Resumen
La noción de constitución de toda experiencia posible de objetos por prácticas sociales concretas, culturales e históricas, es la impronta hegeliana que advertimos en las reflexiones de Foucault. Ambos pensadores comparten la convicción de que cada cultura constituye lo que admite como experiencia dada y, en consecuencia, no hay realidad externa al pensamiento y al discurso, sino sólo producción plural de significados culturales e históricos. Esto lleva de fondo el rechazo de todo sustrato fundante, para toparnos únicamente con una presencia construida, sin misterio ni solidez. Ello demanda desenmascarar evidencias institucionalizadas y abrir camino a la resistencia y la acción. La noción de experiencia logra, pues, tender un puente entre ambos pensadores, sin que ello signifique cerrar distancias, sino, más bien, entablar un diálogo crítico.
Palabras clave: experiencia, desfundamentación, prácticas sociales, sentido, pluralidad, resistencia.
Abstract
The idea of creation of all possible objects of experience by specific cultural and historical social practices is the Hegelian footprint we see in the reflections of Foucault. Both thinkers share the conviction that each culture constitutes what is admitting as given experience and, consequently, there is no reality external to thought and speech, but only the production of plural cultural and historical meanings. This shows the rejection of all founding substrate, so we only run into a built presence, without mistery or solidity. This demands to unmask institutionalized evidences and to open the way to resistance and action. The notion of experience, therefore, achieves the building of a bridge between both thinkers, which does not mean the closure of distances, but rather, the establishment of a critical dialogue.
Keywords: experience, defundamentation, social practices, meaning, plurality, resistance.
El presente escrito pretende poner de manifiesto el papel de primera importancia que juega la noción de experiencia dentro de la reflexión hegeliana y cómo dicha noción logra tender un puente hacia Foucault, sin que ello signifique cerrar distancias, sino, más bien, abrir camino a un diálogo crítico.
La intención confesada por Foucault de escapar de Hegel y pensar contra él, no pasa por alto la posibilidad de que quizá Hegel se burle con su astucia de este intento: “una astucia suya al término de la cual espera, inmóvil y en otra parte”,[1] lo que implica reconocer lo que es todavía hegeliano en el recurso que permite pensar contra él. En congruencia con ello, se podría advertir que es la huella hegeliana la que parece asomar insidiosamente en la noción foucaultiana de experiencia, la cual se presenta como resultado del rechazo de las diversas posturas epistemológicas de la tradición basadas en la escisión sujeto-objeto y sustentadas en la idea de un referente objetivo, sosteniendo, en cambio, la idea de constitución de toda experiencia posible de objetos e incluso de sujetos, ya no por obra de una conciencia trascendental, obstaculizada por un en sí incognoscible, al estilo kantiano, sino en virtud de prácticas sociales concretas, culturales e históricas.
Tanto Hegel como Foucault comparten, a nuestro entender, la convicción de que cada cultura histórica constituye lo que admite como experiencia dada y, en consecuencia, descartan el supuesto de un mundo de cosas con racionalidad intrínseca a descifrar, no hay realidad externa al pensamiento y al discurso a la que se accediera mediante recepción pasiva o contra la que se estrellara el saber. Solo se da la producción plural de significados culturales e históricos. Esta propuesta nace sin duda de la disolución de todo sustrato fundante, ya sea objetivo o subjetivo, de la renuncia a un mundo de esencias por detrás de las apariencias, para proclamar la mediación del sentido socialmente producido, lo cual nos revela, usando las palabras de Jean-Luc Nancy, “la decisión de un mundo sin secreto”,[2] en tanto nos topamos únicamente con una presencia construida por prácticas sociales cuyo poder productivo conforma objetos y sujetos, de modo que comprender su sentido, implica remitirla a su proceso de configuración histórica, el cual, al ser develado, elimina su misterio, pero también su solidez. Ello demanda no dejarnos atravesar pasivamente por pretendidas verdades y evidencias institucionalizadas para dar paso a la resistencia y la acción. En virtud de ello, afirma Pérez Cortés, “es conocido el resultado militante al que llega Foucault siguiendo a Nietzsche, no existe ningún mundo de esencias detrás de la apariencia, a espaldas del mundo no se perfila ningún mundo más estable. Según nosotros, el genealogista habría podido recurrir con el mismo resultado a la Lógica de Hegel”.[3] Tanto Hegel como Foucault convergen, pues, en este planteamiento, aunque, como ya se anunció, ello no deriva en la disolución de sus discrepancias, la cuales intentaremos también esclarecer.
Hegel nos conduce en la Fenomenología del Espíritu a alzar el telón de lo fenoménico y enfrentarnos con la experiencia de que no hay nada ahí para ser visto, ningún ser sustancial fundante y fijo con características inmutables como interior suprasensible, sólo tropezamos ahí con nosotros mismos: “Y se ve que detrás del llamado telón, que debe cubrir lo interior, no hay nada que ver, a menos que penetremos nosotros mismos tras él, tanto para ver, como para que haya detrás algo que pueda ser visto”.[4] Ello implica descartar la idea de un proceso que nos acerque progresivamente a la verdad objetiva, garantizando al final el acuerdo entre pensamiento y cosa; aquel pretendido ser oculto se revela en el proceso dialéctico como el producto mismo del actuar del juego intersubjetivo en su relación con la realidad, enfatizado en la cita anterior con la palabra nosotros, con lo cual se cierra definitivamente la distancia entre ser y apariencia, abierta por la metafísica tradicional sustancialista. La manifestación muestra el ser de las cosas como concebido y significado por la intersubjetividad histórica. Ser y sentido se identifican y todo saber se revela como un co-saber. El sujeto deviene pluralidad interhumana ubicada espacio-temporalmente, idea con la que definitivamente se supera la filosofía del sujeto moderno abstracto, diluido ahora en el nosotros histórico como agente de toda creación simbólico-cultural. Es el juego de interacciones colectivas el que se va objetivando de modo inconsciente en las leyes, instituciones, costumbres y cultura en general de un pueblo.
El espíritu es la realidad ética. Es el sí mismo de la conciencia real, a la que se enfrenta, o que más bien, se enfrenta a sí misma, como mundo real objetivo, el cual sin embargo, ha perdido para sí mismo toda significación de algo extraño, del mismo modo que el sí mismo ha perdido toda significación de un ser para sí, separado, dependiente o independiente, de aquel mundo. El espíritu es la sustancia y la esencia universal, igual a sí misma y permanente –el inconmovible e irreductible fundamento y punto de partida del obrar de todos– y su fin y su meta, como el en sí pensado de toda autoconciencia. Esta sustancia es, asimismo, la obra universal, que se engendra como su unidad e igualdad mediante el obrar de todos y de cada uno, pues es el ser para sí, es la esencia que se ha disuelto, la esencia bondadosa que se sacrifica, en la que cada cual lleva a cabo su propia obra, que desgarra el ser universal y toma de él su parte.[5]
El individuo sólo alcanza identidad al apropiarse de su mundo, insertándose en la dinámica intersubjetiva y viva que se ha plasmado en dicho mundo, donde encuentra los parámetros y criterios compartidos de su pensar y obrar, y contribuye asimismo con su acción a producirlo y mantenerlo, pues el individuo carece de fondo sólido o esencia fija, “el verdadero ser del hombre es […] su obrar”.[6]
De acuerdo con Nancy, “Hegel es el primero en sacar al pensamiento del reino de la identidad y de la subjetividad […] quiere decir: el ser a prueba del ser. El ser que no posee nada sobre qué fundarse, sostenerse y realizarse, […] sustancia desnuda idéntica a su libertad absoluta. Es la infinidad desnuda de las singularidades de las cuales ninguna acaba el todo”.[7] De manera que si hurgamos en el interior del sí mismo, solamente descubrimos indeterminación e infinitud en apertura hacia lo otro y hacia los otros. En su movimiento puro de autotrascendencia, el yo es actividad, inquietud que avanza sobre lo otro objetivo para hacerlo suyo, diversa por la diversidad de sus fines y objetos. Tal actividad que concilia lo objetivo y lo subjetivo y rebasa cualquier determinación, propia o externa, devela la inmensa tautología del sujeto que está en todo y es todo, pero al que jamás encontramos en estado puro, a no ser por efecto de una abstracción de pensamiento, sino intersubjetivamente construido, entregado siempre a las cosas en relación indisoluble con los otros en un espacio y tiempo determinados, y yendo siempre más allá en una carrera infinita e interminable. Lo cual nos devela así, “la esencia de la autoconciencia que consiste en ser infinita o inmediatamente lo contrario de la determinabilidad en que es puesta”,[8] continua autoproducción de sí misma a partir de una praxis originaria involucrada en lo intersubjetivo y entendida como reapropiación de lo otro. El saber absoluto, meta alcanzada por la humanidad de su tiempo, y de la cual Hegel se considera portavoz, no consiste en otra cosa que en este saberse como libertad del espíritu intersubjetivo, libertad manifiesta en un autotrascenderse continuo que hace suyo todo lo extraño con su actividad teórica y práctica, para devolverlo espiritualizado al interiorizarlo y dotarlo de significado. “La conciencia llegará entonces a un punto en que se despojará de su apariencia de llevar en ella algo extraño que es solamente para ella y es como otro […] al captar por sí misma esta esencia suya, la conciencia indicará la naturaleza del saber absoluto mismo”.[9] La acción adquiere, así, privilegio sobre la obra, una acción ajena a todo saber o valor cerrado, anulador de dinamismo.
FOUCAULT Y NIETZSCHE
Sostenemos entonces, que lo que se encuentra de fondo en la apuesta hegeliana es la renuncia al pensamiento puramente metafísico de la unidad sustancial, a todo pensamiento fundante, en tanto sólo aparece una realidad fenoménica detrás de la cual se descubren las producciones significantes de carácter temporal provenientes de la esfera colectiva. En este sentido, Hegel desenmascara la proyección social de significaciones y remite a la vaciedad del nosotros donde se despliega históricamente el sentido, el saber no se ordena en función de una totalidad unitaria de significado, no hay apoyo ni recogimiento en una identidad metafísica, sólo resta la pura negatividad como experiencia donde se da la muerte de las significaciones, pero donde brota también un nuevo objeto en un proceso dialéctico de conservación y superación, el cual recoge la experiencia anterior, al mismo tiempo que la trasciende; “este movimiento dialéctico que la conciencia lleva a cabo en sí misma, tanto en su saber como en su objeto, en cuanto brota ante ella el nuevo objeto verdadero, es propiamente lo que se llamará experiencia”.[10] Cualquier determinación debe ser negada, para dar lugar a una nueva.
Hegel plantea, en consecuencia, que es la interacción social e histórica la que en su dinamismo se plasma de modo anónimo e inconsciente en las manifestaciones institucionales y culturales, configura verdades, valores, sólo en cuyo suelo alcanzan identidad los individuos, sin incentivar por ello una actitud conservadora. Corresponde a la filosofía llevarnos a la conciencia de nuestros determinismos históricos como producciones sociales, lo que lejos de invitar a la pasividad e impotencia, abre camino a la resistencia y acción. Por este motivo, Hegel anuncia el vuelo del búho de Minerva sólo al atardecer, destacando el efecto corrosivo del pensar filosófico, cuya tarea consiste en traducir en conceptos su tiempo ya agotado en posibilidades y con ello relativizarlo y contribuir a su derrumbe. “El espíritu […] sabe traer a la reflexión lo irreflexivo, el puro hecho. Así logra en parte tener conciencia de la limitación que aqueja a esas determinaciones –como la fe, la confianza, la costumbre– y descubre razones para separarse de ellas, de sus leyes. […] Esta destrucción, obra del pensamiento, es necesariamente a la vez la producción de un nuevo principio”.[11] El vuelo del ave, en consecuencia, no sólo anuncia un declinar, sino el remontar las alturas en busca de horizontes ya abiertos, cuya realización efectiva corresponde sólo al hombre de acción, quien es capaz de vislumbrar de forma inconsciente las nuevas necesidades de su tiempo e impulsar un movimiento colectivo transformador que da lugar a una nueva creación histórica. De análoga manera a “como el artista obedece al impulso de poner su esencia ante sí y de gozarse a sí mismo en su obra”,[12] se crea la nueva gran obra artística del nosotros histórico, sin fondo o suelo originario.
Tal tinte estético es herencia sin duda de las posturas románticas de su tiempo que exaltan la fuerza creativa de la Naturaleza como impulsora de la acción del individuo, pero que Hegel aborda en términos de intersubjetividad, lo vincula directamente a la postura de Foucault, en tanto que, como observa Susana Murillo,[13] Foucault remite también como Hegel a prácticas sociales concretas, a la trama de un proceso colectivo dentro de la cual se configuran objetos e individuos y que, de este modo, presenta un carácter eminentemente productivo. Es sobre esta base que Foucault emprende un análisis histórico minucioso del régimen social del que emanan dispositivos constructores de cuerpos y subjetividades, guiado siempre por el fin de desarmar un cierto orden de evidencias que se muestran como interpretaciones gestionadas socialmente, interpretaciones disfrazadas de hecho positivo, ajenas a cualquier en sí o referente que constituyen formas de ver o de hablar determinadas cultural e históricamente. No podemos entonces, perder de vista que Foucault, marcado por la herencia hegeliana, parte de prácticas sociales e históricas, las cuales configuran diversas racionalidades generadoras de verdades, valores y sentidos, como creaciones comunitarias de orden inconsciente, afirma que “es ese nosotros lo que está en trance de convertirse para el filósofo en el objeto de su propia reflexión y, en consecuencia, se afirma la imposibilidad, para él, de poner entre paréntesis la pregunta acerca de su singular pertenencia a ese nosotros”.[14]
Se hace evidente, a través de estas palabras, que Foucault nunca habla de un yo, por el contrario, se esfuerza en subrayar, reconociendo a Hegel como el antecesor de su ontología histórica, el nosotros que pertenece a un conjunto cultural determinado, generador de prácticas como campo actual de experiencias posibles, de lo que se sigue que no hay esencia o contenido objetivo o subjetivo más allá del conjunto de estas prácticas históricas constituyentes de experiencia. Es en esta tónica como señala Foucault que la experiencia es histórica, de manera que no hay invariables que subyazcan a la historia y así, marca su afinidad con la postura hegeliana, en cuanto se empeña en desustancializar lo dado, al descubrirlo como producto histórico e inconsciente del nosotros colectivo en su inestabilidad permanente, la conciencia de lo cual disuelve permanencias y pluraliza sentidos. Cierto que, además, se esfuerza por precisar, yendo más allá de Hegel, que la experiencia se configura en función de tres ejes, a saber: los discursos o saberes, las relaciones de poder y las prácticas de sí. “Entendemos por experiencia la correlación, dentro de una cultura, entre campos del saber, tipos de normatividad y formas de subjetividad”.[15] Es sobre esta base que el autor analiza, por ejemplo, la formación y evolución de la experiencia de la sexualidad a partir del siglo XVIII como dispositivo de saber-poder, centrándose en las prácticas por las cuales los individuos se vieron llevados a reconocerse como sujetos de deseo, análisis que apunta a liberarnos del esquema de pensamiento que hace de la sexualidad una constante y que se muestra como vehículo de tácticas de poder normalizador.
HEGEL
Sin embargo, alrededor de dichos tres ejes configuradores de experiencia se perfilan también claras analogías con Hegel. En lo que se refiere a los discursos y saberes, objeto del análisis arqueológico, podemos advertir que ya para Hegel todo lo que vemos está filtrado por un entramado teórico que se articula con categorías construidas social e históricamente, las cuales rigen el pensamiento y el lenguaje y son suplantadas por otras al ser llevadas a la autoconciencia, de modo que no hay sensación o percepción que no esté determinada por una serie de categorías, ni existen datos o hechos a los que éstas se impongan, sino que es en el proceso de la experiencia donde se configura el objeto, “con el saber, también el objeto pasa a ser otro, pues el objeto pertenece esencialmente a este saber”.[16] No hay pues, encuentro con una realidad desnuda o un hecho en bruto, no hay referente prediscursivo, el conocimiento es constitutivo de toda experiencia de objeto. “Es, pues sorprendente que, frente a esta experiencia, se presente como experiencia universal y también como afirmación filosófica y hasta como resultado del escepticismo, el que la realidad o el ser de las cosas exteriores, en cuanto estos o cosas sensibles, tienen verdad absoluta para la conciencia”.[17] Al igual que en Foucault, las “cosas” sólo se dibujan en el discurso,[18] aunque habría que añadir que el pensador francés defiende la idea de discontinuidad o irrupción en oposición a la gran cadena hegeliana del movimiento dialéctico, necesario y continuo, y aquel acaba por dotar de gravedad al discurso, al atender en su etapa genealógica a condiciones extradiscursivas, las relaciones de fuerza en que se ancla el discurso, siempre penetrado por el poder y con efectos de poder, lo que nos ubica de lleno en el segundo eje configurador de experiencia aludido. La crítica al discurso se presenta ahora como una crítica que evidencia el sistema de valores y verdades admitidas como herramientas de dominación y persigue la reconstrucción activa de dichas ficciones que nos someten, mediante el recurso a descubrir su historia de formación y su contingencia, como instrumento de resistencia a la opresión.
Lo que destaca dentro de esta etapa del pensamiento foucaultiano es la idea del choque de fuerzas como matriz de las producciones sociales discursivas, pero también no discursivas, que el análisis histórico debe conducirnos a desenmascarar en su pretendida evidencia, descubrirlas como producto de relaciones de poder dinámicas, las cuales se han coagulado, convirtiéndose en relaciones de dominación que pretenden perpetuarse y sustancializar procesos, ocultando su génesis y sus efectos de poder. Destruir estas evidencias que son producidas por dispositivos de poder, dispositivos que construyen con ello cuerpos y forman sujetos, intentar descubrir las estrategias de poder que sostienen lo que se ha objetivado, es la tarea genealógica, “redescubrimiento conjunto de la lucha y memoria directa de los enfrentamientos”.[19] Hay que señalar aquí, que Foucault critica lo que según su visión aparece en Hegel como totalidad armónica idealizada, refiriéndose con ello al juego de acciones sociales que se plasma en un orden institucional y cultural reconocido, considera que el orden social “no debe analizarse en el horizonte hegeliano de una especie de bella totalidad que el poder tendría por efecto desconocer o bien romper por abstracción o división”,[20] sino en el horizonte de interacción de las individualidades que adopta en todo momento la forma de conflicto, de lucha, de guerra, y pone en lugar de aquella belleza armónica la agonística generalizada de las individualidades, las relaciones de dominación institucionalizadas, las cuales, para Hegel, “son el comienzo fenoménico de los estados, no su principio sustancial”,[21] ya que tuvieron su aparición como momento en el proceso dialéctico, marcado por el conflicto amo-esclavo, pero están destinadas a anularse en una sociedad igualitaria y solidaria, donde se alcanzaría el reconocimiento mutuo a través del lenguaje plasmado en las leyes; mientras que para Foucault estas relaciones de fuerza serían constitutivas de las prácticas sociales mismas, inmanentes a todas ellas, ya sea de tipo económico, familiar, sexual, institucional, etc.; de modo tal que no ocupan una posición de exterioridad frente a esas relaciones.
Toda relación entre individuos es intrínsecamente una relación de poder, “los cuerpos, la sociedad y la verdad, deben ser pensados como siendo construidos y deconstruidos en el ámbito de la relaciones sociales. Ellos no son cosas, no son substancias con una esencia pre-dada que se autodesarrolla, sino que su ser se construye en relaciones entre hombre y entre hombres y cosas, que son siempre relaciones de fuerza”.[22] No obstante, ante esta observación foucaultina, cabría subrayar que tales enfrentamientos son en el fondo resultado de la interacción social humana dinámica y viva que Hegel pone como centro de sus consideraciones al ubicarla como el suelo a partir del cual se configuran y van decantando las leyes, las costumbres, las instituciones y formas culturales de una comunidad, así como la identidad de las individualidades mismas, aun cuando éstas no tomen conciencia de ello. De modo que el espacio público, en lugar de aparecer para el pensador suabo como bella totalidad idealizada, ajena al conflicto, la presenta en constante inquietud y efervescencia, donde la rebelión, la insurrección, los enfrentamientos, la guerra, no sólo no están ausentes, sino que son elementos insustituibles para la movilidad de la historia. Si Hegel habla de la relación amo-esclavo como “momento inicial de los estados; pero no su principio sustancial”, se refiere a relaciones de dominación que habría que superar, y no a las relaciones de fuerza, al juego de acciones y reacciones que son constitutivas del dinamismo propio de toda interrelación humana. Esta idea es reafirmada por Foucault al sostener que la interacción social es un juego de fuerzas y acciones sobre otras acciones que apuntan al reconocimiento del otro como acción y libertad, y al proponer, además, en su última fase de producción filosófica, refundar el espacio público, transformando las relaciones de dominio en relaciones de reciprocidad; revertir el poder sobre el otro en el poder sobre sí, las relaciones de sujeción, en relaciones de solidaridad, móviles, dinámicas, reversibles, a través de las prácticas de sí como estética de la existencia con significado ético-político, la cual incluso puede adquirir los colores de bella totalidad que ha criticado a Hegel.
FOUCAULT
En esta idea de Foucault de relaciones de poder y luchas móviles siempre presentes e inestables que atraviesan discursos y saberes y que se institucionalizan provisoriamente en un orden social y tiempo determinados, atravesando discursos y saberes, no podemos, pues, dejar de advertir el legado hegeliano en virtud del cual es el juego vivo y dinámico de las individualidades el que crea y trastorna lo establecido y genera nuevas configuraciones culturales y sociales, exaltando el conflicto que surge en las situaciones de descomposición social, así como la lucha, la valentía y la guerra como medio corrosivo de transformación.
Aceptemos que Foucault ya no aborda el saber y las formas sociales y culturales en términos de expresión del espíritu de una época, sino que analiza a profundidad y detenimiento, con nuevas herramientas conceptuales, el diagrama de poder que se da en determinado lugar y tiempo, el cual es resultado de relaciones de fuerza heterogéneas, inquietas e inestables, cuyo efecto de conjunto traza una dirección general que se cristaliza en las instituciones y toma forma en los aparatos de Estado, mediante los cuales se fijan y perpetúan, dando lugar a discursos globalizantes y tiránicos que pretenden ser portavoces de la verdad. Defiende así, la idea de un poder activo y constructivo que atraviesa todo el cuerpo social y se hace presente en el andamiaje de conceptos, en las reglas e instituciones que han formado una red que fabrica nuestro ser sujetos y nuestros límites de lo decible o enunciable. De cualquier manera, sigue en pie la idea hegeliana en cuanto a la construcción de instituciones, evidencias o verdades por la dinámica social que pretenden hacerse pasar por definitivas al solidificarse, pero que ocultan relaciones inquietas y, en esta medida, pueden alterarse en cualquier momento, de ahí que la función que se asigna al saber sea destruir evidencias mediante el recurso de sacar a la luz su génesis a partir prácticas sociales concretas.
La interacción social produce, según ambos pensadores, resultados impredecibles, ajenos a la conciencia de los participantes de los que son, a un tiempo, agentes y, en cuanto constituidos en su identidad por dichos resultado, pacientes. Hegel alude a ello mediante la metáfora de la “astucia de la razón” que rebasa los fines y la conciencia de los individuos particulares y que va tejiendo, en terminología foucaultiana, una red de poder anónima, la cual constituye a las subjetividades y las sujeta, formando un mapa estratégico de cuyo análisis hay que partir. De manera que las experiencias históricas en que se constituyen las individualidades no responden a intenciones subjetivas o estatales, se trata, más bien, de una gran “estrategia sin estrategas”. Más allá de los objetivos determinados de individuos, de instituciones o del Estado, se urde esta gran estrategia anónima de conjunto, como funcionamiento objetivo institucional, resultado de un entramado de tácticas particulares que se encadenan unas a otras y se propagan dibujando un dispositivo de conjunto cuya lógica es clara y comprensible, pero que no es obra consciente de ninguna institución o individuo, sino que se presenta como gran estrategia anónima y muda que coordina las tácticas locales, y a la inversa, se apoya en éstas. Este funcionamiento anónimo no anula, empero, en ninguno de los pensadores, la importancia de las actitudes transgresoras. Por el contrario, las encumbra como factor decisivo de trastorno social, una vez que dicho funcionamiento impersonal es alumbrado por la conciencia.
En Foucault, las tácticas se vinculan a efectos locales de poder conscientes o inconscientes que se articulan con muchos otros y dibujan el dispositivo estratégico con una dirección de conjunto dominante y un fin estratégico que se opone a otros, por lo que constituye un equilibrio siempre provisional e inestable, siempre necesitado de reajustes. Ningún esquema de transgresión como táctica local podría funcionar en esta estrategia de conjunto si no es por una serie de encadenamientos sucesivos. Nos encontramos necesariamente insertos dentro de estas redes de poder anónimas, no hay relación de exterioridad frente a ellas, pero siempre hay puntos de resistencia que desempeñan el papel de adversarios, puntos de resistencia locales, móviles, susceptibles de romper y alterar el mapa de poder vigente. Siempre contamos con una cuota posible de reacción o resistencia ante ellas, con posibilidad de alterar el diagrama en su conjunto, trazar nuevas líneas a través de tácticas locales que al entrar en coalición y golpear las zonas frágiles pueden alterar el todo, modificando en consecuencia el modo de fabricación de cuerpos y sujetos. “No existen relaciones de poder sin resistencia; que éstas son más reales y más eficaces cuando se forman allí mismo donde se ejercen las relaciones de poder; la resistencia al poder no tiene que venir de fuera para ser real, pero tampoco está atrapada por ser la compatriota del poder”.[23] La resistencia puede adoptar múltiples formas, no existe un lugar o clase predeterminados para ser foco de la rebelión, puede ser consciente o inconsciente, pero su función es siempre la misma, introducir grietas o fisuras en el tejido general.
Esta transgresión frente a lo instituido es también exaltada y promovida por Hegel, aunque en otros términos: es el choque entre dinamismo de la vida del juego de individualidades e institucionalización fija y muerta, entre acción y obra, lo que hacía aparecer las grandes figuras transgresoras, portavoces de las nuevas necesidades gestadas en el tiempo, otorgando realidad transitoria a las instituciones validadas por el juego intersubjetivo. Cierto es que los diversos momentos superados por la actividad subversiva se van encadenando en una serie de sentido, al ser rememorados como ascenso en el camino de la libertad y autoconciencia del espíritu, según el significado que adquiere la historia desde la situación específica de este pensador, con lo cual, a juicio de Foucault, se alimenta la idea de un sujeto histórico que va construyendo su identidad en la historia y que conforma la trama central de ésta, visión encuadrada dentro del antropocentrismo moderno. En contraste, Foucault, desde su situación histórica, nos ofrecería un pensamiento móvil sin pretensiones de totalidad, cuyo discurso, estratégico y práctico a la vez, busca lograr la victoria sin proclamar formas de liberación, derechos o verdades definitivas. No obstante, la tarea fundamental que asigna Foucault al pensamiento no se aleja de los términos hegelianos, a saber: mostrar la arbitrariedad y contingencia de conceptos e instituciones como límites a traspasar y así dar cuenta del espacio de libertad del que todavía disponemos.
MAX ACKERMANN, (SIN TÍTULO, 1930)
Podría aseverarse aún que es la herencia hegeliana la que hace de Foucault un filósofo de la disidencia que no busca que el pensamiento filosófico legitime y satisfaga los saberes y poderes institucionalizados, sino que adopta el compromiso de subvertirlos. El intelectual para Foucault tiene como misión esclarecer el papel de la verdad y su estatuto político, destruir evidencias y pretensiones de universalidad, descubrir el orden de los discursos atravesados por el poder en virtud de los cuales el mundo se abre de un modo lingüístico y culturalmente específico. Al igual que Hegel, busca mantener el pensamiento a una distancia de lo impensado que le permita ir hacia él, dejarlo llegar y en función de ello emprende la crítica a lo normal que define la orientación global de su discurso. Según apunta Morey, Foucault pretende “ponerse en guardia contra las inercias que nos hacen decir lo que hay que decir y repetir un decir normalizado que ocupa el lugar del pensamiento”;[24] se propone decir el presente para romper con la normalidad y sus poderes, encarando lo que se dice, no con miras a un decir verdadero, sino simplemente para romper con inercias que nos llevan a repetir el decir que impera, con el fin de dejarlo en suspenso.
Es en este mismo sentido que afirma Foucault que al llegar a saber quiénes somos nosotros hoy, como ontología del presente, se percibe lo que podríamos ser. Reflexionar sobre la actividad de producción de objetos y sujetos, implica emprender una excursión hacia aquello que los constituye subterráneamente, descubrir el mecanismo que los ha llevado a ser en su determinación particular y les otorga una presencia, mostrar así la serie de condiciones que determinan su existencia y con ello la necesidad que las ha conducido a ella. Dicha necesidad que produce sujetos y objetos se asocia en Foucault a la contingencia, en cuanto lance o tirada desde una situación que hace irrumpir el acontecimiento; mientras que, en Hegel, obedece a la necesidad del proceso dialéctico en tanto cada momento recoge el anterior, al mismo tiempo que lo niega. Lo común en ambos es, sin embargo, que las cosas no tienen valor en sí con fundamento propio, su reconstrucción reflexiva muestra su génesis a partir de las prácticas que las constituyen y, al mismo tiempo, las corroe.
Atendiendo ahora al tercer flanco foucaultiano de las prácticas de sí como configuradoras de experiencia, en virtud de las cuales los individuos llegan a reconocerse como una determinada forma de ser sujetos, podríamos ponerlo en relación con la Bildung hegeliana que adopta el sentido de apropiación de nuestra sustancia espiritual entendida en términos de elevación desde la tosca individualidad egoísta hacia lo público y universal, al lograr apropiarse de la cultura del propio tiempo y modelar de este modo una segunda naturaleza como identidad fraguada en lo social. Si bien esta propuesta hegeliana adquiriría en el pensador francés valencia negativa, pues dicha inserción en lo social, en cuanto preñada de poder, significa siempre domesticación y sumisión frente a lo dado en la medida en que implica asumir una forma de subjetivación impuesta en el mapa de poder concreto de su tiempo –por efecto de tácticas disciplinarias y confesionales– Foucault recurre a la autocreación estética mediante las prácticas de sí como respuesta de rechazo a la subjetividad impuesta, que dejan ver ese esfuerzo de autocreación propio de la Bildung. No obstante, Foucault no persigue en ningún momento como meta fundamental la inserción social. Por el contrario, destaca sólo ruptura e impugnación. La construcción de las individualidades en el ámbito socio-cultural adopta siempre el carácter negativo de sometimiento. Las prácticas de sí, si bien conservan la tarea de la Bildung de elevar al individuo desde la manifestación espontánea y biológica de la vida a la espiritualidad como segunda naturaleza autoconstituida, el fin no es insertarlo en lo universal y compartido, sino producir al individuo en su diferencia como práctica de resistencia activa a las formas impuestas de ser sujeto. Ello le conduce a hablar de una ética que permite al individuo forjar un ethos, asegurando el ejercicio continuo de la libertad respecto a estructuras de dominación y del poder normalizador. “[…] lo que podríamos llamar <
Sigue desconcertando que la estetización del sujeto que él recomienda con tanto empeño tenga su origen en la necesidad de mantener la autoridad política […] Como en el caso de Nietzsche, el individuo que obtiene el vigoroso dominio de sí sigue siendo por completo monádico. La sociedad no es aquí más que un ensamblaje de agentes autónomos que se disciplinan a sí mismos, sin que de su autorrealización puedan fructificar lazos mutuos.[26]
Siendo así, Foucault no logra responder a cuestiones de vital relevancia, ¿cómo lograr establecer desde ahí parámetros intersubjetivos y no caer en el caos del subjetivismo y la anomia? ¿Cómo evitar el choque o el conflicto entre las individualidades, si cada una es una mónada encerrada en esos procesos estetizantes, siguiendo sus propias elecciones, sin criterios valorativos vinculantes? Los griegos salvaron este peligro atendiendo a un ideal normativo de humanidad que respondía a la esencia humana en estado potencial. Hegel, huyendo de este esencialismo, recurre a los modos de convivencia institucionalizados para conjurar la arbitrariedad y el caos, los cuales son ineludibles para establecer cánones compartidos para el pensar y el actuar, “El mundo real es un todo firme, con cohesión propia, de leyes y de organizaciones que tiene como meta lo universal; los individuos sólo tienen valor en la medida en que se adecuan y se comportan conforme a este universal”.[27] Aunque este continuamente se rehaga, sometido al cambio y la invención, teniendo que ser derribado, al verse rebasado por la misma dinámica de las prácticas sociales, Hegel abandonó ya en Jena la postura de sus primeros escritos de Frankfurt en que el reconocimiento mutuo se lograba mediante el sentimiento subjetivo del amor como fuerza unificante, para buscar un reconocimiento mediado por las leyes e instituciones, alarmado por la deriva de la Revolución Francesa en el Terror. Foucault recorre al parecer el camino inverso. Si en sus escritos genealógicos critica a Hegel por analizar el ámbito público en términos de una especie de bella totalidad idealizada, ajena al conflicto o la rebelión y donde prevalecería el reconocimiento mutuo –para dar paso a analizarlo desde el horizonte de interacción de las individualidades que adopta siempre la forma de conflicto, de lucha, de guerra— parece desembocar, no obstante, en la por él vituperada bella totalidad.
JOVEN HEGEL
No obstante y a pesar de sus desencuentros, no hay lugar a dudas, por todo lo expuesto, del hecho de que ambos pensadores convergen en un punto, a saber: poner de relieve las prácticas sociales e históricas como constituyentes de toda experiencia, configuradoras de objetos y sujetos, recusando todo fondo fundante, incluida la figura abstracta del sujeto constituyente moderno, e invitando a una actitud crítica que apunte a la desconfiguración de lo dado en prosecución activa de la gestación de algo otro.
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- Morey, Miguel, “Sobre el estilo filosófico de Michel Foucault. Una crítica a lo normal”, en E. Balbier, G. Deleuze et. al., Michel Foucault, filósofo, Alberto Luis Bixio, Gedisa, Barcelona, 1999.
- Murillo, Susana, El discurso de Foucault: Estado, locura y anormalidad en la construcción del individuo moderno, Oficina de Publicaciones CBS-Universidad de Buenos aires, Buenos Aires, 1997.
- Nancy, Jean Luc, Hegel, La inquietud de lo negativo, Pablo Perera Velamazán, Arena, Madrid, 2005.
- Pérez Cortés, Sergio, “Foucault y la experiencia”, en Fernanda Navarro, Sergio Pérez Cortés, et. al., Escritos filosóficos, veinte añios después de Foucault, Ediciones sin nombre, México, 2005.
- Terry, Eagleton, La estética como ideología, Trotta, Madrid, 2006.
Notas
[1] Foucault, El orden del discurso, ed. cit., p. 70.
[2] Nancy, Óp. cit., p. 44.
[3] Pérez Cortés, Óp. cit., p. 29.
[4] G.W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, ed. cit., p. 104.
[5] Ibid., pp. 259- 260.
[6] Ibid., p. 1.
[7] Nancy, Óp. cit., p. 62.
[8] Hegel, Óp. cit., p. 113.
[9] Ibid., p. 60.
[10] Ibid., p. 58.
[11] Hegel, Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, ed. cit., pp. 146-147.
[12] Ibid., p.107.
[13] Cf., Murillo, Óp. cit.
[14] Foucault, “¿Qué es la Ilustración?”, en Saber y verdad, ed. cit., p. 199.
[15] Foucault, Historia de la sexualidad 2, El uso de los placeres, ed. cit., p. 8.
[16] Hegel, Fenomenología del espíritu, ed., cit., p.58.
[17] Ibid., p. 69.
[18] Díaz, Óp. cit., p.30.
[19] Foucault, “Curso del 7 de Enero de l976” en Microfísica del poder, ed. cit., p. 129.
[20] Foucault, Los anormales, ed. cit., p. 57.
[21] Hegel, Enciclopedia de la Ciencias filosóficas, ed. cit., parágrafo 433.
[22] Murillo, Óp. cit., p. 85.
[23] Foucault, “Poderes y estrategias”, en Microfísica del poder, ed., cit., p. l 17.
[24] Morey, Óp. cit., p.116.
[25] Foucault, Historia de la sexualidad 2. El uso delos placeres, ed. cit., pp. 13-14.
[26] Eagleton, Terry, La estética como ideología, Trotta, Madrid, 2006, p. 477.
[27] Hegel, Escritos pedagógicos, ed. cit., p. 108.
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