AUTOR DESCONOCIDO, “CURSO DE FILOSOFÍA EN PARÍS” (SIGLO XIV)
Resumen
La educación es un tema que preocupa mucho recientemente. A pesar de la renovación constante de modelos, perspectivas y planes, persisten el descontento y la inconformidad sobre ello. Volver la mirada a grandes pedagogos, es un recurso común de las clases de pedagogía que se imparten en las licenciaturas en educación. Entre ellos está Agustín de Hipona, filósofo y teólogo del siglo IV d. C., y cuyas enseñanzas, sobre cómo ha de ser una adecuada pedagogía práctica, son aún de actualidad. En este trabajo se plantea que está actualidad está en su propuesta de una metodología humanista que sume actitudes de alegría y servicio al quehacer docente, ya que son tópicos que se escuchan con mucha frecuencia en los discursos educativos.
Palabras clave: pedagogía teórica, pedagogía práctica, metodología humanista, filosofía de la educación, epistemología, lenguaje.
Abstract
Education is a topic that worries a lot recently. Despite the constant renewal of models, perspectives and plans, discontent and disagreement about it persist. Looking back at great pedagogues, it is a common resource of the pedagogy classes taught in bachelor’s degrees in education. Among them is Augustine of Hippo, philosopher and theologian of the fourth century AD. C., and whose teachings, on how it should be an adequate practical pedagogy, is still topical. This paper proposes that this news is in its proposal of a humanistic methodology that adds attitudes of joy and service to the teaching task, since they are topics that are heard very frequently in educational discourses.
Keywords: theoretical pedagogy, practical pedagogy, humanistic methodology, philosophy of education, epistemology, language.
La educación es cosa de mucha importancia, en especial cuando se es colaborador institucional de ésta. Como docente, además de la respectiva actualización disciplinar (la propia de la profesión y que consolida el saber a enseñar), ha de procurarse adquirir habilidades pedagógicas, esto es, de conducción o de promoción del aprendizaje. Es común en los cursos de pedagogía volver sobre los grandes maestros (teóricamente) de ésta. Uno de ellos, para mi gusto, es Agustín de Hipona, para quien la educación le mereció una constante reflexión, tanto como estudiante, como profesor que fue de Retórica y después como Obispo. En este trabajo me propongo, brevemente, plantear la actualidad de la pedagogía práctica de San Agustín. Para ello comenzaré con unos pocos antecedentes. Continuaré con la pedagogía teórica o presupuestos de la educación. Finalmente trataré la pedagogía práctica en sus aspectos más sobresalientes.
Clemente de Alejandría, Orígenes y Basilio asumen la cultura antigua en sus aspectos de verdad y belleza, pues se advierte que han de ayudar al objetivo final del cristianismo. Tertuliano, Cipriano y Jerónimo consideraron que el cristiano debía abstenerse de la lectura de textos de la cultura greco-romana por el peligro de infectarse de sus errores. Agustín estará más cerca de los padres orientales.
San Agustín, además, critica la educación de su tiempo. Acusa con amargura la escuela que experimentó, impregnada de escepticismo y relativismo, porque no buscaba ni impartía la verdad, porque los relatos de la mitología greco-romana incitaban, creía él, los males morales con los que se encontraba. Aseguraba que los castigos escolares constituían una cruel costumbre.[1] La finalidad de esa educación, dirá, era utilitarista. Importaba más el adiestramiento para insertarse en el mundo laboral de forma productiva y conseguir dinero y prestigio (como hoy sucede). La verdad en la formación de la persona interesaba poco.
Cerca de los padres orientales de la Iglesia combatirá esta situación educativa. Antes de presentar (diríase) sus recomendaciones para la práctica educativa, ha de darse cuenta de sus presupuestos.
La actividad de san Agustín tuvo siempre un fin pedagógico, como pastor de su Iglesia (Hipona) y como escritor (incluso en sus diálogos de juventud). Este fin era la formación de fieles como personas y cristianos orientados a su salvación. Los contenidos, los valores y las metas de este fin serían los del Evangelio. Los temas a tratar de la pedagogía teórica del Obispo de Hipona son su teoría del conocimiento, los campos del conocimiento humano, el lenguaje y la enseñanza y los contenidos y el fin de la educación. Pero antes se hará necesario saber si es posible alcanzar la verdad, tópico clave de la teoría del conocimiento.
Agustín de Hipona defendió la certeza de la verdad contra el escepticismo. Es experiencia muy común que éste pueda quitar la esperanza de hallar la verdad. Como se sabe, Agustín atravesó por una etapa escéptica, arrastrado por sus propias inquietudes y sus razonamientos. En ello ya se encuentra la puesta a prueba de una razón vital y personal. Alcanzada la verdad dentro de la Iglesia Católica, lo primero que escribe es su diálogo titulado: Contra Académicos. Para él fue un deber enfrentar el escepticismo, para que a nadie más le resultara un óbice; como fue para él, en la búsqueda de alcanzar la verdad. Arcesilao y Carneades, de la segunda Academia (expuesta por Cicerón en su obra Académicos), no negaban la existencia de la verdad, sino la imposibilidad de dar con ella ante las dificultades para distinguir la verdad del error. Partían de la máxima de Zenón estoico: “la verdad ha de ser reconocida por ciertos signos que no posee lo falso”. Aquellos afirmaban, después de concluir que no hay nada que cumpla con la exigencia del filósofo estoico, que lo propio del sabio es regirse por la verosimilitud (probabilidad). Contra esta pretensión de los académicos, san Agustín esgrime varios argumentos para probar que puede darse con la verdad y estar ciertos de ella.[2]
Encuentra contradicción en el dictum, ya que guiarse por lo verosímil, que es lo que se parece a la verdad, y negar que a esta se le pueda conocer; esto es, que no se le conoce, resulta una contradicción. Además, si el sabio se caracteriza por conocer la verdad, y no la conoce, o no es sabio el que afirma guiarse por lo verosímil o lo que dice es descabellado. Asimismo, asegura Agustín de Hipona que los escépticos bien pueden ser unos ignorantes impedidos de cualquier aprendizaje, puesto que a ojos de un cínico no han podido aprender ninguna otra doctrina, como la estoica o la de Epicuro. Si, como dicen los escépticos, no se puede alcanzar la sabiduría y con ella la verdad, entonces puede concluirse lo que sería una consecuencia insensata: que el sabio no sabe que vive, no sabe cómo vive, ni si vive; es decir, es sabio e ignora la sabiduría. La paradoja es clara. Más aún, si la máxima de Zenón es verdadera, luego entonces se sabe algo verdadero; y si es falsa, se percibe algo verdadero, puesto que se sabe que es verdadera o falsa. Pero la afirmación es verdadera o pueden percibirse cosas falsas y es absurda la definición o tampoco puede percibirse lo semejante a lo falso. Contra el desacuerdo de las filosofías y los filósofos, dice el teólogo africano que por lo menos se sabe, y esto es verdadero y cierto, que sus doctrinas son verdaderas o falsas. Contra la desestimación de los sentidos, porque nos engañan, él mismo dirá que no es que nos engañen, sino que es el entendimiento el que yerra cuando los malinterpreta. Más aún, contra la duda que afecta el comportamiento, es más sensato seguir un camino que no hacerlo cuando sobre moral se trata. Por último, con reminiscencias (anacrónicamente) cartesianas, contra el presupuesto de que nada se puede saber, dice que tal afirmación implica por parte de quien la dice, que sabe que eso le parece y que si se engaña, entonces sabe que se engaña y por lo tanto sabe que existe.[3]
Para la pedagogía, pues, resulta esencial alcanzar la verdad, porque la pedagogía es el intento de transmitirla a los alumnos o de hacer que la verdad que ya hay en ellos surja. No se trata de la anamnesis platónica, ya que el Obispo de Hipona no presupone la existencia del alma, sino de la iluminación que Cristo (maestro interior),[4] desde dentro, lleva a cabo por medio de la pedagogía. Así pues, una vez que se sabe que la verdad es alcanzable, es tiempo de atender los presupuestos, que son, la teoría del conocimiento, los campos del conocimiento humano, el lenguaje y la enseñanza, así como los contenidos y el fin de la educación.
De acuerdo con Agustín el conocimiento humano utiliza dos formas de aprehender la realidad, a saber, la razón y el entendimiento. La mente humana está dotada de razón e inteligencia, dice.[5] La razón es “el movimiento de la mente capaz de discernir y enlazar las cosas que se conocen y que nos puede conducir al conocimiento de Dios”.[6] La inteligencia o entendimiento o razón superior[7] es la función más elevada del conocimiento humano, en ella se realiza la iluminación, por parte de la luz de Dios. La razón tiene por objeto las cosas temporales. La ciencia es para el gobierno de cosas naturales y el arte del honesto vivir según virtud. El entendimiento tiene por objeto la contemplación de las cosas eternas. La sabiduría lo es respecto lo eterno e inmutable.[8]
Para san Agustín Dios existe, se percibe por el entendimiento y hace inteligibles las demás cosas.[9] Aduce que la criatura depende totalmente de Dios en su ser y obrar, toda vez que si cesa la acción divina, cesan las criaturas de obrar y ser. El conocimiento no es la excepción. Si cesa la iluminación divina, la inteligencia se oscurece. La iluminación es concebida como la prolongación de la creación en el ámbito cognitivo. Hay, pues, dependencia ontológica del intelecto humano con relación a Dios. Más aún, propone que hay un carácter comunitario de la verdad, ya que puede ser poseída (conocida) por todas las inteligencias, pero no es de ninguna. Se ofrece como verdad a todos sin que nadie se la apropie. Es de una realidad distinta a las mentes humanas y se hace presente en ellas,[10] cuando conocen, porque por ella conocen, en virtud de que las ilumina intelectualmente.
San Agustín define al ser humano como un animal racional y mortal.[11] De esta definición desarrolla, en consonancia con su definición de razón, la distinción entre lo racional y lo razonable y el desarrollo de los campos del conocimiento por medio de la razón. Se dice racional, porque usa o puede usar la razón, es decir, puede discernir y enlazar las cosas que se conocen. Por otro lado, lo razonable es lo hecho o dicho conforme a la razón. La razón opera en ciertos ámbitos haciendo la realidad razonable. La razón se aplica a las cosas que se hacen, se ven, se dicen y se oyen. Entre unas y otras la razón encuentra congruencia entre los varios elementos de una misma cosa. La razón goza de, y en, la proporción y armonía (por eso razonable). La razón encuentra vestigios suyos en el ámbito de los sentidos de la vista y el oído y dentro de lo que le es deleitable. El lenguaje se sirve de la razón para comunicarse con otros seres humanos con los que se vive en sociedad debido a una tendencia natural (confianza). Los sonidos del lenguaje están dotados de significación y son intermediarios entre los espíritus humanos. Para suplir la imposibilidad de la audición de los ausentes la razón inventó la escritura. Los conocimientos referentes al funcionamiento del lenguaje, fueron recogidos por la razón en la gramática. La historia perpetúa por escrito todo cuanto acontece digno de memoria. De la gramática la razón pasó a estudiar su propia actividad pensante, en virtud de la cual creó las artes. Lo llevó a cabo por la disciplina de disciplinas, esto es, la dialéctica. Por la retórica la razón hace razonable la vida a las personas. Por esos medios la razón quiso elevarse a la contemplación de cosas divinas. Obligada a depender de los sentidos, descubrió en el objeto del oído el orden racional del ritmo regido por los números divinos y eternos que en palabras dio origen a la poesía y la música (intelectual y sensual). En el objeto de la vista descubrió la belleza de las figuras (números-geometría-astronomía). Los números brillan con más fulgor en la reflexión intuitiva del pensamiento que en la realidad del mundo sensible. De las artes liberales se pasa a la filosofía que tiene por objetos de estudio al alma (nuestro propio ser) y a Dios (origen de nuestro ser). La filosofía busca la unidad separando y uniendo elementos. Si la razón es inmortal, y el alma es racional, el alma es inmortal, sostendrá.[12]
Ahora bien, ¿es posible la enseñanza? Se trata de un asunto grave que también interesó a Platón y a Aristóteles. Según san Agustín el lenguaje sirve para enseñar. Por medio de él, el maestro transmite saber al discípulo. La posibilidad de esta transmisión está en que el lenguaje es un sistema de signos, y estos son medios para significar ideas o señalar objetos. Sin embargo, es difícil que el alumno pase del signo al objeto que se intenta significar, ya que corre el riesgo de retener el signo, de quedarse con el medio sin llegar al conocimiento del objeto. En esto consiste la enseñanza verbalista, que es vacía e ineficaz. La repetición literal hace que las palabras no entendidas queden muertas en la memoria. El problema se supera, a ojos del autor de las Confesiones, en un método intuitivo-objetivo, basado en la experiencia, que consiste en presentar las cosas, en vez de las palabras, para llegar, a través de una gradual demostración a los conceptos y definiciones. En sus diálogos de Casiciaco, de manera espontánea en la conversación, se lleva a cabo la enseñanza. Pero hay una dificultad que se plantea al método: hay muchas cosas que no se pueden mostrar, lo que repercute en que se acaba necesitando de los signos. Sin embargo, los signos están supeditados a la experiencia directa de las cosas, tienen significado en tanto que el que los percibe conoce la cosa nombrada. Si no se da esta experiencia, no se entiende el signo. Aurelio Agustín destaca, pues, la insuficiencia de la palabra (que es signo) en la enseñanza. La posibilidad de enseñanza está en que el alumno aprende de las palabras, de los otros signos y de los objetos mostrados en la escuela. Aprende en virtud de una propiedad de su mente, por una intuición en la que se manifiesta la verdad. Las palabras mueven a consultar, a buscar y aprender. El maestro es ocasión de que el alumno aprenda. La función del maestro es, entonces, secundaria: informar la mente del niño, para despertarla a la verdad (hacerla consciente de la verdad interior),[13] como ya se adelantaba líneas arriba.
El fin de la religión y de la educación coincide, a saber, alcanzar la verdad y el bien, esto es, la felicidad. La filosofía se da entre ambas. Según san Agustín, en oposición a la postura griega de encontrar el origen de la filosofía en el asombro, se filosofa porque se quiere lograr la felicidad. Lo que hace feliz es el bien último. Para el Obispo de Hipona filosofía que no diga cómo obtener el bien último no es filosofía.[14] Ya se decía que Agustín critica la educación de su época por utilitaria. Para san Agustín no basta la instrucción, hace falta la educación en sentido profundo, esto es, se hace preciso que la verdad (teoría) y el bien (práctica) sean norma de vida. Un valor no se conoce plenamente hasta que no se lo ama como un bien para la persona, es decir, hasta que no se convierte en vida.[15] Quien vive mal no sólo practica el mal, además comete un error. No sólo es malo, también necio, porque vive una jerarquía de valores falsa. Hay una necesidad imperante de coherencia entre lo vivido y lo pensado. No se entra en la verdad sino por el amor. Cuando se ama lo que es bueno, fácilmente se abre la mente al conocimiento de Dios que es el Bien. El amor potencia y lleva a la perfección el conocimiento. El conocimiento precede al amor, pero el amor potencia el conocimiento y, éste, al amor. La ciencia aislada de amor destruye. El amor no está supeditado a nada y todo queda subordinado al amor. El conocimiento al servicio del amor permanece después de desmontado el andamio de la ciencia.[16] A Dios se le posee amándolo: “Ama y haz lo que quieras”.[17]
Ya que se han esbozado los presupuestos de la pedagogía de san Agustín (la teoría del conocimiento, los campos del conocimiento humano, el lenguaje y la enseñanza, así como los contenidos y el fin de la educación), toca plantear las recomendaciones prácticas de ésta.
La pedagogía del pensador latino no es sistematizada, pero sí original.[18] No trata san Agustín del método técnico en la enseñanza como hoy se entiende. Se acerca al problema desde la perspectiva personal y descubre una metodología humanística, basada en actitudes positivas. Al alma corresponde vivificar el método y la programación técnica. Sin una buena actitud, el método y la programación serían como cuerpo muerto.
Para el autor de La ciudad de Dios, los castigos atentan contra los derechos del niño y son ineficaces en la enseñanza. Propone que el maestro sea ejemplo en trabajo y bondad, además de que sepa suscitar la curiosidad en sus alumnos. Asimismo, insiste en que el juego es el trabajo propio del niño. Su época veía el juego como irreconciliable con el aprendizaje. En sus Confesiones destaca lo irónico que resulta que los juegos de los adultos (los negocios) no son próvidos, y aun así se exige que los niños los aprendan, con malos tratos, para que de adultos se comporten mal. En relación con lo anterior, respecto al aprendizaje de las lenguas, dice, se debe seguir un método natural. Por ejemplo, el latón lo aprendió escuchándolo entre caricias (método natural); en cambio, el griego, lo aprendió (mal) con un método artificial (de memoria, por repetición, etc.). Sostiene que hay superioridad del método natural sobre el artificial.
En La catequesis de los principiantes, exhorta Agustín a su discípulo Deogracias que suscite el interés y la atención de sus catequizandos. El interés no es la participación del alumno, sino el interés suscitado por la enseñanza, apoyándose en el sentido de lo maravilloso y de la natural admiración que anida en todo ser humano. Agustín pide al maestro no instalarse en la repetición, sino renovarse en el lenguaje y en la disposición interior hacia la verdad. Otra forma, sugiere, de suscitar el interés del alumno es fomentar el diálogo. La opinión del alumno debe ser superada con cariñosa exhortación. Hay que preguntarle si entendió dando confianza. El diálogo permite alumbrar la verdad en el ánimo. Agustín no recomienda la repetición, porque puede desembocar en la monotonía y el aburrimiento. Según él la solución es la alegría. Ésta suscita en el maestro y el alumno las mejores disposiciones mentales y personales para que sea la enseñanza lo más agradable y eficaz posible. Si la doctrina es buena, no puede no decirse con alegría. La indiferencia, el disgusto, la tristeza y la preocupación pueden enturbiar la enseñanza. La solución a esas emociones negativas está en Dios, y en encontrar alegría en Él.
También exhorta a que el maestro sea sencillo para que sintonice con el alumno, esto es, ha de hacerse niño con los niños, lo que significa admirarse de las cosas como si fueran nuevas. Haciendo esto el Obispo de Hipona encuentra reciprocidad: el alumno ayuda a redescubrir la verdad al maestro. El maestro es ocasión de que el niño aprenda y que el que aprende, por sí mismo aprenda. Maestro y estudiante pueden aprender juntos en sintonía y a la vez cada uno por sí mismo. El maestro debe ser humilde porque: 1) sólo es ocasión del aprendizaje del alumno que aprende por sí mismo; y, 2) la dedicación, así como la entrega al alumno, son una dedicación y entrega a la verdad que está por encima de maestros y alumnos.
San Agustín no era partidario de llevar enteramente escrita la lección del día, tampoco de dar la misma lección a todos los oyentes y menos aún de la elaboración de modelos de lección supuestamente perfectos que, año tras año, se repiten sin cambiar nada. Agustín promovía una continua renovación, sobre todo en la acomodación de la enseñanza a las diferentes características de los discípulos y con marcada tendencia a la enseñanza individualizada. El que enseña debe tener en cuenta la distinta capacidad e idiosincrasia de los alumnos. A todos se debe la misma caridad, pero no la misma medicina. La proporción de acuerdo a la psicología y la cultura de cada uno contra la anónima uniformidad del grupo es la propuesta agustiniana.
Por último, dice nuestro autor, se ha de enseñar con amor. El amor (de características filiales) al alumno ha de ser la única motivación del maestro.
La vigencia, en general, de la pedagogía (práctica) de san Agustín se nota en su metodología humanista, nacida de su propia persona, y la propuesta de que el maestro mantenga una actitud positiva, que vivifique su quehacer. Se la encuentra en el rechazo al castigo físico y la incorporación del juego en el aprendizaje. Y como hacen algunas tendencias recientes, el Obispo de Hipona promovió, para su época, un método natural de aprendizaje de las lenguas. Además, es tarea del profesor suscitar el interés del alumno, con alegría y buscando la sintonía con él. Esto implica una actitud de humildad y amor de parte del docente, el cual ha de buscar adaptar su enseñanza a las condiciones del estudiante. San Agustín no objeta nada a la enseñanza que es orientación, señalamiento, conducción, como parece hacerse en estos días. Critica los métodos, las actitudes y la falta de empatía del maestro humano.
Bibliografía
- Galindo, José Antonio, Pedagogía de san Agustín, AVGVSTINVS, Madrid, 2002.
- San Agustín, Acerca de la vida feliz, LUMEN, Buenos Aires, 1990 (2ª ed.).
- San Agustín, Acerca del maestro en Tratados, SEP (cien del mundo), México, 1988.
- San Agustín, Contra Académicos en Tratados, SEP (Cien del Mundo), México, 1988.
- San Agustín, De la utilidad de creer, en Tratados, SEP (Cien del Mundo), México, 1988.
- San Agustín, Del Orden en Obras completas de San Agustín I, BAC, Madrid, 1994.
- San Agustín, La trinidad en Obras completas de san Agustín V, BAC, Madrid, 2006.
- San Agustín, Las confesiones en Obras completas de San Agustín II, BAC, Madrid, 2002.
- San Agustín, Soliloquios en Obras completas de San Agustín I, BAC, Madrid, 1994.
- San Posidio, Vida de san Agustín, BAC, Madrid, 1994.
Notas
[1] Conf., ed. cit., I, 9, 14.
[2] C. Acad. III, 1-20, 1-45, ed. cit., 135-190.
[3] C. Acad. III, 16, 36, ed. cit., 180; Sol. II, 1, 1, ed. cit., 473-474; Lib. Arb. II, 20, ed. cit., 270; De Trin. XV, 12, 21, ed. cit., 475.
[4] De Mag.
[5] De Civ. Dei I, 1, 2.
[6] De Ord. II, 11, 30; II, 18, 48.
[7] De Trin., ed. cit., XII, 2, 2.
[8] De Trin., ed. cit., XII, 4, 4.
[9] Sol., ed. cit., I, 18, 15.
[10] De Lib. Arb. II, 12, 33; Conf., ed. cit., XII, 25, 34, X, 26, 37.
[11] De Ord., ed. cit., II, 11, 31.
[12] De Ord., ed. cit., II, 11; II, 13; II, 14; II, 18.
[13] De Mag. I, ss.
[14] De Civ. Dei XIX, 1, 3.
[15] En. In ps. 118, 17, 7.
[16] De Trin., ed. cit., X, 1, 1.
[17] In. Io. Ep. 2, 14.
[18] Conf., ed. cit., I, 8; I, 9; I, 14, etc.; De Cat. Rud. 2; 11; 12; 13.
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