El ímpetu de la filosofía

Alberto Constante, Imposibles de la filosofía frente a Heidegger, Editorial Paradiso, México, 2014

 

En México no ha habido una tradición filosófica

y ésta es una verdad a rajatabla.

Alberto Constante

I

He elegido iniciar mi presentación con el epígrafe anterior en virtud de que mi intención no es reseñar, examinar o criticar un libro, sino reflexionar en torno a esta idea que se presenta de diversas formas a lo largo de toda la obra que aquí comentamos, y que hizo surgir en mí una serie de dudas e impresiones que me gustaría compartir con todos ustedes.

 

Al inicio de su texto, y un poco a modo de advertencia, Alberto Constante reflexiona un poco sobre los desvaríos, las tentativas que se abren y se cierran, las secuencias imprevistas, así como sobre los cabos sueltos que no siempre se alcanzan a anudar en toda investigación. Y no cabe duda que, precisamente,  su nuevo libro ha sido un escenario en el que han ocurrido todas estas incidencias, y algunas otras más. Cómo si no explicar un intenso recorrido en el que se promete hablar sobre «la recepción de la filosofía de Heidegger en México», y al término del mismo uno se quede con la sensación de que no se habló lo suficiente sobre eso que se anunció, pero al mismo tiempo se tenga la felizmente devastadora sensación de que se han dicho muchas –pero de verdad muchas y perturbadoras– cosas más.

 

En efecto, el texto plantea un recorrido o, si se quiere, un examen, de las primeras recepciones de la filosofía heideggeriana en nuestro país. Y al llevarlo a cabo pareciera más bien que su objetivo era otro, y que toda la investigación estaba dedicada a trazar la genealogía de un fracaso: el de la filosofía mexicana. Para decirlo en breve y un tanto escandalosamente: Alberto Constante descubrió en esta investigación que, en realidad, hasta hace no mucho tiempo, nadie en México –con excepción de don Edmundo O’Gorman–había podido leer a Heidegger en su justa dimensión –lo cual fue, simultáneamente, causa y consecuencia, entre otras cosas, de la ausencia de una tradición filosófica sólida en nuestro país.

 

Las condiciones de este fracaso, sin la pretensión de ser exhaustivo, Constante las sitúa en cinco ejes. En primer lugar, se examina el fuerte compromiso teórico de José Gaos –primer traductor de Sein und Zeit– con la filosofía de la circunstancia de Ortega y Gasset; en segundo, y de la mano del primero, se analiza en la obra de los primeros intérpretes heideggerianos la grave confusión que existió entre la pregunta por el ser y la búsqueda del ser del mexicano –cuestión que desde 1949 y hasta no hace mucho, ocupó a intelectuales de la talla de Samuel Ramos y Octavio Paz–; en tercero, la lectura eminentemente existencialista que se hizo del filósofo de la Selva Negra a lo largo de esos años; en cuarto, la ausencia de una tradición filosófica propia que acogiera y alimentara la filosofía heideggeriana desde lo más hondo del pensar; y, por último, un dispositivo editorial –que fue al mismo tiempo un dispositivo de poder– que impidió la aparición de una nueva traducción de Ser y tiempo hasta hace relativamente poco. Estos son, pues, los factores que –insistimos, sin pretender ser exhaustivo– Alberto Constante encuentra como condiciones de procedencia de la emergencia de un malentendido.

 

Vale la pena mencionar que el lenguaje nietzscheano-foucaultiano que aquí utilizo para describir la estructura del libro que aquí comentamos no está presente en el libro mismo, es decir, se trata de una impostación de mi parte, acaso una violencia contra él. Estrictamente hablando, no sé si las pretensiones del autor al escribirlo hayan ido en este sentido, o sencillamente sea un sesgo inadvertido de quien durante años ha pensado de la mano de Nietzsche y de Foucault. Lo que sí sé es que en el texto encontramos una labor pacientemente documentalista mediante la cual, desde diversos flancos y perspectivas, se busca explicar un fenómeno, nadando entre la historia, los textos, los sentidos, significados e, incluso, entre las luchas de poder que circundaron el fenómeno analizado. Y todo esto –ustedes disculparán el atrevimiento– me huele a genealogía.

 

De antemano pido una disculpa a Alberto Constante, a Ricardo Horneffer y a Guillermo Hurtado –y por supuesto a todos ustedes–, si mi esquematización del trabajo que aquí comentamos es demasiado elemental, porque, en verdad, deseo llevar mis pensamientos, no hacia el análisis exhaustivo de la obra, sino hacia un inusitado poder del que es portador. Y dicho poder, por supuesto, se encuentra aparejado de la estructura crítico-genealógica que he intentado mostrar.

 

II

Cualquier amigo de la sabiduría sabe muy bien que dicha amistad no es sencilla; como casi cualquier tipo de amor, implica cuidado, desgaste, desciframientos, desesperación, desvelos, magia, alegría, mucha alegría, elemental y desenfrenada alegría, pasión, ilusión, pero también paciencia y a veces desilusiones, desvaríos, quebrantos, incluso llanto. Ser filósofo es un acto fallido por excelencia, pues, como bien asentaba Platón en varios de sus Diálogos, si se ama a la sabiduría es porque se aspira a ella, porque no se le posee. Esa es la tragicidad y la felicidad del filósofo: saber que su condición es una búsqueda constante, implacable e inagotable. Sin embargo, y como se puede advertir, tamaña experiencia no se puede afrontar sin algo de temeridad, de fuerza, de ímpetu.

 

Ser filósofo en nuestros días no es una pequeña tarea. El mundo que nos hemos construido hace que esa amistad con la sabiduría sea cada vez más esquiva, más amarga y más endeble. La velocidad de las actividades, el predominio de lo visual, el descomunal e irreflexivo avance de los dispositivos tecnológicos que nos enajenan como nunca antes, la precariedad económica, la ignominia política, en fin, las condiciones todas de nuestro mundo, insisto, parecen dificultar u obstaculizar el pensamiento y el amor por él. Ahora bien, si ya de por sí ser filósofo es una ardua tarea, ser filósofo en una institución es todavía más difícil. A todas las condiciones anteriores hay que agregar la angustia de pasar las materias, de obtener buenas calificaciones, de hacerte de amigos, de un servicio social, de titularte, de hacer una maestría porque si no quién sabe de qué vas a vivir, de doctorarte, de buscar un empleo, de conseguir un buen programa de estímulos, de publicar, de ir a congresos, y un largo etcétera.

 

Al final, cuando uno se encuentra ya en el etcétera, es muy probable que el ímpetu que nos guíe no sea ya el de querer continuar la amistad con la sabiduría, sino un elemental sentido de supervivencia. Ese ímpetu, esa fuerza, esa alegría que suele acompañar a los estudiantes en su calidad de estudiantes mientras conocen a la filosofía suele quedar agazapada en las múltiples burocracias y las tremendas exigencias que la vida nos va imponiendo. De modo que con frecuencia nuestra vieja y escurridiza amiga aguarda por nosotros en una espera que no tiene fin, perdida entre las burocracias y los criterios académico-administrativos mediante los cuales hemos diseñado y construido nuestras instituciones académicas.

 

Así las cosas, el libro de Alberto Constante que aquí presentamos, me alegra decirlo, es un libro portador de ese ímpetu juvenil que nos mantiene cercanos a la muy esquiva sabiduría, y en ese sentido es portador de un extraño poder que azuza y saca del letargo los ímpetus filosóficos más elementales.

 

Lo anterior puede notarse, por supuesto, en el desarrollo de todo el libro, en su inquietud por encontrar respuestas, en su tono ciertamente desenfadado y franco, pero sobre todo en su formulación de hipótesis, en su recurrir a fuentes poco usuales para los filósofos –como el archivo del FCE–, en su por momentos desconcertada redacción, en su lectura, interlocución y a veces nada cándida discusión con los colegas –cosa que en nuestro país puede llegar a ser una extravagancia, pues para discutir primero es necesario conocerse, leerse–, y en muchos otros detalles, pero, sobre todo, el ímpetu del libro se nota en una parte de sus conclusiones, en donde afirma, con respecto a la lectura de Heidegger en nuestro país, que “No estuvimos a la altura de los tiempos, como aún no lo estamos”.

 

Cuando uno se encuentra con esta línea como resultado de una investigación es inevitable recordar a Sócrates recomendando que el primer paso para ir en búsqueda de la sabiduría consiste, precisamente, en reconocer la propia ignorancia. Más aún, cuando esta línea que asume la precaria condición de nuestra filosofía frente al pensamiento heideggeriano, y la filosofía en general, termina por volver a insistir en uno de los horizontes del trabajo que consiste en afirmar que «en México no ha habido una tradición filosófica, y que esta es una verdad a rajatabla», entonces algo en el fondo del lector filosófico se agita angustiado y hace que forzosamente se pregunte, ¿qué es lo que estamos haciendo? Es decir, se despierta el ímpetu, la fuerza, no del profesor, no del estudiante, no del investigador ávido de puntos y estímulos, sino del pensador, del filósofo. ¿Qué estamos haciendo? Y entonces el libro ejerce un poder que pocos libros –seamos honestos– pueden ejercer.

 

III

A manera de confesión, y como una forma de reconocimiento, he de admitir que hacía un tiempo que no leía a Alberto Constante. Como muchos en esta facultad, fui su alumno, de modo que además de conocer su cátedra conocí sus textos, publicados en Theoría, en distintas y numerosas compilaciones, así como algunos de sus títulos individuales. Y pese a que Un funesto deseo de luz sigue siendo un título que recomiendo a mis estudiantes para comprender algunos aspectos de la modernidad, desde hacía un tiempo que no me ocupaba de la escritura de Alberto Constante. Grata fue mi sorpresa ahora que coincidimos en una labor académica y, en un acto de generosidad, me compartió este libro que ahora comentamos y, al leerlo, me encontré con una escritura diferente, menos grandilocuente, menos catastrofista y, por ello, menos emancipatoria, pero más fresca, más sospechosa, más historiadora, y también más alegre, con más fuerza, es decir, más amiga de la sabiduría (y no es que antes no lo fuera, pero ahora me gusta más cómo lo es).

 

Mientras leía el libro ­–lo leí de dos sentadas– me suscitó muchas alegrías, pero también muchas angustias, muchas preguntas. De entre todas ellas, hay un par que me siguen rondando y que no he podido contestar. La primera tiene que ver con la actual tradición heideggeriana, ¿Cómo fue, y en qué sentido, que la lectura de Heidegger en nuestro país se desprendió de la tradición que Gaos y Ramos instalaron entre nosotros? Y la segunda, que va de la mano de la primera, gira en torno a pensar si la comprensión o incomprensión de un pensador dentro de una tradición es suficiente para diagnosticar la existencia o no existencia de una tradición filosófica. Es decir, para ponerlo un poco dramáticamente: no comprendimos a Heidegger, y quizá seguimos sin comprenderlo, ¿Qué tipo de tradición o ausencia de ella continuamos con esto?

 

Mientras continúo haciéndome estas preguntas, Imposibles de la filosofía frente a Heidegger seguirá pululando entre nosotros, y seguirá, espero, suscitando sospechas, levantando preguntas y, sobre todo, despertando el ímpetu filosófico que nos hace preguntarnos, ¿qué demonios estamos haciendo como filosofía? Y mientras así lo haga, más allá de acuerdos o desacuerdos, creo, seguirá cumpliendo con su misión.