los criterios pretendidamente universales de la literatura hegemónica Gloria Anzaldúa sostiene la necesidad de pensar y escribir en condiciones tan adversas que para Virginia Woolf son inimaginables, y desde culturas y lugares insospechados que —si bien todavía no son aceptados— para la época de Woolf resultan impensables:
La principiante de color es invisible en el mundo principal del hombre blanco y en el mundo feminista de las mujeres blancas, aunque en éste hay cambios graduales. La lesbiana de color no solo es invisible, ni siquiera existe. Nuestro lenguaje, también, es inaudible. Hablamos en lenguas como las repudiadas y locas. Porque ojos de blancos no quieren conocernos, no se molestan por aprender nuestro lenguaje, el lenguaje que nos refleja a nosotras, a nuestra cultura, a nuestro espíritu.[62]
Así, a pesar de los avances registrados en el reconocimiento de la humanidad de las mujeres, en el ámbito teórico de la filosofía como en el espacio del arte y la literatura el debate permanece abierto. Las mujeres y muchos otros marginados siguen llegando tarde “al festín del saber”, como afirma Eugenio Trías respecto de los excluidos sociales definidos como “locos”, a quienes se refuerza su exclusión por medio de su imposibilidad de discurso.[63] La filósofa francesa Françoise Collin también constata: “Siempre llegando tarde, las mujeres pretenderían ser sujetos cuando ya no hay sujeto”.[64] La cultura occidental identifica a las mujeres con “el loco”, ya no en cuanto excluido social sino en referencia a todo lo marginado del discurso literario.
Desde este marco de perplejidad que complejiza la posición de las mujeres frente al lenguaje, Françoise Collin —quien piensa que son las mujeres, en cuanto excluidas, quienes lo tienen que resolver: “Esta prueba o esta contradicción interna la soportan los dominados más que los dominantes, y les corresponde pensarla”—[65] desarrolla una propuesta de solución tomando como punto de partida la aporía innegable que sostiene las discusiones actuales sobre el tema del sujeto: “Por una parte, el advenimiento de lo femenino es la muerte del sujeto, dado que la dualización del sujeto y del objeto es una posición fálica. Por otra parte, las mujeres, secularmente sujetas (assujetties), quieren volverse ‘sujetos plenos’ [… lo cual deriva en la pregunta:] ¿Cómo quien no ‘es’ puede ser sí mismo?”[66]
FRANÇOISE COLLIN
Para enfrentar la contradicción Collin sitúa la necesidad de un intercambio simbólico en el nivel práctico, que sintoniza con la propuesta de Anzaldúa. Y como respuesta a la disyuntiva posmoderna de sustituir la relación identitaria de la dicotomía sujeto-objeto —que apuesta por la disolución del sujeto o la afirmación de un Yo feminizado que no elimina la opresión a las mujeres— construye una tercera vía de equilibrio frente a las tesis posmodernas y frente al pensamiento de la diferencia sexual:
Lo postmetafísico no es la muerte del sujeto sino su inscripción entre vida y muerte. La toma de conciencia de la alteración, es decir, del hecho de que el sujeto no es amo, y no es transparencia de sí mismo para sí mismo, no significa su muerte más que para quien confunde al sujeto con lo Uno, no para quien “el uno no es sin el otro” (l’un ne va pas sans l’autre), para quien está en búsqueda de “lengua materna”, no para quien sabe que habitar la lengua es siempre “habitar varias lenguas” en un “monumental quid pro quo…”.[67]
Precisando la relación de insustancialidad que las mujeres tienen con la cultura y su problemática inexistencia como sujetos, es pertinente recuperar el sentido histórico, dinámico y performativo del sistema de género, como lo describe Teresa de Lauretis en el marco de una teoría de la representación, y Judith Astelarra, como un sistema modificable de distribución del poder. Para Lauretis el género es una representación; la representación del género es su construcción; la construcción del género continúa en la actualidad; y la construcción del género también se ve afectada por su deconstrucción.
Desde esta concepción podemos afirmar que, al mismo tiempo que el género representa y per-forma la realidad como forma de aprendizaje y estabilidad social desigual, también contiene la posibilidad de una transformación permanente hacia una redefinición más equilibrada de la identidad humana. Si la mujer como el varón son un proyecto, como dice Beauvoir: “la mujer no nace”, deviene o se construye a sí misma, y el género es tan sólo la representación de un ideal regulativo de la sociedad que puede ser modificado —como asegura Lauretis—, la humanidad está incluida en esta idea como algo que deviene y per-forma la realidad a través de las prácticas políticas y sociales que constituyen los procesos de subjetivación, incluidas las prácticas literarias.
Esto nos permite explorar la posibilidad práctica de construir una utopía de nueva humanidad, desde el reconocimiento de una sensibilidad ante el mundo que es diferente a la tendencia dominante, y que ya existe en los márgenes de la historicidad que no ha llegado a ser parte de la historia, como explica Fraisse, distanciándose de una definición esencialista de la diferencia sexual y a la vez del desdibujamiento de una diferencia construida sobre la base de nuestras experiencias diversas. No obstante, en contra de lo que piensan las integrantes de la Librería de mujeres: que “[…] la diferencia sexual es una diferencia humana originaria. [Y que] no nos es dado encerrarla en tal o cual significado, sino que debemos aceptarla junto con nuestro ser cuerpo y hacerla significante: fuente inagotable de significados siempre nuevos”,[68] el desarrollo de la cultura parece orientarse más hacia la posibilidad de una transformación exclusivamente material de la realidad, en la medida en que el desarrollo científico apuesta por la transfiguración de la condición humana y su relación con la naturaleza, por medio de la reproducción artificial y sin asumir la tarea propiamente humana de redefinir su significado en términos de la relación entre el cuerpo y el alma.
Tal decisión evita posibilitar un encuentro; alcanzar formas nuevas de entendimiento; construir una mejor forma de relaciones humanas entre hombres y mujeres, y con todos aquellos que aún no tienen voz. Un ejemplo que ilustra claramente como la experiencia humana es atravesada por múltiples formas de exclusión es expresada por la escritora estadounidense Cherríe Moraga:
Me falta imaginación dices. No. Me falta el lenguaje. El lenguaje para clarificar mi resistencia a las letradas. Las palabras son una guerra para mí. Amenazan a mi familia. Para ganar la palabra, para describir la pérdida, tomo el riesgo de perder todo. Podré crear un monstruo, el cuerpo y extensión de la palabra hinchándose de colores y emocionante amenazando a mi madre, caracterizada. Su voz en la distancia, analfabeta ininteligible. Estas son las palabras del monstruo.[69]
En este poema podemos ver que todo sigue en juego al interior de la dinámica social y en el proceso de designación y auto-designación que la palabra tiene. A pesar de los intentos patriarcales de reducir a las mujeres a la dimensión privada de su experiencia, las mujeres son capaces de alcanzar niveles insospechados de gloria y trascendencia, tanto como de bajeza y peligrosidad, debido a su irrecusable humanidad y al reconocimiento social que han obtenido; pero sobre todo —como quería Virginia Woolf— debido a la amplitud de su experiencia que hoy se despliega hacia la esfera pública de la vida social.
A manera de conclusión
Al inicio de El segundo sexo Simone de Beauvoir ofrece en términos teórico-filosóficos la respuesta a la pregunta: “¿Qué es una mujer?”: “La mujer se determina y diferencia con relación al hombre y no éste con relación a ella; ésta es lo in-esencial frente a lo esencial. Él es el sujeto, él es lo absoluto: ella es el otro”.[70] De modo que para definir a las mujeres sólo parece haber dos alternativas: una mujer es un hombre, o una mujer es un no hombre. Tomando como base la necesidad de concebir nuevas formas de subjetividad más incluyentes y equilibradas es necesario descubrir el camino que nos revele, como dice Ecker desde su enfoque estético feminista, “[…] no sólo aquello de lo cual queremos liberarnos, sino aquello hacia lo cual [todas y todos] queremos liberarnos”.[71]
EDMUND BLAIR LEIGHTON, “PENSATIVA” (S. F.)
En primer lugar debemos admitir que las mjeres escriben con muchas más dificultades que los hombres, debido al orden de desigualdad social que las coloca en contextos ajenos a la tradición históricamente masculina de la cultura y adicionalmente las carga de tareas y roles que las limitan prácticamente de una participación plena. En segundo lugar la escritura y el pensamiento de las mujeres pasan por una serie de limitaciones relativas al contexto social en el que se desarrolla la sociedad patriarcal, que se organiza sobre criterios de desigualdad y en el que las mujeres no tuvieron (durante siglos) la posibilidad de acceder al dominio del pensamiento ni de la expresión literaria.
Aún hoy, como dice Anzaldúa, “¿Quién tiene el tiempo o la energía para escribir después de cuidar al marido o al amante, los hijos, y casi siempre otro trabajo fuera de casa?”.[72] La auto-definición práctica de los contenidos de la identidad de hombres y mujeres que posibilita la conciencia posmoderna, al compartir la idea del género como representación, puede ampliar los contenidos de la condición humana hacia la posibilidad de un reconocimiento recíproco, y abrir así la puerta a un verdadero encuentro que signifique una suerte de renacimiento pleno para la humanidad. En contra, sigue la alternativa de continuar avanzando hacia la radicalización de un individualismo extremo y deformante, capaz de diseñar formas de vida inéditas… en aislamiento.
Por ello es que finalmente no es ocioso retomar, una vez más, lo que propone Gloria Anzaldúa a quienes viven atravesadas por múltiples formas de marginalidad. Desde experiencias alternativas y lugares dislocados de participación social, en atención a esas otras formas de expresión que aún no existen y ya buscan otros horizontes de realización humana, la escritora chicana nos recuerda: “Mintieron, no hay separación entre la vida y el escribir. El peligro de escribir es no fundir nuestra experiencia personal y nuestra perspectiva del mundo con la realidad social en que vivimos […] No hay tema que sea demasiado trivial. El peligro es en ser demasiado universal y humanitaria e invocar lo eterno para el sacrificio de lo particular y de lo femenino y el momento histórico específico”.
De la mano de las autoras italianas hemos establecido el valor del affidamento. Uno de los principales aprendizajes de la experiencia colectiva de las mujeres para hacer política y teoría desde la diferencia fue que, más que inexistente, “[…] la relación de la mujer con la otra mujer es lo no pensado de la cultura humana”;[74] lo imprevisto en el plano del saber. La sola participación de las mujeres, su emergencia pública, proporciona a la cultura un componente de universalidad del que carece la cultura patriarcal: “La revolución del pensamiento sexuado posee una irreversibilidad lógica, en tanto forma de pensamiento que supera la de un pensamiento neutro-masculino”.[75]
Podemos concluir también que, como admite Virginia Woolf: “El libro de una mujer no está escrito cual un hombre lo escribiría”,[76] y asimismo reconocer que la realidad de una habitación propia no basta para que una mujer pueda expresar su propio sentido de realidad, si no cuenta además con la interlocución de otras mujeres; quienes dan la referencia al origen y con ello a la restauración de la madre simbólica que puede brindarnos la construcción de una genealogía femenina en el terreno intelectual. Esto nos remite a la importancia del otro en la irrenunciable posibilidad humana de expresión, pero especialmente de las otras entre nosotras en el campo de la significación.
En relación con la justicia ligada al sentido humano que busca el proceso de la intersubjetividad, resulta pertinente determinar el valor del reconocimiento de las y de los otros, así como la soberbia importancia que tiene la diferencia para alcanzar la igualdad. No es por demás atender a lo que filosóficamente prescribe Simone Weil: “Leemos, pero también somos leídos por otro. Interferencias entre ambas lecturas. Obligar a alguien a que se lea a sí mismo como le leen los demás (esclavitud). Obligar a los demás a que nos lean como nos leemos a nosotros mismos (conquista)”.[77]
Finalmente, a pesar de los avances tecnológicos y el desarrollo científico que apunta a la disolución de la identidad; más allá de la posibilidad de reconocimiento y más acá del despojo del sentido; por la sistemática expulsión de la experiencia de lo femenino en el significado de lo humano, Andalzúa nos conmina nuevamente a la acción; a seguir escribiendo incansablemente, explorando el mundo desde la perspectiva de las que no tienen voz: “Escribe con tus ojos de pintor, con oídos de músico, con pies de danzantes. Tú eres la profeta con pluma y antorcha. Escribe con lengua de fuego. No dejes que la pluma te destierre de ti misma. No dejes que la tinta se coagule en el bolígrafo. No dejes que el censor apague las chispa, ni que las mordazas te callen la voz”.[78]
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Notas
[1] Librería de mujeres de Milán, No creas tener derechos, ed. cit.
[2] Fraisse, Geneviève, Desnuda está la filosofía, ed. cit.
[3] Woolf, Virginia, Las mujeres y la literatura, ed. cit., p. 56.
[4] Woolf, Virginia, Una habitación propia, ed. cit., p. 57.
[5] Violi, Patrizia, El infinito singular, ed. cit.
[6] Ibidem, p. 14.
[7] Ibidem, p. 15.
[8] Idem.
[9] Idem.
[10] Anzaldúa, Gloria, Hablar en lenguas. Una carta a escritoras tercermundistas, ed. cit., p. 278.
[11] Ibidem, p. 279.
[12] Ibidem, p. 283.
[13] Fraisse, Geneviève, Desnuda está la filosofía, ed. cit., p. 21.
[14] Librería de mujeres de Milán, Óp. cit., p. 19.
[15] Ecker, Gisela, Introducción. Sobre el esencialismo, ed. cit., p. 13.
[16] Idem.
[17] De Beauvoir, Simone, El segundo sexo, ed. cit., pp. 23-24.
[18] Weigel, Singrid, La mirada bizca: sobre la historia de la escritura de las mujeres, ed. cit., p. 69.
[19] Las mujeres que ocupan alguna posición pública son concebidas como “buenas” o “malas”, “perversas” o “sinceras”, reduciéndolas a la “subjetividad” que motiva sus acciones; no como “gloriosas” o “peligrosas” porque sus actos remitan a la “objetividad” del efecto social que estos produzcan.
[20] De forma análoga a lo que ocurre en el campo literario (en torno a los criterios de calidad estética), el pensamiento filosófico está delimitado por repertorios y agendas temáticas predefinidas que conforman tradiciones intelectuales a las cuales las mujeres se ven obligadas a adscribirse, a riesgo de —en caso de no hacerlo— ser consideradas como asistemáticas, confusas o hasta irracionales, como afirma G. Fraisse. enfrentan con s lorar las produccione culturales ienenque deducir delcontexto siestque se hincha como tambor cada nueve meses;
[21] Fraisse, Geneviève, La diferencia de los sexos, ed. cit., p. 61.
[22] Algunos ejemplos de imposibilidad de lenguas romance para traducir algunas profesiones realizadas por mujeres son, en español: el sustantivo “cartero” (persona que distribuía la correspondencia) y “cartera” (objeto en el que se guardan las cartas); otra profesión que designa equívocamente a las mujeres que la ejercen es la de “música”.
[23] Breitling, Gisela, Lenguaje, silencio y discurso del arte: sobre las convenciones del lenguaje y la autoconciencia femenina, ed. cit., p. 220.
[24] v. Irigaray, Luce, Yo, tu nosotras, ed.cit.
[25] Woolf, Virginia, Una habitación propia, ed. cit., pp. 51-52.
[26] Anzaldúa, Gloria, Óp. cit., p. 279.
[27] Ibidem, pp. 279-280.
[28] Ibidem, p. 285.
[29] Dworkin, Andrea, Nuestra sangre, ed. cit., p. 18.
[30] v. Ecker, Gisela, Óp. cit.
[31] Woolf, Virginia, Las mujeres y la literatura, ed. cit., p. 59.
[32] Anzaldúa, Gloria, Óp. cit., p. 279.
[33] Woolf, Virginia, Las mujeres y la literatura, ed. cit., p. 57.
[34] Poniatowska, Elena, Introducción, ed. cit., p. 21.
[35] Woolf, Virginia, Las mujeres y la literatura, ed. cit., p. 57.
[36] Anzaldúa, Gloria, Óp. cit., p. 281.
[37] Librería de mujeres de Milán, Óp. cit., p. 158-159.
[38] Ibidem, p. 158.
[39] Ibidem, p. 10.
[40] Fraisse, Geneviève, Desnuda está la filosofía, ed. cit.
[41] Librería de mujeres de Milán, Óp. cit., p. 10.
[42] Idem.
[43] Ibidem, p. 11.
[44] Ibidem, p. 15.
[45] Woolf, Virginia, Las mujeres y la literatura, ed. cit., p. 56.
[46] Librería de mujeres de Milán, Óp. cit., p. 15.
[47] Ibidem, p. 10.
[48] Ibidem, p. 14.
[49] Ibidem, p. 11.
[50] Madame du Deffand fue “continuadora de una tradición de saber y de prestigio femeninos formada a partir de otras grandes señoras, como madame de La Fayette y madame de Sevigné”. Su salón fue mucho tiempo el más célebre de París, cuando los salones eran “espacios de poder y de placer para las mujeres [… y] un lugar estratégico para las tramas políticas”.
[51] Librería de mujeres de Milán, Óp. cit., p. 16.
[52] Woolf, Virginia, Las mujeres y la literatura, ed. cit., p. 77.
[53] Citada por Librería de mujeres de Milán, Óp. cit., p. 12.
[54] Ibidem, p. 11.
[55] v. Ecker, Gisela, Óp. cit.
[56] Idem.
[57] Idem.
[58] Ibidem, p. 11.
[59] Birulés, Fina, Prefacio, ed. cit., p. 10.
[60] Winch, Peter, Para comprender a una sociedad primitiva, ed. cit., p. 99.
[61] Amorós, Celia, Hacia una crítica de la razón patriarcal, ed. cit.
[62] Anzaldúa, Gloria, Óp. cit., p. 278.
[63] Trías, Eugenio, Filosofía y carnaval, ed. cit.
[64] Collin, Françoise, Praxis de la diferencia. Notas sobre lo trágico del sujeto, ed. cit., p. 5.
[65] Ibidem, p. 10.
[66] Ibidem, p. 3.
[67] Ibidem, p. 17.
[68] Librería de mujeres de Milán, Óp. cit., p. 163.
[69] Citada por Anzaldúa, Gloria, Óp. cit., p. 278.
[70] De Beauvoir, Simone, Óp. cit., p. 14.
[71] Ecker, Gisela, Óp. cit., p. 15.
[72] Anzaldúa, Gloria, Óp. cit., p. 282.
[73] Ibidem, p. 282.
[74] Librería de mujeres de Milán, Óp. cit., p. 44.
[75] Ibidem, p. 154.
[76] Woolf, Virginia, Las mujeres y la literatura, ed. cit., p. 58.
[77] Weil, Simone, La gravedad y la gracia, ed. cit., p. 98.
[78] Anzaldúa, Gloria, Óp. cit., p. 285.
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